El maestrante - 08

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conoces la letra de Fernanda?... ¿No?... Pues yo sí y aquí D. Cristóbal
también, porque Emilita recibe a cada momento cartas de ella... Tú eres
demasiado modesto, Santos. Yo no te diré que seas un real mozo, pero
tienes cierta gracia y cierto aquel... vamos...
--¡Ya lo creo que lo tiene!--exclamó Paco.--Bien puede usted fiarse de
Manuel Antonio, que es voto en la materia.
--Cualquiera puede distinguir, querido--profirió éste, picándose
repentinamente.--Teniendo ojos en la cara se sabe lo que es hermoso, lo
que es feo y lo que es mediano.
Y no quiso emplear más saliva en secundar los planes de Paco. Dejaron,
pues, a Granate en paz, y el marica cambió de conversación.
--Ahí vienen sus amigos, D. Cristóbal.
Éste levantó la cabeza y vio venir hacia ellos paseando ocho o diez
militares. Eran oficiales del batallón de Pontevedra, que, a su
despecho, había llegado recientemente de guarnición a la ciudad. Mateo
rechinó un poco los dientes y bufó repetidas veces para indicar todo lo
odioso que le era la fuerza armada. Después exclamó con irónico
retintín:
--¡Cómo me encantan los guerreros en tiempo de paz!
--Les tiene usted mucha manía, D. Cristóbal. Los militares no dejan de
ser útiles.
--¡Útiles!--exclamó el Jubilado encrespándose.--¿Qué utilidad traen,
vamos a ver? ¿En qué son útiles?
--Hombre, mantienen la paz.
--La guerra es lo que mantienen. Para librarnos de los ladrones basta la
guardia civil. Ellos son los que fomentan el malestar y la ruina de la
nación. En cuanto ven las escalas paradas se sublevan en uno u otro
sentido, que eso es para ellos lo de menos, y ¡vengan empleos y cruces
pensionadas!... Yo sostengo que mientras existan soldados no habrá
tranquilidad en España.
--Pero, D. Cristóbal, ¿y si una nación extranjera nos atacase?
El Jubilado dejó escapar una risita irónica y sacudió algunas veces la
cabeza antes de contestar.
--Pero ven acá, infeliz, la única nación que puede atacarnos por tierra
es Francia, y si Francia se decidiese a hacerlo, ¿de qué nos servirían
todos esos oficialitos tan guapos y bien uniformados?
--Además, los soldados son un bien para la población por lo que
consumen. Los comercios ganan, las casas de huéspedes lo mismo...
Manuel Antonio defendía a la milicia sólo por oír a Mateo y ponerle
fuera de sí. Ahora se observaba un dejo de ironía en sus palabras y
mayor deseo de exacerbarle.
--¡Eso es!... ¡Ahora sí que me has apabullado! ¿Y de dónde viene ese
dinero que consumen, majadero?... ¡De tí y de mí y del señor, de todos
los que pagamos algo al Estado en una u otra forma!... El resultado
final es que ellos consumen sin producir, que son un mal ejemplo en las
poblaciones, porque la ociosidad en que viven corrompe a los que ya son
un poco propensos a la vagancia... ¿Sabes tú cuál es el gasto del
ejército? Pues entre los ministerios de Guerra y Marina consumen más de
la mitad del presupuesto. ¡Es decir que la administración, la justicia,
la religión, los gastos que ocasionan nuestras relaciones con los demás
países, las obras públicas y el fomento de todos los intereses
materiales no cuestan tanto al contribuyente como esos caballeritos del
pantalón encarnado!... Que las demás naciones de Europa tienen un
ejército poderoso, bueno, ¿y qué? Allá ellas. Las demás se pueden
permitir ese lujo porque tienen dinero. Pero nosotros somos unos
pobretes; no tenemos más que fachada... Además, en otros países hay
complicaciones internacionales, de las cuales por fortuna estamos
libres. La Francia no nos atacará por miedo a la intervención de las
potencias; pero si nos atacase, lo mismo nos conquistaría con ejército
que sin él...
El Jubilado se repetía, manoteaba para dar nueva fuerza a sus
argumentos, echaba fuego por los ojos. Manuel Antonio le dejaba
irritarse con visible satisfacción. En aquel momento pasó cerca el grupo
de los oficiales, que dieron las buenas tardes cortésmente. Todos
contestaron menos D. Cristóbal, que se hizo el distraído.
--Yo creo que está usted muy exagerado, don Cristóbal. ¿Qué tiene usted
que decir del capitán Núñez, que acaba de pasar ahora? ¿No es todo un
buen mozo y una persona atenta y fina?
--Con un azadón en la mano estaría mucho mejor y sería más útil a su
país--murmuró sordamente el Jubilado.
--Pues no tiene usted más que ponérselo en cuanto sea su yerno, porque,
según cuentan, es novio de su hija Emilia--dijo el marica recalcando las
palabras con extremado gozo.
Paco y D. Santos rieron. D. Cristóbal quedó anonadado. Apenas pudo
mascullar trabajosamente:
--¡Quién hace caso de esas boberías!
Y no volvió a chistar. Aquella noticia le había llegado a lo profundo
del corazón, le ponía en la situación más difícil en que estuvo jamás
hombre alguno. Los demás no dejaron de notar este silencio, y se hacían
guiños y se dirigían sonrisas por detrás de su espalda.
Pero Paco también estaba preocupado. Cuando se le metía en la cabeza, en
aquella cabeza como un puño, mal amasada, un bromazo como el que tenía
proyectado, andaba inquieto, afanoso, lo mismo que el poeta o el pintor
que tienen una obra entre manos. Después de varios días de machacar por
él logró al fin, casi, casi, decidir al indiano. Se trataba nada menos
de que éste fuese a pedir con toda ceremonia a D. Juan Estrada-Rosa la
mano de su hija Fernanda. Según Paco y los que le secundaban, era el
medio más directo y más adecuado de conseguirla. Todo lo demás, andarse
por las ramas. El día en que D. Juan viese que le entraban diez millones
por la casa andaría de cabeza por convencer a su hija. Y ella misma no
les haría asco. ¿Pues qué, no siendo con el conde de Onís, con quién
mejor podía casar que con un hombre tan rico, tan formal, tan sano y tan
_ilustrado_? Este último epíteto, proferido por Paco con grave
continente, estuvo a punto de echar a perder el asunto, porque no faltó
quien sofocase a duras penas la carcajada. Granate quiso advertirlo,
miró a Paco con recelo y volvió a mostrarse desconfiado y reacio algunos
días.
Llegó un momento, sin embargo, en que el indiano creyó en sus palabras.
Fue después de haberle oído en el Casino desde una habitación contigua
atacar duramente al conde de Onís. Aquel día se decidió a darle crédito
y convino con él la manera de llevar a cabo la petición que le
aconsejaba. Paco opinó que lo mejor sería no decir nada previamente a la
chica. Así como los buenos generales, para asegurar la victoria, suelen
caer de improviso y con sigilo sobre el ejército enemigo, lo más hábil
en este caso era entrar inopinadamente en la casa, llamar a don Juan a
una conferencia reservada y abordar de frente el negocio. Por el
banquero no había cuidado: se pondría como unas pascuas. La chica
recibiría gran sorpresa, pero esto mismo la aturdiría y la pondría más
blanda. Las cosas graves de la vida se deciden generalmente por una
corazonada. El que no se arriesga no pasa la mar. En resumen, que
Granate se entregó a discreción y comenzaron los preparativos para la
gran solemnidad. Lo primero que se trató fue la hora. Quedó resuelto que
fuese a las doce del día. El traje fue objeto de animadas pláticas. Paco
opinaba que, para presentarse bajo un aspecto más imponente, convendría
vestirse algún uniforme, por ejemplo, el de jefe honorario de
administración civil. No era difícil conseguir el nombramiento
sacrificando un puñado de oro; pero esto dilataría más de un mes la
realización de la empresa. Se desechó el uniforme y se convino en que
vistiese frac negro y llevase colgada la medalla de concejal. Fijose por
último el día: resultó un lunes.
Desde mucho antes el traidor había deslizado en la conversación,
hablando con D. Juan Estrada-Rosa, la especie de que Granate se jactaba
de ser deseado y requerido por él para yerno. D. Juan, que era también
rico y tenía su cacho de orgullo, y sobre todo adoraba a su hija y creía
que el día menos pensado vendría un duque de Madrid a pedírsela, se
irritó grandemente, le llamó rústico, podenco, y juró que, antes de ver
a su hija casada con semejante cafre, preferiría que se quedase soltera.
--Pues tenga cuidado, D. Juan--dijo Paco sonriendo
maliciosamente,--porque el día menos pensado se presenta en casa a
pedirle la mano de Fernanda.
--No lo hará tal--respondió el banquero.--Demasiado sabe que le echaría
por la escalera abajo.
Con estos antecedentes el terrible humorista de Lancia marchaba sobre
terreno seguro. Fuera de los tres o cuatro amigos que le ayudaron a
persuadir a D. Santos, a nadie dio parte de la intriga; pero el domingo
por la tarde, víspera del acontecimiento, lo mismo Manuel Antonio que
él, lo fueron pregonando por todos los grupos y citándose para el día
siguiente en el café de Marañón. En provincia, donde son escasos los
medios de divertirse, se toma muy por lo serio esta clase de bromas, se
preparan con fruición, se paladean de antemano. La de Paco fue acogida
con vivo entusiasmo por la juventud laciense. La víctima no era un pobre
diablo, cómo solía acontecer, sino un ricachón. Esto le prestaba doble
atractivo. En el fondo de todos los corazones hay siempre unos granitos
de odio para el que tiene mucho dinero. Corrió por el paseo la voz, y al
día siguiente se presentaron en el café de Marañón más de cincuenta
mancebos.
Pero no se dieron a luz en tanto que no pasó Granate. El café estaba
situado en un piso principal (por aquel tiempo no se usaban los bajos
para este destino) de la calle de Altavilla, casi enfrente de la casa de
D. Juan Estrada-Rosa. Ésta era grande y suntuosa, aunque no tanto como
la que recientemente había construido don Santos. La del café, vieja y
de ruin apariencia. El local que ocupaban los parroquianos, una sala
donde estaba la mesa del billar y dos gabinetes a los lados con algunas
mesillas de madera para el consumo, todo sucio, lóbrego, sobado. ¡Cuán
lejos aún los tiempos de que se estableciese en uno de los bajos de
aquella misma calle el magnífico café Británico, con mesas de mármol,
espejos colosales y columnas doradas como los más elegantes de Madrid!
Espiando por detrás de los visillos aquella florida juventud, ávida de
los goces estéticos, vio pasar a Granate correctamente vestido,
balanceando su torso colosal sobre unas piernas que no lo merecían. Le
vieron entrar en casa de Estrada-Rosa y hasta oyeron el ruido del
picaporte. Nada más. Inmediatamente se abrieron de par en par los
balcones del café y se llenaron. Los que no tenían sitio se encaramaron
en sillas detrás de sus compañeros. Todos los ojos se clavaron en el
portal de enfrente. Esperaron cerca de un cuarto de hora.
Al cabo la fisonomía violácea de Granate apareció de nuevo. Daba miedo.
Aquella cara parecía ya un terciopelo como si estuviese ahorcado. Las
orejas tenían el color de la sangre. A su aparición estalló una salva de
toses y estornudos y gritos y aullidos. El indiano alzó la cabeza y
paseó su mirada atónita por aquella muchedumbre descompuesta que le
sonreía, sin comprender la razón. Tardó poco, sin embargo, en darse
cuenta de que era víctima de un bromazo. Sus ojos se clavaron entonces
feroces en el concurso, y exclamó con un desprecio que nada tenía de
fingido:
--_¡Méndigos!_
Y se alejó como un jabalí perseguido por la jauría entre silbidos y
carcajadas, volviendo de vez en cuando la cabeza para escupirles el
mismo esdrújulo injurioso.


VI
Las señoritas de Meré.

En efecto, Emilita Mateo había logrado hacerse amar de un capitán del
batallón de Pontevedra. Le había costado muchos días de incesante
jugueteo, un número incalculable de miradas provocativas, de carcajadas
sin motivo, de caprichos infantiles, de gestos mimosos y enfados
pasajeros. Había desplegado, en suma, todas sus baterías, mostrándose a
la vez cándida y maliciosa, dulce y arisca, reservada y charlatana,
grave y retozona como una loquilla, como niña ligera e insustancial,
pero adorable. Al fin Núñez, el capitán Núñez, no pudo resistir a tal
graciosa mezcla de inocencia y malicia, y se replegó primeramente, y no
tardó luego en rendirse. Era un hombre de cara larga, bigote y perilla,
flaco, serio, bilioso, con los ojos mortecinos y fatigados, muy exacto
en el cumplimiento de sus deberes y aficionado a dar largos paseos. Esta
clase de hombres silenciosos y disciplinados son los más sensibles a los
encantos de la alegría y la vivacidad. Emilita le hizo suyo llamándole
cazurro y dándole pellizcos por «pícaro y burlón»; ¡a él, a quien había
que sacar las palabras con tirabuzón y en su vida había gastado la más
sencilla chanza!
Con este memorable suceso, la familia Mateo andaba bastante dislocada.
Jovita, Micaela y Socorro, hermanas legítimas de la afortunada doncella,
sentíanse celosas y lisonjeadas a la vez. Entendían que la preferencia
de un oficial de infantería tan bizarro constituía un honor que
irradiaba sobre toda la familia y las colocaba en situación ventajosa
frente a sus amigas o conocidas. Pero al mismo tiempo consideraban que,
siendo Emilita la última en edad, no le correspondía tener novio y mucho
menos casarse sino después de sus hermanas. Eran prematuros en ella los
noviazgos, no contando más que veinticuatro años de edad. En cuanto a la
idea de que pudiera contraer matrimonio una criatura tan tierna y tan
informal, la misma sonrisa de sorpresa y desdén contraía los labios de
las tres hermanas mayores. Así que, por más que se desbarataban en
elogios del capitán delante de las amigas, haciendo resaltar sus prendas
físicas, prestándole un corazón grande y heroico, certificando de su
riqueza como si se la administrasen y hablando vagamente de ciertas
influencias que le pondrían más tarde o más temprano en la bocamanga los
entorchados de general, lo cierto es que no le perdonaban ni le
perdonaron jamás su delito cronológico.
Por otra parte, don Cristóbal, padre de aquel ángel travieso y juguetón,
quedó repentinamente en posición tan falsa que quiso volverse loco.
Luchaba su amor de padre ruda batalla con el odio a la milicia.
Avergonzábale el consentir que una hija suya diese oídos a un militar
después de haberlos llamado él tantas veces haraganes, sanguijuelas, y
haber clamado tanto por la reducción del contingente. ¿Con qué cara se
presentaría a sus amigos de allí en adelante? Pasó días bien terribles.
El aborrecimiento al ejército y a la marina se hallaba tan profundamente
arraigado en su corazón, que no podía extinguirse de pronto. Sin
embargo, le era forzoso confesar que la conducta nobilísima del capitán
Núñez lo había mermado poderosamente. El anhelo de casar a sus hijas
gozaba tanta vida en el fondo de su ser como el desprecio de la fuerza
armada. ¡Cuánto le pesaba de haber vociferado tanto contra ésta! En su
tribulación llegaba a deplorar que Núñez perteneciese al arma de
infantería. Si fuese siquiera marino, disminuiría la gravedad del
conflicto. Recordaba que en sus diatribas contra el ejercito hacia la
salvedad de que era necesario conservar algunos barcos para proteger las
colonias. Lo mismo podía decirse si perteneciese a la Guardia civil. En
cuanto a las demás fuerzas de tierra, no cabía disculpa ni había medio
de salir del aprieto.
En tan terribles circunstancias optó por encerrarse en casa. Cuando
alguna vez salía, andaba receloso y huido. Los amores de su hija se
fueron haciendo más formales y cada vez más públicos. Temía las bromas.
El miedo le hizo claudicar, adoptando un proceder doble y falso, indigno
por completo de su carácter y antecedentes. Es decir que, mientras
públicamente seguía afectando desprecio hacia las fuerzas de tierra,
cuando hablaba con el novio de su hija o entre militares, lo hacía con
agasajo, les preguntaba con interés por su carrera, lo mismo que si
prestasen servicios en cualquier oficina civil del Estado. Nadie
sospecharía al oírle enterarse tan minuciosamente del escalafón, de las
reservas y reemplazos, etc., que aquel hombre les tenía jurado odio
eterno. Pero el Jubilado llegó con el tiempo a una distinción que nunca
se había atrevido a proponer. Como militares no transigía con ellos,
los consideraba una verdadera plaga social... Ahora, «como hombres,»
bien podían ser dignos de estimación, según sus cualidades.
Los amores de Emilita habían nacido y crecido como otros muchos en casa
de las de Meré. Eran éstas dos señoritas que pasaban de los ochenta y no
llegaban a los cien años. De todos modos, a la entrada del siglo XIX
eran ya maduras. No tenían en Lancia familia alguna. Ninguno de los
vivos recordaba a su padre, que había muerto cuando todavía eran
mocitas. Estuvo empleado en el ramo de Hacienda. Es de suponer, dada su
remota antigüedad, que sería percibidor de alcabalas o de otros pechos
ya extinguidos. Del siglo XVIII, al cual pertenecían, tenían aquellas
interesantes señoritas en primer lugar el traje. Jamás pudieron entrar
por las modas del presente. Una saya de cúbica negra muy escurrida con
plomos por debajo para que se escurriera todavía más, talle muy alto,
manga apretada con bullones, zapatito de tabinete descotado y un tocado
inverosímil de puro extravagante: así se presentaban en todas partes. La
mantilla que usaban no era de velo, sino de sarga con franja de
terciopelo, como las usan ahora solamente las artesanas. Llevaban bastón
para apoyarse. Conservaban además la cortesía exquisita, la ligereza de
carácter, la pasión por la sociedad y una alegría inagotable,
maravillosa a sus años. Lo que no habían traído consigo al siglo
presente era la libertad de costumbres y la malicia que, al decir de los
historiadores, caracterizaba la sociedad del pasado. Imposible imaginar
unas criaturas más sencillas. Como si no hubiesen atravesado por la
vida, todo les sorprendía, en todo creían menos en el mal. Así que, con
frecuencia, eran víctimas de las bromas de sus amigos y tertulianos, sin
que por eso dejase ninguno de profesarles entrañable afecto. Desde
tiempo inmemorial tenían costumbre de recibir en su casa por la noche a
la juventud de Lancia, particularmente a los muchachos que se placían en
asistir por la grandísima libertad que allí disfrutaban. Por acuerdo
tácito todos ellos las tuteaban. Y era en verdad peregrino el oír a los
chicuelos de diez y ocho años hablar con tal familiaridad a unas
viejecitas que pudieran ser sus bisabuelas. Carmelita para aquí, Nuncita
para allá, porque la más anciana se llamaba D.ª Carmen y la más joven
D.ª Anunciación.
Tres o cuatro generaciones habían pasado por aquella salita de la calle
del Carpio, modesta y aseada, con el pavimento de madera encerada,
sillas de paja, sofá de damasco encarnado, cómoda de caoba atestada de
chirimbolos, espejo con marco de carey y diversos cuadritos al pastel
representando la historia de Romeo y Julieta. La tertulia de las de Meré
era la más antigua de Lancia. Contra lo que acaece generalmente, estas
mujeres que no pudieron hallar marido tenían la manía de casar a todo el
mundo. El número de matrimonios que salieron acordados de aquella salita
es incalculable. En cuanto advertían que un muchacho se acercaba a
cualquier muchacha más que a las otras, ya estaban nuestras señoritas
preparando los hilos para unirlos con lazo indisoluble; ya no consentían
que nadie se sentase en la silla que estaba al lado de Fulanita para que
cuando Menganito viniese la hallase aparejada y no tuviese más que
sentarse. Y vengan a Fulanita elogios desmesurados de Menganito, y vayan
a Menganito relaciones minuciosas de los primores que Fulanita ejecuta
con la aguja y lo económica y hacendosa que es y lo piadosa y lo limpia.
Y escápense más adelante a casa de la mamá de Fulanita para celebrar
conferencias largas, íntimas, trascendentales, y procuren enseguida
tropezarse con el papá de Menganito y desplieguen todas sus dotes
diplomáticas para explorarle el corazón. Y por premio de estos sudores
recibían, al cabo, un cartuchito de dulces el día de la boda.
Pero todas las madres de niñas casaderas las adoraban, no se hartaban de
bendecirlas y adularlas. Saludábanlas de media legua, y al salir de la
iglesia se apresuraban a ofrecerles el brazo para que se apoyaran. En
cambio, las que tenían algún hijo varón en edad de casarse solían
mirarlas con recelo y antipatía, las llamaban por lo bajo chochas y
entremetidas. No hay necesidad de indicar, por lo tanto, que su pasión
casamentera les costó no pocos disgustos. Cuando algún lechuguino sentía
brotar en su pecho la llama del amor, lo primero que hacía era
mostrársela a las de Meré.
--Carmelita, estoy enamorado.
--¿De quién, corazón, de quién?--preguntaba la anciana con vivo interés.
--De Rosario Calvo.
--¡Ajá! Buen gusto ha tenido el picarón. No hay chica más guapa ni mejor
educada. Habéis nacido el uno para el otro.
Y por un rato el zagalillo tenía el placer de escuchar el panegírico de
su adorada.
--Espero que me protegerás.
--Todo lo que tú quieras, mi alma.
Al cabo de pocos días, Rosario Calvo, que no había puesto los pies en su
vida en casa de las de Meré, aparecía por allí y era tertuliana asidua.
¿Cómo se habían arreglado aquéllas para atraérsela? No es fácil
averiguarlo, pero tantas veces habían llevado a término ya empresas
análogas, que de seguro poseían una receta simple y segura.
Encariñábanse con sus amigos como si fuesen próximos deudos todos.
Contábanse de ellas rasgos de abnegación que las honraba extremadamente.
Durante la furiosa reacción del año 1823, uno de sus tertulios, teniente
de caballería, se refugió, después de cierta intentona abortada, en su
casa. Las señoritas le recibieron y le ocultaron algunos días, y al cabo
lograron que se evadiese disfrazado con el traje de un criado. Pero
teniendo noticia de que iba la policía a registrarles la casa, pensaron
con terror en el uniforme del teniente. ¿Dónde guardarlo que no diesen
con él? Carmelita, en aquellos instantes críticos, tuvo un rasgo de
ingenio y bravura. Se vistió el uniforme debajo de sus ropas de mujer.
Por cierto que este teniente se portó con ellas con bastante ingratitud.
No tuvo en su vida diez minutos para escribirles una carta dándoles las
gracias.
No fue la única que hubieron de sufrir por parte de sus tertulios.
Acostumbraban éstos aprovecharse de su amabilidad cuanto podían;
recreábanse en su casa, gozaban de la compañía y conversación de las
jóvenes más bellas de Lancia, concertaban algunos su matrimonio, y luego
que lo realizaban, o porque sus negocios o su edad les impedían asistir
a la tertulia, si te vi, no me acuerdo; apenas las saludaban en la
calle. Lo mismo puede decirse de las mamas, tan rendidas y aduladoras
antes de casar a sus hijas, y tan despegadas así que lo conseguían. Pero
tales flaquezas no alteraban el buen humor de aquellas benditas ni
destruían su optimismo. Como se estaban renovando sin cesar los
asistentes a su casa, olvidaban la ingratitud de los antiguos para
pensar tan sólo en el aprecio que les tributaban los nuevos. Además, en
sus corazones no cabía rencor, ni siquiera hostilidad; las bromas no las
ofendían. ¡Y cuidado que algunas eran bien pesadas! La que les dio Paco
Gómez en cierta ocasión hizo raya: aún se cuenta con regocijo en Lancia.
No todas las noches de invierno iban damas a la tertulia. Generalmente
asistían los sábados y los miércoles. Pero había un grupo de muchachos
que casi nunca dejaban de hacerles un rato de compañía a primera hora,
aunque después se marchasen a otras casas. Uno de ellos era Paco Gómez.
En estas noches de soledad se formaba generalmente un partido de
_brisca_. Paco iba de compañero con Nuncita y el capitán Núñez, o Jaime
Moro, o cualquier otro muchacho con Carmelita. Paco una noche se dolió
de que las señas que se hacían durante el juego fuesen tan vulgares y
conocidas: era imposible hacerlas pasar inadvertidas para los
contrarios. Entonces, de acuerdo con el otro, propuso cambiarlas. Él
enseñaría unas a Nuncita, y el contrario otras a Carmelita. Las nuevas
señas fueron todas ademanes obscenos, de esos que no se ven más que en
las tabernas y lupanares. Aquellas inocentes mujeres las aceptaron sin
saber lo que hacían y se sirvieron de ellas con la mayor desenvoltura.
Así que pasaron algunos días, y estaban perfectamente avezadas a
usarlas, Paco invitó una noche a muchos de los tertulios a presenciar el
juego. Resultó una escena de cómico subido. Cada vez que cualquiera de
las dos señoritas hacía una seña, había una explosión de alegría. Pues
bien, apesar de lo brutal y desvergonzado de la broma, las bondadosas
señoritas, en vez de ponerle de patas en la calle y cerrarle la puerta
para siempre, se contentaron al saberlo con hacerse cruces de sorpresa y
reírse como los demás.
--¡Santo Cristo bendito de Rodillero, quién lo diría! ¡Tantos pecados
como hemos cometido sin saberlo!
--Pues yo no los confieso--exclamó Nuncita con resolución.
--Los confesarás, Niña--expresó gravemente la primera.
--Que no.
--¡Niña!
--Que no quiero.
--¡Silencio, Niña! Los confesarás y tres más. Mañana mismo te llevaré a
Fray Diego.
Nuncita protestó todavía sordamente, como una chica mimosa, hasta que
las miradas severas de su Hermana mayor la hicieron callar. Pero todavía
estuvo buen rato enfurruñada. A veces, sin saber por qué, se mostraba
díscola y rebelde en sumo grado. Necesitaba Carmelita hacer gala de toda
su autoridad para someterla. Mas, ordinariamente no sucedía así. Aunque
no le llevase más de tres o cuatro años, Nuncita, por la costumbre
adquirida, por debilidad de carácter, o por ventura porque no le
disgustaba aparecer más joven en presencia de la gente, reconocía la
jefatura de su hermana y la obedecía con una sumisión que envidiarían
las madres para sus hijas. Pocas veces tenía necesidad de reprenderla,
pero cuando lo hacía, Nuncita bajaba la cabeza y al poco rato se la veía
llevarse el pañuelo a los ojos y salir de la sala, mientras Carmelita
seguía sus movimientos con mirada fija, sacudiendo al mismo tiempo la
cabeza severamente. Poco faltaba para que la castigase dejándola sin
postre o mandándola a la cama. Por tales razones y porque Carmelita así
la llamase con frecuencia, D.ª Nuncia, que pasaba algo de los ochenta,
era conocida en Lancia por el sobrenombre de «la Niña.»
En los amores de Emilita Mateo se portaron ambas hermanas heroicamente.
El capitán Núñez fue bloqueado en toda regla. Por espacio de un mes lo
menos, y hasta que le vieron bien encarrilado, ni una silla le dejaron
libre más que la que estaba próxima a la más joven de las chicas de D.
Cristóbal. En el juego de la lotería, al cual se entregaba con pasión
desordenada aquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin que nadie se lo
pidiese, de buscarles cartones que fuesen combinados. Cuando se referían
al oficial de Pontevedra y a Emilita hablaban como de una sola persona.
Tan unidos y compactos los apreciaban ya.
Servicios a tal extremo importantes los pagaba el Jubilado con una
gratitud que le rebosaba del alma y le salía por los ojos. De buena gana
se prosternaría ante ellas y les besaría la orla del vestido de cúbica.
Pero su dignidad y aquella larga serie de diatribas contra el ejército
que llevaba colgadas a los pies como grilletes, le impedían estas y
otras manifestaciones. Ni siquiera tenía el consuelo de poder mostrarse
alegre cuando aquel pundonoroso militar acompañaba a su niña en el
paseo. Pero ya se sabe que las señoritas se preocupaban muy poco de la
gratitud de sus tertulios. Los casaban por vocación irresistible de su
espíritu, por una necesidad de su organismo, como teje la araña la tela
y cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazados por el vínculo
matrimonial, los tertulios, lo mismo hombres que mujeres, perdían todo
su atractivo para las señoritas de Meré. Su atención se concentraba
inmediatamente en los nuevos pollastres que venían piando a cobijarse
bajo sus alas protectoras.
Quien les causó una serie de decepciones y amarguras, que a poco dan con
ellas en el sepulcro, fue el conde de Onís. En su vida habían tropezado
con un hombre más incomprensible. ¡Lo que las pobres sudaron para
meterle en vereda, en la florida vereda de Himeneo! Pero aquel diablo se
les resbalaba por entre los dedos como una anguila. Mostrábase durante
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