El maestrante - 07

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diminuta, contemplaba aquel coloso rendido, con sus ojos misteriosos de
valenciana lucientes de amor y pasión.
Con este inmenso trabajo conquistó el conde de Onís a la gentil señora
de D. Pedro Quiñones de León.
Los primeros tiempos de sus relaciones fueron agitadísimos para él,
llenos de punzantes remordimientos y de goces embriagadores. Amalia iba
de vez en cuando a la Granja. Por la noche en la tertulia daba cuenta de
su visita en voz alta. Él se estremecía, se turbaba, sudaba de congoja
mientras con perfecta sangre fría narraba ella todo lo que se podía
narrar, hablaba del jardín, censuraba el abandono en que estaba y lo que
se divertía trayendo a cada visita algunas plantas con la intención de
dejarlo arrasado, ya que a su dueño no le interesaba. Llevaba su audacia
hasta burlarse.
--Por supuesto que a este señor no hay quien le sufra desde que las
damas le visitan. ¿No advierten ustedes qué impertinente se ha puesto?
Temiendo estoy que el primer día que vaya a la Granja me obligue a hacer
antesala.
Los tertulios reían. Sí, sí, se le notaba más serio. Fernanda sonreía
clavándole una mirada, cariñosa; el mismo D. Pedro dulcificaba sus ojos,
altivos, feroces y dejaba escapar de su garganta un amago de carcajada.
¡Qué esfuerzo prodigioso le costaba al conde aparecer sereno en estos,
momentos! Le parecía que tenía un abismo abierto a sus pies. Y cuando se
encontraba a solas con Amalia quejábase de su audacia, le rogaba con
palabras fervorosas que fuese más precavida, mientras ella, impasible,
gozándose en sus temeridades, sonreía desdeñosamente con su fina sonrisa
enigmática.
No pudiendo verse sino rara vez en la Granja, Amalia halló medio de
hacer más frecuentes las entrevistas confiándose a Jacoba. En casa de
ésta se encontraban una o dos veces a la semana. El conde entraba por
una puertecita trasera que daba a cierta calleja, a primera hora de la
tarde, cuando los vecinos estaban comiendo. Esperaba lo menos dos o tres
horas. Amalia llegaba por fin con pretexto de dar alguna orden a su
favorecida. Pero no bastándole esto, todavía ideó la entrada por la
tribuna de la iglesia de San Rafael. Al conde le horrorizaba tal medio;
todos sus escrúpulos religiosos se sublevaban a la vez; además tenía
miedo de que un accidente casual descubriese aquellos amores y aquella
profanación. ¡Qué escándalo! Amalia se reía de sus temores como si las
consecuencias terribles no hubiera de pagarlas ella. Era una mujer que
tenía confianza absoluta en su estrella. Como los buenos toreros se
juzgan más seguros ciñéndose a los cuernos del toro si no pierden la
sangre fría, así ella desafiaba el peligro, iba al encuentro de él
confiando en que sabría salir de cualquier atolladero. Y, en efecto, su
perfecta serenidad, su increíble audacia la salvaron más de una vez.
El conde de Onís, el coloso de luengas barbas fue un verdadero juguete
en las manos de aquella mujercita temeraria y maligna. Una pasión loca
se apoderó de ambos, sobre todo de ella. Poco a poco se fue
acostumbrando a no vivir sin él, a no pasarse un día sin verle a solas.
Hacía esfuerzos increíbles de ingenio y habilidad para conseguirlo. Y
si las circunstancias rodaban de tal suerte que fuese imposible en tres
o cuatro días gozar una hora de soledad, su espíritu voluntarioso se
exaltaba, botaba dentro del cuerpo como un corcel impaciente, y estaba
dispuesta a arrojarse a la mayor imprudencia. Le apretaba las manos, le
daba pellizcos en plena tertulia, le abrazaba detrás de las puertas
cuando con cualquier pretexto le hacía pasar a otra habitación, y más de
una vez y más de dos en las barbas del mismo maestrante, al volver éste
la cabeza, le estampó un beso en los labios. Luis temblaba, empalidecía,
siempre en espera de una catástrofe.
Al cabo de pocos meses, sus relaciones con Fernanda, que habían ido
enfriándose paulatinamente, se rompieron por completo. Fue exigencia
ineludible de Amalia. Desde el principio lo venía preparando con
soberano arte, marcándole el tiempo que había de estar al lado de su
novia, las veces que la había de sacar al baile y hasta lo que le había
de decir. Y como lo tenía previsto, la heredera de Estrada-Rosa, que era
orgullosa, no pudiendo soportar la frialdad de su novio, le dejó en
libertad y le devolvió su palabra. La pobre chica desahogaba su pena con
Amalia, la única que sabía a qué atenerse respecto a aquel rompimiento
tan comentado. Mostró ésta gran enojo por la conducta del conde y se
expresó en términos bastante vivos contra él; tomó parte por la joven,
deshaciéndose en elogios de ella; no se hartaba de ponderar sus ojos, su
talle, su discreción y bondad. Hasta dio ostensiblemente algunos pasos
para reconciliarlos. Y en el seno de la confianza, particularmente entre
los amigos de D. Juan Estrada-Rosa, no se contentaba con decir que
Fernanda valía en todos sentidos más que su ex-novio, sino que
apellidaba a éste con mil epítetos pesados; jayanote, pavo, santurrón,
hipócrita, etc. Y cuando al día siguiente le veía en casa de Jacoba,
decíale abrazándole muerta de risa:
--¡Cómo te he puesto ayer, querido mío, delante de varios amigos de D.
Juan! ¡Tú no sabes!... Saliste de mis labios que ni con pinzas se te
podía recoger.
Vivía el conde, por todo esto, y por los remordimientos que sin cesar le
mordían, en un estado de perpetua agitación. ¡Cuán lejos se hallaba de
ser feliz! Pero todo era flores comparado con lo que le esperaba. Cinco
meses después de comenzadas sus relaciones, un día le anunció Amalia que
creía hallarse en cinta. Se lo dijo con la sonrisa en los labios, como
si le noticiase que le había tocado la lotería. Luis sintió un vértigo
de terror, quedó pálido, la vista se le turbó como si fuese a caer.
--¡Dios mío, qué desgracia!--exclamó llevándose las manos al rostro.
--¿Desgracia?--preguntó ella con asombro.--¿Por qué? Yo estoy muy
contenta.
Y viendo sus ojazos dilatados, estupefactos, le explicó riendo que era
feliz con esperar una prenda de sus amores; que no tuviese miedo alguno
porque ella sabría arreglarse para que nada se descubriera. Y, en
efecto, tal maña se dio para apretarse que nadie pudo presumir que
aquella mujer tuviese una criatura en sus entrañas. ¡Qué sustos, qué
congojas las del conde mientras duró el embarazo! Si alguien la miraba
con insistencia, ya estaba temblando; si en el curso de la conversación
un tertulio hacía alusión a algún parto disimulado, se ponía pálido,
pensando que podía ser una indirecta. En todos los rostros creía ver
sonrisas y miradas significativas; en las palabras más inocentes,
profundas y aviesas insinuaciones.
Mientras tanto ella comía y dormía tranquilamente con una alegría
constante que aterraba y admiraba al mismo tiempo al conde. El tiempo
corría: llegaron los siete meses; los ocho. Por mucho que lo disimulase,
el conde observaba que la cintura de su querida se ensanchaba. Cuando,
lleno de congoja, comunicó con ella esta observación, se echó a reír:
--Calla, tonto, lo notas tú porque ya lo sabes. ¿Quién va a sospechar
porque esté un poquito más abultada? Muchas veces le gusta a una llevar
flojo el corsé.
Cuando llegó el momento crítico mostró una bravura que rayaba en
heroísmo. Luis quería confiarse a un médico: ella se opuso. ¿Para qué?
Con la asistencia de Jacoba le bastaba. El confiar tal secreto a otra
persona era peligroso. Le acometieron los primeros síntomas al amanecer,
hallándose en la cama; pero hasta las ocho no mandó llamar a Jacoba, que
con el pretexto de hacer unos colchones dormía desde hacía algunos días
en casa. Se encerraron en el gabinete, donde ya tenían preparadas las
ropas necesarias, y sin un grito, sin un movimiento descompasado, sin la
más leve queja, salió aquella valiente mujer de su cuidado. Jacoba sacó
la criatura con el lío de la ropa, después de haber mandado fuera con
adecuados pretextos a los criados.
El conde lloró de gozo y admiración al saber este feliz desenlace.
Luego, cuando recibió por Jacoba la orden de llevar la niña al portal de
Quiñones, volvió a sentirse acongojado. El plan de su amante le llenaba
de estupor; pero como estaba acostumbrado a obedecer, hizo lo que le
mandaba. El resultado coronó la audacia de la dama; fue tal como ella
había previsto.
Y ahora, al contemplar a la criatura segura para siempre, no sólo se
fortalecía su amor y se depuraba, sino que sentían el gozo de la
victoria, del que después de haber corrido fuertes temporales llega por
fin a puerto de salvación.
En voz muy baja, con las manos enlazadas, inclinando de vez en cuando la
cabeza para rozar con los labios la frente de la niña, hablaron largo
rato, mejor dicho, soñaron despiertos, queriendo penetrar en los abismos
insondables del tiempo. ¿Cuál sería la suerte de aquella hermosa
criatura? ¿Cómo se la educaría? Amalia decía que conseguiría educarla
como hija suya, hacerla una verdadera señorita; estaba segura de que D.
Pedro no se opondría a ello. Y como quiera que no tenía hijos, nada más
natural que habiéndola tomado cariño la dejase a su muerte algún legado
importante. El conde hizo un gesto de desdén. La niña no necesitaba de
la hacienda de D. Pedro. Él le dejaría toda la suya.
--Pero tú puedes casarte y tener hijos--dijo la dama mirándole
maliciosamente.
Él la tapó la boca.
--¡Calla, calla! Ya sabes que no quiero oír eso siquiera. Estoy
definitivamente unido a tí.
Ella le besó con efusión.
--Sellados, ¿verdad?
--Sellados--repuso él con firmeza.
--¿Pero no te haces cargo de que si le dejas tus bienes en testamento,
enseguida nacería la sospecha de que era hija tuya?
Esta dificultad le abatió por unos instantes. Ambos se ocuparon en
arbitrar algún medio para eludirla. El conde quería dejarlos en
fideicomiso a alguna persona de confianza. Pero esto ofrecía también sus
inconvenientes. Mejor sería ir colocando dinero a su nombre en algún
banco, y al llegar a la mayor edad, fingir una herencia, inventar algún
padre llovido del cielo...
--En fin, ya hablaremos de eso... Déjalo a mi cuidado--concluyó diciendo
ella.
Y él se lo dejaba de muy buena gana, fiando de su imaginación
inagotable, de su voluntad y su audacia.
Cuando se cansaron de hablar de lo porvenir volvieron los ojos al
presente. Era necesario bautizar la niña. Habían resuelto que fuese al
día siguiente.
--Ya hemos convenido en que la madrina fuese yo y el padrino tú.
--¿Cómo? ¿yo?--exclamó asustado.--Pero, mujer, ¿no comprendes que eso
puede engendrar sospechas?
La dama se obstinó. Que sí, que había de ser padrino. Si sospechaban,
buen provecho. A ella le tenía sin cuidado. Pero viéndole realmente
afligido cambió de idea.
--No te apures, hombre, no te apures--dijo dándole un tironcito a la
barba.--Ha sido una broma. ¡Buena cara ibas a poner cuando la tuvieses
en la pila! No te faltaría más que gritar: ¡Señores, aquí! ¡Vengan aquí
todos a ver al padre de esta criatura!
El padrino sería Quiñones, y en su representación D. Enrique Valero. La
madrina ella, representada por María Josefa. El conde se mostró muy
satisfecho. Todo aquello era hábil y prudente y adecuado para asegurar
la suerte de su hija. Pero cuando se manifestaba más contento, un rumor
que vino del pasillo le hizo saltar en la butaca, ponerse lívido.
--¿Qué tienes, hombre?
--¡Ese ruido!...
--Es Jacoba...
Pero viéndole dudoso, con los ojos espantados aún, se levantó, teniendo
la niña en los brazos, abrió la puerta y cambió algunas palabras con
Jacoba que, en efecto, estaba allí. Después de entregarle la criatura y
cerrar, volvió de nuevo a sentarse.
--¿Cómo eres tan cobarde, di?
--No es cobardía--repuso él ruborizado.--Es que estoy siempre
sobresaltado... No sé lo que me pasa... La conciencia quizá...
--¡Bah! Es que eres un cobarde. Como tienes el cuerpo tan grande se te
pasea el alma dentro de él.
Y acto continuo, observando la expresión de enojo y tristeza que se
reflejaba en su semblante, tornó a abrazarle con trasportes de
entusiasmo.
--No, no eres cobarde; pero inocente sí... Por eso te quiero, te quiero
más que a mi vida. ¿No es verdad que te quiere tu filleta? Soy tuya...
Tú eres mi único amor. Yo no soy casada...
Y con caricias de gata mimosa le paseaba sus manos finas y pálidas por
el rostro, estampaba en él menudos, infinitos besos, le anudaba los
brazos al cuello, se lo mordía con leves y fugaces mordiscos de ratón. Y
al mismo tiempo, ella, tan grave y silenciosa en visita, hacía fluir de
sus labios un chorro constante de palabritas melosas que le adormecían y
embriagaban. El fuego, que se adivinaba al través de sus grandes ojos
misteriosos y traidores, brotaba ahora con vivas llamaradas. Era el goce
de la sensualidad el que se desprendía de su ser; pero era también el
deleite maligno del capricho cumplido, de la venganza y la traición.
El conde de Onís se sentía cada día más subyugado. Las caricias de su
amada eran abrasadoras; pero los ojos guardaban siempre, en lo más
hondo, un reflejo cruel de fiera domesticada. Sentía amor y miedo al
mismo tiempo. Alguna vez su espíritu supersticioso llegaba a imaginar si
un demonio tentador habría venido a alojar en el cuerpecito endeble de
aquella valenciana.
Después de anunciar tres o cuatro veces que se marchaba, sin llevarlo a
cabo por impedírselo ella, viéndose al cabo libre de sus brazos, se
levantó de la butaca. La despedida fue larga como siempre. Amalia no le
soltaba hasta que le veía ebrio, intoxicado por la violencia de sus
caricias. Jacoba le esperaba en el corredor. Después de conducirle por
éste y otros varios hasta la estancia donde se hallaba la escalerita
excusada que iba a la biblioteca, le hizo seña de que aguardase y bajó
sola para cerciorarse de que no había nadie en los pasillos. Tornó a
subir para avisarle; el conde descendió, apagando cuanto podía el ruido
de sus botas. A la puerta del pasadizo la medianera le dejó, después de
abrirle la puerta. Bajose otra vez hasta tocar con las manos en el suelo
para no ser advertido de la gente que pasase por la calle, y en esta
forma atravesó el pasadizo de la tribuna. Abrió la puerta y entró. La
oscuridad le cegó. En cuanto dio algunos pasos sintió un golpe en la
espalda y oyó una voz ronca que decía al mismo tiempo:
--¡Muere, infame!
Se heló en sus venas la sangre y dio un salto hacia atrás. Entre las
sombras espesas pudo distinguir un bulto más negro aún. Veloz como un
rayo se precipitó sobre él, y lo hubiera aniquilado bajo su enorme
cuerpo si no sintiera una carcajada reprimida y al mismo tiempo la voz
de Amalia.
--¡Cuidado, Luis, que me vas a hacer daño!
La sorpresa le dejó mudo unos instantes.
--¿Pero por dónde has venido?--dijo al cabo.
--Pues por la escalera principal. Me he echado este capuchón negro
encima y he bajado corriendo.
Y viéndole frío y disgustado por aquella broma de mal gusto, se empinó
sobre la punta de los pies, colgose rápidamente a su cuello y, después
de apretar los labios larga y apasionadamente contra los suyos, le dijo
con acento zalamero:
--Ya sabía que no eras cobarde... pero quería comprobarlo.


V
Las bromas de Paco Gómez.

Ahora bien, Granate no acababa de persuadirse a que Paco Gómez
procediese de buena fe. Su carácter jocoso, los terribles bromazos que
se le atribuían perjudicábanle en el ánimo del indiano. No bastaba que
adoptase continente grave y mantuviese con él pláticas largas acerca de
la alza o baja de las acciones del Banco, ni que le loase la casa por
encima de todas las fábricas modernas y le diese útiles consejos en el
juego del chapó. De todos modos el gracioso de Lancia observaba allá, en
el fondo de sus ojazos encarnizados de jabalí, una nube de recelo que no
podía disipar. En este aprieto pidió auxilio a Manuel Antonio. Se le
había metido en la cabeza una broma chistosa, y antes de renunciar a
ella consentiría en cualquier alianza.
--Desengáñate, Santos--decía el marica, de acuerdo con Paco, paseando
cierta tarde por el Bombé con Granate,--tú, como te has pasado más de la
mitad de la vida detrás de un mostrador, no entiendes nada de estos
lances. No te diré que Fernanda esté chalada por tí, pero que anda en
camino de ello lo digo y lo sostengo aquí y en todas partes. Hace ya
tiempo que lo vengo notando. Las mujeres son caprichosas,
incomprensibles; hoy rechazan una cosa y mañana la apetecen y están
dispuestas a hacer cualquier disparate por lograrla. Fernanda comenzó
rechazándote...
--¡Entodavía! ¡entodavía!--manifestó sordamente el indiano.
--Pura apariencia. Es una chica muy orgullosa y que no dará jamás su
brazo a torcer. Pero por lo mismo que tiene mucho orgullo no se casará
más que con el conde de Onís o contigo, los dos únicos partidos que hay
en Lancia para ella; el conde por la nobleza y tú por el dinero. Luis es
un hombre muy raro; yo lo creo incapaz de casarse. Ella está convencida
ya de esto mismo. No le queda más que tú, y tú serás al cabo el que se
coma la breva... Además, por más que otra cosa digan, a las mujeres les
gustan los hombres como tú, robustos... porque tú eres un roble,
chico--añadió volviendo hacia él la cabeza con admiración.
Granate dejó escapar un mugido corroborante. El marica le pasó las manos
por el torso, como profundo conocedor de las formas masculinas.
--¡Qué musculatura, chico! ¡Qué hombros!
--Con estos hombros que aquí ves--dijo el indiano con orgullo--se han
ganado muchos miles de pesos.
--¿Cómo? ¿Cargando sacos?
--¡Sacos!--exclamó Granate sonriendo con desprecio.--Eso es pa la
canalla. ¡Cajas de azúcar como vagones!
El Bombé estaba desierto en aquella hora. Era un paseo amplio en forma
de salón, recién construido en lo alto del famoso bosque de San
Francisco, desde donde se señoreaba todo. Este bosque de robles
corpulentos, añosos, retorcidos, algunos de los cuales pertenecían a la
selva primitiva donde se fundó el monasterio que dio origen a Lancia,
servía de sitio de recreo y esparcimiento a la población, hasta cuyas
primeras casas llegaba. Permaneció siempre en lamentable abandono; pero
la última corporación municipal había llevado a cabo en él magnas
reformas que le habían valido los aplausos de los espíritus innovadores:
un paseo, algunos jardinillos alrededor y una calle enarenada entre los
árboles, que le ponía en fácil comunicación con la ciudad. Los días de
labor no paseaban por él más que algunos clérigos con sus largos manteos
negros y enorme sombrero de teja, llevando algún seglar enmedio, dos o
tres pandillas de indianos disputando en voz alta sobre el precio de los
cambios o el valor de los solares de la calle de Mauregato, recién
abierta, y tal cual valetudinario, que venía a primera hora a tomar el
sol, y se retiraba tosiendo en cuanto sentía la humedad de la tarde. ¿Y
las damas?... ¡Ah! Las damas lacienses sabían perfectamente lo que se
debían a sí mismas y estaban dotadas de un sentimiento harto delicado de
las leyes del buen tono para exhibirse en días que no fuesen feriados. Y
aun en éstos no lo hacían sino tomando las debidas precauciones. Ninguna
dama de Lancia cometía la bajeza de presentarse en el Bombé los domingos
mientras no estuviesen paseando en él algunas otras de su categoría.
Pero esto era de una dificultad insuperable, dada la unanimidad de
pareceres. De aquí que, aderezadas ya desde las tres de la tarde, con el
sombrero y los guantes puestos, aguardasen al pie de los balcones,
espiándose las unas a las otras por detrás de los visillos. «Ya pasan
las de Zamora.» «Ahora vienen las de Mateo.» Sólo entonces se
aventuraban a lanzarse a la calle y subir poco a poco y con la debida
majestad hasta el paseo, donde hacía ya dos horas la banda municipal
ejecutaba diversas fantasías sobre motivos de _Ernani_ o _Nabuco_ para
recreo de las niñeras y algunos apreciables albañiles. Ni se crea, sin
embargo, que la sociedad distinguida de Lancia entraba así de golpe y
porrazo en el arenoso salón. Nada de eso. Antes de poner el pie en él
subían a otro paseíto suplementario que había poco más arriba. Desde
allí exploraban el terreno, observaban «si alguna se había atrevido.»
Por fin, cuando las sombras comenzaban a espesarse ya en las copas de
los añosos robles, a la hora en que la niebla descendía de las montañas
apercibida a fijarse en las narices, en la garganta y en los bronquios
del honrado vecindario, todas las bellezas indígenas acudían casi en
tropel al espacioso paseo. ¡Qué importaba un catarro, un reuma, ni
siquiera una pulmonía, ante la deshonra de presentarse las primeras en
el Bombé! ¡Ejemplo notable de fortaleza! ¡Caso portentoso del poder que
en los pechos elevados ejerce el respeto de sí mismo!
Esta exquisita conciencia de los deberes, que la naturaleza ha escrito
con caracteres indelebles en los corazones dignos, se revelaba aún de
modo más claro y conmovedor con ocasión de los bailes de confianza que
el Casino de Lancia daba cada quince días durante el invierno. Fácil es
de comprender que las dignísimas señoritas que con tal admirable
constancia luchaban un día y otro para no entrar en el paseo mientras
estuviese solitario, no irían a cometer la vileza de presentarse
«primero que las otras» en el salón del Casino. Mas como aquí no había
paseo suplementario desde donde espiarse, ni era fácil por la noche
estar de espera en los balcones, aquellas ingeniosísimas damas, tan
dignas como ingeniosas, hallaron un medio de dejar siempre a salvo su
honra. Poco después de sonar las diez, hora en que daba comienzo el
baile, enviaban hacia allá de descubierta, como caballería ligera, a sus
papas o hermanos. Entraban haciéndose los distraídos, se sentaban un
momento en las butacas, gastaban cuatro bromas con los pollos que allí
aguardaban correctos, impacientes, con la luenga levita cerrada,
abrochándose los guantes los unos a los otros, y al poco rato se
retiraban disimuladamente para ir a noticiar a sus familias que aún no
había llegado nadie. ¡Ah! ¡Cuántas veces los pollos impacientes de la
levita cerrada aguardaron vanamente toda la noche la llegada de sus
hermosas parejas! Las bujías se iban gastando; la orquesta, que había
tocado sin éxito alguno dos o tres bailables, se desmoralizaba; los
músicos charlaban en voz alta o paseaban por el salón y hasta fumaban;
los hujieres y mozos bostezaban, tirándose unos a otros indirectas
referentes a las dulzuras del lecho. Por fin el presidente daba la orden
de apagar, y los pollos se retiraban a sus domicilios respectivos tan
mustios como correctos. ¡Espectáculo consolador el de aquellas heroicas
jóvenes que, apesar de sus vivos deseos de ir al baile, preferían
permanecer en casa a quebrantar los principios fundamentales en que
descansa la dicha y el sosiego de la sociedad!
--Allí viene Paco con el Jubilado. Lo mismo te dirán que yo--profirió
Manuel Antonio poniéndose la ebúrnea mano sobre las cejas a guisa de
pantalla.
En efecto, allá a lo lejos se columbraba la figura de Paco como una
percha coronada por un pepino. Todos los sombreros le entraban hasta las
orejas a causa de la inverosímil pequeñez de la cabeza y su disposición
excepcional. A su lado caminaba el Sr. Mateo con sus enormes bigotes
blancos y arrogante figura militar, aunque ya sabemos que era el hombre
más civil que hubiese producido Lancia desde hacía algunos siglos.
Granate dejó escapar algunos gruñidos destinados a probar el profundo
desprecio que aquellos dos personajes le inspiraban, el uno por su poca
formalidad, y el otro por no tener ni un mal cupón del tres por ciento.
--Vamos, queridos, hacedme el favor de convencer a este babieca de que
es un buen partido para cualquier muchacha, porque no quiere creerlo.
--¡Aprieta, pues si D. Santos no es partido con cinco o seis millones de
reales, no sé yo quién lo será!--exclamó Mateo relamiéndose como padre
de cuatro niñas casaderas que no acababan de casarse.
--¡Suba el cañón, D. Cristóbal, suba el cañón!--dijo el indiano
echándole una mirada torva.
--¿Cómo? ¿Tiene usted más?... Me alegro... Yo hablo por lo que dice la
gente...
--Tengo quinientos mil pesos sin quitar un _lápiz_.
Los tres amigos cambiaron una mirada significativa. Manuel Antonio, no
pudiendo contener la risa, le abrazó exclamando:
--¡Bien, Santos, bien! Eso del _lápiz_ me enternece.
Granate era el hombre de los disparates lingüísticos. No tenía
conocimiento de la forma verdadera de una gran parte de las palabras;
las modificaba de modo que resultaba muy cómico. Sin duda dependía de
falta de oído, dado que hacía ya algunos años que había regresado de
América y trataba con personas cultas. Sus bárbaros atentados contra el
idioma eran proverbiales en Lancia.
--Pues nada, este infeliz se figura--prosiguió el marica, sin hacer caso
de la mirada recelosa que le dirigió--que porque Fernanda Estrada-Rosa
gasta algunos remilgos no le gustan las peluconas como a todo hijo de
vecino... ¡Tonto, tonto, más que tonto! (y al decir esto le pegaba
palmaditas en el ancho y rojo cerviguillo). ¡Si es hija de D. Juan
Estrada-Rosa, el mayor judío que hay en la provincia!
--Hombre, Fernanda ya es otra cosa--manifestó el Jubilado, que no estaba
en el ajo--Es una chica muy rica y no necesita casarse por el dinero.
Pero los otros dos cayeron como fieras sobre él. Cuando se tiene dinero
se quiere más. La ambición es insaciable. Fernanda era muy orgullosa y
no pasaría por que ninguna otra chica en Lancia pudiese ostentar tanto
lujo como ella. Si D. Santos elegía esposa en la población, le podría
hacer competencia desastrosa: era una mosca que no se quitaría jamás de
la nariz. El único rival temible para D. Santos era el conde de Onís;
pero éste ya estaba descartado. Su carácter excéntrico, su misticismo y
las extrañas manías en que daba con frecuencia, habían concluido por
aburrir a la muchacha...
Con estos argumentos y un formidable pisotón de inteligencia que Paco le
dio, el Jubilado entró en razón y se puso de parte de ellos. Los tres
se esforzaron en convencer al indiano de que ni aquélla ni ninguna otra
joven podría resistir mucho tiempo si él se decidía a estrechar el
bloqueo. Paco aludía además de un modo vago y misterioso a cierto dato
que él poseía, el cual demostraba hasta la evidencia que los desdenes de
la chica eran pura comedia, alardes de vanidad para hacerse valer. Pero
era un secreto; no podía revelarlo sin faltar a la amistad y
consideración que debía a la persona que se lo había comunicado.
Sin embargo, Granate no acababa de rendirse. Como un mastín a quien
rodean los chicos y tratan de congraciársele haciéndole caricias,
echábales miradas recelosas y dejaba escapar de vez en cuando gruñidos
dubitativos. Manuel Antonio agotó el repertorio de sus argumentos
sutiles y femeninos, apoyados por sendos abrazos, palmaditas o
pellizcos. Estuvo elocuente y sobón hasta lo infinito. Paco le dejaba
decir y hacer echándole de través miradas socarronas, convencido de que
Granate acogía siempre con desconfianza sus palabras. Pero a última hora
intervino para dar el golpe definitivo. Después de hacerse rogar mucho
por sus dos auxiliares, y de suplicar encarecidamente y por los clavos
de Cristo que aquello permaneciese en secreto, sacó al fin del bolsillo
una carta. Era de Fernanda a una amiga de Nieva. Explicó primero de qué
modo casual había venido a su poder, y después leyó en voz baja y con
aparato de misterio el siguiente párrafo: «Lo que me dices de Luis no
tiene fundamento. No he vuelto ni volveré a reanudar mis relaciones con
él por razones muy largas de explicar, algunas de las cuales ya conoces.
Lo de D. Santos, aunque por ahora no hay nada, lleva mejor camino. Es
viejo para mí, pero me parece muy formal y cariñoso. Nada tendría de
particular que al fin cayera con él.»
Granate atendió con extremada fijeza, abriendo de modo descomunal sus
ojazos. Cuando Paco terminó la lectura dijo con voz profunda, como si
hablara consigo mismo:
--Esa carta es _ipócrifa_.
Volvieron los tres a mirarse haciendo lo posible por contener la risa.
Manuel Antonio aprovechó la ocasión para darle un abrazo más.
--¡Anda tú, grosero, desconfiadote! Enséñale la carta, Paco... ¿Tú
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