El maestrante - 04

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pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra.
--¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer
compañía a Fernanda, que está allí sola?
En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el
baile. Fernanda se sentó y permanecía seria y pensativa.
--Sí, sí; debes ir, Santos--manifestó Manuel Antonio.--Repara que la
chica ha dejado una silla vacía a su lado... No puede insinuarse de modo
más claro.
Al decir esto hizo un guiño al conde. Éste confirmó tales palabras.
--Yo creo que es hasta un deber de cortesía...
Granate le echó una mirada torva y preguntó sordamente:
--Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarse a su lado?
--Por la sencilla razón de que ya no tenemos nada que hablar... Pero
usted es otra cosa.
--Entendido, señor conde... No soy un niño--murmuró con mal humor.
--Aunque no lo sea usted por la edad--dijo Amalia interviniendo
oportunamente para evitar rozamientos,--lo es por la franqueza y
espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros
con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia
que los hombres.
--Pero los hombres hacen otra cosa más heroica... ¡Se casan!--dijo Paco
Gómez, que ya estaba de nuevo en su sitio con la pareja.
--Hay ocasiones en que tampoco se casan--manifestó Manuel Antonio
haciendo una imperceptible mueca por donde Paco pudiese colegir que
estaba pensando en María Josefa.
--Bueno--replicó aquél dándose por enterado.--Pero hay que convenir en
que algunas veces se necesita para ello un heroísmo superior a la
naturaleza humana.
La solterona, que las cogía por el aire, le clavó una mirada rencorosa y
maligna.
--¡La naturaleza humana!--exclamó con displicencia.--La naturaleza
humana presenta algunas veces formas tan estrambóticas que hasta el
heroísmo sería ridículo en ellas.
Paco Gómez, sin desconcertarse, comenzó a palpar su rostro con ademanes
cómicos, fingiendo una muda resignación que hizo sonreír a los
presentes. Amalia, para cambiar esta peligrosa conversación, exclamó:
--¡Miren, miren cómo D. Santos se aprovecha de nuestra distracción!
En efecto, el indiano se había levantado en silencio de la silla y,
sorteando las parejas de baile, fue solapadamente a sentarse al lado de
Fernanda. Ésta le dirigió una mirada fría y apenas se dignó responder a
su saludo ceremonioso y ridículo. La faz rubicunda de Granate
resplandecía, no obstante, como la de un dios seguro de su omnipotencia.
Con las manazas anchas y cortas apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo
doblado hacia adelante y la cabeza levantada hasta donde le permitía la
grosura del cerviguillo, sonreía beatamente enseñando una fila de
dientes grandes y amarillos. Propúsose, como siempre, ser espiritual, y
dijo:
--¿Ha visto usted qué _ventrisca_ corre?
La joven guardó silencio.
--Ahora no importa nada--prosiguió--porque ya están todos los frutos
recogidos; pero si hubiera caído antes, no nos deja ni una castaña ni un
grano de maíz; ¡je, je!
Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgar por la expresión de
placer que brillaba en sus ojos.
--Pero aquí no hace frío, ¿eh?... Yo no lo tengo, ¡je, je!... Al
contrario, siento un calor... Será porque los ojos de usted son dos
calofer... caroli...
Otra vez todavía acometió la palabra caloríferos sin lograr dar cima a
la empresa. Para disimular su impotencia fingió un golpe de tos. Su
rostro violáceo adquirió cierta semejanza interesante con el de un
ahorcado.
La hermosa, que tenía los ojos clavados en el vacío, volvió la cabeza
hacia su adorador, le miró unos instantes con expresión vaga, distraída,
como si no le viese. Levantose de pronto y se alejó sin decir palabra
para sentarse enfrente. El indiano quedó con la misma sonrisa
estereotipada en el rostro; la mueca petrificada de un sátiro. Pero al
volver la vista al grupo que acababa de dejar, viendo una porción de
ojos risueños fijos en él, se puso repentinamente serio y mohíno.
--¡Qué partido tiene este Granate entre las chicas bonitas!--exclamó
Paco Gómez.--Ya se lo decía yo el otro día. «Usted no necesitaba para
nada ir a América habiendo mujeres ricas en el mundo. Usted tiene la
fortuna en la fisonomía.»
--Mira, condecito, ahora debes ir tú a sentarte a su lado. Ya verás cómo
no se levanta entonces--dijo Manuel Antonio.
--Sí, sí, debe usted ir, Luis--apoyó María Josefa.--Vamos a ver una cosa
curiosa, a decidir si está o no enamorada de usted. ¿Verdad, Amalia, que
debe ir?
--Sí, me parece que debe usted sentarse a su lado--dijo la dama. Su voz
salió apagada y temblorosa.
--¿Cree usted?--preguntó el conde, mirándola con fijeza.
--Sí; vaya usted--replicó la dama con perfecta serenidad ya, huyendo su
mirada.
--Pues usted me permitirá que la desobedezca. No quiero exponerme a un
desaire.
--¡Qué importan los desaires a un enamorado!... Porque usted, por más
que diga, está enamorado de Fernanda... Se le conoce a la legua.
--A la legua será, porque, lo que es de cerca ni pizca--manifestó Manuel
Antonio.
Y María Josefa y Emilita Mateo y Paco Gómez confirmaron con su risa la
especie.
Amalia insistió. Efectivamente, Luis lo disimulaba bien; pero como, por
más esfuerzos que se hagan, siempre queda un cabo suelto, un resquicio
por donde sale la luz, ella había adivinado hacía ya mucho tiempo que el
conde, en lo profundo de su corazón, guardaba recuerdo muy grato de
Fernanda.
--Atiendan ustedes: hace algunos días se le ocurrió a Moro decir que
tenía dos dientes postizos. No pueden ustedes figurarse cómo se puso
este hombre... Por poco le pega...
--No tanto, no tanto--manifestó el conde sonriendo avergonzado.--Me
expresé con cierta viveza porque me enfadan siempre las injusticias.
--¡Oh! Las exaltaciones en estos casos son sospechosas. Cuando no se
siente interés por una persona se la defiende con menos calor...
¡Caramba! ¡Nunca le vi tan irritado! Ya puede decir esa niña que tiene
un campeón valiente dispuesto a romper lanzas por ella.
La dama apuró la broma. No se hartaba de apretar al conde, como si
quisiera dejarle convicto de su amor por Fernanda. Apesar de la sonrisa
benévola que animaba su rostro, había ciertas extrañas inflexiones en la
voz que nadie más que una sola persona podía apreciar en aquel momento.
Pero el rigodón había terminado, y el grupo se aumentó considerablemente
con varias parejas que fueron allegándose. Fuéronse algunos, vinieron
otros; al cabo, la señora de la casa se halló rodeada de gente nueva.
Bailose otro vals y otro rigodón. Las doce sonaron al fin en el gran
reloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñaban en no desbandarse,
apesar de la costumbre tradicional de la casa, Manín, por orden de D.
Pedro, apareció en la puerta del salón, abrazado al lío de los abrigos
de las señoras. Ésta era la señal de despedida que el señor de Quiñones
daba a sus tertulios. No era muy cortés, pero nadie se enfadaba. Al
contrario, se recibía siempre con algazara, como una broma graciosa.
Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un
grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus
amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos
despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la
cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza
tres o cuatro veces para infundirle ánimo. Bien lo necesitaba el pobre
caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a
caer desmayado.
En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran
escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la
calle.
--¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?--dijo Emilita Mateo, que
tropezó la primera con el estorbo.
--¿Un canasto?--preguntaron varias damas acercándose a él.
--Algún pobre que andará por ahí dormido--manifestó el criado, que aún
no había cerrado la puerta.
--No se ve a nadie--dijo Manuel Antonio, que rápidamente había
registrado el portal.
La curiosidad excitó muy pronto a una de las damas a levantar el paño
que tapaba el canastillo. Inmediatamente dejó escapar el grito
consabido, el que soltó ya hace tantos siglos la hija de Faraón al ver
flotando por el río el célebre canastillo de Moisés.
--¡Un niño!
Momento de estupefacción y de curiosidad en los tertulios. Todos se
abalanzan, todos quieren contemplar al mismo tiempo al expósito. Porque
nadie duda un momento que aquel niño se hallaba allí expuesto
intencionalmente. Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo
y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.
Estalló una tempestad de exclamaciones.
--¡Angelito!--¿Quién habrá sido la infame?...--¡Pobrecito de mi
alma!--¡Qué corazones de hiena, Dios mío!--¡Miren qué hermoso
es!--¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto?--Estará aterida la
criatura.--Paco, déjeme usted tocarlo.
El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas,
palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del
recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo.
De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo
vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron
lágrimas.
--Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco.
--¡Sí, sí, subámoslo!
Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la
mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso.
Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de
nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por
Manín y otro criado. Aquella nueva y repentina irrupción pareció
sorprender mucho a la señora de la casa.
--¿Qué ocurre? ¿qué es esto?--exclamó con voz alterada.
--¡Un niño! ¡un niño!--gritaron varios a un tiempo.
--Acabamos de encontrarlo en el portal--manifestó Manuel Antonio, que ya
se había apoderado del canasto, presentándolo.
--¿Quién lo ha dejado ahí?
--No sabemos... Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es
Amalia!
La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo:
--Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida.
--No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta...
La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto
movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa. La
compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas.
Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María
Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con
el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se
había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído
al suelo. Manuel Antonio lo recogió.
--¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre del cordero.
El papel decía en gruesos caracteres, trazados al parecer por tosca
mano: «La madre desdichada de esta niña la encomienda a la caridad de
los señores de Quiñones. No está bautizada.»
--¡Es una niña!--exclamaron algunas señoras a un tiempo.
Y en el acento con que dejaron escapar estas palabras no era difícil de
advertir cierto desencanto. Se habían acostumbrado a la idea de que
fuese varón.
--¿Qué misterio será éste?--preguntó Manuel Antonio, mientras una
sonrisa maliciosa de curiosidad vagaba por su rostro.
--¿Misterio? Ninguno--manifestó con cierta displicencia Amalia.--Lo que
se ve claramente es una pobre que quiere que le mantengan a su hija.
--Sin embargo, hay aquí un no sé qué de extraño. Yo apostaría a que son
personas pudientes los padres de esta niña--replicó el marica.
--¡Adiós! ¡ya se nos va Manuel Antonio al folletín!--exclamó la dama
con una risita nerviosa.--Las personas pudientes no dejan a sus hijos
envueltos en estos andrajos.
En efecto, la niña venía cubierta por unos trapos miserables y una manta
raída y sucia.
--Despacio, Amalia, despacio--apuntó Saleta con su voz clara,
tranquila.--Yo he recogido en el portal de mi casa, hace ya muchos años,
hallándome en Madrid, un niño que venía envuelto en muy toscos pañales.
Al cabo de algún tiempo averiguamos que era hijo de una elevadísima
persona que no puedo nombrar.
Todos los ojos se volvieron con sorpresa hacia el magistrado gallego.
--Una elevadísima persona; eso es--prosiguió después de una pausa, con
el mismo sosiego impertinente.--Bien fácil era, por cierto, adivinarlo
fijando un poco la atención en los rasgos de su fisonomía, enteramente
borbónicos.
El estupor de los circunstantes fue profundo. Se miraron unos a otros
con una leve sonrisa burlona que, como de costumbre, Saleta pareció no
advertir.
--¡Atiza!--exclamó Valero.--¡Abra uzté el paragua, D. Zanto!
--El niño se murió a los dos meses--prosiguió imperturbable Saleta.--Por
cierto que cuando lo llevamos al cementerio se unió a la comitiva un
coche que nadie supo a quién pertenecía. Yo lo conocí porque lo había
visto en las Caballerizas reales, pero me callé.
--¡Ya ezcampa!--murmuró Valero.
--Bien, Saleta, ya nos contará usted de día eso. Por la noche tales
cosas espeluznan--manifestó el marica de Sierra guiñando el ojo a los
otros.--Lo que hay que pensar ahora, Amalia, es lo que se va a hacer con
esta niña.
La dama se encogió de hombros con indiferencia.
--Phs... no sé... La dejaremos esta noche aquí. Mañana le buscaremos una
nodriza que quiera tenerla en su casa... porque en ésta, a la verdad, es
un trastorno.
--Si usted no quiere tenerla en casa, yo me encargo con mucho gusto de
ella, Amalia--dijo María Josefa, que estaba un poco apartada paseando a
la niña y arrullándola para hacerla callar.
--No he dicho que no quería--manifestó con viveza la dama.--Recogeré esa
niña, porque tengo más obligación que nadie, ya que me la confían...
Pero, como usted comprende, para hacerlo necesito contar con mi marido.
Los tertulios aprobaron estas palabras con un murmullo.
Justamente se presentaba Manín preguntando de parte de D. Pedro qué
significaba aquel ruido. Se le explicó. El señor de Quiñones se hizo
trasladar de nuevo en su sillón con ruedas a la sala; vio a la niña y se
interesó extremadamente por ella. Inmediatamente declaró que no saldría
de su casa, ordenando a un criado que al amanecer fuese en busca de
nodriza.
Por lo pronto se trajo a la criatura leche y té en un frasco con pezón
de goma; se la abrigó con más y mejor ropa. Los tertulios presenciaron
con cariñoso interés estas operaciones. Las señoras lanzaban gritos de
entusiasmo; se les arrasaban los ojos de lágrimas al ver el ansia con
que la mamosa niña chupaba el pezón del frasco. Así que se hartó,
despidiéronse todos de nuevo, no sin depositar antes cada uno un beso en
las mejillas de la pobrecita expósita.
El conde de Onís no había desplegado los labios en todo este tiempo. Se
hallaba retraído en tercera o cuarta fila, siguiendo con ojos de susto
los cuidados que a la criatura se prodigaban. Y trató de irse con
disimulo sin nueva despedida; pero Amalia le detuvo con alarde de
audacia que le dejó petrificado.
--¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar un beso a mi pupila?
--¡Yo!... Sí, señora... no faltaba más.
Y pálido y trémulo, se aproximó y puso sus labios en la frente de la
criatura, mientras la dama le contemplaba con sonrisa provocativa y
triunfal.


III
La cita.

Esta fue la tercera noche en que el conde de Onís apenas pudo cerrar los
ojos. Nada más natural que en las dos anteriores estuviese agitado,
calenturiento; pero ahora, ¿por qué? Todo se había resuelto como
apetecía. La empresa se había llevado a cabo con felicidad. No le
restaba más que dormir tranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, no era
así. Apesar de su figura robusta y gallarda, poseía el conde un sistema
nervioso excesivamente impresionable. La más ligera emoción turbaba su
espíritu, le inquietaba hasta un grado indecible. Tal exquisita
sensibilidad le venía por herencia y también por educación. Su padre,
el coronel Campo, había sido un hombre concentrado, sensible, de una
susceptibilidad tan delicada que le hizo mártir en los últimos años de
su vida. Todo el mundo recordaba en Lancia el interesante y conmovedor
episodio que cerró aquella vida caballeresca.
El coronel mandaba las fuerzas de defensa de una plaza en el Perú cuando
la insurrección de las colonias americanas. La plaza fue tomada por los
insurrectos de un modo insidioso y por sorpresa. Un malvado denunció al
coronel ante el gobierno de Madrid como culpable de traición, aseverando
que se hallaba en connivencia y sobornado por el enemigo. Con harta
precipitación, sin examen imparcial de los hechos y sin tener presente
la brillante hoja de servicios del conde de Onís, el rey le privó de su
empleo en el ejército y de todas las cruces y condecoraciones que
poseía. Bajo el peso de aquella horrible injusticia, el pundonoroso
militar quedó anonadado. Sus compañeros le arrancaron la pistola en el
momento de atentar a su vida. Acompañado de su fiel asistente y de un
primo se trasladó desde Madrid, adonde había venido a defenderse, a
Lancia, donde le esperaba su esposa y su hijo de corta edad. La vida de
familia fue un sedante para la terrible llaga abierta en el corazón del
soldado. Pero aquel bravo, que tantas veces había desafiado la muerte,
no tuvo valor para soportar las miradas y la curiosidad de sus
convecinos. En vez de rebelarse contra la injusticia que se le había
hecho, en vez de tratar de convencer a sus paisanos de su inocencia, lo
que no le hubiera costado gran trabajo, porque todos estimaban su
carácter y conocían su valor, lleno de vergüenza, como si realmente
fuese criminal, huyó las miradas de la gente, se retrajo a su casa, y
solo paseaba por la huerta que detrás de ella se extendía, cercada de
alta y deteriorada tapia.
El palacio de los condes de Onís merece especial mención en esta
historia. Era un edificio antiquísimo, el más antiguo de la ciudad en
unión de algunos restos de la primitiva basílica que aún quedaban en
pie. No se había salvado otra cosa del horroroso incendio que en el
siglo XIV había destruido la población. Su aspecto más era de fortaleza
que de mansión. Pocas y estrechas ventanas cortadas por columnas de
piedra, distribuidas caprichosamente por la fachada; una pared lisa de
piedra, ennegrecida por los años; algunos agujeros cuadrados cerca del
techo, a guisa de aspilleras; una gran puerta de medio punto reforzada
con grandes clavos de acero. Por dentro era inmensa y tenía más alegría.
El patio ancho, más ancho que la calle. Por la parte trasera la luz del
mediodía bañaba sus ventanas. Los árboles de la huerta metían las ramas
por ellas, sirviendo de fresca cortina para templar sus rayos. El
conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterio y encanto singulares
para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños,
únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía
despierta. Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa
pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la
Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las
ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por
ella se veía la catedral a lo lejos.
Aquí se encerró o se sepultó el ex-coronel Campo, sin que bastasen los
ruegos de su esposa y de los pocos parientes que frecuentaban su trato
para hacerle desistir de tal resolución. Su ociosidad fue de provecho
para la casa. Hizo arreglar la huerta, puso algunos miradores en la
parte trasera, amuebló varias habitaciones, enlosó el patio, etc. El
oscuro caserón, sin perder su aspecto vetusto y misterioso, se trasformó
por dentro en agradable morada. Pero el deshonorado militar se consumía,
se secaba dentro de ella como un árbol sin luz y sin agua. Una
melancolía profunda minaba su organismo, le arrugaba la piel, blanqueaba
sus cabellos, debilitaba sus piernas y ponía trémulas sus manos. A los
cincuenta y ocho años de edad representaba tener setenta. Dentro de la
casa no se le sentía. Paseaba por los corredores como un fantasma.
Trascurrían los días sin que nadie le oyese el metal de la voz. Pero no
se mostraba adusto con nadie. Una sonrisa dulce y triste vagaba
constantemente por sus labios. No buscaba las caricias de su hijo, pero
cuando le tropezaba casualmente por los pasillos le cogía la cabeza, se
la besaba amorosamente, murmuraba algunas palabras tiernas en su oído y
repentina y precipitadamente se alejaba, algunas veces con lágrimas en
los ojos. Pensaba que era una gran desgracia para aquel pequeñuelo,
rubio y hermoso como un querubín, el haber nacido hijo de un padre
deshonrado. El infeliz le pedía perdón, con la mirada, de haberle
engendrado.
Hacia el año 1829, cuatro después de haber llegado de América, el
coronel era un verdadero espectro. Dormía bien, comía bien, no le dolía
nada; pero aquella vida se escapaba en efluvios invisibles y constantes,
en lenta y pavorosa consunción. Su esposa hizo venir un médico, luego
otro y otro. Todos dijeron lo mismo. Era necesario salir, distraerse,
cultivar el trato de la gente. Precisamente las únicas medicinas que el
conde estaba resuelto a no tomar. Poco a poco fue permaneciendo más
horas en la cama; se levantaba tarde; se acostaba temprano. Perdió el
gusto para trabajar en la huerta. No salía de las cuatro paredes de la
casa. Dentro de ella dejó de ocuparse en las cosas que antes le
entretenían; hacer estuches, cuidar la pajarera y otras obras manuales.
Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado
en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó
de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su
cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza
pintada en el rostro. Al entrar su hijo volvía la cabeza, sonreía, le
llamaba por señas y, después de darle un beso, le empujaba para que se
fuese.
Un día el niño percibió mucho ir y venir por casa; los criados corrían
azorados, cambiaban entre sí palabras rápidas; los pocos parientes y
amigos que visitaban la casa estaban todos allí y tenían unas caras
largas, largas, que le aterrorizaban. Acercándose al gabinete de su
padre, vio que levantaban un altar. Preguntó sencillamente lo que
aquello significaba, y una criada, llevándole a un rincón, le dijo que
no se asustase, que su papá había deseado confesarse y recibir la
Comunión, y que su Divina Majestad vendría pronto a visitarle. Esta
recomendación de no asustarse, hecha repetidas veces, produjo el efecto
contrario. Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís
se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó
que le dispusiesen.
A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del
palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la
Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa. Los criados y
parientes esperaban en el portal con hachas encendidas. Una larga fila
de personas de todas clases venía detrás, también alumbrando. Muchas de
ellas acudían por verdadera devoción y por la estima que les inspiraba
el enfermo. Las más, sólo por satisfacer la curiosidad de verle después
de tanto tiempo, aprovechando aquellas críticas y solemnes
circunstancias. Penetró hasta la habitación del moribundo todo el que
quiso. A nadie se puso obstáculo. Pero no pudieron todos cumplir su
gusto, porque no cabían. Llenose enseguida el gabinete del conde de una
muchedumbre abigarrada, personas decentes, menestrales, niños, todos
empinándose para contemplar al prócer caído en la desgracia, y que ahora
iba a caer en el oscuro seno de la muerte, en el eterno olvido. El deán
de la catedral, su amigo y confesor, avanzó con la Hostia levantada. Los
presentes se hincaron de rodillas. Reinó un silencio lúgubre. En aquel
momento el enfermo, a quien habían incorporado dijo en voz alta,
dirigiéndose a los circunstantes arrodillados:
--Juro por el Dios Sacramentado, que va a entrar en mi cuerpo, que no he
sido traidor a mi patria, y que en la guerra de América me he portado
siempre como un militar honrado y leal.
Su voz, que parecía salir de un cadáver, resonó clara y estridente en la
cámara. Hubo un murmullo reprimido entre la gente. El deán, con lágrimas
en los ojos, respondió:
--¡Bienaventurados los que padecen hambre y sed de la justicia!
Y le puso la sagrada partícula en la boca.
La noticia voló por la ciudad. Aquel extraño y terrible juramento, que
se repetían unos a otros, causó impresión profunda en el público. Los
parientes y amigos del conde peroraban con exaltación en todos los
grupos. A uno de aquéllos se le ocurrió dirigir una exposición al rey,
firmada por todos los vecinos, pidiendo que se revisase de nuevo el
proceso del coronel. Pero ya se le había adelantado el deán, hombre
fogoso y elocuente, que logró que el obispo y el cabildo le diesen su
representación para ir a Madrid a gestionar la rehabilitación de su
amigo de la infancia. Éste había mejorado un poco: por lo menos, la
enfermedad se había estacionado. La consunción seguiría, pero al
exterior no se notaba. No se le dijo nada de lo que se tramaba. El deán
tuvo tiempo a ir a Madrid, lograr una audiencia del rey, hablarle al
alma pintándole con elocuencia el solemne juramento que había escuchado,
recabar de S. M. un real despacho reintegrando al conde en todos sus
honores, cruces y condecoraciones, y volverse a Lancia loco de ansiedad.
¡Qué alegría cuando supo que su amigo no había expirado! Desde la galera
acelerada en que hizo el viaje corrió al palacio de Onís y con las
debidas precauciones para no impresionarle demasiado le comunicó la
fausta nueva.
El coronel quedó algunos momentos ensimismado con la cara metida entre
las manos.
--¿Qué hora es?--preguntó al cabo.
--Las doce acaban de dar.
--¡A ver, pronto, mi uniforme!--exclamó con extraña energía
incorporándose sin ayuda de nadie.
--¡Rayo de Dios! ¡Enseguida, mi uniforme!--volvió a proferir con más
violencia, viendo que nadie se movía.
La condesa fue al armario y lo trajo al fin. Se hizo vestir rápidamente,
se puso sobre el pecho la banda de Carlos III y todas las cruces que
había ganado. Eran tantas que, no cabiendo en el costado izquierdo,
tenían que ir algunas al derecho. En esta forma se hizo conducir a la
ventana que enfilaba la calle de Cerrajerías, y allí se colocó en pie.
No tardaron en salir los fieles de misa de doce, la más concurrida de
las que se celebraban los domingos. Todos pudieron contemplar ya desde
lejos aquella figura extraña, aquel cadáver vestido de gran uniforme. Y
con un sentimiento de asombro, de respeto y de compasión, todos
desfilaron en silencio por debajo de la ventana, sin poder separar los
ojos de ella. Durante tres domingos consecutivos el coronel tuvo fuerzas
para levantarse y colocarse en el mismo sitio. Allí permanecía media
hora inmóvil ostentando sus insignias con los ojos extáticos en el
vacío, sin ver ni oír a la muchedumbre que se agrupaba delante del
palacio y se lo mostraban unos a otros poseídos de grave y dolorosa
emoción. Al cuarto quiso hacer lo mismo, se incorporó con violencia para
que le vistieran, pero volvió a caer al instante sobre las almohadas
para no levantarse más. Por la noche entregó el alma a Dios aquel bravo
y pundonoroso soldado.
¡Pobre padre! El conde no podía recordar aquella escena, que había
quedado profundamente grabada en su cerebro, sin que las lágrimas se le
agolparan a los ojos. De él había heredado la exquisita delicadeza en el
sentir, una susceptibilidad que llegaba a ser enfermiza, no la
serenidad, la iniciativa, la firmeza inquebrantable que realzaban el
alma del coronel Campo. El actual conde tenía un temperamento
excesivamente sensible y tierno, un fondo de honradez y de vergüenza que
era el patrimonio moral de los Campo. Mas estas cualidades se
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