El maestrante - 05

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contrarrestaban por un carácter débil, fantástico, sombrío, el cual le
venía, sin duda, de la familia de su madre.
D.ª María Gayoso, condesa viuda de Onís, hija del barón de los Oscos,
era un ser original, tan excepcionalmente original que rayaba en lo
inverosímil. En toda su familia, desde tres o cuatro generaciones hasta
ella por lo menos, había apuntado algo estrambótico que en algunos de
sus miembros tocaba en las lindes de la locura y en otros entraba de
lleno dentro. Su abuelo había sido un empedernido ateo partidario de
Voltaire y la Enciclopedia que a última hora se había entregado a la
embriaguez, y según la conseja del pueblo fue arrastrado un día por los
demonios al infierno. En realidad murió de combustión espontánea, lo que
pudo dar pábulo a semejante fábula. Su padre fue un mentecato a quien su
madre, mujer de rara energía, tuvo siempre esclavizado hasta la
degradación. De sus tíos, uno paró en el manicomio, otro fue
notabilísimo matemático, pero tan excéntrico que sus rarezas se
guardaban en Lancia como manantial de anécdotas chistosas; otro se metió
en la aldea, se casó con una labradora y se mató a fuerza de
aguardiente. No tenía más que un hermano, el actual barón de los Oscos.
También era un ser original y excéntrico. Al comenzar la guerra civil se
pasó al bando del Pretendiente e ingresó en su ejército, pero a
condición de servir como soldado raso. Toda la campaña hizo de esta
suerte. No fue posible, por más empeño que en ello pusieron los magnates
que rodeaban a D. Carlos y el mismo rey, obligarle a aceptar el despacho
de oficial. Fue herido varias veces y una de ellas de tan mala manera,
en la cara, que le quedó una profunda cicatriz. Como su rostro era ya de
lo más desgraciado que pudiera verse, aquel surco sinuoso y colorado
acabó de prestarle una apariencia monstruosa y hasta temible.
Era más joven que su hermana María. No llegaba aún a los cincuenta años.
Vivía célibe y solo en la casa solariega que los Oscos tenían en la
calle del Pozo, nada magnífica por cierto. Iba rara vez por casa de su
hermana, no por antipatía, sino por lo retraído y áspero de su genio.
Salía poco de casa, sobre todo de día. Tenía contadísimos amigos. El más
íntimo de todos, el único puede decirse que gozaba de su intimidad, un
fraile exclaustrado, que antes de ordenarse había servido en las filas
del ejército como oficial. Fray Diego era su perpetuo camarada. El
barón, por su carácter sombrío, por sus excentricidades, y sobre todo
por lo espantable de su rostro, inspiraba general temor en la población.
Los niños sentían en su presencia un terror pánico. Los padres y las
niñeras, para reducirlos a la obediencia, les amenazaban con él:--¡Se lo
voy a decir al barón!--¡Que viene el barón!--Hoy he visto al barón y me
preguntó si eras obediente, etc. Y el barón, por su gesto,
constantemente desabrido, por lo bronco y recio de la voz y por la
brusquedad con que acostumbraba a hablarles, era para las inocentes
criaturas un verdadero ogro. Iba constantemente armado de un par de
pistolas; el estoque de su bastón era un verdadero sable. Se decía que
había disparado sobre un criado sólo porque le había abierto una carta,
y que en varias ocasiones había cogido a los niños que se atrevían a
hacerle muecas en la calle, los metía en la cuadra, los desnudaba y los
azotaba cruelmente con las correas del freno de su caballo. Verdaderos o
inventados estos cuentos, contribuían a acreditarle entre el elemento
infantil de Lancia como un monstruo de ferocidad del cual había que
huir, si el temblor de las piernas lo consentía.
Una de las cosas que más coadyuvaban a infundir el terror en los
pequeños y cierto respeto, no exento de miedo, en los grandes, era el
caballo que el barón poseía; un caballo de ojo ardiente y feroz y de
genio tan furioso que nadie osaba montarle más que él y su amigo Fray
Diego, que había servido en caballería. Para sacarlo a beber lo llevaban
siempre del diestro, y aun así el indómito bruto iba tirando saltos y
coces, poniendo en conmoción a los transeúntes. Cuando el barón lo
montaba, y dando corcovos y alzándose de brazos salía de casa, la calle
se estremecía, los vecinos se asomaban a las ventanas, los niños se
refugiaban en las faldas de sus madres, todos contemplaban atónitos
aquel centauro temeroso. Realmente el barón de los Oscos en tal momento,
con su rostro desfigurado, los ojos encarnizados, los grandes bigotes
empalmados con las patillas, cerdosos y erizados, y el formidable torso
pegado al caballo, era una figura que infundía espanto. Había que
remontarse con la fantasía a la irrupción de los bárbaros para hallar
algo semejante. Ni Alarico, ni Atila, ni Odoacro debían de tener aspecto
más feo y siniestro ni producir más grima. Júzguese del efecto que
causaría entre los vecinos tímidos cuando una temporada le dio por salir
a caballo pasada la medianoche y recorrer las calles de la ciudad
acompañado de un criado, caballero asimismo en otro corcel.
La condesa de Onís era dentro de su sexo un tipo tan estrafalario, por
lo menos, como su hermano. Bajita, rechoncha, cara redonda y pálida con
ojos negros y muertos, el cabello pegado a las sienes con goma de
membrillo, vestida constantemente con el hábito morado del Nazareno.
Vivía recluida en su palacio como una monja en el convento. Vivía
entregada en absoluto a la devoción, pero a una devoción caprichosa,
fantástica, en nada parecida a la que practican las almas verdaderamente
místicas. Toda su vida había dado señales de un humor excéntrico, mas
desde la muerte del conde se había pronunciado tanto que bien podían
tomarse sus excentricidades como manías, y no de las más leves. Cuando
joven había mostrado una naturaleza tan púdica que rayaba por su
exageración en lo ridículo. Sus amigas la embromaban no pocas veces
afectando cierta libertad en el hablar. Tan castísimos eran los oídos de
la doncella de los Oscos, que los de una miss inglesa parecerían los de
un sargento a su lado. No podía sufrir que la ropa interior de su
hermano fuese en unión con la suya cuando la lavandera la llevaba o la
traía. Si aquél le entregaba unos pantalones para que le cosiera un
botón, cumplido el encargo corría a su cuarto y se lavaba bien las
manos, y aun dicen que se echaba en ellas algunas gotas de agua bendita.
Apretábase el seno hasta hacerse daño; subía el cuello de los vestidos
contra las prescripciones de la moda; no se mudaba la camisa sino a
oscuras, y cuando no tenía los guantes puestos jamás daba la mano a un
hombre. La historia de su casamiento fue verdaderamente curiosa, llena
de incidentes cómicos que se repitieron durante mucho tiempo por la
ciudad. Sobre todo lo que acaeció en la primera noche de novios,
verdadero o inventado, era muy gracioso y digno de figurar en una novela
de Paul de Kok.
Durante el matrimonio esta virtud de la castidad templose un poco. Casi
parece excusado decirlo. Mas luego que quedó viuda volvió a exacerbarse
de modo notable. Sobre todo, en los últimos años adquirió aspecto de
locura. Cuando se rezaba el rosario, que era dos veces al día, mandaba
previamente una criada al gallinero para apartar, mientras durase, al
gallo de las gallinas; luego la ordenaba separar las cucharas de los
tenedores y los corchetes machos de las hembras. Por último, la hacía
situarse en una ventana de la fachada lateral de la casa para impedir
que ninguno orinara en el rincón donde los transeúntes solían hacerlo.
Un día vino el cochero a decirle que una de las yeguas estaba en el
celo. Tanto se indignó que, después de haber reñido ásperamente por la
osadía de notificarle tal asquerosidad, mandó inmediatamente venderla.
Una vez que sorprendió al mozo de cuadra dando un beso a la cocinera se
puso enferma del disgusto. Ambos salieron inmediatamente de la casa.
Le gustaba, no obstante, tener tertulia a primera hora de la noche, pero
de clérigos solamente. Acostumbraba a sentarse en una butaca, delante de
la cual, con intención o sin ella, probablemente con intención, colocaba
dos sillas de suerte que parecía estar detrás de una valla. Poco después
de entrar los presbíteros y animarse la conversación, la condesa se
dormía profundamente, y así estaba hasta las nueve en que las sotanas se
despedían, por supuesto sin darle la mano. Como la casa tenía capilla,
salía poquísimas veces, y esas en coche. Guardaba todo el oro, que
llegaba a sus manos, en los parajes más ocultos del desván o de la
huerta. Algunas veces por esta avaricia, o más propiamente por esta
manía de urraca, la casa se vio en verdaderos aprietos: consintió en que
su hijo pidiera a préstamo algunas cantidades antes que desenterrar las
peluconas. Era además golosa, muy golosa, capaz de comerse una fuente de
confites sin asomos de indigestión. Pero no habían de ser fabricados por
las monjas: por extraña contradicción con sus piadosas inclinaciones,
odiaba todo lo que olía a convento.
Pues por esta mujer estrambótica, bien podemos decir loca, fue educado
el actual conde de Onís. Su carácter se resintió muchísimo. Para
contrarrestar aquella excesiva sensibilidad, aquel temperamento débil y
vacilante y el humor fantástico y sombrío de que daba en ocasiones
tristes muestras, se hubiera necesitado una educación viril al aire
libre, un maestro inteligente y enérgico que supiera despertar en su
organismo el brío y la resolución de los Campo. Sucedió lo contrario
desgraciadamente. La condesa se empeñó en que no siguiese carrera que le
apartase de Lancia. Estudió, pues, en la universidad del pueblo la
carrera de jurisprudencia, que es la capa con que los jóvenes ricos
tapan su propósito de holgar toda la vida. Mientras duró, y mucho tiempo
después de terminada, la condesa le tuvo sujeto a su autoridad de un
modo que resultaba ridículo. Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no
fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario,
confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba
prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su
espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez
años. En esta vida retraída y afeminada agravose la nativa timidez de su
carácter, su sensibilidad delicada se hizo enfermiza, su genio sombrío y
receloso. Y lo más lamentable era que, sin ser una lumbrera, estaba
dotado de clara inteligencia y poseía una penetración frecuente en los
hombres reservados y tímidos. Carecía de ilustración y de experiencia;
pero sabía mantener discretamente una conversación y no se le escapaban
los defectos del prójimo. Como casi todos los seres débiles, gozaba a
veces malignamente a costa de ellos. Es la venganza que la gente sin
carácter toma de quienes lo poseen demasiado vigoroso y espontáneo. No
obstante, estas ráfagas de ironía y malignidad no eran en él frecuentes.
Aparecía más bien como un joven prudente, reservado, melancólico, de
trato cortés y caballeroso, de corazón sensible, lleno de cariño y de
respeto hacia su madre.
Después que concluyó la carrera tuvo sus anhelos y aun proyectos de
salir de Lancia, de ir a la corte, de viajar durante algún tiempo.
Bastó, sin embargo, la negativa de la condesa para contenerle y hacerle
desistir. Prosiguió, pues, su vida de holganza, mayor aún desde que no
tenía siquiera la obligación de mirar de vez en cuando los libros de
jurisprudencia.
Sólo la entretenía dedicándose a temporadas al cultivo de ciertos
oficios manuales, y con la lectura de las obras románticas entonces muy
en boga. Se hizo hábil ebanista, no tanto como su padre; luego le dio
por la relojería. Últimamente tomó afición a una finca de labor y recreo
que poseía en las inmediaciones de la población y comenzó a mejorarla
notablemente. Denominábase la Granja: distaba poco más de dos kilómetros
de Lancia: tenía una casa grande y vieja y destartalada: a espaldas de
ella un hermoso bosque de robles y delante grandes y feraces praderas.
Comenzó a ir todas las tardes después de comer; crió ganado vacuno y
también algunos caballos, plantó árboles, abrió canales y levantó
cercas. En la casa apenas tocó. En esta nueva afición ganó su cuerpo,
que se hizo más duro y más ágil, y también su carácter. La melancolía,
que tanto le atormentaba, se fue templando, serenose su espíritu, fue
adquiriendo más firmeza en el trato de la gente y más seguridad de sí
mismo, y ciertos accesos de humor negro, de rabia y desesperación que
sin causa alguna le acometían de raro en raro y le hacían aparecer ante
los criados como un epiléptico, desaparecieron por completo. De esta
suerte llegó hasta los veintiocho años, en que comenzó a frecuentar la
casa de Quiñones, y su vida experimentó profunda trasformación.
Eran las nueve de la mañana cuando el criado le despertó de un sueño
agitado, incompleto, para entregarle una carta. La dejó caer con
afectada indiferencia sobre la mesa de noche; mas luego que el criado se
fue apresurose a cogerla y la abrió con visible agitación. Aunque hacía
ya cerca de dos años que duraban sus relaciones con Amalia, nunca abría
carta de ésta sin que le temblasen las manos. Verdad que se escribían
poquísimas veces. Pero más que la rareza de las cartas contribuía sin
duda a turbarle el profundo amor que en su naturaleza sensible y tímida
había arraigado.
«Esta tarde a las tres. Por la tribuna,» decía la carta únicamente. Su
turbación no se disipó por completo. Las citas como aquélla eran
extremadamente peligrosas; le causaban, enmedio de su felicidad, una
impresión de miedo que no podía vencer. Había rogado a Amalia que las
suprimiese; pero no le hizo caso alguno. Y él se consideraba
absolutamente incapaz de oponerse a su voluntad. Pasó la mañana
nervioso, alterado. Para calmarse dio un paseo a caballo; llegó hasta la
Granja; pero volvió al cabo con la misma intranquilidad que había
salido.
Cuando llegó la hora señalada salió de casa y tomó la calle de
Cerrajerías. Era la hora en que apenas se ve un transeúnte. Los vecinos
de Lancia comen generalmente a las dos. A las tres están, pues, de
sobremesa o reposando. Al final de Cerrajerías, en la esquina de la
calle de Santa Lucía, está la iglesia de San Rafael, que tiene su
entrada principal por aquélla. El conde penetró en el templo, después de
tomar agua bendita, como el que va a hacer sus oraciones. Estaba
enteramente solitario, o al menos así le pareció a la primera ojeada. A
los pocos minutos, acostumbrados ya sus ojos a la oscuridad, percibió
dos o tres bultos diseminados por él y postrados en oración.
Arrodillose él también en el fondo oscuro, cerca de la puertecita de la
escalera que conducía a la tribuna de los Quiñones, y fingió orar unos
momentos. Aquello le repugnaba profundamente. Era un creyente sincero, y
la piadosa y severa educación que había tenido le hacía horrorizarse de
tal sacrilegio. Se le había pegado el fanatismo de su madre: tenía un
miedo espantoso al infierno. También Amalia era creyente y aun pasaba en
la población por piadosa; pertenecía a varias cofradías; era protectora
de algunos asilos; hacía frecuentes regalos a las imágenes y se la veía
acompañada de clérigos. Pero miraba aquella profanación con la mayor
indiferencia. La religión era para ella cosa muy respetable, pero más
respetables aún su voluntad y sus placeres.
Al cabo de unos minutos el conde se levantó cautelosamente y tiró de la
puertecita, que una mano previsora había ya abierto de antemano. Tornó a
llegarla y subió por la estrechísima escalera de caracol. La pequeña
tribuna de la casa Quiñones estaba aún más oscura que la iglesia. Buscó
a tientas la puerta del pasadizo y la empujó; mas como tenía cierre de
cristales y podían verle desde la calle, se echó a gatas para
atravesarlo. En la puerta que comunicaba con la casa estaba Jacoba
esperándole. Era ésta una mujer de más de cincuenta años, obesa, con un
vientre colosal, que se movía con trabajo, la respiración anhelante,
embotada por la grasa y hablando siempre en voz de falsete. La suma
discreción, la encarnación verdadera del sigilo. Nunca habían tenido
otro confidente; nadie en el mundo más que ella estaba enterada de sus
amores, y en el curso de ellos les había servido prodigiosamente; fue su
centinela, su salvador en muchas ocasiones, su ángel tutelar siempre. No
era sirviente de la casa, sino protegida de la señora. Dedicábase a
correr los géneros de las tiendas, a traerlos a las casas, ganando por
ello pequeñísima comisión. Esto no le bastaba para vivir aunque era ella
sola y una sobrina. Pero en varias casas le hacían encargos de distinta
índole y la ayudaban de mil maneras. Sobre todo en la señora de Quiñones
había encontrado una protectora decidida. Cuando llegó a ser su
confidente puede decirse que halló una verdadera mina. Amalia pagaba con
largueza sus servicios que, en realidad, bien merecían recompensa
extraordinaria.
La medianera se llevó el dedo a los labios recomendando silencio al
conde, así que éste franqueó la puerta. Recomendación bien excusada por
cierto, porque hasta la respiración iba conteniendo por no hacer ruido.
Luego, adelantándose un poco para explorar el terreno, le hizo seña para
qué la siguiese. Atravesaron un corredor, pasaron por delante de la
escalera principal sin ascender por ella de miedo a encontrarse con
algún criado, y fueron a buscar a la biblioteca una escalerita excusada
que allí había para subir al segundo. El conde avanzaba de puntillas con
el corazón palpipante. Aunque ya había penetrado otras veces en casa de
Quiñones de aquella manera, le parecía siempre el colmo de la temeridad
y maldecía en su interior del atrevimiento y despreocupación de su
amante. Llegaron al fin al gabinete de la señora. La puerta se abrió sin
que se viese a nadie. Jacoba empujó suavemente al conde, quedando ella
fuera. La mano de Amalia, que se presentó de improviso, volvió a cerrar,
y súbito, con arrebatado ademán, echó los brazos al cuello de su querido
y le besó con apasionada ternura. Él, cohibido, agitado aún por la
ascensión y trémulo, permaneció quieto, sin corresponder a tales
manifestaciones de cariño. La dama le dio un golpecito maternal con la
palma de la mano en la mejilla.
--Serénate, poltrón, que nadie te come aquí.
Luis hizo un esfuerzo por sonreír y se dejó caer en una marquesita
forrada de raso azul.
El gabinete de Amalia contrastaba por su lujo coquetón con el abandono
que reinaba en el resto de la casa. Las paredes cubiertas de tapices
soberbios, los mejores de la colección que la familia poseía; los
muebles flamantes, estilo Luis XV, traídos de Madrid con la magnífica
cama de ébano incrustada de marfil que se veía en la alcoba, en los
primeros meses del matrimonio, cuando D. Pedro se esforzaba inútilmente
en ganar el corazón de su joven esposa. Respirábase allí una atmósfera
perfumada, sensual, que denunciaba los gustos refinados que la dama
forastera había traído allá de otras tierras a la severa mansión de los
Quiñones.
Sentose sobre las rodillas del conde, y tirándole de la barba, exclamó
conteniendo a duras penas los gritos, con una alegría reprimida que le
brillaba en los ojos, que estallaba por todos los poros:
--¿Lo ves? ¿Lo ves como hemos vencido? ¿Lo ves como se han salvado todos
esos obstáculos que se te amontonaban en la cabeza y no te dejaban ver
claro? No ha sido necesario más que un poco de audacia y que Dios nos
ayudase.
--¡Dios!--murmuró estremeciéndose el conde.
Ella sintió que había hecho mal en apelar a la divinidad, y se apresuró
a decir con desenfado:
--Quise decir la suerte... Vamos, no empieces a ponerte cargante y
tristón... Éste es un momento de felicidad para nosotros... Lo estoy
tocando y me parece mentira... Mi hija, la hija de mis amores, viviendo
conmigo, pudiendo verla y besarla a todas horas... ¡Qué hermosa es!...
No pude contemplarla a mi gusto hasta esta mañana; pero hoy me he
saciado bien... Se parece a tí... sobre todo esta parte de aquí arriba,
del entrecejo. Jacoba dice que la boca es mía... No me pesa--añadió
sonriendo con coquetería.--Otra cosa peor pudiera sacar de mí, ¿verdad?
--Para mí todo es igualmente hermoso.
--¡Vamos!--exclamó la dama echándose hacia atrás y clavándole una mirada
de burla cariñosa.--Al fin has recobrado el uso de la palabra... Pues
bien--añadió en tono serio,--tú no sabes las vueltas que hemos tenido
que dar esta mañana para buscarle nodriza. Me han traído tres. Ninguna
me ha gustado. Al fin la cuarta se quedó. ¡Y qué lindamente comenzó a
chupar el ángel mío! Me costaba trabajo no saltar de alegría... ¡como me
cuesta ahora!... Pero seamos graves... seamos graves y cargantes como el
señor conde... Dime, fastidioso, ¿cómo te has arreglado para traerla?
Cuéntame. ¡Qué cara tenías ayer noche al abrir la puerta del salón!
--La cosa no era para menos. A las nueve fui a buscarla a casa de
Jacoba. Ya te lo habrá dicho ella. Me pasé allí cerca de dos horas. Y
como si el diablo quisiera mortificarnos, la criatura chillaba sin
cesar...
--Sí, sí, ya sé todo eso... ¿Y luego?
--¡Qué noche! Los chubascos se repetían sin cesar. Las calles estaban
perdidas, sobre todo por aquellos barrios extraviados. Me remangué los
pantalones casi hasta la rodilla, porque ¿cómo iba a entrar manchado de
barro en tu salón? Quise sostener el canastillo en un brazo y llevar el
paraguas abierto en la otra mano. Fue imposible. A los pocos pasos me
volví y le dejé el paraguas a Jacoba. ¡Qué peregrinación, cielo santo!
¡Qué angustia! El viento me bajaba a cada instante el embozo de la capa,
la lluvia me azotaba la cara y me entraba por el cuello. Tenía miedo que
me mojase la niña. Además iba temiendo resbalar. ¡Figúrate si caigo en
aquel momento! El viento soplaba a veces tan recio que me impedía dar un
paso. Bien puedes creerme que estuve tentado a dar la vuelta y dejarlo
para otro día.
--Lo creo sin que me lo jures. Demasiado sé que te ahogas en un plato de
agua.
Él le dirigió una larga y triste mirada de reconvención. Amalia soltó a
reír y, abrazándole y besándole con efusión, exclamó:
--No hagas caso, pobrecito. ¿Piensas que no te compadezco? El trance ha
sido bien duro. Te has portado como un héroe.
El conde, bajo el peso de aquellos elogios, se ruborizó. La conciencia
le gritaba que no los merecía. Se acordó de la terrible prueba por que
acababa de pasar Amalia, y dijo:
--¡Tú sí, tú sí que has debido de padecer! ¿Cómo te encuentras? Ha sido
una imprudencia bajar tan pronto la escalera.
--¡Oh! Yo, aunque parezco débil, soy una roca.
--Bien lo has demostrado. ¡Padecer esos tremendos dolores sin exhalar ni
una queja!
--¿Qué sabes tú de esos dolores, tonto?--dijo poniéndole una mano en la
boca.--¿Has parido alguna vez?
--Luego cuatro días solamente en la cama--prosiguió el joven separando
dulcemente aquella mano y besándola al mismo tiempo,--y al quinto bajar
al salón.
--Pues ya estás viendo que no me ha pasado nada. ¡Oh, si no llego a
bajar ayer, de fijo Quiñones me manda al médico! Ya desde el segundo día
estaba empeñado en que subiese... Pero ¿no sabes? Está enamorado, loco
por la chiquilla. Toda la mañana ha tenido a la nodriza en su cuarto. ¡Y
se le ocurren unas cosas tan peregrinas! Dice que esta niña nos la envía
Dios para consolarnos de no tener familia...
El conde volvió a ponerse serio, taciturno, mientras en los labios de la
dama se dibujaba una sonrisa de cruel ironía.
--A todo esto no has preguntado por ella, padre desnaturalizado--dijo
metiendo sus dedos finos y blancos por la gran barba rizosa y bermeja de
su amante.--Porque eres su padre, sí, su padre. ¿A que no lo
niegas?--añadió acercando con mimo su rostro al de él y poniéndole los
labios en el oído.--Voy a traértela.
--Pero ¿va a venir el ama?--preguntó él con terror.
--No, hombre, no--replicó riendo.--Vendrá ella solita. Verás qué bien
camina ya.
El conde abrió los ojos con una expresión estúpida que la hizo reír aún
más. Se puso en pie y abriendo la puerta cuchicheó un instante con
Jacoba, que estaba fuera de centinela. Al cabo de pocos minutos la obesa
medianera abrió otra vez la puerta cautelosamente y les entregó la niña
dormida. Amalia se sentó, haciéndola descansar en su regazo. Ambos la
contemplaron largo rato en silencio con éxtasis, pendientes del levísimo
soplo que hinchaba y deshinchaba aquel tierno cuerpecito. Fue un
instante feliz. El conde, olvidado de sus temores, se calmó: una sonrisa
de vivo placer se esparció por su fisonomía dulce y melancólica.
Trascurrían los minutos, y ni uno ni otro rompían aquel silencio dichoso
ni se distraían un punto de la atención intensa en que sus espíritus se
confundían. Aquel ser diminuto, inconsciente, aquel pedacito de carne
rosada se reflejaba igualmente en sus ojos y ataba con hilos invisibles
sus almas y sus vidas.
--¡Qué hermosa es! Se parece a tí--murmuró el conde con tan blando
acento que apenas si llegó a los oídos de su amante.
--Aún más a tí--respondió ésta en la misma voz apagada.
Luego, por un movimiento simultáneo, ambos volvieron la cabeza y se
miraron larga, intensamente, con amor.
--Te adoro, Amalia--dijo él.
--Te quiero, Luis--respondió ella. Sus manos se buscaron y se apretaron
tiernamente: sus cabezas se inclinaron para cambiar un beso casto.


IV
Historia de aquellos amores.

Casto, sí. Quizá el primero en sus ya largos amores. Todo lo que de
tierno y poético se desprendía de ellos, como un perfume, vino de pronto
a embriagarlos, a hacerlos dichosos. Se desvaneció el remordimiento, que
pesaba sin cesar en el alma delicada del conde, la agitación insana que
a ambos atormentaba, el ardor, la violencia, la amargura qué iba oculta
en el fondo de sus deliquios amorosos como el gusano en el cáliz de la
rosa. No quedó más que el amor puro, el amor satisfecho, el amor
consagrado por la santa y misteriosa fuerza de renovación que habita en
el seno de la naturaleza.
¡Si se hubieran conocido antes! ¡Cuántas veces se habían repetido esta
frase de los adúlteros! Si se hubieran conocido antes, probablemente se
hubieran separado sin sentir el más insignificante movimiento de
atracción. El amor se alimenta principalmente de dificultades, le placen
los terrenos movedizos batidos por la borrasca. El de ellos no pudo
hallar tierra más adecuada ni circunstancias más favorables para su
germinación.
Como se sospechaba en Lancia, el matrimonio de Amalia con D. Pedro fue
impuesto a aquélla por su familia, que agonizaba de hambre. D. Antonio
Sanchiz, padre de la dama, era un mayorazgo valenciano que había
consumido con el juego y las mujeres las tres cuartas partes de su
hacienda. La cuarta que restaba se encargó de consumirla por los mismos
medios su hijo primogénito, que había heredado idénticos gustos. Amalia
era la última de los cinco hermanos, cuatro hembras y un varón. Su
hermana primera, a quien habían tocado aún algunos rayos débiles del
esplendor de la casa, logró casar ventajosamente con el hijo de un
banquero rico. Nada aprovechó a su familia. Ni D. Antonio ni su hijo
Antoñito pudieron ver el color de las monedas de su yerno y cuñado
respectivamente. Las otras dos también casaron con jóvenes distinguidos,
pero sin dinero. Amalia floreció enmedio de la total ruina de su casa.
Ni su figura graciosa y delicada, ni su clara estirpe le valieron para
llamar la atención de los hombres. El conocido desastre de la casa y la
deplorable reputación de su padre y hermano pusieron en torno de ella
una valla que ninguno se atrevía a saltar. Bien lo echó de ver enseguida
y rehuyó enamorarse de los que, por pasatiempo o galantería, la
festejaban. No era tipo acabado de belleza; faltábale gallardía en la
figura, amplitud de formas, color en las mejillas. Mas apesar de su
cuerpecito menudo y no del todo bien conformado, y de la palidez
constante de su rostro, poseía especial atractivo, que cuantos la veían,
y aún más los que la trataban, se complacían en afirmar. Provenía éste
principalmente de sus grandes ojos negros expresivos: el alma se asomaba
a ellos reflejando las más leves y fugaces emociones; ora ardían con
fuego malicioso revelando la pasión recóndita, insaciable, ora se
aquietaban extáticos, límpidos, en arrobo místico; ahora brillaban
alegres y bulliciosos, enseguida melancólicos, tan pronto secos como
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