El Niño de la Bola: Novela - 13

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--¡Esto es demasiado! (gritó Manuel, extendiendo los brazos con
desesperacion y acercándose á D. Trinidad.) ¡Usted se ha propuesto
matarme, señor Cura! ¡Usted no tiene lástima de mí!...
--¡Pues entónces no sé quién la tiene!... (respondió friamente el
Sacerdote.) ¿Será acaso el público, que piensa divertirse á tu costa,
como si fuese al teatro á ver una tragedia?
--Lo que digo... (insistió el jóven con ternura) es que cene usted y
se acueste...
--En tu mano está el que lo haga...--¡Quédate á cenar y á dormir
conmigo!--Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos
huevos frescos y jamon crudo; y, en cuanto á cama, por ahí debe de
andar tu antiguo catre...
--¡Su cuarto está como lo dejó!...--añadió Polonia con indecible
alegría.
--Señor Cura: yo tengo que irme á mi casa...--balbuceó Manuel
implacablemente.
--¡Y yo contigo! (repuso D. Trinidad, fingiendo buen humor.)--¡Tú
mismo te lo dices todo!...--Conque vamos andando...--Adios, Polonia,
¡hasta que Dios quiera!
--¡Dios mio! ¡Dios mio! ¿Qué va á ser de mí? (gimió el pobre Venegas,
resolviéndose á echar á andar.) ¡Yo no contaba con este hombre!
--Espera un poco... (exclamó D. Trinidad, obstruyendo con su cuerpo
la puerta del despacho.) Tengo que dar algunos encargos á Polonia.
Manuel se dejó caer en una silla.
D. Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:
--Hay que buscar ahora mismo á la señá María Josefa, en su casa ó en
la de su hija...
--¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!...--respondió el ama.
--¡Ah! ¡el cielo me la envia!--Voy á hablarle... Quédate tú
aquí de centinela; y, si ves que mi prisionero piensa escapar,
avísame...--¡Pero no le digas ni una palabra!
Pocos minutos despues, el Cura habia terminado su conferencia con
la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho,
diciendo al abatido jóven:
--Cuando quieras, podemos irnos...--Estoy á tu disposicion.
--¡Quédese usted, D. Trinidad!...--expuso Manuel, levantándose y en
ademan de súplica.
--¡No hay D. Trinidad que valga!...--Adonde tú vayas, voy: si á tu
casa, á tu casa... (que es lo mejor que podemos hacer): y, si á
correrla, ¡á correrla!--¡Ah! se me olvidaba la alcancía...
Así dijo el denodado Cura, y, cogiendo los antiguos ahorros del
jóven, salió resueltamente al corredor, y comenzó á bajar la
escalera, no sin exclamar con grandes voces:
--Vamos... ven... y dáme el brazo; que estoy rendido de fatiga...
Manuel inclinó la frente y salió en pos de Don Trinidad, el cual no
tardó en aferrarse á su brazo derecho con tal fuerza que hubiera sido
muy difícil determinar quién era el robusto y quién el débil; quién
el aprehensor y quién el aprehendido.
Por último, ya desde la puerta de la calle, Don Trinidad retrocedió
hasta el ojo de patio, llevando y trayendo á Manuel como á un hombre
ebrio, y gritó fortísimamente:
--¡Cuidado, Polonia! ¡Que no tardes en enviar las perdices á quien
hemos dicho!...
Añadiendo luégo en voz baja:
--Y ¡qué buenas deben de estar las pícaras!--¡Esta Polonia guisa como
un ángel!


IV.
LOS NIÑOS Y LOS VIEJOS.

Poquísimas personas encontraron en las calles D. Trinidad y Manuel
al trasladarse de una casa á otra, y todas ellas se arrimaron á las
paredes, con no ménos susto que respeto, para dejar pasar á aquellos
dos maravillosos personajes de que tanto se estaba hablando en toda
la Ciudad.
No sucedió, empero, lo mismo cuando, llegados á la Plaza Mayor,
tuvieron que cruzar por delante de la célebre botica...
Hallábase ésta á medio cerrar, y en la media puerta que aún dejaba
paso á la luz de adentro veíase á _Vitriolo_, que despedia á sus
últimos tertulios, dándoles tal vez instrucciones para el dia
siguiente.
Tan luégo como divisaron y reconocieron á la claridad de la luna el
interesante grupo que formaban el Cura y Manuel, comenzaron á reir y
murmurar en voz baja, y áun los más jóvenes se atrevieron á seguirlos
y á pasar casi rozando con ellos, á ver si les cogian alguna frase.
Quedó, sin embargo, defraudada su curiosidad; pues el párroco y su
antiguo huésped no hablaron ni una palabra,--como tampoco la habian
hablado en todo el camino;--y de este modo penetraron al fin en la
antigua _casa del Chantre_.
Profusamente alumbrada la tenía tambien esta noche la etiquetera
Basilia, así como abierta de par en par y con toda la servidumbre en
ejercicio, á fin de recibir _al señor_ con los honores debidos á sus
grandes riquezas y á la sangre real mahometana de que procedia.
El arriero malagueño (alojado allí con sus tres mulas, y resuelto
á no marcharse de la Ciudad hasta despues de la Rifa que tanto
le elogiara el mismo Venegas la tarde anterior) hallábase en el
patio, haciendo de portero, y saludó con una profunda reverencia al
extraordinario personaje con quien habia andado tres largas jornadas
sin imaginar que llevaba consigo al terror y asombro de las gentes.
Al pié de la escalera estaba la pérfida _Volanta_, que no sólo era
amiga de _Vitriolo_ y paniaguada de Soledad y de la señá María
Josefa, sino tambien duende familiar de Polonia y Basilia; lo cual
quiere decir que discurria libremente y con salvoconducto por todos
los campamentos, como los traidores y los espías.--D. Trinidad,
hombre de clarísimo instinto, la miró con enojo; pero ella le besó la
mano, y corrió á ocultarse en las tinieblas, como una garduña en su
escondrijo.
Por último: en la primera meseta estaba la ceremoniosa ama de llaves,
quien, despues de hacer al hijo de D. Rodrigo los tres saludos de
ordenanza, á estilo del reinado de D. Cárlos III, en que empezó á
servir, dijo respetuosamente:
--Permítame el señor darle la enhorabuena...--¡En la sala tiene una
gran visita aguardándole!
--¿Qué dice esta mujer? (preguntó ágriamente el jóven á D. Trinidad.)
Yo no quiero visitas..., á no ser la de D. Antonio Arregui ó la de
sus padrinos.
--¡Sube! ¡sube! (contestó D. Trinidad, sonriéndose.) No negaré que
el que está en la sala ha venido como padrino; ¡pero es como padrino
tuyo!...--¡Ya verás, hombre; ya verás!
Manuel no pudo ménos de apresurar el paso al oir aquellas misteriosas
expresiones, con lo que muy luégo penetró en la sala, seguido á duras
penas por D. Trinidad Muley.
Un grito de asombro, de dolor y de cólera salió del pecho del
infortunado jóven, al ver quién era la anunciada _visita_... Y un
profundo sollozo de pavor y desesperacion lanzó el alma del digno
Sacerdote, al observar la actitud airada, irreverente, impía de su
antiguo ahijado en caso tan excepcional y solemne...
¡Porque la _visita_ era el Niño Jesus ó Niño de la Bola de la Iglesia
de Santa María, el mismo que el jóven adorara tantos años, el mismo
que aquella tarde habia salido en Procesion!
¡Allí estaba, en sus andas de plata y oro, sobre un altar improvisado
en el testero principal del aposento, vestido de riquísimo tisú,
alumbrado por muchas velas, y guarnecido de hermosos ramos de flores
naturales!--Servíale de dosel el estandarte de la Hermandad, colgado
del techo, y, por último, en medio de la sala, sobre un velador,
veíase en una bandeja un papel arrollado á modo de diploma, atado con
cintas de colores.
--¿Qué es esto?--¿Quién ha preparado tan irrisoria escena? (preguntó
al fin Manuel, encarándose con D. Trinidad.)--¿Se cree que todavía
soy un niño? ¿Se cree que todavía soy un imbécil?
El dignísimo Padre de almas estaba desolado. Halló, sin embargo,
fuerza bastante para dominar su congoja, y, despues de cerrar la
puerta de la sala, dijo al blasfemo con la austera frialdad de un
juez:
--Esto no tiene nada de nuevo ni de extraordinario: esto significa
que la Cofradía del Niño Jesus, de que eres individuo, te ha nombrado
su Mayordomo para el año que viene, y que, siguiendo la antigua
costumbre, que tú conoces mejor que nadie, te envia la Santa Efigie,
á fin de que more un dia en tu casa y le regales lo que sea tu
voluntad, á título de Hermano Mayor; regalo que lucirá mañana á la
tarde en el Baile de Rifa.--Pero, áun suponiendo que nada de esto
fuera así, ¿cómo no te engríes de ver en tu casa al Niño Jesus, al
Hijo de Dios vivo? ¿Cómo no doblas la rodilla y le das las gracias
por la altísima honra que te dispensa? ¿Acaso no eres tú su adorador
más fervoroso, su más humilde siervo, su devoto más entusiasta?
--No, señor.--respondió Manuel lúgubremente.
--¡Ah infame!--¡Y me lo dices á mí! (prorumpió D. Trinidad con una
furia tan grande como su pena.) ¡Y me lo dices delante de Él!
Manuel se cruzó de brazos y no contestó.
--¡Conque es eso lo que has aprendido en tus viajes! (prosiguió
el Sacerdote, poniéndole las manos sobre los hombros.) ¡Conque
es eso lo que has adelantado al adquirir tantas riquezas!--¡Y
querias dejármelas á mí! ¡Y querias que yo las repartiera entre los
pobres!...--¡Ni los pobres ni yo queremos nada de un judío!
--Señor Cura... (balbuceó Manuel.) Baje usted la voz...--Yo no soy
judío, moro, ni cristiano.
--Pues ¿qué eres, hombre inicuo?
--Yo no soy nada...--repuso el jóven, cerrando los ojos y encogiendo
los hombros como quien declara un delito de que no se cree
responsable.
--¡Jesus! ¡Jesus!--gritó el Cura con indecible espanto.
Y, alejándose del que tal ofensa le habia hecho, sentóse de
medio lado en una silla, dándole la espalda, y comenzó á llorar
desconsoladamente.
Manuel añadió con grave acento.
--No he debido ocultarle á usted la verdad. Por eso acaba de oirme
decir lo que hasta ahora no habia dicho á nadie.--Yo no hago
ostentacion de esta desgracia mia, que debo á crueles enseñanzas
del mundo, á lo que he visto en pueblos de diferentes religiones,
á lo que he leido en obras que no debieron escribirse...--Respeto
mucho, sin embargo, las creencias de los demas, y usted comprende
que hubiera sido escarnecerlas aceptar hipócritamente el cargo de
Mayordomo de esta Imágen, cuando mi corazon no le rinde ya más culto
que el que solemos tributar á los muertos queridos.
--¡Y yo he criado á este hombre! (gimió D. Trinidad con mayor
desconsuelo:) ¡Yo lo he llamado mi hijo! ¡Yo lo queria con toda mi
alma!--¡Ahora me explico que esta noche haya despreciado todos mis
consejos! ¡Ahora conozco que no hay remedio para él! ¿Quién gobierna
un barco sin timon? ¿Quién dirige un caballo sin bridas?--¡Estoy
vencido! ¡Su perdicion es segura! ¡Ya vivirá á merced del viento
de sus pasiones! _¡Ya será del último que llegue!_ ¡Satanás ha
triunfado!--¡Niño Jesus! Oye la súplica de este tu humilde siervo:
¡yo quiero morirme! ¡yo no quiero vivir más en un mundo tan
execrable! ¡mátame por favor! ¡llévame contigo! ¡tu Madre Santísima
cuidará de Polonia, como Polonia ha cuidado de mí durante cuarenta
y ocho años!--¡Qué diferencia entre unos séres y otros!... Ella me
crió de limosna, al ver que mi pobre madre estaba enferma y no podia
costearme ama... Ella me dió luégo pan, cuando en mi casa no habia
bastante para todos... Ella me colocó de aprendiz en la alfarería...
Ella me ha asistido de balde, por caridad, desde que mi madre murió y
me quedé solo... Ella, en suma, ¡ha sido para mí lo que yo para este
desalmado!...--¡Niño Jesus! ¡Vírgen Purísima! ¡Disponed como querais
de dos pobres viejos, que nunca han renegado de vosotros; y, si algo
bueno hemos hecho en este mundo, sirva de merecimiento para que
toqueis al corazon del infortunado Manuel Venegas!
Á fuer de historiadores veraces, debemos decir que esta humilde y
mal perjeñada deprecacion conmovió profundamente al jóven descreido,
no porque le dijese nada extraordinario, sino porque las piadosas
lágrimas de los buenos tienen más fuerza que todos los raciocinios de
la filosofía, máxime si caen en un corazon sensible y generoso.--Si
don Trinidad hubiese empleado argumentos teológicos, Manuel habria
podido contestarle con argumentos racionalistas, como diariamente
vemos en el mundo; pero contra el panegírico de Polonia, vg., no
cabia ninguna objecion.
Así fué que Manuel se arrimó á su padrino, y le dijo, quitándole las
manos de la cara y limpiándole los ojos con el pañuelo.
--¡Vaya, señor Cura! ¡no llore usted más, que sus lágrimas me están
asesinando! ¡Considere usted que llevo muchas horas de defenderme de
su cariño, de su irresistible bondad, de la dulce miel de su palabra,
y que fuera abusar demasiado del amor y del respeto que le tengo,
seguir acometiéndome de este modo!
Don Trinidad se apoderó de la mano con que el jóven le enjugaba las
lágrimas, y, contemplándolo, entre lloroso y risueño, como un niño
mimado, exclamó zalameramente:
--Pero, ¡hombre! Míralo siquiera... ¡No lo desaires hasta el punto
de volverle la espalda!... ¡Piensa que es mi Dios, el Dios de tus
padres, el Dios de tu patria, que ha venido á hacerte una visita!
¡Piensa que estará muy afligido de tus desprecios!...
Manuel, en quien, por lo visto, la supersticion habia sobrevivido á
la fe (suponiendo que verdadera fe hubiese tenido nunca), intentó
volver la cabeza hácia el Niño Jesus, y no se atrevió á ello. Ántes
dió un retemblido de pavor y bajó los ojos al suelo...
Pero estaba escrito que aquel dia ocurriesen singularísimas
coincidencias...--Decímoslo, porque Manuel y el Cura oyeron en tal
instante, dentro de aquella misma habitacion, los tiernos sollozos de
un niño...
Manuel miró aterrado á D. Trinidad, creyendo que quien lloraba era el
Niño Jesus...
Don Trinidad sonrió tristemente, y señalóle con el dedo la puerta de
la sala, que acababa de abrirse, y en la cual estaba parada la señá
María Josefa, con un hermoso niño en los brazos, y sin atreverse á
pasar adelante...
--No sueñes con _milagros_, ni verdaderos ni fingidos... (dijo al
mismo tiempo el Cura á Manuel.) Aquí no hay más _milagro_ que el que
tu buen corazon haga...--¡Tienes en tu presencia al hijo de Soledad,
que viene á pedirte perdon para sus padres!
--¡Su hijo! (rugió Manuel, huyendo al fondo de la vasta sala.)
¡Esto más! ¡Ah, verdugos! ¡Os habeis propuesto matarme! ¡Os habeis
propuesto volverme loco!
Y, hablando así, golpeaba la pared con los puños cerrados, como si
quisiera hundirla y escapar de aquella gran emboscada en que habia
caido su corazon.
--¡Manuel, repórtate! (dijo D. Trinidad, acercándosele dulcemente.)
Yo no soy tu verdugo... ¡Tú eres el mio y el de esa pobre familia que
te pide misericordia!...
--¡Que se lleven á ese vil enjendro de la traicion y la
mentira!--gritó el insensato, sin volverse, ni apartarse de la pared.
El niño tornó á llorar.
--¡Grande hazaña! (exclamó D. Trinidad Muley.) ¡Injuriar á un pobre
niño!... ¡Asustarlo!... ¡Despedirlo!
--¡No quiero verlo! (bramó el jóven.)--¡Si lo viera, lo mataria!
--Poco te falta para matarlo... ¡Ya le has hecho ponerse enfermo!
(dijo tristemente la abuela.) Su madre le ha dado á mamar veneno
desde que supo que venías; y esta noche me lo llevo á mi casa,
dolorido y hambriento, ¡como si él tuviera la culpa de que tú no
fueras dichoso!...
--Pero ¿por qué no viene su padre en lugar de él? (replicó Venegas
con desesperacion.) ¿Por qué no viene el cobarde que me hurtó la
dicha? ¿Por qué huye? ¿Por qué se esconde?
D. Trinidad hizo una seña á la señá María para que callara, y
apresuróse á responder por sí mismo en estos términos:
--Supongamos que ese hombre de bien te teme... ¿No le sobra razon
para ello? ¿Ha de ser todo el mundo tan sanguinario como tú? ¿No hay
más que matarse con el primer desesperado que nos provoca?--Porque,
Manuel... (¡Vamos claros!) ¿qué derecho tienes tú sobre Soledad? ¿Qué
palabra te empeñó nunca? ¿Qué puedes esperar hoy de ella? ¿La crees
tan indigna que por tí se deshonre y deshonre á su marido?
--¡Soledad es mia! ¡Soledad me ama!--exclamó Venegas fanáticamente,
volviéndose hácia sus interlocutores en ademan de desafío.
--Contéstele usted, señora...--dijo D. Trinidad á la señá María
Josefa.
--Manuel... (pronunció la madre, ocultando á su nieto miéntras
hablaba:) Mi hija te ha querido... Pero es una mujer de bien; y,
habiéndose casado con otro hombre, nada puedes ni debes esperar de
ella...
--¡Mentira! ¡Soledad no está casada! (gritó Manuel con
desesperacion.)--¡Su casamiento es nulo! ¡Soledad no ha dejado nunca
de quererme! ¡Yo la conozco desde que era niña! ¡Yo sé lo que me
decian esta tarde sus divinas lágrimas!
--Te equivocas, Manuel... (prosiguió la madre:) Soledad es incapaz
de faltar á sus deberes de esposa...--Tu presencia en este pueblo
sólo puede dar lugar á desventuras para todos, y de manera alguna
á felicidades para tí ni para ella...--El único bien que puedes
hacer á mi hija (y que le harás, supuesto que tanto la quieres), es
ausentarte, dejarla en paz, no ser la perdicion de su casa... ¡Y eso
venimos á pedirte este angelico y yo! ¡eso te suplicamos rendidamente!
--¡Que venga á decírmelo ella! (replicó Manuel con indescriptible
amargura:)--¡Verán ustedes cómo no se atreve á pedirme que me
vaya!--¡Yo la conozco! ¡Su corazon es mio!... ¡nada más que mio! ¡mio
desde la edad de ocho años!
--¡Esas son locuras, Manuel! (replicó la señá María.) ¿Cómo ha de
venir á verte una mujer casada?--Pero ¡harto claro te decia esta
tarde con lágrimas su deseo de que te marches, de que la perdones, de
que nos perdones á todos!...--Soledad no lloraba por lo que tú te
figuras...--Soledad lloraba de miedo... como llora este pobre niño...
--¡De miedo! (repuso el jóven en són de burla:) Esa es otra
mentira...--Soledad no me teme..., ¡y hace bien! ¡Soledad me
conoce!--El miedo lo tiene su cobarde tirano... El miedo lo tiene
usted, que no estorbó su casamiento... El miedo lo tiene ese que no
debe llamarse hijo de Soledad, supuesto que no es hijo mio...--¡Y
los tres haceis muy bien en temblar!--¡Ah! ¡Mi primera idea es la
segura!... La muerte de Antonio Arregui lo resuelve todo.--¡Usted
se quedará con ese expósito, hijo del crímen, y yo me marcharé con
mi adorada!...--¡Mataré, pues, á Antonio! ¡Lo mataré, aunque sea en
medio de la Iglesia! ¡Lo mataré, aunque se oponga el mundo entero!
--¡Cómo se entiende! (prorumpió al fin D. Trinidad, lleno de
indignacion y de ira:) ¡Eso es ya insultarme en mi propia cara! ¡No
te abofeteo ahora mismo, porque está delante el Niño Jesus! Pero me
marcho... Te desprecio... ¡te abandono!--¡Buen recibimiento me has
hecho en tu casa, la primera vez que he venido á ella!
--Manuel... ¡te lo pido de rodillas! (decia al mismo tiempo la
anciana, postrándose á los piés del hijo de D. Rodrigo.) ¡Te lo
pide una madre, por la memoria de la que te llevó en sus entrañas!
¡Márchate del pueblo! ¡Ten compasion de este inocente!--Y, si es
que has de dejarlo huérfano, ¡mátalo ahora mismo!... ¡Yo te lo
entrego!... ¡Aquí lo tienes!
Y, así hablando, ponia el niño á las plantas del jóven, con aquella
inspirada temeridad que sólo cabe en almas femeniles y en corazones
maternales.
--¡Vámonos, señora! ¡Dejemos á este monstruo! (añadia por su parte
D. Trinidad.) Acudiremos á la Justicia... ¡Yo mismo haré que lo
aprisionen!...--¡Adios, hijo indigno de D. Rodrigo Venegas! ¡Me voy,
porque tus faltas de respeto me arrojan de tu casa! ¡Me voy, porque
te creo capaz de ponerme la mano encima, si yo te castigara como
mereces!--¡Adios! nuestras relaciones han terminado... ¡Me arrepiento
de haberte conocido!
--Manuel... ¡no lo oigas!... ¡óyeme á mí! (proseguia diciendo la
madre de Soledad, arrastrándose á los piés del jóven, el cual estaba
como petrificado, con los cabellos de punta, y con los cerrados puños
sobre la frente.)--¡No lo creas, Manuel! ¡Don Trinidad te quiere más
que á su vida! ¡Es tu segundo padre!--Y yo te quiero tambien...; y
tambien te quiere este niño...--¡Mira!... ¡Mira cómo te sonrie!
--¡Basta! (gritó al fin Manuel con desgarrador acento, abriendo
los brazos y tirando la cabeza atras.) ¡Basta, crueles sayones,
encargados de martirizarme! ¡Dejadme ya!... ¡Idos!... ¡Salid!--¡Os
lo mando... os lo aconsejo... os lo suplico!--¡Dejadme solo, si no
quereis que con vuestra sangre y la mia se forme un lago en este
aposento!--¡Quitadme de delante al hijo del cobarde ladron que me ha
robado la felicidad!...--Márchese usted, señora... Márchese usted,
señor Cura...--¡Conozco que ya no soy dueño de mí mismo!... ¡Conozco
que puedo horrorizar al mundo!...
Era tal la voz de Manuel al decir esto, que la señá María Josefa se
levantó espantada, con su nieto debajo del brazo, y se deslizó en
silencio hasta la puerta, andando hácia atras y sin quitar la vista
de aquel pavoroso semblante, más propio de un tigre que de un hombre.
Hasta D. Trinidad tuvo miedo, no por sí, sino por el niño, por la
anciana, y por el mismo jóven, que estaba á punto de morir ó de
volverse loco, á juzgar por la violenta agitacion de su pecho,
por la hinchazon de su frente, por el trastorno de su mirada...;
y, conociendo, al propio tiempo, que ya no habia más palabras que
decirle, ni fuerzas en el desgraciado para soportarlas, retiróse
tambien lentamente, mirándolo con profunda piedad y sin recuerdo
siquiera del pasado enojo.
Así salió de la habitacion, cuya puerta dejó entornada...
Manuel quedó solo con el Niño Jesus.


V.
EL ROCÍO DEL ALMA.

Las doce de la noche acababa de cantar el sereno cuando D. Trinidad y
la señá María Josefa se retiraron de la sala, dejando en manos de la
famosa Imágen del Niño de la Bola la solucion de la suprema crísis á
que habia llegado el espíritu de Manuel Venegas.
Reinó desde entónces en la casa un profundo silencio, interrumpido
únicamente por los cautelosos pasos del vigilante Cura, que se
acercaba de vez en cuando á la rendija de la puerta á observar á
Manuel, y por los cuchicheos de las mujeres, acuarteladas en la
cocina.
Polonia se encontraba entre ellas, por no haber podido dominar su
inquietud y desasosiego quedándose en la otra casa.--Dormia el
hijo de Soledad en brazos de su abuela, despues que Basilia lo
hubo amansado con algunos bizcochos.--La _Volanta_, á fuerza de
llorar hipócritamente, habia conseguido que D. Trinidad dejase de
mirarla con prevencion, y formaba tambien parte de aquella especie
de tertulia de enfermeras, en que tan buenas cosas se estarian
diciendo.--Y, por último, el arriero de Málaga roncaba en el patio,
incómodamente sentado en una dura silla, como lo exigia la gravedad
de las circunstancias.
Lo primero que hizo Manuel cuando se quedó solo, fué apagar todas
las velas que alumbraban al Niño Jesus, con lo que el salon quedó
enteramente á oscuras...
Esto afligió mucho á D. Trinidad, que todavía cifraba algunas
esperanzas en la antigua devocion de su pupilo á la preciosa Efigie
en cuya compañía lo habia dejado...--Pero luégo recapacitó que el
mismo hecho de apagar las luces podia significar, de parte del jóven,
una especie de miedo á aquel fantasma de su extinguida fe, y tan
juiciosa reflexion no pudo ménos de consolarle algo.
Manuel comenzó á pasearse en las tinieblas...
De vez en cuando se paraba, é ininteligibles monosílabos, rugidos
sordos ó sofocados lamentos salian de sus labios, como si dentro de
él mantuviesen empeñada controversia dos séres distintos, el uno más
feroz que el otro...
Indudablemente, el jóven repasaba todas sus emociones de aquel dia:
indudablemente le representaba su cerebro las provocativas alarmas
del público; la calle de Santa María de la Cabeza; la inesperada
aparicion de Soledad, su impavidez, su hermosura, su mirada de amor,
sus copiosas y amarguísimas lágrimas; el encuentro con D. Trinidad
Muley; las cristianas aclamaciones en que prorumpió la muchedumbre;
los santos discursos del bondadoso sacerdote, su lloro, sus caricias;
la visita del Niño Jesus; el alarde de impiedad con que él la habia
recibido; el dolor que esto habia causado al buen Padre de almas; la
aparicion de la madre y del hijo de Soledad; el digno lenguaje de
la anciana; el llanto y la sonrisa del aquel inocente niño, y los
insultos y amenazas del ofendido Cura, de su generoso protector, del
sér que más le amaba en el mundo...
Ahora bien: todas aquellas palabras de cariño, todos aquellos
piadosos consejos, todas aquellas solemnes apariciones, todas
aquellas tiernas súplicas, todas aquellas dulces lágrimas, todos
aquellos paternales enojos no podian ménos de haber ablandado el
corazon de la fiera...--Por eso, sin duda, gemia, en medio de su
rabia, como el leon herido: por eso batallaba tanto consigo propio: y
por eso, y no por otra cosa, lo dejaba solo D. Trinidad Muley, viendo
clarísimamente que ninguno de sus esfuerzos por vencerlo habia sido
inútil; que todos estaban obrando en el rebelde espíritu del jóven,
y que este espíritu vacilaba, temia, emprendia la fuga, tornaba á la
pelea, retrocedia de nuevo, y podia acabar por rendirse de un momento
á otro...--Pero ¡ay del bien! ¡ay de la paz! ¡ay de la caritativa
empresa del digno Párroco, si el jóven no se rendia en tan extrema
lucha!--¡Entónces no habria ya esperanza de salvacion!
Largo tiempo (¡son tan largas las horas de la agonía!) duró este
combate entre la soberbia y la humildad, entre la ira y la paciencia,
entre la pasion y la virtud, entre el amor propio y la abnegacion,
entre el egoismo y la caridad, entre la bestia y el hombre.
Á eso de las dos, Manuel no se paseaba ya, ni rugia, ni se
quejaba...--Solamente lanzaba de tarde en tarde hondos suspiros, que
tambien cesaron al poco tiempo...
D. Trinidad no podia ya distinguir en qué parte de la habitacion
estaba el jóven, ni si se habia sentado, ni si por acaso se habia
dormido...--El silencio que reinaba en aquellas tinieblas era
absoluto, sepulcral, verdaderamente pavoroso.--Parecia como que el
enfermo se habia muerto...
Pero ¿no podia ser que sólo hubiese muerto su enfermedad? ¿No podia
ser que Manuel Venegas acabase de revivir á la razon, á la justicia,
á la dignidad humana, á la vida de la conciencia?
En esta duda, el Sacerdote desistió de la idea (que tuvo un momento)
de coger una luz y entrar en la sala.
Pronto se alegró de haber sabido esperar; pues no tardó en advertir
una cosa que le pareció fausta, simbólica y de mucho alcance,
en medio de su vulgarísima sencillez, por cuanto le trajo á la
imaginacion la humilde ceremonia con que se enciende _fuego nuevo_ en
la Iglesia la mañana del Sábado de Gloria...
Fué el caso que Manuel dió repentinamente señales de estar vivo y
despierto, poniéndose á encender luz por medio de eslabon, pedernal,
yesca y alcrebite, al uso de aquella época.
--_Lumen Christi_...--murmuró D. Trinidad, santiguándose.
Obtenido que hubo nueva luz, el jóven la aplicó á las velas
que apagara ántes, con lo que el Niño de la Bola tornó á verse
profusamente alumbrado y tan clara como de dia toda la espaciosa
habitacion.
Sentóse entónces nuestro héroe enfrente de la Imágen, y púsose á
contemplarla con honda y pacífica tristeza.--La tempestad habia
pasado, dejando en la ya sosegada fisonomía de aquel hombre de
hierro profundas é indelebles señales.--Dijérase que habia vivido
diez años en dos horas. Sin ser viejo, ya no era jóven. Sus facciones
habian tomado aquella expresion permanente de ascética melancolía que
marca la faz de los desengañados.
En cuanto á la triste mirada con que parecia acariciar la Efigie del
Niño Jesus, no tenía tampoco la dulzura del consuelo. Era una mirada
de tranquilo, incurable dolor, como la que, pasados muchos años de la
cruel pérdida y del agudo padecer, posamos en el retrato de un hijo
muerto, de los padres que nos dejaron en la orfandad ó de un antiguo
amor que se llevó consigo las más bellas flores de nuestra alma...
--¡No reza! ¡no llora!--pensó amargamente don Trinidad, formulando á
su modo las mismas ideas que acabamos de emitir.
Y se alejó de su acechadero con mucha más inquietud que alegría le
causara al principio el ver que el jóven contemplaba á su antiguo
Patrono.
--¡No hacen las paces! (añadió luégo, expresando en otra forma su
disgusto.)--¡Y la verdad es que el pobre Manuel está dando muestras
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