El maestrante - 15

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Se hizo más grave, más recelosa, más tímida. Y como viera que le negaban
los juguetes o las golosinas que antes le otorgaban a manos llenas, se
abstuvo de pedirlos.
Amalia, en vez de gozar como antes con sus gracias infantiles, parecía
huirlas. Dio orden de que no se la llevasen por la mañana a la cama,
según costumbre. Cuando la tropezaba casualmente en los pasillos, pasaba
de largo evitando mirarla. A todo más se acercaba preguntándole con
acento displicente:
--¿No te has lavado todavía? Anda, ve a que te arreglen. O bien: «Me han
dicho que no has sabido la lección de catecismo. Te vas haciendo muy
holgazana. Cuidado que seas buena, porque si no, te encierro en la cueva
de los ratones.»
Antes se ocupaba ella en tomarle las lecciones, en ponerle la aguja en
la mano y guiar sus diminutos dedos. Ahora abandonaba casi siempre esta
tarea a las doncellas. Vivía en un estado de preocupación sombría que no
pasaba desadvertida a los criados. Josefina también la adivinaba; veía
que su madrina estaba cambiada, no sólo con respecto a ella, sino en
todo su modo de ser. Y allá, vagamente, en los limbos oscuros de su
pensamiento se engendraba la idea de que estaba triste, que padecía y
que ésta era la causa de su mal humor.
Un día estaba la dama sola en su gabinete. Se había dejado caer en una
butaca. Inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y las manos
pendientes, parecía dormida. Sin embargo, Josefina, que rondaba el
gabinete, se atrevió a mirar por la rendija de la puerta y observó que
tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y que su frente estaba
temerosamente fruncida. Sin saber lo que se hacía, con esa ciega
confianza que los niños tienen en sí mismos, empujó la puerta y penetró
en la estancia. Acercose silenciosamente a la señora, y echándose
repentinamente sobre su regazo, le dijo, clavando en ella una mirada de
tímido afecto:
--Dame un beso, madrina.
La dama se estremeció.
--¿Cómo estás aquí? ¿Quién te ha dado permiso para entrar? ¿No te han
dicho que no subas sin que te llamen?--preguntó frunciendo aún más el
ceño.
--Quería darte un beso--dijo con voz apagada Josefina.
--Déjame de besos. Anda, y cuidado con subir otra vez sin mi permiso.
Pero la niña, embargada por la emoción, no sabiendo a qué atribuir
aquel despego y queriendo vencerlo a toda costa, próxima a llorar, se
echó aún más sobre el regazo y trató de subirse para alcanzar su rostro.
--Dame un beso, madrina.
--¡Quita! ¡Déjame!--replicó la dama impidiéndola alzarse.
La niña se obstinó.
--¿No me quieres? Dame un beso.
--¡Que te quites, chicuela!--gritó enfurecida.--¡Lárgate ahora mismo!
Al mismo tiempo le dio un fuerte empujón. Josefina, después de
tambalearse, rodó por el suelo, dando con la cabeza en el pie de una
silla.
Alzose llevando la mano al sitio dolorido, pero no lloró. Un sentimiento
de dignidad, que muchas veces se aloja con fuerza en los corazones
infantiles, le prestó fortaleza para resistir el llanto que brotaba a
los ojos. Dirigió a su madrina una mirada de indefinible tristeza y
salió corriendo de la estancia. Cuando llegó a la escalera se dejó caer
sobre un peldaño y rompió a sollozar.
Las espinas de la vida comenzaron a clavarse cruelmente en las carnes
delicadas de aquella niña, que hasta entonces sólo flores había hallado
en su camino. El despego de Amalia fue creciendo de día en día. A la par
crecía también la reserva y la timidez de su hija. Pero como al fin era
niña, esta tristeza disipábase a veces al impulso de un capricho.
Entonces era cuando realmente se mostraba la frialdad y ojeriza de la
dama.
--Señora, Josefina no quiere ponerse el vestido verde.
--¿Pues?
--Dice que está sucio.
Amalia se levantó, fue al cuarto de la niña y, cogiéndola por un brazo y
sacudiéndola rudamente, le dijo:
--¿Qué orgullo es ése? ¿No sabes, muñeca, que en esta casa no eres
nadie? ¿Que estás aquí por misericordia? Ten cuidado no enfadarme,
porque el día menos pensado te planto en la calle, de donde te he
recogido.
Las criadas escucharon estas palabras y las tuvieron bien presentes.
Josefina hasta entonces había sido tratada como hija de los señores: en
adelante se la consideró como una hija postiza: más tarde, como
advenediza. La servidumbre se vengaba con placer de los minuciosos
cuidados que antes se veía obligada a prodigarle, de aquellas ásperas
reprensiones que recibían por su causa. En particular Concha, la
microscópica doncella, experimentaba una alegría indecible, propia de su
carácter maligno y rencoroso, cada vez que la señora mostraba de algún
modo su desdén por la niña recogida.
Ésta ocupaba una habitación que daba al jardín, alegre y espaciosa.
Concha, aunque primera doncella y costurera de la casa, alojábase en un
cuartucho lóbrego, con ventana al patio, que compartía con María. El
gabinete de Josefina había sido siempre para ella objeto de envidia. Más
de una vez la había expresado con palabras bien pesadas para aquélla.
Aprovechándose de la disposición de su ama, obtuvo permiso para dormir
también en este gabinete, a pretexto de que Paula, que ocupaba una
alcoba contigua, tenía el sueño pesado. Instalose cómodamente, hizo uso
del tocador y de los enseres de la niña. Pocos días después la mandó a
dormir con María en su antiguo cuarto, sin decir una palabra a su ama.
Cuando ésta lo supo, ya había pasado algún tiempo: la reprendió sin
aspereza por no haberle dado parte, pero no modificó los hechos
consumados.
Más adelante se le ocurrió degradarla de otra manera. Josefina comía a
la mesa con los señores. El alto y poderoso maestrante no había
consentido en ello al principio: importunado por su esposa, cedió al
fin, no sin repugnancia. Concha, penetrada de la ojeriza de su señora,
comenzó a intrigar para privar de este honor a la recogida. Exagerando
lo que daba que hacer, lo mucho que se manchaba y lo que perturbaba el
servicio de la mesa, logró a la postre que no se sentase a ella y sí en
una pequeñita que se le puso en el cuarto de la plancha, próximo a la
cocina. A los pocos días la misma Amalia, en un acceso de mal humor,
dijo que aquel doble servicio no podía ser tolerado y que se la llevasen
a la cocina a comer con los criados.
Concha la sentó en un taburete, le puso un plato de barro y una cuchara
de madera en la mano y le dijo:
--Come.
La niña levantó la cabeza estupefacta; pero al ver la sonrisa maligna
que brillaba en los ojos de la doncella, bajola de nuevo y se puso a
comer sin protesta alguna. Concha no quedó satisfecha; deseaba que se
rebelase; verla llorar.
--¿Qué es eso? ¿No te gusta la cuchara?... Pues, hija, come con ella,
que también cómo yo y soy tan buena como tú... ¡Qué te creías,
bobalicona! ¿Pensabas que porque te ponían el sombrerito y la camisa de
batista eras una señorita... Las señoritas no vienen metidas en un cesto
entre trapos sucios...
Y por ahí continuó soltando a chorros sarcasmos e insultos, hasta que al
fin la pobre Josefina rompió a llorar. Las demás criadas, menos
malévolas, se veían, no obstante, lisonjeadas por aquella humillación.
Al fin se pusieron de su parte, trataron de consolarla, mientras
Concha, despiadada, más dura y más fría que el mármol, siguió
persiguiéndola largo rato con rechifla sangrienta.
Pocos días después, al cruzar Josefina por el cuarto de la plancha para
ir al comedor, oyó a Concha decir dirigiéndose a María:
--Di, chica, ¿has planchado ya la ropa de la hospiciana?
Se detuvo, sin saber a quién se refería, y paseó su mirada recelosa de
una a otra doméstica, hasta que una carcajada, que ambas soltaron a la
vez, le hizo comprender que se trataba de ella.
--¿Por qué me llamáis hospiciana?--exclamó la inocente pugnando para no
llorar.--Lo voy a decir a mi madrina.
--¡Alza; corre a decírselo!--replicó Concha empujándola a la puerta.
Desde entonces no se le dio otro nombre entre la servidumbre.
Amalia prohibió que la llevasen por la noche al salón. El conde, que ya
no veía a su hija mas que este momento, pidió explicaciones. La dama
manifestó que, debiendo levantarse temprano para estudiar sus lecciones,
necesitaba más sueño. No se dio aquél por convencido. Comprendía que se
trataba de una ruin venganza; pero tuvo la prudencia de callar, temiendo
mayor daño.
A Amalia se le ocurrió entonces herirle de modo más directo. La niña, a
quien había privado no sólo de sus caricias, sino de todas sus
preeminencias en la casa, iba camino de ser una criadita más. En un
instante quedó trasformada por completo. La señora dio orden de que se
le guardasen todos los sombreros y vestidos y se le pusiese el más pobre
y más viejo del guardarropa; que se le hiciesen delantales como a las
demás criadas y se la emplease en los menesteres de la cocina que
pudiese ejecutar.
Los amores del conde y Fernanda eran cada día más notorios. Aunque en
casa de Quiñones se guardaban de hablarse con intimidad, a la celosa
valenciana no se le ocultaba lo que entre ellos existía. Sus ojos
traspasaban como dos rayos de luz el cerebro de su amante y leían con
claridad dentro de él. Luis estaba enamorado de su antigua novia. Las
relaciones adúlteras le pesaban en el alma como una losa de piedra.
Ella, la amada, la preferida de otros días, le parecía ahora vieja y
marchita frente aquella espléndida rosa que acababa de abrirse por
completo. Si no la había abandonado ya, era por debilidad de carácter,
por el ascendiente poderoso que en siete años de relaciones había
logrado adquirir sobre él. Pero no apetecía otra cosa. Lo leía
perfectamente en sus miradas huidas; en la preocupación sombría que
pesaba sobre él, rota algunas veces por súbita y extravagante alegría;
en el temor y en el servilismo, cada vez mayores, con que se acercaba a
ella.
Una noche el conde pidió un vaso de agua. Los ojos de Amalia brillaron
repentinamente. Había llegado el momento ansiado. Tiró de la campanilla
y dijo con singular inflexión a la doncella que acudió:
--Paula, que traigan un vaso de agua.
Pocos instantes después se presentó Josefina, pobremente vestida, con un
mandilito de tela burda, calzados los pies con toscos zapatos,
soportando trabajosamente entre sus pequeñas manos una bandeja con vaso
de agua y azucarillo. Los tertulios quedaron estupefactos. Luis
empalideció. Avanzó la niña hasta el medio del salón, mirando
tímidamente a su madrina. Esta le hizo seña de que se acercase al conde.
Vaciló el caballero como si estuviese distraído; pero viendo a la
criatura plantada delante de él, se apresuró a tomar el vaso y se lo
llevó con mano temblorosa a los labios. Los ojos de Amalia se mostraban
en tanto fríos, indiferentes; pero en sus labios había imperceptibles
estremecimientos que revelaban el gozo cruel que sentía. En la tertulia
reinó, mientras se efectuaba esta escena, un significativo silencio.
Luego que Josefina hubo salido, la señora de Quiñones explicó a sus
tertulios con naturalidad aquella mudanza. Se trataba de un castigo
necesario al orgullo que la niña empezaba a mostrar con los criados. No
duraría mucho. Sin embargo, necesitaba vencer a todas horas la voluntad
de Quiñones, que se oponía a que fuese educada con tanto mimo.
--La verdad es--concluyó diciendo con acento tan natural, que ninguna
actriz lo hallaría más adecuado a la ocasión,--la verdad es que algunas
veces no puedo menos de darle la razón en mi interior. ¿Qué bien le
hacemos a esta pobre niña colocándola en una situación donde no ha de
poder sostenerse? Mañana, que nosotros nos muramos, la pobre necesitará
buscarse el sustento trabajando, si antes no encuentra un marido... ¿Y
qué marido le vamos a dar a una muchacha con necesidades y sin dinero?
Los tertulios no cayeron en la trampa. En realidad tampoco ella lo
pretendía. Todo aquello venía a reducirse a puro convencionalismo, pues
a nadie se le ocultaba lo que había debajo. Poco después, no pudiendo
dominar la molestia que sentía, el conde se despidió.
--Este negocio de Luis no se presenta nada bien--decía a última hora
Manuel Antonio en un grupo que se retiraba por la calle de Altavilla,
donde iban María Josefa, el Jubilado y su hija Jovita.--El matrimonio
con Fernanda, si es que lo llega a realizar, le ha de costar muchos
disgustos.
--¿Crees tú?...--preguntó María Josefa para tirarle de la lengua.
--¡Madre!... ¿Eres tonta, mujer? ¿No conoces a Amalia como yo?
--¿Y qué tiene que partir Amalia en el matrimonio de Luis?--preguntó
Jovita, que en su calidad de soltera, aunque hubiese cumplido los
treinta y dos, le convenía hacer patente su candor.
--¡Ay! Es verdad que teníamos aquí esta _fanciullina_--exclamó, haciendo
cómicos ademanes de susto, el marica.--¡No me hacía cargo!... Nada,
monina, nada; sigue adelante, que son cosas de los grandes...
La hija del Jubilado se volvió iracunda al sentir el alfilerazo y
replicó con una frase insolente. Pagole Manuel Antonio con otra, y se
entabló animada disputa rebosando de palabras amargas e intencionadas
que se prolongó hasta casa del Jubilado, no sin que éste hubiese hecho
algunos vanos esfuerzos para poner paz entre ellos. La mejor parte la
llevó, como siempre, el marica, que poseía para lanzar sus frases el
vigor de los hombres y la sutil intención de las hembras.
Al día siguiente el conde logró una entrevista con Amalia y le dio sus
quejas por la escena de la noche anterior. La dama se manifestó amable,
condescendiente, justificó su conducta por el bien de la niña. Luis
observó, sin embargo, que hablaba de un modo particular: creyó percibir
en la miel de sus palabras un dejo de amargura e ironía que le
sobresaltó. Salió preocupado, inquieto: en algunos días no pudo quitar
de sí el malestar de aquella entrevista.
Pero el amor prendía fuego rápidamente en todos los aposentos de su alma
y consumió al fin aquel último resto de preocupación. Estaba
profundamente enamorado. Y como siempre acaece, a la par que crecía su
amor aumentaba también su timidez. Al principio, en sus largas
conversaciones con Fernanda, aparecía sereno, galante, no perdonaba
medio de demostrar a su ex-novia su admiración y rendimiento. De repente
comenzó a perder el aplomo, a huir todo asunto relacionado con sus
propios sentimientos, a evitar las frases galantes. Fernanda no se
equivocó. Ahora es cuando había llegado aquel amor, tras del cual tanto
tiempo había corrido, que tantas lágrimas le había costado.
Sus pláticas, aunque fuesen de asuntos indiferentes, tenían un sabor
delicado, exquisito. Hablaban horas y horas, sin cansarse, de las cosas
más insignificantes, por el placer de verse tan cerca, de escucharse.
Fernanda charlaba con toda la alegría de su corazón, sin curarse de la
timidez de su adorador, al contrario, gozando al ver el empeño pueril
con que evitaba el confesar su amor, sabiendo que en cuanto ella diese
la señal se entregaría atado de pies y manos.
El momento llegó al fin. Un día la hermosa viuda se resolvió _a
declararse ella_. Hablaban del matrimonio; de las segundas nupcias. Luis
comenzó a sobresaltarse, a emitir sus opiniones con voz temblorosa, a
tratar de huir la conversación. Fernanda dijo de repente con perfecta
calma y en tono resuelto:
--Yo no volveré a casarme segunda vez.
Se puso pálido. La cara se le entristeció de tal manera que la joven,
reprimiendo a duras penas una sonrisa, repitió con más resolución aún:
--No volveré a casarme segunda vez... a no ser contigo.
El conde la contempló desencajado.
--¿Es de veras eso?--preguntó al fin con voz temblorosa.
--¡Y tan de veras!--repuso ella mirándole sonriente.
--Dame esa mano, Fernanda.
--Tómala, Luis.
Se las estrecharon fuertemente por unos momentos. El conde se levantó
sin decir otra palabra. Cuando llegó a casa, le escribió una larga carta
de seis pliegos pintándole con los más vivos colores su pasión, dándole
fervorosas gracias, llamándose indigno gusano tres o cuatro veces.
El matrimonio quedó concertado para cuando terminase el año de luto.
Faltaban dos meses. Decidieron guardar el secreto y que la ceremonia no
se celebrase tampoco en Lancia. Unos días antes del prefijado saldría
ella para Madrid; poco después se le juntaría él, y en la corte
quedarían unidos para siempre.
En los pueblos es muy difícil ocultar cualquier cosa: un proyecto de
boda, imposible. Por la intensidad de la mirada cada par de ojos se
convierte en cien pares; por su virtud acústica, cada oído en cien
oídos. En sus pasos, en sus miradas, en el modo de saludarse y
despedirse los ingeniosos lacienses adivinaban como verdaderos magos lo
que pensaban, medían exactamente el progreso de aquellas relaciones que
les tocaba en lo más vivo del corazón.
Una tarde, al pasar Manuel Antonio por delante de la tétrica morada del
conde, vio salir a la doncella con una caja de cartón en las manos. El
marica sintió en la nariz olor de caza, tomó vientos un instante, y la
siguió.
--Adiós, Laura--dijo pasando delante de ella.
Y volviéndose de repente le preguntó en tono indiferente:
--¿Cómo sigue tu amo?
--El señor conde no está malo.
--¡Ah! Pues me dijeron... Como no le veo hace dos días... ¿Vas de
compras para la señora?
--Son camisetas para el señor conde.
--¿De casa de Ramiro?... Déjame verlas, yo también tengo que comprar.
La doncella abrió la caja y el marica se puso a examinar el contenido.
--Son muy finas. Esto es demasiado caro para mí, hija.
--Sí, señor, son caras. Pues el señor conde todavía no las encuentra
buenas. Quiere a toda costa que sean de seda, y por más que anduve todos
los comercios, no las hay. No tiene más remedio que encargarlas.
--¿De seda? ¡Madre! Entonces se nos va a casar.
--Yo no sé nada de eso, señorito--se apresuró a replicar la criada con
señales de turbación.
--¡Quita allá, hipocritona!--exclamó riendo.--Tú lo sabes como yo y como
todo el mundo... ¿Y para cuando?
--Le digo que no sé nada.
Pero el marica insistió tanto, se mostró tan expresivo y familiar que al
cabo de un rato la criada desembuchó lo que tenía dentro.
--Pues mire, yo no puedo decirle a punto fijo lo que hay, pero creo que
se casa y pronto. El otro día oí unas palabras a la señora condesa...
--¿Qué palabras?
--Decía al ama de llaves que, en cuanto su hijo se fuese, iría a pasar
una temporada a la Granja. Después, mirando por el agujero de la llave,
la vi llorar. Además, Fray Diego estuvo anteayer en casa... pero no sé
si debo decirle...
--Vamos, mujer, ¿qué importa? ¿Te figuras que yo soy una gaceta?
--Pues le oí decir al tiempo de despedirse: «Nada, nada; tienen mucha
razón; es mucho mejor que lo hagan en Madrid. Éste es un pueblo muy
envidioso...»
El gozo que sintió Colón al descubrir la tierra del Nuevo Mundo no fue
nada en comparación con el de nuestro marica. No sólo sabía sin género
de duda que se casaban, sino dónde había de efectuarse la ceremonia.
Embarazado por noticia tan capital y queriendo aliviarse enseguida de
aquel peso, se puso a imaginar sobre quién haría más efecto. Su
pensamiento fue derecho a Amalia. Hacia el palacio de Quiñones enderezó,
pues, sus menudos y graciosos pasos.
Era la hora del oscurecer. Halló a la señora sentada en su gabinete, sin
luz, entregada sin duda a una de esas intensas y dolorosas meditaciones
que desde hacía algún tiempo la embargaban. Manuel Antonio se mostró
jovial y decidor, trató de alegrarla cuanto pudo, atrayendo de nuevo la
sangre a aquel corazón ulcerado para que la puñalada fuese más dolorosa.
Pidió chocolate, lo tomaron jaraneando lindamente: Amalia llegó a
olvidarse de sus preocupaciones. Y cuándo más olvidada estaba ¡zas! la
bomba. Pero dejada caer suavemente, con arte infinito, el arte que sólo
posee una mujer, reforzado por el ingenio masculino.
Lo único que sintió fue no poder verle la cara. El gabinete estaba ya
casi en tinieblas. Pero advirtió bien claramente el destrozo de la
explosión en el sonido de la voz, en la frialdad de la mano al
despedirse.
Amalia quedó en pie, rígida, inmóvil, largo rato. Apoyose en la cortina
de crespón para mirar a la calle y la destrozó. Trató de abrir su
escritorio para tomar el pomo de esencia, pero dio demasiada vuelta a la
llave y estropeó la cerradura.
Salió de la estancia y vagó, por los pasillos oscuros y escaleras, con
incierta planta, como un fantasma. Allá a lo lejos vio un punto luminoso
y se dirigió hacia él involuntariamente como una mariposa. Era el
comedor, que ya estaba alumbrado. Sentada a la mesa, armando unos
pastorcitos de barro, restos de su pasada riqueza, estaba Josefina. La
pantalla de la lámpara proyectaba viva luz sobre su cabecita monda y
dorada como una naranja. Amalia se detuvo un instante y la contempló con
ardiente mirada, devorando con los ojos aquel semblante grave y
melancólico que tan fielmente reflejaba el de Luis. Dio un paso y la
niña volvió la cabeza. La mirada de sus ojos azules era igualmente
dulce y triste; el movimiento de las pestañas, idéntico. La esposa del
maestrante salvó de dos pasos la distancia que la separaba y cayó sobre
ella como un tigre hambriento. Golpeó, mordió, desgarró. Sus uñas
dejaron al instante surcos morados en aquel rostro cándido. La sangre
comenzó a brotar. La niña, loca de terror, lanzaba chillidos
penetrantes. Apenas tuvo tiempo a ver a su madrina. No sabía qué era
aquello. Amalia, insaciable, golpeaba, hería sin cesar. Los gritos de la
víctima hacían crecer su furor. Se detuvo rendida al fin.
--Madrina, ¿qué hice?--exclamó la pobre niña huyendo hacia un rincón.
Esta pregunta, la mirada de angustia con que la acompañó, enfurecieron
de nuevo a la dama. Volvió a golpearla despiadadamente. La criatura se
tapaba el rostro con las manos. Entonces le cogía las orejas, las
estrujaba hasta arrancarlas. No satisfecha todavía, irritada de no poder
herirla en la cara, tomó un plumero que había sobre la mesa, y con el
mango comenzó a sacudirle sobre las manos, dejándolas cubiertas de
cardenales.
Al fin consiguió salvarse. Las criadas, que habían acudido y
presenciaban atónitas la escena, dejáronla paso y huyó por los pasillos
y tomó por la escalera. La puerta de la calle estaba abierta. El
cochero, al llevar los caballos al agua, la había dejado así. Josefina
salió de la casa y corrió desalada por la calle de Santa Lucía, penetró
en la travesía de Santa Bárbara, atravesó la plazuela del Obispo y,
bajando por la calle de la Sastrería, salió por la puerta de San Joaquín
a la carretera de Sarrió.
Había cerrado ya la noche. Caía suavemente una lluvia menuda, pero
espesísima, que en poco tiempo la caló hasta los huesos. La desgraciada
criatura corrió todavía algún tiempo y al fin se detuvo jadeante. El
pretil de la carretera estaba bajo en aquel sitio y se sentó. Entonces
fue cuando sintió el dolor de los golpes. Llevose las manos a la cabeza,
después a la cara, por donde sentía correrle un líquido caliente, que al
principió pensó sería la lluvia.
Pronto se convenció de que era sangre. ¡Sangre! ¡La cosa en el mundo a
que ella tenía más terror! Dominada aún por el susto, no se quejó.
Levantó la falda de su vestidito y se secó, o por mejor decir, se lavó
la cara, porque el vestido estaba mojado.
Pero lo que más sentía, lo que le dolía de un modo horrible eran las
manos. No sabiendo qué hacer para aliviarse, comenzó a soplarlas. Luego
las chupó. Pero el dolor era tan recio que exclamó al fin sollozando:
--¡Ay mis manos!
En aquel momento se alzaron ante ella entre las sombras de la noche dos
enormes figuras que la dejaron helada de espanto. Una de ellas se
abalanzó y la cogió por un brazo.
--¿Qué haces ahí?--dijo con voz bronca.


XII
La justicia del barón.

En una gran sala de la casa solariega de los Oscos, amueblada con cuatro
trastos viejos, tapizada con dos dedos de polvo, se encuentran sentados
a una antigua mesa de roble dos conocidos personajes de esta historia.
Uno es el propio barón, dueño de la casa. El otro, su amigo Fray Diego.
Tienen delante un tarro de ginebra vacío, otro a medio vaciar y sendas
copas. Ni mantel, ni tapete, ni bandeja; el único adorno de la mesa son
las manchas caprichosas que el vino y la ginebra en feliz consorcio con
el polvo han ido dejando con el trascurso de los meses y los años. La
estancia es lóbrega, porque la calle del Pozo lo es y porque los
cristales emplomados, hace años ya que no se han limpiado, y porque la
tarde está declinando.
A la poca luz que allí consigue penetrar puede verse la faz de ambos
excesivamente roja, tan roja que parece imposible no brote la sangre de
sus ojos encarnizados. La del barón ha llegado al límite de su fiera y
espantable fealdad. Aquella cicatriz sangrienta que le surca el rostro
se destaca ahora con todas sus rugosidades, tan áspera y negra que da
grima verla. Sus bigotes cerdosos, unidos a las patillas, son ya más
blancos que negros. Viste zamarra negra y cubre su cabeza una gran boina
roja cuya borla cae arremolinada, unas veces sobre las orejas, otras
sobre las narices, según los movimientos que imprime a su torso de ogro.
Hace largo rato que guardan silencio. Fray Diego de vez en cuando lleva
la mano al tarro de la ginebra, llena la copa de su amigo, luego la
suya, y gravemente la apura de un trago. El barón no es tan expedito:
toma su copa, la sube a la altura de los ojos y hace frente ella una
serie de muecas a cual más horrorosa; después la toca con el borde de
los labios, vuelve a las muecas, vuelve a tocarla; por fin, después de
largos ensayos y vacilaciones, se decide a apurarla.
De esta manera grave y prudente se solazan los dos antiguos soldados de
D. Carlos casi todas las tardes del año. El pueblo lo sabe, y hay entre
sus jocosos habitantes entabladas varias apuestas sobre cuál de los dos
moriría primero de apoplejía.
Fray Diego había servido también en las filas del Pretendiente. Luego se
había ordenado, se hizo fraile, estuvo en Filipinas; finalmente, se
secularizó y vivía en Lancia como capellán suelto. Mientras la guerra no
se habían conocido. Cuando se encontraron en Lancia quedaron unidos con
indisoluble amistad por la identidad de ideas, por el recuerdo de las
gloriosas batallas a que asistieron... y por la ginebra.
--¡Viva el papa soberano de todos los reyes de la tierra!--exclamó
después de largo silencio, en que ambos parecían dormitar, Fray Diego.
Al mismo tiempo dio un tremendo puñetazo sobre la mesa que hizo bailar
los tarros y las copas.
El barón no se conmovió poco ni mucho. Siguió haciendo guiños a la copa
que tenía delante y, después de apurarla muy reposadamente y chasquear
tres o cuatro veces la lengua, dijo:
--Despacio, despacio, Fray Diego; usted no sabe todavía lo que son los
papas.
--¡Viva el papa soberano de todos los reyes de la tierra!--volvió a
exclamar el cura, dando otro puñetazo más fuerte.
--Cuidado, Fray Diego, que los papas han sido siempre muy ambiciosos.
--¡Señor barón!--exclamó el clérigo con voz enfática de cómico de la
legua.--¡Tiene usted el alma tan fea como el rostro!
El barón quedó tan sosegado ante aquel insulto. Después de un rato dijo
con perfecta tranquilidad:
--No sea usted botarate. ¿Qué tiene que ver mi cara en estos asuntos? Yo
soy católico, apostólico, romano; pero si mañana el rey, nuestro señor
(llevose la mano a la boina al decir esto), me manda con un destacamento
a Roma, voy a allá como el condestable de Borbón, la saqueo y prendo al
pontífice.
--Y yo digo que si Su Santidad me mandase meter una cuarta de bayoneta
por el ombligo a ese condestable, tenga usted por seguro que le metía
dos.
--No.
--¿Cómo no?--rugió el capellán poniéndose carmesí.
--Porque el condestable ha muerto hace tres siglos.
--Me alegro. Tres siglos hace que arde en los infiernos.
--Todo eso está muy bien, _pater_, pero el rey siempre arriba, ¿estamos?
y los demás a callar y obedecer.
--¡El papa no calla nunca, señor barón!
--Pues se le pone una mordaza.
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