El maestrante - 19

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--Eso es hablar por hablar, Luis--replicó con calma y sonriendo
Amalia.--Las autoridades de Lancia son hechura de Quiñones. Nadie osará
declarar una palabra contra mí.
--Se lo referiré todo a D. Pedro.
--No te creerá; y si te creyese, ¿qué adelantarías? En vez de impedir mi
venganza, como es la suya también, me ayudará.
Hubo un largo silencio. El conde meditaba con la frente apoyada en la
mano. De pronto se alzó violentamente y se puso a dar agitados paseos
murmurando:
--¡No puede ser! ¡no puede ser!
La valenciana le seguía con la vista. Al cabo, dijo dando un paso hacia
la puerta:
--Adiós.
El conde la detuvo con un gesto.
--Espera.
Amalia permaneció inmóvil, con la mano en el marco de la puerta,
clavándole una mirada penetrante.
El conde siguió paseando todavía algunos momentos sin hacer caso de
ella.
--Está bien--dijo con voz enronquecida, parándose;--no se efectuará el
matrimonio. Tú me dirás lo que debo hacer.
Su rostro demudado revelaba la calma de la desesperación.
--Es necesario que escribas una carta a Fernanda despidiéndote.
--La escribiré.
--Ahora mismo.
--Ahora mismo.
Amalia se asomó a la escalera y pidió a Jacoba recado de escribir. Como
no había allí mesa, lo puso sobre la cómoda. El conde se acercó y se
dispuso a escribir de pie. Amalia también se acercó.
--Es esto lo que quiero que le escribas--dijo presentándole un papel.
Era el borrador de la carta. El conde pasó la vista por él.
«Mi buena amiga Fernanda:--decía--He querido que te fueses para decirte
por escrito lo que de palabra sería superior a mis fuerzas. No puedo ser
tuyo. No necesito explicarte las razones porque tú las adivinarás.
Quisiera amarte bastante para sobreponerme a todo y huir contigo. Por
desgracia o por fortuna, hay cosas que pesan en mi corazón más que tu
amor. Perdóname el haberte engañado y procura ser feliz, como lo desea
tu mejor amigo--_Luis_.»
Trazó los renglones de esta carta con mano trémula. Antes de terminar,
algunas lágrimas asomaron a sus ojos.


XV
Josefina duerme.

El noble maestrante fácilmente dio con el autor de su deshonra. Así que
leyó el anónimo y se recobró del susto, sus sospechas fueron a parar al
conde de Onís. No otra cosa le empujó a ello que el parecido, que ahora
advertía claramente, entre éste y la niña recogida. Por lo demás, o
porque su excesivo orgullo le vendase los ojos, o porque Amalia había
sabido tenerle engañado, jamás advirtió entre ellos más que una fría y
ceremoniosa amistad que nada tenía de ofensiva. El mismo orgullo detuvo
el curso de sus pensamientos amargos con esta consideración: ¿Por qué
dar asenso a lo que el anónimo decía? ¿Por qué no suponer que se
trataba de una vil calumnia con que algún enemigo quería envenenar su
existencia? Mas el dardo había entrado tan profundamente en su corazón
que no podía arrancárselo. Todas las consideraciones que su deseo le
sugería no bastaban a destruir la gran certidumbre que, sin saber cómo,
se le había colado de rondón en el cerebro. Algunos pormenores, que
habían pasado para él inadvertidos, adquirieron de pronto alto relieve,
se alzaron como antorchas encendidas para guiarle. El principal de todos
era, como es natural, la enfermedad de su esposa coincidiendo con la
aparición de la niña. Recordaba la extraña tenacidad con que se opuso a
que subiese médico alguno a verla; luego el mimo, los cuidados
exquisitos que se prodigaron a la criatura. Acudieron también a su
memoria aquellas visitas que en otro tiempo hizo su esposa a la Granja
con pretexto de escoger algunas plantas. Ninguna circunstancia quedó,
referente a la amistad del conde y al hallazgo de la niña, que no
revolviese y pesase en su pensamiento.
Tornose silencioso y meditabundo. La mirada dura de sus ojos hundidos se
posaba con insistencia en Amalia siempre que ésta entraba en su
habitación. En diferentes ocasiones se hizo traer la niña con cualquier
pretexto y la contempló largamente, tratando de descifrar en los rasgos
de su fisonomía el enigma de su existencia. Amalia observaba todo esto,
y leía tan perfectamente en el cerebro de su esposo como en un libro
abierto.
--¿Cuándo se casa Luis?--le preguntó un día en tono afectadamente
distraído el maestrante.
--Dicen que aún tardará algún tiempo. Necesita arreglar no sé qué
asuntos antes de irse a Madrid--respondió con la mayor tranquilidad.
--¿Continúa en la Granja?
--Siempre. No viene más que alguna que otra vez por la tarde, según me
ha dicho un día que le hallé en la tienda de Barrosa.
Justamente a la noche siguiente apareció en la tertulia el conde.
--¿Cómo? ¿Usted por aquí? ¿Ha regresado ya de la Granja?--le preguntó D.
Pedro, clavándole una mirada penetrante.
--Definitivamente, no. Tengo el coche abajo, y me vuelvo a dormir.
--Se aburre usted allí, ¿verdad?--le preguntó D. Cristóbal Mateo.
--Por el día no. Estoy muy entretenido con los trabajos del campo, el
molino, los bichos, etc. ¡Pero las noches se hacen tan largas!...
Luis venía solamente por ver a su hija. Amalia no se lo permitió hasta
que la niña estuvo medianamente repuesta. Volvió a vestirla como antes
y le devolvió los fueros que tenía. Pero no el cariño. El encanto se
había roto.
Porque Luis la aborrecía: estaba sometido a la fuerza. Con aquella
pasión ardorosa, con aquel amor lleno de misterio y placer se había
unido también la afición a la criatura. Pero los martirios que su cólera
insensata le había hecho padecer abrió entre ellas un abismo. Josefina
jamás amaría a su verdugo. La pobre niña, vestida con ricos trajes,
vagaba sola por el palacio de Quiñones, sin hallar en nadie ternura.
Amalia huía, de ella. Los criados, avergonzados de sus malos tratos y
pesarosos de aquel repentino cambio, que elevaba de nuevo a la expósita
sobre ellos, no le dirigían la palabra. El largo martirio sufrido y la
terrible enfermedad con que terminó habían dejado huellas profundas en
su semblante. Su rostro pálido se trasparentaba como el nácar. En torno
de los ojos persistía aquel círculo oscuro, negro, de agitación y dolor.
El conde sentía apretarse su corazón cada vez que la veía. Costábale
trabajo retener las lágrimas.
Amalia no dio noticia a su amante del imprudente anónimo que había
dirigido a Quiñones. Temiendo, por la actitud de éste, algún grave
acontecimiento, resolviose a despistarle, ya que volverle la calma no
era posible. El partido que mejor le pareció fue apartar las sospechas
de Luis y encaminarlas hacia Jaime Moro. Era el único que por su edad,
figura y posición podía aparecer como un amante verosímil. Principió por
tratarle, en presencia de D. Pedro, con particular afecto,
distinguiéndole de los demás tertulios de modo harto visible. Dirigíale
miradas y sonrisas significativas; gustaba de ponerse detrás de su silla
cuando estaba jugando al tresillo, y embromarle; llamábale a cada
instante con cualquier pretexto y le retenía a su lado largos ratos
hablándole en secreto, acercando más de la cuenta el rostro al suyo. No
era tan fácil como puede parecer seducir a Moro, aunque sólo fuese en la
apariencia. Nada tenía de arisco; al contrario, gozaba justa fama de
caballeroso y galante con las damas. Pero cuando las damas se hacían
incompatibles con el billar o el tresillo no lo había más grosero y
cerril en seis leguas a la redonda. Amalia le mortificaba infinitamente
reteniéndole cuando los tresillistas le aguardaban. Entonces no
respondía acorde a sus preguntas, sonreía por máquina y dirigía
frecuentes y codiciosas miradas a la mesa donde sus compañeros gozaban
ya las dulzuras de alguna vuelta con palo de favor.
--Moro, siéntese usted aquí; vamos a charlar un rato.
Moro temblaba: se le venía el mundo encima. Tomaba asiento al lado de la
dama con una cara larga, larga, que no daba idea cabal de la pasión que
debía arder en su pecho.
El maestrante había hecho poco caso de aquellos apartes, de las
preferencias y las sonrisas insinuantes de su esposa. Les miraba con
ojos distraídos, sin venírsele a la mente ninguna sospecha, preocupado
enteramente con la verdadera pista. Sin embargo, al cabo de algunos
días, tanto insistió Amalia y tan buena maña se dio, que el noble
caballero principió a fijarse en aquellos signos y a darles algún valor.
La valenciana sintió el placer del triunfo. Sus cálculos iban camino de
realizarse. Y para dar impulso poderoso y decisivo a su enredo,
ocurriosele en el momento una treta peregrina. Se hallaba sentada en un
rincón, teniendo a su lado a Jaime Moro, bien a la vista de D. Pedro.
Moro, distraído como siempre. La esposa de Quiñones necesitaba hacer
prodigios de habilidad para sostener la conversación, le sonreía, le
mimaba, le envolvía en una red de palabras melosas, que acentuaba
fuertemente con la sonrisa a fin de llamar la atención de D. Pedro.
--¿Qué es eso? ¿Está usted mirando mi brazalete?
Moro no había reparado en él.
--Es muy lindo--se apresuró a decir por complacencia.
--Ha pertenecido a mi madre. Tiene más mérito de lo que parece. Este
retrato, que es el de mi abuela, está hecho de mosaico... vea usted.
Al mismo tiempo levantó la mano. Moro lo contempló con afectada
admiración.
--Repárelo usted bien.
Y la alzó aún más, poniéndosela cerca de los ojos. Observando con el
rabillo del ojo que don Pedro la miraba, todavía la alzó un poquito,
hasta rozar con ella los labios del joven. Pero en aquel instante la
retiró bruscamente con vivo ademán. Moro quedó estupefacto.
Involuntariamente dirigió la vista hacia D. Pedro, y notando que éste le
clavaba una mirada fría y penetrante, se puso colorado hasta las orejas.
Amalia se levantó y se fue al salón, como si quisiera disimular su
turbación.
Fue grande la que se apoderó del orgulloso maestrante con el secreto que
pensó sorprender. Sus ideas experimentaron violenta sacudida. Agitado
por mil sospechas contrarias, dominado por una cólera furiosa, movía
entre sus trémulas manos las cartas, sin pensar en ellas, imaginando
horribles venganzas contra su esposa y contra el...
¿Contra quién? ¿Cuál era el traidor? La duda encendía aún más su rabia.
Lo que había visto era bien concluyente. Y, sin embargo, su pensamiento
no podía apartarse del conde de Onís. Contra el testimonio de sus
propios ojos alegaba el instinto, una voz interior que le señalaba sin
cesar a su enemigo.
Apareció éste en la tertulia. Saludó fríamente a Amalia y se fue derecho
al gabinete; pero Manuel Antonio le retuvo tirándole por el faldón del
frac.
--¿Dónde vas, Luis? Ven aquí, muchacho; no te nos enfrasques tan pronto
en el juego. Mira, aquí María Josefa y Jovita han estado disputando toda
la noche sobre la fecha de tu matrimonio. Yo les he dicho: «No disputéis
más. Si viene hoy Luis, es tan amable que de seguro os lo ha de decir.»
--Pues las has engañado--respondió el conde aproximándose al grupo.
--¿Tan grosero te has vuelto?
--No es grosería, es ignorancia. Estas señoritas saben muy bien que las
cosas no se realizan nunca como y cuando queremos. Si yo les dijese
ahora una época y resultase otra, pensarían que había tratado de
burlarme de ellas.
Apesar de los esfuerzos que hacía por sonreír, el semblante del conde
reflejaba tristeza infinita. Su voz salía apagada y enronquecida.
--¡No, no! ¡Nada de eso!--exclamó riendo Jovita.--Díganos usted un día
cualquiera, que aunque luego resulte otro, pensaremos que no ha sido por
su voluntad.
--Bueno, pues mañana.
--¡Eso tampoco!--gritaron ambas solteronas alborozadas.
--No son ustedes fáciles de contentar. ¿Qué día quieren que me case?
Señálenlo ustedes.
El conde no había dicho una palabra a nadie de la ruptura de su
matrimonio. La innata debilidad de su carácter le obligaba a callar una
noticia que muy pronto había de difundirse. Tenía miedo a la curiosidad
pública, a las preguntas, a que en el rostro le adivinasen las causas de
tal resolución. Y temblaba y se entristecía profundamente cada vez que,
como ahora, le tocaban este punto.
Hasta entonces no se había traslucido nada. Creíase en la ciudad que de
un día a otro se iría a Madrid a reunirse con su futura. Sin embargo,
Manuel Antonio, cuyo olfato era superior al de todos sus contemporáneos,
había olido algo. Y con la tenacidad y el disimulo de una Isabel de
Inglaterra, principió a recoger noticias y a atar cabos de tal modo que
a la hora presente andaba muy cerca de la verdad.
--Muy triste te veo estos días, Luisito--le dijo bruscamente.--Más que
de matrimonio tienes cara de testamento.
El conde se turbó y no supo más que contestar sonriendo forzadamente:
--El matrimonio es un paso muy serio.
Trató de marcharse, pero Manuel Antonio volvió a retenerlo. A todo
trance quería dar con la clave del enigma, saber de un modo positivo lo
que sospechaba. Y ayudándose de María Josefa, que sabía mejor que él a
qué atenerse, mantuvo alerta la conversación algún tiempo sobre el
escabroso tema. Luis estaba en brasas. Dirigía frecuentes miradas hacia
el sitio de Amalia, como reclamando lo que estaba obligada a concederle.
Levantose al fin la dama, se asomó a la puerta y tornó a sentarse. A los
pocos momentos apareció el rostro pálido y suave de Josefina. Paseó sus
ojos tristes por la sala, y a una seña de su madrina dirigió sus pasos
al gabinete. Al cruzar por detrás del conde, volviose éste a medias y le
echó una mirada rápida y ansiosa, que no pasó inadvertida a la sagacidad
de sus interlocutores. La niña levantó sus ojos hacia él, brillando con
sonrisa feliz. Fue un choque magnético que hizo arder súbito toda la
alegría de su corazón infantil. Los tertulios la llamaron, trataron de
retenerla; pero ella, obedeciendo la orden de su madrina, siguió hasta
el gabinete. Pocos momentos después se oyó la voz áspera de Quiñones.
--¿No está el conde de Onís por ahí? ¿Cómo no entra?
--Allá voy, D. Pedro--se apresuró a responder Luis, contento de
separarse de aquel enfadoso grupo.
Al entrar en el gabinete se produjo, en menos tiempo del que puede
tardarse en referirla, una terrible escena que puso en conmoción y
espanto a toda la tertulia. D. Pedro estaba con las cartas en la mano y
lo mismo Jaime Moro y D. Enrique Valero. Saleta, que hacía el cuarto,
hablaba con el capellán sentado detrás de él. En torno de la mesa había
tres o cuatro personas de pie mirando el juego. Cerca del noble
maestrante se hallaba Josefina con los bracitos cruzados esperando su
bendición para irse a la cama.
Al entrar el conde, Quiñones le lanzó una rápida mirada escrutadora,
clavó enseguida otra de profundo odio en la niña y dijo con sonrisa
sarcástica:
--Ah, ¿quieres la bendición?... Toma la bendición.
Y le dio de revés un tremendo bofetón que la hizo rodar por el suelo,
soltando sangre por boca y narices. Luis sintió aquella bofetada en sus
mejillas. Huyó repentinamente de ellas toda la sangre y quedó densamente
pálido. Y por un impulso ciego, superior a su voluntad, gritó fuera de
sí:
--¡Eso es una vileza! ¡Una cobardía!
Y aun trató de lanzarse sobre él. Pero le detuvieron. D. Pedro gritaba
mientras tanto a grandes voces, loco de furor:
--¡Por fin caíste! ¡Por fin caíste, perro!
Hizo un esfuerzo supremo para alzarse del asiento y lanzarse sobre el
ladrón de su honra, consiguiolo a medias, y cayó al fin de nuevo,
privado de sentido, torciendo la boca.
Los tertulios se habían levantado todos y acudieron al gabinete. Las
señoras gritaban aterradas. Los hombres preguntaban a los de dentro lo
que ocurría. El conde de Onís paseó una mirada de extravío por ellos, se
dirigió al sitio donde yacía Josefina, alzola del suelo y, con ella en
brazos, trató de abrirse paso. Amalia se le puso delante.
--¿Adónde va usted?
Y quiso arrancarle la niña. Pero Luis extendió la mano, agarró a la
valenciana por los cabellos y, después de sacudirla tres o cuatro veces
con fuerza, la arrojó lejos de sí y se lanzó a la puerta del salón.
Bajó la escalera a saltos, salió a la calle, donde esperaba el coche, y
brincando en él con su preciosa carga dijo al cochero:
--¡A escape, a la Granja!
El pesado vehículo rodó con estrépito por las calles mal empedradas. No
tardó en salir a la carretera.
La luna brillaba en lo alto del firmamento. De vez en cuando, grandes
nubes espesas, flotantes tapaban su disco, pero al instante volvía a
lucir. En las regiones superiores de la atmósfera soplaba un viento
huracanado. Abajo parecían reinar el silencio y la paz.
Josefina no salía de su desmayo. El conde le limpiaba con su pañuelo la
sangre. Después trataba de reanimarla imprimiendo largos, apasionados
besos en su rostro de alabastro.
Al fin se entreabrieron sus ojos, contempló con extraña fijeza al conde
y relampagueó en ellos una dulce sonrisa.
--¿Eres tú, Luis?
--Sí, vida mía, yo soy.
--¿Adónde me llevas?
--Donde tú quieras.
--Llévame lejos, ¡muy lejos!... Llévame a tu casa... Llévame aunque no
me des de comer. Estando contigo no me importa morir.
El conde la apretó contra su seno y la cubrió de besos.
--Sí, sí, a mi casa vas--exclamó mientras las lágrimas bañaban sus
mejillas.--De allí no saldrás ya nunca, porque para arrancarte
necesitarán antes arrancarme la vida... Escucha, Josefina, voy a decirte
una cosa. Procura entenderla. Haz un esfuerzo y lo conseguirás... Yo soy
tu padre... Los señores de Quiñones te han recogido en su casa... pero
yo soy tu padre... ¿lo entiendes?
--Sí, Luis, te entiendo.
--Te han recogido, porque yo soy tan malo que te he entregado a ellos
en vez de tenerte conmigo.
--Ahora no te entiendo, Luis. Tú no eres malo. Tú eres bueno y me
quieres.
--Sí, hija de mi alma, te quiero más que a mi vida... Perdóname.
--Yo también te quiero a tí... ¡A ellos no! Antes quería a madrina, pero
ahora no... ¡Me ha pegado tanto! ¡Si supieras!... Me mordía, me arañaba,
me arrastraba por el suelo, mandaba a Concha que me azotase con la
ballena, me ataba con una cuerda como a los perros...
--¡Calla, calla, que me matas!--profirió Luis sollozando.
--¡No llores, Luis, no llores!... ¿Ves cómo eres bueno? Estás llorando
por mí.
--¡No he de llorar por tí si eres mi hija! Llámame padre... ¡Yo soy tu
padre! ¿Lo sabes, lo sabes?
--Sí, lo sé... Tú eres mi padre y yo soy tu hija... Tengo sueño...
Déjame dormir sobre tu pecho.
Y dejó caer sobre él la cabecita blonda. Inclinó la suya el conde para
darle un beso en la frente y sintió sus labios abrasados por el calor de
la fiebre.
Gozó la criatura algunos momentos de sueño letárgico. Corrían de vez en
cuando por su tierno cuerpo vivos estremecimientos. Despertó al fin
dando un grito.
--¡Luis, que me llevan!... ¡Míralos, míralos... ahí están!
Sus ojos expresaban un terror pánico.
--No, hija, no; son los árboles del camino que extienden sus ramas hacia
nosotros.
--¿No ves a D. Pedro que me amenaza? ¿No oyes lo que me está diciendo?
--Sosiégate, mi alma; es el mugido del viento.
--Tienes razón. Ya se fueron. ¡Mira cómo brilla la luna! ¡Mira qué
campos tan hermosos y cuántas flores!... Un palacio de cristal...
Delante hay una niña jugando con un gatito blanco... ¡Qué precioso!...
Es más bonito que el Rojo... Déjame jugar con ella, Luis...
--Jugarás cuanto quieras, y te compraré un gatito y una palomita blanca
que venga a comer a tu mano.
--No, no quiero que gastes dinero. Estoy contenta con que no me separes
de ti.
--Nunca ya. Vivirás conmigo siempre, porque eres mi hija. Duerme, mi
vida.
--¡Otra vez la oscuridad!... ¡Ya vuelve! ¡Échalos, Luis, échalos, por
Dios! ¡Que me agarran!
--No temas; estás conmigo... Mira la luna otra vez... ¿Ves cuánta
luz?... Duérmete, corazón.
--Es verdad... ya veo los campos llenos de flores... ya veo el gatito
blanco... La niña no está... ¿Dónde se fue, Luis?
--Está en mi casa, esperándote para jugar. Estamos muy cerca ya.
Duérmete.
--Sí, Luis, voy a dormir. Tú me lo mandas, ¿no es cierto? Yo debo
obedecerte porque soy tu hija... Tengo frío... Apriétame más.
Apretola más y más contra su pecho. Josefina se durmió al fin. El
carruaje rodaba por la carretera desierta al través de los campos
esclarecidos por la luz de la luna. Las nubes volaban también dispersas
por los aires. El viento mugía sordamente a lo lejos. Los árboles
comenzaban a agitar sus penachos.
Ya se divisaba el cercado de la Granja. Luis inclinó la cabeza para
despertar a la niña; pero al darla un beso sintió en sus labios el frío
de la muerte. Alzola vivamente, sacudiola con fuerza varias veces,
llamándola a gritos.
--¡Josefina!... ¡Hija! ¡hija! ¡hija!... ¡Despierta!
La blonda cabeza de la niña se doblaba a un lado y a otro como una
azucena que tuviese quebrado el tallo.
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