El maestrante - 01

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EL MAESTRANTE
NOVELA
POR
D. ARMANDO PALACIO VALDÉS
MADRID
TIPOGRAFIA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
IMPRESOR DE LA REAL CASA
Libertad, 16 duplicado.
1893


ÍNDICE

I.--La casa del maestrante
II.--El hallazgo
III.--La cita
IV.--Historia de aquellos amores
V.--Las bromas de Paco Gómez
VI.--Las señoritas de Meré
VII.--El aumento del contingente
VIII.--El vino de Fernanda
IX.--La mascarada
X.--Cinco años después
XI.--La cólera de Amalia
XII.--La justicia del barón
XIII.--El martirio
XIV.--La capitulación
XV.--Josefina duerme


I
La casa del maestrante.

A las diez de la noche eran, en toda ocasión, contadísimas las personas
que transitaban por las calles de la noble ciudad de Lancia. En las
entrañas mismas del invierno, como ahora, y soplando un viento del
noroeste recio y empapado de lluvia, con dificultad se tropezaba alma
viviente. No quiere esto decir que todos se hubiesen entregado al sueño.
Lancia, como capital de provincia, aunque no de las más importantes, es
población donde ya en 185... se había aprendido a trasnochar. Pero la
gente se metía desde primera hora en algunas tertulias y sólo salía de
ellas a las once para cenar y acostarse. A esta hora, pues, solían
tropezarse algunos grupos resonantes que caminaban a toda prisa
resguardados por los paraguas; las señoras rebujadas en sendos
capuchones de lana, alzando las enaguas con la mano que les quedaba
libre; los caballeros envueltos en sus pañosas o _montecristos_, los
pantalones enérgicamente arremangados, rompiendo el silencio de la noche
con el áspero traqueteo de las almadreñas. Porque en aquella época eran
muy pocos todavía los que desdeñaban este calzado patriótico y
confortable. Tal cual pollastre que por haber estado en Valladolid
estudiando medicina se creía por encima de estas ruindades y alguna que
otra damisela melindrosa que afectaba el no saber andar con ellas.
De coches no había que hablar, pues sólo existían tres en la población,
el de Quiñones, el de la condesa de Onís y el de Estrada-Rosa. Este
último era el único que no alcanzaba el medio siglo de antigüedad.
Cuando cualquiera de las tres carrozas salía a la calle, rodeábala un
enjambre de chiquillos y seguíanla buen trecho en testimonio de
incondicional entusiasmo. Los vecinos en lo interior de sus moradas
distinguían, por el estrépito de las ruedas y el chasquido de las
herraduras, a cuál de los magnates mencionados pertenecía. Eran, en
suma, tres instituciones venerandas que los hijos de la ciudad sabían
amar y respetar. Contra la lluvia que cae sobre ella más de las tres
cuartas partes del año no se conocían entonces otros preservativos
naturales que el paraguas y las almadreñas. Poco después vinieron los
chanclos de goma y recientemente también se introdujeron los
impermeables con capuchón, que trasforman en ciertos momentos a Lancia
en vasta comunidad de frailes cartujos.
El viento soplaba más recio en la travesía de Santa Bárbara que en
ningún otro paraje de la población. Esta vía, abierta entre el palacio
del obispo y las tapias de un patinejo de la catedral, donde viene a
caer la cadena del pararrayos, pasa a su terminación por debajo de un
arco y forma lóbrego recodo en que el huracán se encalleja y clama y se
lamenta en noches tan infernales como la presente.
Un hombre embozado hasta los ojos atravesó velozmente la plazoleta que
hay delante de la morada de los obispos y entró en este recodo. La
fuerza del huracán le detuvo, y la lluvia, penetrando entre el embozo de
la capa y el sombrero, le privó de la vista. Resistió unos instantes a
pie firme la violencia de la ráfaga, y en vez de soltar alguna
interjección enérgica, que nunca fuera más al caso, dejó escapar un
suspiro de angustia.
--¡Ay, Jesús mío, qué noche!
Se arrimó a la pared, y cuando el viento sosegó sus ímpetus siguió su
camino. Pasó por debajo del arco que comunica el palacio con la catedral
y entró en la parte más desahogada y esclarecida de la travesía. Un
reverbero de aceite engastado en la esquina servía para iluminarla toda.
El cuitado hacía inútiles esfuerzos, secundado por la gran mariposa de
hoja de lata, para enviar alguna claridad a los confines de su
jurisdicción. Pero, más allá de diez varas en radio, nada hacía
sospechar su presencia. Sin embargo, a nuestro embozado debió parecerle
una lámpara Edison de diez mil bujías, a juzgar por el cuidado con que
se subió aún más el embozo y la prisa con que abandonó la acera para
caminar ceñido a la tapia del patio en que las sombras se espesaban.
Salió en esta guisa a la calle de Santa Lucía, echó una rápida mirada a
un lado y a otro, y corrió de nuevo al sitio más oscuro. La calle de
Santa Lucía, con ser de las más céntricas, es también de las más
solitarias. Está cerrada a su terminación por la base de la torre de la
basílica, esbelta y elegante como pocas en España, y sólo sirve de
camino ordinariamente a los canónigos que van al coro y a las devotas
que salen a misa de madrugada.
En esta calle, corta, recta, mal empedrada y de viejo caserío, se alzaba
el palacio de Quiñones de León. Era una gran fábrica oscura de fachada
churrigueresca, con balcones salientes de hierro. Tenía dos pisos, y
sobre el balcón central del primero un enorme escudo labrado toscamente
y defendido por dos jayanes en alto relieve tan toscos como sus
cuarteles.
Una de las fachadas laterales caía sobre pequeño jardín húmedo,
descuidado y triste y cerrado por una tapia de regular elevación; la
otra sobre una callejuela aún más húmeda y sucia abierta entre la casa y
la pared negra y descascarillada de la iglesia de San Rafael. Para pasar
del palacio a la iglesia, donde los Quiñones poseían tribuna reservada,
existía un puente o corredor cerrado, más pequeño, pero semejante al que
los obispos tienen sobre la travesía de Santa Bárbara. Por la viva
claridad que dejaba pasar la rendija de un balcón entreabierto
advertíase que los dueños de la casa no estaban aún entregados al
descanso. Y si la claridad no lo acusara, acusábanlo más claramente los
sones amortiguados de un piano que dentro se dejaban oír cuando los
latidos furiosos del huracán lo consentían.
Nuestro embozado siguió, con paso rápido y ocultándose en la sombra
cuanto podía, hasta la puerta del palacio. Allí se detuvo; volvió a
echar una mirada recelosa a entrambos lados de la calle, y entró
resueltamente en el portal. Era amplio, con pavimento de guijarro como
la calle, las paredes lisas y enjalbegadas de mucho tiempo, tristemente
iluminado por una lámpara de aceite colgada en el centro. El embozado lo
atravesó velozmente, y sin tirar del cordón de la campana pegó el oído a
la puerta, y así estuvo inmóvil algunos instantes en escucha. Cerciorado
de que nadie bajaba, tornó a la puerta de la calle y enfiló otra mirada
por ella. Al fin resolviose a abrir el embozo y sacó de debajo de la
capa un bulto que depositó en el suelo con mano temblorosa, cerca de la
puerta. Era un canastillo. Estaba cubierto con una manta de mujer, lo
cual impedía observar lo que en él se guardaba, aunque bien se presumía.
Desde Moisés, los canastillos misteriosos parecen destinados a guardar
infantes. El rebozado, ya desarrebozado, tiró tres veces del cordón de
la campana, y al instante, desde arriba, abrieron por medio de otra
cuerda. Las tres campanadas indicaba que quien entraba en la
aristocrática mansión de los Quiñones era un noble, un par de los
señores. Tiempo hacía que se estableciera esta costumbre, sin saber
cómo. Un menestral, un criado, un inferior, por cualquier concepto, no
llamaba sino con una campanada; las visitas llamaban con dos; y la media
docena o poco más de personas que el linajudo señor de Quiñones
consideraba sus iguales en Lancia, lo hacían con tres, por acuerdo
tácito o expreso, que eso nunca se averiguó. Murmurábase en la ciudad de
tal diferencia: los que nunca habían pisado los salones de la casa,
embromaban a los que a diario los visitaban: respondían éstos negando la
especie; pero aunque secretamente humillados, respetaban la feudal
costumbre: nadie era osado a dar las tres campanadas del segundo
estamento. Sólo Paco Gómez se aventuró una vez a hacerlo por broma o
fanfarronada; pero al llegar al salón se le recibió con sorpresa y
frialdad tan despreciativas, que no le quedaron ganas de repetirlo.
El hombre del canastillo se apresuró a entrar y cerrar la puerta;
atravesó el pórtico y subió por la gran escalera de piedra, en cuyos
peldaños gastados por el uso se rezumaba constantemente alguna humedad.
Al llegar al piso principal un criado se acercó a recogerle la capa y el
sombrero. Y sin aguardar más, como si alguien le persiguiera, lanzose
con presurosa planta a la puerta del salón y la abrió. La viva luz de
las arañas y candelabros le ofuscó un instante. Era un hombre alto,
corpulento, de treinta a treinta y dos años de edad, la fisonomía dulce
y las facciones correctas: gastaba el pelo cortado a punta de tijera y
la barba luenga, rubia y sedosa. En aquel momento su rostro estaba
pálido y revelaba profunda inquietud.
En cuanto alzó los ojos, que la excesiva claridad le obligara a cerrar,
enderezó la mirada a la señora de la casa, sentada en una butaca. Clavó
ella a su vez en él otra intensa y ansiosa. Fue un choque que dio
instantáneo reposo a sus fisonomías, como dos fuerzas iguales que se
neutralizan. El caballero se detuvo a la puerta esperando que cruzasen
cinco o seis parejas que venían girando al compás de un vals, y sus
labios descoloridos se plegaron con sonrisa tan dulce como triste.
--¡Qué tarde! No pensábamos que usted viniera ya--exclamó la señora
alargándole su mano fina, nerviosa, que se contrajo tres o cuatro veces
con intensa emoción al chocar con la de él.
Era una mujer de veintiocho a treinta años, menuda de cuerpo, el rostro
pálido y expresivo, los ojos y el cabello muy negros, boca pequeña y
nariz ligeramente aguileña.
--¿Cómo se encuentra usted, Amalia?--dijo el caballero, sin responder a
la exclamación, ocultando bajo una sonrisa la ansiedad que a su pesar se
le traslucía en lo tembloroso de la voz.
--Estoy mejor... Muchas gracias.
--¿No le hará a usted daño este ruido?
--No... Me aburría mucho en la cama... Además, no quería privar a las
chicas del único recreo que hoy por hoy tienen en Lancia.
--Muchas gracias, Amalia--exclamó una jovencita que venía bailando y oyó
las últimas palabras de la dama.
Ésta le dirigió una sonrisa bondadosa.
Otra pareja que venía detrás chocó con el caballero, que continuaba en
pie.
--¡Usted siempre estorbando, Luis!
--A nadie más que a usted, María Josefa--respondió el joven, riendo con
afectación para disimular el embarazo que aún sentía.
--¿Está usted seguro de que a mí sola?--preguntó ella alzando al mismo
tiempo su mirada maliciosa hacia el caballero que la estrechaba en sus
brazos.
María Josefa Hevia tenía ya por lo menos cuarenta años, y sus quince
habían sido casi tan feos, pese al refrán, como sus cuarenta. Como no
poseía tampoco bastante hacienda para restablecer el equilibrio, ningún
valiente había llegado a redimirla del purgatorio de la soltería. Hasta
hacía poco tiempo todavía halagaba la esperanza de que, ya que no un
pollo, por lo menos se arrojase a pedir su mano alguno de los indianos
solteros que iban llegando a establecerse en Lancia. Fundábala en la
tendencia que éstos mostraban a contraer matrimonio con las hijas de las
familias distinguidas de la población, aunque no llevasen dote.
Pertenecía ella por la línea paterna a una de las más ilustres; como que
era pariente del señor de Quiñones, en cuya casa nos hallamos. Pero su
padre había muerto, y vivía con su madre, mujer de baja estofa,
cocinera antes de subir al tálamo nupcial de su amo. Sea por esto o, lo
que es más probable, por la bien declarada y proverbial fealdad de su
figura, tampoco los indianos picaron la carnada del anzuelo. Y eso que,
con motivo o sin él, solía descotarse más de la cuenta para hacer
ostensible lo que, según voz pública, tenía de menos malo en su cuerpo.
El rostro era repulsivo, de facciones incorrectas, hinchado por la
erisipela y desfigurado amenudo por algunas llamaradas rojizas que le
subían a las narices. De sus ilusiones femeninas no le quedaba ya más
que una, la de bailar: era una verdadera pasión: padecía horriblemente
cada vez que los descuidados pollos de Lancia la dejaban comiendo pavo.
Pero se vengaba tan lindamente de ellos y ellas, poseía una lengua tan
acerada, que la mayor parte de los jóvenes le sacrificaban por lo menos
un baile en todos los saraos: cuando se descuidaban, las mismas
muchachas se lo recordaban, temiendo las iras de la feroz solterona.
Bailaba, pues, tanto como la más linda damisela de Lancia, por razón
opuesta, esto es, por el saludable terror que había logrado inspirar.
Ella lo sabía, y aunque humillada en el fondo del alma, no dejaba de
aprovecharse, optando por el que consideraba menor de los males. Poseía
espíritu sagaz y malicioso; veía muy bien el ridículo de las acciones,
narraba con gracia y estaba dotada además de un don particular para
herir a cada persona, cuando se le antojaba, en lo más vivo.
--¿Ha llegado ya el conde?--dijo una voz áspera que salía del gabinete
contiguo y se sobrepuso al tecleo del piano y a las pisadas de los
bailarines.
--Sí: aquí estoy, D. Pedro... Voy allá.
El conde dio un paso hacia el gabinete, sin apartar la vista de la
pálida señora. Ésta le clavó otra mirada intensa donde se leía una
interrogación. Él cerró los ojos afirmando, y pasó a la inmediata
estancia. Lo mismo ésta que el salón estaban amueblados sin lujo. Los
próceres de Lancia desdeñaban esos refinamientos del decorado, hoy tan
usuales. No por avaricia, sino por entender con razón que su prestigio
estribaba, más que en la riqueza o suntuosidad de las moradas, en el
sello de respetable antigüedad que poseían, rechazaban en ellas
cualquiera innovación, lo mismo interna que externa. Los muebles
envejecían, se deslustraban; las alfombras y cortinas se iban rayendo.
Los dueños aparentaban no fijarse en ello. Sobre todo, D. Pedro Quiñones
mostraba una negligencia en este punto que rayaba en jactancia. Ni los
ruegos de su señora, ni las indirectas que algún osado, como Paco Gómez,
solía autorizarse bromeando, le decidían jamás a llamar a los pintores y
tapiceros. Se adivinaba bien que en esta resolución influía el desdén
con que miraba el lujo desplegado por algunos indianos en el mobiliario
de sus casas.
El salón, en lo que toca a las dimensiones, era soberbio, amplio,
elevadísimo de techo; ocupaba todos los balcones de la calle de Santa
Lucía, exceptuando el del gabinete. La sillería antigua, pero no
imitando formas de siglos remotos, como ahora se usa: estaba construida
en el pasado al gusto de la época, y forrada de terciopelo verde ya
gastado. La alfombra descubría el tejido por varios sitios. De las
paredes colgaban algunos tapices magníficos. Éste era el lujo de la
casa. D. Pedro Quiñones poseía una colección de gran valor. Solía
exhibirlos una vez al año, colgándolos de los balcones el día del Corpus
para el paso de la procesión. Decíase que un inglés le había ofrecido
por ellos un millón de pesetas. Poseía asimismo algunos cuadros antiguos
de mérito, tan oscurecidos por el tiempo que, si una mano hábil no venía
pronto a restaurarlos, concluirían por desaparecer. Lo único nuevo que
en el salón había era el piano, comprado hacía tres años, poco después
de casarse en segundas nupcias D. Pedro.
El gabinete, también de gran tamaño, con un balcón a la calle de Santa
Lucía y dos al jardín, estaba peor decorado aún. Grandes cortinones de
damasco, dos armarios de roble sin espejo, un sofá forrado de seda,
algunos sillones de vaqueta, una mesa redonda en el centro y algunas
sillas correspondientes al sofá; todo bien manoseado y marchito. En
torno de la mesa central, y alumbrados por enorme quinqué de aceite con
pantalla verde, estaban tres caballeros jugando al tresillo. El dueño de
la casa era uno de ellos. Tendría de cuarenta y seis a cuarenta y ocho
años de edad; hacía tres que estaba enteramente imposibilitado para
moverse, de resultas de un ataque apoplético que le paralizó las dos
piernas. Era corpulento, rostro moreno y facciones bien acentuadas,
enérgicas; el cabello y la barba, blanqueando ya por muchos puntos,
fuertes, abundantes, encrespados; los ojos negros y hundidos de mirar
imponente. En su fisonomía había una expresión de orgullo y fiereza que
ni aun la sonrisa amistosa con que acogió al conde de Onís pudo
extinguir por completo. Estaba reclinado más que sentado en una butaca
construida adrede para facilitarle el movimiento del tronco y los
brazos, y arrimada a la mesa de lado a fin de que le fuese posible jugar
y tener las piernas extendidas. Aunque en la chimenea ardían algunos
troncos de leña, se abrigaba con una talma de color gris cerrada al
cuello con broche de oro. Bordada sobre ella, del lado del corazón,
había una gran cruz roja de la orden de Calatrava. El señor de Quiñones
prescindía pocas veces de esta talma, que le daba aspecto un poco
fantástico y teatral.
Siempre había sido extravagante en el vestir. Su orgullo le impulsaba a
buscar el modo de distinguirse del vulgo. En varias ocasiones se le vio
de levita cerrada, sombrero de copa y almadreñas: gastaba larga melena,
como un caballero del siglo diez y siete; vestía amenudo traje de
terciopelo o pana con botas de montar; usaba botines cuando ya nadie se
acordaba de ellos, y grandes cuellos de camisa vueltos sobre el chaleco,
imitando la antigua valona. Nunca se vio hombre más preciado de su
nobleza ni con más afán de resucitar el prestigio y los privilegios de
que aquélla gozaba en siglos pasados. El público murmuraba de sus
extravagancias y muchos se reían de ellas, porque Lancia es una
población donde abundan los espíritus humorísticos; pero, como siempre
acontece, este orgullo desmedido y feroz había concluido por imponerse.
Los que con más gracia se burlaban de las rarezas de don Pedro eran los
que con mayor sumisión y rendimiento le quitaban el sombrero así que le
veían de media legua.
Había vivido en la corte algún tiempo durante sus años juveniles, pero
no echó raíces en ella. Fue gentilhombre con ejercicio y disfrutó de las
ventajas y preeminencias que su caudal y nacimiento le concedían; pero
no bastaban a saciar aquel corazón henchido de arrogancia. La extraña
amalgama de la aristocracia de la sangre con la del dinero le hería y le
irritaba. El respeto que se concedía a los hombres políticos y que él
mismo se veía obligado a tributar por razón de su cargo le encendía de
ira. ¡Un hijo de la nada, un pelagatos pasar por delante de él con la
cabeza erguida, dirigiéndole una mirada indiferente o desdeñosa! ¡A él,
descendiente directo de los condes soberanos de Castilla! Por no
sufrirlo y por el amor que profesaba a Lancia renunció al empleo y vino
a habitar de nuevo el churrigueresco palacio en que nos hallamos. La
soberbia, o por ventura su carácter excéntrico, le hicieron cometer, en
este período de su vida de mayorazgo solterón, mil extravagancias y
ridiculeces que asombraron y fueron el regocijo de la ciudad mientras no
llegó a acostumbrarse. D. Pedro no salía jamás a la calle sin ir
acompañado de un su criado o mayordomo, hombre zafio, que vestía el
traje del labriego del país, esto es, calzón corto con medias de lana,
chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés. Y no sólo salía con
Manín (por este nombre era universalmente conocido), sino que le llevaba
al teatro. Era de ver los dos en un palco principal; él, rígido,
correcto, paseando su mirada distraída por la sala; el criado, con las
palmas de las manos apoyadas en la barandilla y la barba sobre las
manos con la atónita mirada clavada en el escenario, soltando bárbaras,
ruidosas carcajadas, rascándose el cogote o bostezando a gritos enmedio
del silencio. Entraba con él en los cafés y hasta le llevaba a los
bailes. Manín llegó a ser en poco tiempo una institución. D. Pedro, que
apenas se dignaba hablar con las personas más acaudaladas de Lancia,
sostenía plática tirada con él y admitía que le contradijese en la forma
ruda y grosera de que era capaz únicamente.
--Manín, hombre, repara que estás molestando a esas señoras--le decía a
lo mejor hallándose ambos en cualquier tienda.
--Bueno, bueno; pues si quieren estar a gusto, que traigan de casa un
jergón y se acuesten--respondía el bárbaro en voz alta.
D. Pedro se mordía los labios para no soltar el trapo, porque le hacían
extremada gracia tales groserías y brutalidades.
Si entraba en un café, Manín se atracaba de cuarterones de vino tinto
mientras él solía beber con parquedad una copita de moscatel. Pero
siempre pedía una botella y la pagaba, aunque la dejase casi llena.
Mostrando por esta prodigalidad cierta extrañeza un boticario de la
población con quien alguna vez se dignaba hablar, le respondió con fría
arrogancia:
--Pago una botella, porque me parece indecoroso que D. Pedro Quiñones
de León pida una copa como cualquier c...tintas de las oficinas del
gobierno político.
Causaba asombro también en la ciudad el que al saludar a los clérigos en
la calle les besase la mano, imitando la costumbre de los nobles en
otros siglos. Este respeto no era más que un medio de distinguirse y
acreditar su alta jerarquía, como todo lo demás. Porque al capellán que
tenía a su servicio, aunque le besaba la mano en público, le trataba
como a un doméstico en privado. Le guardaba muchas menos consideraciones
que a Manín. Pero lo que verdaderamente dejó estupefacta a la población
y se prestó a sin número de comentarios y chufletas fue lo que D. Pedro
hizo, poco después de llegar de Madrid, en cierta solemnidad religiosa.
Se presentó en la iglesia con uniforme blanco cuajado de cordones y
entorchados, que debía de ser el de maestrante de Ronda. Al llegar el
momento de la consagración en la misa, avanzó con paso solemne hasta el
medio del templo, que se hallaba libre de gente, desenvainó la espada y
comenzó a esgrimirla sucesivamente contra los cuatro puntos cardinales,
dando furiosas estocadas y mandobles al aire. Las mujeres se asustaron,
los chiquillos corrieron, la mayor parte de los hombres pensó que era un
acceso de locura. Sólo los más avisados o eruditos entendieron que se
trataba de una ceremonia simbólica y que aquellos mandobles al aire
significaban que don Pedro estaba resuelto, como caballero profeso que
era de una orden militar, a batirse con todos los enemigos de la fe, en
cualquier paraje del mundo. El único periodiquito que se publicaba
entonces en Lancia todos los domingos (hoy existen once, seis diarios y
cinco semanales) le dedicó una gacetilla en que, con no poca gracia, se
burlaba de él. Sin embargo, tales burlas públicas o privadas, como ya se
ha indicado, no conseguían amenguar el prestigio de que el ilustre
prócer gozaba en la ciudad. Quien se considera de buena fe superior a
los seres que le rodean, tiene mucho adelantado para que éstos se le
humillen. Además, D. Pedro, apesar de sus ridiculeces, era hombre culto,
aficionado a la literatura y con pujos de poeta. De vez en cuando, y con
ocasión de cualquier fausta nueva para la patria o familia real,
escribía algunas décimas o tercetos en estilo clásico, un poco
gongorino. Aunque algunas personas trataron de persuadirle a que los
publicase, nunca esto se pudo acabar con él. Profesaba tan sincero
desprecio a todo lo que reflejase el movimiento democrático de nuestra
era y muy especialmente a los periódicos, que prefería tenerlos
manuscritos, conocidos solamente de un número reducido de amigos. Pasaba
igualmente por hombre valeroso. En Madrid había tenido algunos duelos y
en Lancia dejó de efectuarse uno entre él y cierto jefe político que los
progresistas mandaron a esta provincia, por la intercesión del obispo y
cabildo catedral.
Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos, casó con una señora
aristócrata también, que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año, a
consecuencia del parto. Tres años después contrajo de nuevo matrimonio
con Amalia, dama valenciana algo emparentada con él. Apenas se conocían.
D. Pedro la había visto en Valencia cuando ella contaba catorce años. El
matrimonio que se realizó diez años después pactose por medio de cartas,
previo el cambio de retratos. Se daba por seguro que la voluntad de la
novia había sido forzada, y aun se decía que durante algunos meses se
había negado a compartir el tálamo con su marido. Todavía más. Se
contaba en Lancia con gran lujo de pormenores el viaje que por consejo
de un canónigo hizo don Pedro con su esposa para inspirarla confianza y
acortar, entre las peripecias del camino y la descomodidad de las
posadas, la distancia moral y material que los separaba. Cumplidas las
profecías del astuto capitular y realizados todos los fines del
matrimonio, el cielo no quiso sin embargo bendecirlo. Poco tiempo
después D. Pedro experimentó el terrible ataque apoplético que le
paralizó de medio cuerpo abajo, y desde entonces no hubo términos
hábiles para la bendición, aunque la Providencia estuviese animada de
los mejores deseos.
--Nos hace falta un cuarto--dijo apretando con efusión la mano del
conde.
--Sí, sí, a ver si cambia la suerte... Moro nos está llevando el dinero
bravamente--dijo un viejecito de cara redonda, fresca, rasurada, el pelo
blanco y los ojos claros y tiernos. Tenía marcado acento gallego. Se
llamaba Saleta y era magistrado de la audiencia y tertulio asiduo de la
casa de Quiñones.
--¡No tanto, Sr. Saleta, no tanto! Sólo gano doscientos tantos. Faltan
trescientos para desquitarme de lo que he perdido ayer--manifestó el
aludido, que era un joven de fisonomía abierta y simpática.
--¿Y por qué no han llamado ustedes a Manín?--preguntó el conde
dirigiendo una mirada risueña al célebre mayordomo, que, con su calzón
corto, zapatos claveteados y chaqueta de bayeta verde, dormitaba en una
butaca.
Las miradas de los tres se volvieron hacia él.
--Porque Manín es un bruto que no sabe jugar más que a la _brisca_--dijo
D. Pedro riendo.
--Y al _tute_--manifestó el gañán, desperezándose groseramente, abriendo
una boca de a cuarta.
--Bueno, y al tute.
--Y al _monte_.
--Bien, hombre, y al monte también.
Y se pusieron a jugar sin hacer más caso de él.
Pero al cabo de un momento volvió a decir:
--Y al _parar_.
--¿Al parar también?--preguntó en tono de burla el conde de Onís.
--Sí, señor, y a las _siete y media_.
--¡Vaya! ¡vaya!--exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de
cartas y examinándolo atentamente.
Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les
interrumpió de nuevo, diciendo:
--Y al _julepe_.
--¡Bueno, Manín, cállate!... No seas majadero--exclamó ásperamente D.
Pedro.
--¡Manjadero! ¡manjadero!--masculló el aldeano con mal humor.--Otros hay
tan manjaderos; pero como tienen dinero no hay quien se lo llame.
Y dejó caer de nuevo sus formidables espaldas en el sillón, estiró las
patas y cerró los ojos para roncar.
Los jugadores levantaron la vista hacia don Pedro con sorpresa e
inquietud. Este la clavó colérica en su mayordomo; pero, al verle en
aquella tan sosegada postura, cambió repentinamente, y alzando los
hombros y convirtiendo de nuevo los ojos a las cartas, exclamó con
sonrisa, alegre:
--¡Qué bárbaro! ¡Es un verdadero suevo!
--¡Alto, Sr. Quiñones, alto!--dijo Saleta.--Los suevos han acampado
solamente en Galicia. Ustedes no son más que cántabros... Precisamente
yo debo saber bien eso...
--¡Claro! ¡Uzté ze lo zabe too!--manifestó un caballero no tan viejo, si
bien pasaría de los cincuenta, que entraba a la sazón. D. Enrique
Valero, magistrado de la Audiencia también, hombre de agradable porte,
de rostro fino y expresivo, aunque extremadamente marchito por la vida
alegre que había llevado. Como lo denunciaba su acento, de lo más
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