El maestrante - 13

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sobre la muchedumbre como un jabalí indomable.
Al verlo, un vivo estremecimiento corrió por los miembros de cada uno de
los lacienses. Hubo tendencias a retirarse del campo de batalla; pero no
faltó en aquel momento quien animase su corazón intrépido ofreciéndoles
la perspectiva engañosa de la victoria.
--¡Fuera los civiles! ¡Abajo los tricornios! ¡Muera el patatero!
Tales fueron los gritos sediciosos que se escaparon de los pechos de
aquella juventud temeraria.
Y en el mismo punto volaron algunas piedras. Los trompones, los
bombardinos, los cornetines de pistón cuya voz armoniosa tantas mazurkas
habían cantado en el seno de la paz, trasformados repentinamente en
instrumentos de guerra, brillaron siniestros a la luz de las antorchas.
El tricornio del teniente cayó vergonzosamente al suelo a impulso de uno
de ellos. Lo recoge. Su corazón de guerrero se estremece, un círculo de
espuma se forma en torno de sus labios y se lanza al combate con los
ojos inflamados, respirando exterminio.
Entonces, bajo el imperio de su fuerza incontrastable, los jóvenes
héroes de Lancia se replegaron dando fuertes gritos amenazadores. Los
sables de los civiles comenzaron a sonar de plano en las espaldas de
algunos. La retirada se convirtió en huida muy pronto. Tal como un
rebaño de ciervos huye y se desbanda perseguido por los chacales, así
los hijos generosos de Lancia huyeron aquella noche memorable,
perseguidos por los civiles sedientos de sangre. El suelo quedó sembrado
de instrumentos de bronce, testigos de la afrenta. El indomable teniente
paseó largo rato su furor por las calles, animando con vivas
interjecciones a sus huestes, lanzándolas en persecución de los rebeldes
como un cazador lanza su jauría en persecución de un venado. Así fue
como Paco Gómez, seguido tenazmente por los tricornios, se vio en la
precisión, para escapar a un cintarazo, de meterse por el escaparate de
la confitería de D.ª Romana, cayendo de bruces sobre una fuente de
huevos moles y destruyendo por completo una magnífica tarta de borraja
destinada al chantre de la catedral. Así fue también como Jaime Moro,
después de perder en la refriega el serpentón de don Nicanor, estuvo a
punto de ser inmolado por el sable resplandeciente de un civil. Sólo por
haber tomado la precaución de bajar la cabeza cuando éste le tiró el
golpe evitó la efusión de sangre. El sable fue a chocar con la pared de
una casa, haciendo no poco estrago en ella. Meses después, Moro enseñaba
el trozo descascarillado como un trofeo a los amigos forasteros que
venían a Lancia; y al recordar sus proezas y peligros en aquella noche
gloriosa, una suave alegría descendía a su corazón heroico.
Otros muchos miembros de aquella juventud magnánima experimentaron
desperfectos de consideración en su economía, unos por el influjo de los
sables, los más por las caídas y los choques que resultaron de la
desbandada. La victoria no fue, sin embargo, gratuita para los agentes
del gobierno. Aparte del fracaso del tricornio del teniente y de algunas
contusiones de sus subordinados, el poder constituido sufrió un
importante revés en la persona de uno de sus más antiguos
representantes, en la persona de Ñola, cabo de municipales. Ya sabemos
que este personaje, enteramente impopular en Lancia, a causa de la
cortedad, y aún más de la redondez excesiva de su nariz, había perdido
en la primera escaramuza el kepis, el sable y el honor de sus mejillas.
La cólera y la venganza se enseñorearon de su corazón. Nada podía hacer,
sin embargo, para apagarlas, porque se hallaba privado de todo medio
coercitivo. Pero en vez de retirarse prudentemente al soportal de las
Consistoriales, como hicieron sus compañeros Lucas el Florón y Pepe la
Mota, quedose enmedio de la calle contemplando con ansiedad la batalla.
Al ver que se decidía en favor de las instituciones que él representaba,
la alegría se desbordó ruidosamente de su pecho municipal.
--¡Bien por los guardias! ¡Duro en ellos! ¡Rajarme esa canalla! ¡A ver
si escarmienta de una vez esa pillería!
Tales eran los gritos belicosos que salían de su garganta. Sin embargo,
cuando menos podía esperarse, dado que los enemigos huían en completo
desorden, vino a estrellarse contra el botón de su nariz un cuerpo duro
de superficie lisa y compacta que resultó ser un trozo de cal
hidráulica. Todos los timbres de su cerebro sonaron a un tiempo. No
pudiendo sufrir tanto estrépito, vino al suelo privado de conocimiento.
Su pecho magnánimo sólo tuvo fuerzas para exhalar una queja melancólica.
--¡Recongrio, me han escuaernao esos sinvergüenzas!
Así cayó aquel baluarte poderoso del orden, aquel varón esforzado que en
sus luchas incesantes con la pillería de los arrabales tantas veces
había caminado por la senda de la victoria. Levantáronlo y lo metieron
en la botica de don Matías, que estaba próxima. Desde allí lo condujeron
poco después al hospital. La ciudad perdió por algunos días su escudo
protector. Porque ni Lucas el Florón ni Pepe la Mota podían competir en
energía con Ñola.
Mientras tales sucesos se efectuaban en Altavilla y en las calles
adyacentes, D. Juan Estrada-Rosa, presa de irritación indescriptible, se
paseaba agitadamente por su gabinete mesándose los cabellos. Los
consuelos hipócritas del marica de Sierra no lograban calmarle. Hablaba
de salir a la calle y arrojarse sobre la insolente muchedumbre.
--¡Qué les habrá hecho mi pobre hija!--exclamaba con voz temblorosa,
próximo a sollozar.
Fernanda se había retirado a su habitación temprano y se había metido en
la cama. Si la sorprendió la algazara que sonaba en la calle o contaba
ya con ella, no es fácil saberlo. Cuando D. Juan, después de adoptar una
violenta resolución, subió a despertarla, al encender la luz hallola con
los ojos secos y brillantes, sin apariencias de haber dormido ni de
haber llorado. Hizo que se vistiese a toda prisa, y dando orden a los
criados para que tuviesen encendidas todas las luces de la casa a fin de
engañar a los de afuera, salió con ella por la puerta de la cochera,
que daba a un callejón solitario. Los acompañaba únicamente Manuel
Antonio. Dirigiéronse por las calles más extraviadas a casa del
Jubilado. Una vez allí, se pasó un recado a don Santos para que se
presentase inmediatamente; otro al penitenciario. Cuando ambos
acudieron, el padre, la hija y estos dos señores, Manuel Antonio y
Jovita Mateo salieron ocultamente de Lancia por la carretera de
Castilla. Después de caminar un rato esperaron el coche que don Juan
había mandado venir. Acomodáronse los seis como pudieron en la
carretela, echando a Manuel Antonio al pescante. Media hora después
estaban en la posesión del banquero. Alzose apresuradamente un altarcito
en el salón principal de la casa, y antes de que amaneciese, el
penitenciario bendijo la unión de los prometidos.
Fernanda no había despegado los labios durante el camino. El mismo
silencio cuando se hacían los preparativos para la solemnidad. Parecía
tranquila, en un estado de indiferencia absoluta o, por mejor decir, de
soñolencia, como la persona a quien se arranca violentamente del sueño y
tarda en darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Pero tal estado
letárgico continuó después de pronunciar el sí ante el altar. Ni la
plática afectuosa y elocuente del penitenciario, ni las bromas
incesantes de Manuel Antonio mientras tomaban el desayuno, ni las
caricias de Jovita, ni la alegría afectada, ruidosa, de su padre
lograban sacarla de su extraña distracción. Clareaba el día, un día
triste, nublado, que se filtraba melancólicamente por los cristales.
Todos hacían esfuerzos por parecer alegres; se hablaba en voz alta, se
reía comentando la torpeza del criado, el miedo de Manuel Antonio a
volcar.
Traslucíase, no obstante, una gran tristeza. Cuando la conversación se
interrumpía, las frentes se arrugaban, los semblantes se oscurecían. Al
entablarla de nuevo, las palabras resonaban lúgubremente en el lujoso
comedor.
La novia se retiró para cambiar de traje. Poco después apareció de
nuevo, con el mismo semblante impasible. Según los planes de D. Juan,
debían irse inmediatamente para tomar en un pueblo próximo la silla de
posta. Los indecentes de Lancia quedarían de este modo chasqueados.
Cuando bajaron al jardín, donde esperaba el coche, caía una lluvia
menuda y fría. Fernanda besó a su padre y entró en el coche. El pobre
anciano, al recibir aquel beso en la mejilla, pensó que una corriente de
aire frío entraba por ella paralizando sus miembros y helándole el
corazón.
El látigo chasquea. «Adiós, Fernanda; abrígate, Fernanda. Adiós, Santos.
Que vengan ustedes pronto.» Ya están en camino. Antes de una hora
llegan a Meres, esperan la diligencia y suben en ella. El mismo silencio
obstinado por parte de Fernanda. Las atenciones de Granate no le
arrancan ni una sonrisa ni una palabra de gracias; sus ademanes
grotescos y los desatinos que de vez en cuando deja escapar tampoco
hacen surgir en el semblante marmóreo de la joven un gesto de fatiga o
disgusto. A ratos dormita, a ratos contempla con ojos atónitos el
paisaje. Cuando llegaron a las inmediaciones de León era ya noche.
Pero ¿qué ocurre en León? Al llegar a la plazoleta donde cambia el tiro
la diligencia descubren gran golpe de gente, escuchan voces desaforadas,
ruido desacordado de instrumentos de música, tañido de cencerros. Y ven
alzarse sobre la muchedumbre algunos trasparentes pintados.
Paco Gómez, fecundo en trazas más que Ulises, había escrito a algunos
amigos de León tiempo atrás invitándoles a disponer una cencerrada para
cuando Granate y su esposa pasasen por allí. La colonia de Lancia, que
es numerosa en León, secundó admirablemente los planes de su paisano.
Todo lo tenían preparado. Sin embargo, estos preparativos no hubieran
servido de nada sin la traición de Manuel Antonio, que al llegar a
Lancia notició secretamente a Paco lo que pasaba. Éste aprovechó el
telégrafo, recién instalado, y se puso en comunicación con sus
secuaces.
Fernanda tardó en darse cuenta de que aquella algazara iba contra ella.
Cuando, por algunos gritos que llegaron a sus oídos, vino en
conocimiento de ello, empalideció, sus ojos se dilataron y, dando un
grito, precipitose a la ventanilla para arrojarse fuera. Granate la
detuvo sujetándola por la cintura. La joven luchó algunos momentos con
furor; pero no pudiendo desprenderse de aquellos brazos cortos y
membrudos de oso, se dejó caer al fin en el asiento, llevose las manos a
la cara y rompió a sollozar.
--¡Dios mío, ha sido grande el pecado, pero qué castigo tan terrible!


X
Cinco años después.

Trascurrieron cinco años. La noble ciudad de Lancia ha cambiado poco en
su exterior y menos aún en sus costumbres. Unas cuantas casas-grilleras
con adornos de mazapán alzadas por el oro indiano en las inmediaciones
del parque de San Francisco; varios trozos de acera en calles que jamás
la poseyeran; tres faroles más en la plaza de la Constitución; un
guardia municipal suplementario, que debe su existencia no tanto a las
necesidades del servicio como a las pasiones del alcalde, varón de
excelsos pensamientos, consagrados casi enteramente a Venus, que premia
las condescendencias de Vulcano con el presupuesto municipal; en el
paseo del Bombé algunas estatuas de bronce con el ropaje caído, que
produjeron grave escándalo a su erección, haciendo pregonar al
magistrado Saleta en la tertulia del maestrante que «la media desnudez
era cien veces más incitante que la completa;» en las cabezas de
nuestros maduros conocidos algunas hebras de plata, y en el semblante
radioso como el arco iris de Manuel Antonio, el más seductor de los
hijos de la ínclita ciudad, signos ya evidentes de que su belleza pronto
se desvanecerá como un sueño feliz al soplo glacial de la mañana, como
los copos de nieve que caen suavemente en el silencio de un día triste
de invierno.
La misma vida vegetativa, brumosa, soñolienta; las mismas tertulias en
las trastiendas libando con deleite la miel de la murmuración. Los
apodos soeces pesando siempre como losa de plomo sobre la felicidad de
algunas respetables familias. En el Bombé, las tardes de sol, los mismos
grupos de clérigos y militares paseando desplegados en ala. Las enormes
campanas de la basílica tañendo invariablemente a horas fijas. Las
viejas devotas caminando con planta presurosa al rosario o a la novena.
El canto monótono de los canónigos resonando profundamente en la soledad
de las altas bóvedas. En Altavilla, a la hora del crepúsculo, los
eternos corros de jóvenes alegres, riendo mucho, hablando alto y
abriéndose amenudo para dejar paso a alguna costurera espiritual o
criada de carnes opulentas a quienes rinden homenaje con los ojos, con
la palabra y no pocas veces con las manos. Y allá, en lo alto del
firmamento, iguales corros de nubes pardas y tristes amontonándose en
silencio sobre la vetusta catedral, para escuchar en las noches
melancólicas de otoño los lamentos del viento al cruzar la alta flecha
calada de la torre.
Estamos en Noviembre. El conde de Onís acostumbra a pasear a caballo lo
mismo en los días claros que en los oscuros. Cada vez menos le place la
compañía de los hombres. Su carácter se ha hecho más receloso y
melancólico. El pecado aniquiló los débiles gérmenes de alegría que la
naturaleza había depositado en su corazón. El temperamento sombrío,
extravagante, fanático de los Gayoso se ha ido exaltando en él poco a
poco con el roer incesante del remordimiento; ha trastornado su
imaginación, ha enervado su escasa actividad y ennegrecido su
existencia.
Le molestan los hombres. En todas las miradas piensa ver hostilidad; en
las frases más inocentes, alguna aviesa intención que hace hervir su
sangre de coraje. No osa entrar en los templos, ni siquiera se deja
caer de rodillas, como antes, frente al sangriento crucifijo del cuarto
de su madre. Si oye hablar del infierno se estremece y huye. Envía
cuantiosas limosnas a las iglesias; encarga misas que no oye; pone
cirios a las imágenes, y en el secreto de su habitación se entretiene a
veces puerilmente en preguntar a la suerte, echando una moneda al aire,
si se condenará eternamente o irá tan sólo al purgatorio. Cuando llega a
sus oídos el canto de los sacerdotes que acompañan a un entierro,
empalidece, tiembla y se tapa los oídos. Por la noche se despierta
amenudo sobresaltado, con un sudor frío, gritando miserablemente: «¡Hay
que morir! ¡hay que morir!»
Por largo tiempo vivió casi en absoluto retirado, sin salir más que
cuando se lo ordenaba aquella voluntad que había logrado señorear la
suya. Después, como sufriese demasiado, temiendo que sus negros
pensamientos acabasen con su razón, le dio por recorrer los contornos a
pie o a caballo, hasta fatigarse. El cansancio corporal prestaba
descanso a su espíritu; el espectáculo de la naturaleza serenaba su
atormentada imaginación.
Era un tarde fría y oscura. Las nubes pesan amontonadas sobre las
colinas que cierran el horizonte por el Norte, y ocultan las altas
montañas de Lorrín que se extienden como una cortina lejana por el
Oeste. Han caído fuertes chubascos que convirtieron en laguna la parte
baja de la ciudad y en lodazales las carreteras que de ella parten.
Apesar de esto el conde manda ensillar su caballo, sale de Lancia por la
carretera de Castilla, y galopa entre torbellinos de lodo al través de
las praderas y los bosques de castaños. Las hojas amarillentas de los
árboles, lavadas por la lluvia, brillan como monedas de oro; mil
arroyuelos serpean vacilantes por la falda de la colina y van a
depositar sus aguas en la llanura, que se dilata verde y mojada con
suaves ondulaciones. Una franja más oscura señala el cauce del Lora, que
se oculta misterioso bajo sus mimbreras y espesas filas de alisos.
El conde, con la cabeza, echada hacia atrás, los ojos medio cerrados,
aspiraba con delicia el fresco húmedo de la tarde. La carretera
flanqueaba la colina en suave declive. Antes de trasponerla y perder de
vista la ciudad, detuvo el caballo y echó una mirada atrás. Lancia era
un montón, no grande, de techos rojos, sobre los que resaltaba la flecha
oscura de la catedral. Debajo percibió una mancha amarilla, el bosque de
robles de la Granja. Más abajo las torrecillas anaranjadas de su casa
solariega.
La lluvia ha cesado. Un viento frío barre las nubes y las precipita
detrás de los montes. El firmamento se despliega trasparente con el
pálido azul de los días de otoño. Algunas estrellas apuntan ya como
diamantes en el horizonte. Los árboles, las montañas, los arroyos, el
valle cubierto de su verde tapiz brillan indecisos bajo la tenue
claridad del crepúsculo.
El conde pone de nuevo su caballo al galope y desciende velozmente por
el flanco de la colina que oculta a Lancia. El viento oprime sus sienes,
zumba en sus oídos produciéndole una dulce embriaguez que disipa las
negras nubes de su imaginación. Por la enlodada carretera no encuentra
sino algún hato de ganado, algún trajinante con su recua, o carro tirado
pausadamente por bueyes, en el fondo del cual duerme descuidadamente el
carretero. Mas antes de trasponer un recodo, cree escuchar rumor lejano
de ruedas y campanillas. Es la silla de posta que llega al anochecer a
Lancia. Al cruzar a su lado dirige una mirada distraída al fondo, y
chocan sus ojos con otros grandes y lucientes. Siente un estremecimiento
eléctrico, vuelve la cabeza con presteza, pero sólo percibe ya la
trasera de la silla que se aleja. Tira de las riendas al caballo y la
sigue: a los pocos momentos se detiene avergonzado y prosigue su marcha.
¿Sería Fernanda? Una sensación fugaz, pero muy clara, se lo decía. Sin
embargo, pudo haberse equivocado. Ninguna noticia tenía de su llegada.
Sabía que se quedara viuda hacía unos meses. Granate había rodado al
fin como un buey bajo el golpe de la apoplejía. Pero al mismo tiempo era
válida la voz de que la viuda del indiano aborrecía de muerte a Lancia
desde la humillante farsa con que sus compatriotas la habían regalado al
casarse. El hecho de no haber venido cuando la muerte de su padre,
acaecida el año anterior, lo dejaba bien probado.
El conde pensó algunos momentos en esto; al cabo se le borró de la
mente; le distrajo una nube violada y espesa que avanzaba hacia el zenit
presagiando nuevo chubasco. Pero en el fondo de su espíritu quedó algo
indeterminado y dulce que le puso de buen humor. Revolvió el caballo y
llegó a Lancia ya bien de noche, chorreando y cubierto de lodo, pero el
corazón ligero y alegre sin saber por qué.
Fernanda no vaciló un instante. Lo vio y lo conoció tan claramente que
pudo hasta advertir las señales que el tiempo y los cuidados habían
impreso en su semblante. Le pareció más viejo; creyó ver en su luenga
barba rubia algunos mechones plateados. Al mismo tiempo en sus ojos,
posados un instante sobre ella, adivinó el sufrimiento, el hastío, algo
triste, que le impresionó alegremente. El recuerdo de su antiguo novio
había vivido siempre en el fondo de su pecho. Ni la traición, ni el
desdén, ni las mil distracciones a que se arrojó en la vida frívola y
bulliciosa de París, habían logrado arrancarlo de allí. Si le hubiera
hallado satisfecho, en la plenitud de su fuerza y salud, no habría
sentido aquel soplo dulce que la acarició un instante. En tal alegría
maligna había el rencor inextinguible de la mujer desdeñada, pero
también algo alado, sonoro, vaporoso, como la esperanza, que cantó y rió
en su alma y disipó los negros pensamientos que se acumulaban sobre su
frente.
La necesidad, no su querer, la obligaban a volver a Lancia, donde había
jurado no poner los pies nunca más. Su marido tenía hecho testamento a
su favor. Los hermanos de aquél lo impugnaban. Se había entablado un
pleito, que ganó en primera instancia. Venía acompañada de una antigua
sirviente de su padre, trasformada en dama de compañía, y de un
mayordomo. Desde Madrid había telegrafiado a una prima, y ésta, en unión
con Manuel Antonio, dos de las niñas de Mateo y algunas amigas más, la
esperaban en la mal empedrada plazoleta del Correo, donde paraba la
diligencia. Y vengan de abrazos y achuchones y besos, y vayan de
preguntas y exclamaciones y lágrimas. La ofendida heredera de
Estrada-Rosa no había imaginado sentir tal alegría al poner la planta en
su pueblo natal.
Sus amigas la llevaron abrazada, casi en volandas, hasta casa. Allí se
despidieron todas, menos Emilita Mateo, a quien Fernanda hizo una seña
para que se quedase. Las dos amigas ascendieron lentamente, cogidas por
la cintura, aquella escalera, amplia, encerada, que tantas veces sus
pies menudos de niña habían pisado. No tardaron en encerrarse en el
antiguo gabinete de la hija de Estrada-Rosa para saborear la hora de las
dulces confidencias. Entre besos y sonrisas y protestas de fiel amistad
se contaron su vida durante aquellos cinco años. Fernanda hablaba de su
difunto marido con una compasión que quería ser triste y resultaba
altamente despreciativa. Vivió con él en una suerte de antagonismo de
ideas, de gustos y deseos, que los mantuvo constantemente alejados. Ni
fue feliz ni desgraciada. Fueron cinco años de aturdimiento en que
desfilaron ante su vista calles populosas, teatros resplandecientes,
hoteles magníficos, salones de baile, trajes deslumbradores, muchos
conocidos y ningún amigo. Su marido se plegaba a sus caprichos a la
fuerza, como un oso indómito que obedeciese gruñendo al palo del
domador. Habían tenido una niña, que se murió a los cuatro meses.
La juguetona Emilia fue muy desgraciada en su matrimonio. Núñez había
salido un _perdis_. Ya lo sabía Fernanda, pero vagamente. En cartas no
es fácil descender a ciertos significativos pormenores. Al principio muy
bien, pero luego las malas compañías le habían echado a perder. Le dio
por el juego primero, después por la bebida, últimamente por las
mujeres. Esto último era lo que más sentía Emilia. Todo se lo perdonaba
de buen grado: que viniese borracho a las tantas de la madrugada, que le
empeñase los pendientes, los cubiertos, hasta el capuchón de abrigo; lo
que no podía sufrir era que se le viese entrar en casa de una perdida
que vivía en la calle de Cerrajerías. Al decir esto la hija del Jubilado
soltaba un torrente de lágrimas. Apenaba más verla llorar, por la
alegría revoltosa que siempre fue el distintivo de su carácter. Fernanda
la acariciaba tiernamente y compartía sus lágrimas. Al cabo de un rato
de silencio le preguntó:
--Pero ¿tú le sigues queriendo?
--¡Sí, hija, sí!--exclamó con rabia.--No lo puedo remediar. Cada vez
estoy más ciega por él.
--¡Vaya por Dios! Tu pobre padre estará también disgustadísimo.
--¡Figúrate!... Y lo peor es--añadió llorando amargamente--que ahora
volvió a su manía antigua contra el ejército... Dice cosas horribles de
los militares... ¡Sí, sí, horribles!... En cuanto yo entro por casa
empieza a disparatar, nada más que por mortificarme... Mis hermanas le
apoyan... Nos llaman holgazanes y dicen... dicen que se debe reducir el
contingente...
Al llegar aquí, los sollozos rompían el tierno pecho de la esposa de
Núñez. Fernanda, que también lloraba viéndola tan afligida, no pudo
menos de sonreír.
--¡Tus hermanas también!
--¡Ya lo creo!... ¡Todos, todos desean que se reduzca!...
Cuando la hija de Estrada-Rosa le hubo demostrado que no era tan fácil
como parecía la reducción de las fuerzas de tierra, su espíritu se
serenó al fin poco a poco. Luego concertaron ambas dar una sorpresa a la
sociedad laciense. Fernanda se presentaría aquella noche sin previo
anuncio en la tertulia de Quiñones. Una alegría infantil se apoderó de
ambas con este proyecto. Así que le dieron forma, despidiose Emilita,
prometiendo volver enseguida a buscar a su amiga.
Eran las diez de la noche cuando subían ambas los peldaños de piedra,
que rezumaban siempre por la humedad, de la vasta escalera señorial de
los Quiñones.
Al llegar arriba Emilita prohibió al criado que las anunciase. Ella
misma abrió la puerta del salón y empujó a Fernanda hacia adentro.
Fue una aparición que dejó extáticos por un instante a los tertulios. La
hija de Estrada-Rosa, lucía un traje elegantísimo recién salido del
taller de una de las más afamadas modistas de París. Su belleza, de la
cual sus compatriotas no conocían más que el delicado botón, se había
convertido en rosa espléndida en los cinco años de vida refinada y
elegante. Maravillosa por la arrogancia de su talle, por el brillo de
sus grandes ojos africanos, por la delicadeza de su cutis, la hermosura
de Fernanda había adquirido en París su complemento necesario, la
gracia, el noble y sencillo ademán, el gusto para vestirse, la suprema
distinción que en Lancia no hubiera logrado jamás. Su traje negro de
seda dejaba descubiertos pecho y espalda. Algunas carreras de perlas
tejidas entre los cabellos componían todo el adorno de su cabeza.
Amalia fue la primera que la vio, y su sangre fluyó de repente al
corazón. Repuesta inmediatamente, corrió a saludarla.
--¡Oh! Ya sabía que usted había llegado; pero no imaginé que fuese tan
amable...
Ambas se miraron a los ojos y se declararon, con un chispazo, el odio
que ardía en el fondo de sus almas. Pero habían cambiado las
circunstancias. Amalia era cinco años atrás la dama más elegante y
distinguida de la población, la única cuyo porte y refinamiento de
costumbres trascendía a otra esfera más culta y espiritual. Fernanda la
aventajaba ahora infinitamente. Aquélla había envejecido de modo
ostensible. Entre sus cabellos se veían ya bastantes hebras plateadas;
su tez, siempre pálida, había perdido toda su frescura; además, había
perdido el deseo y el gusto para vestirse, se había ido plegando poco a
poco bajo la presión de la sociedad ordinaria y cursi que la rodeaba,
adaptándose a ella y descuidándose más y más de su persona. El contraste
era, por lo tanto, más vivo. Bien lo advirtió la noble esposa del
maestrante y se sintió humillada hasta el fondo de su ser. Una sonrisa
de despecho contrajo sus labios mientras cambiaba con Fernanda los
obligados saludos. Ésta gozaba de su triunfo con grave y serena alegría.
Las damas rodeáronla inmediatamente. Fue un diluvio de besos y abrazos
acompañados de vivas exclamaciones de gozo. Los hombres, que formaban
círculo detrás, avanzaron también sus manos y estrecharon con efusión la
de la hermosa viajera. Y entre tanto pláceme y tanta frase
congratulatoria, o por olvido o por vergüenza, nadie osaba hacer alusión
a la desgracia que la joven había experimentado algunos meses atrás; ni
el más mínimo recuerdo para el oso colorado que dormía su sueño eterno
en un cementerio de París. Tan sólo cuando la efervescencia de los
saludos hubo calmado, Amalia la cogió sonriente las manos y exclamó
mirándola de arriba abajo:
--¡Sabe usted que son muy elegantes los trajes de duelo en París!
Fernanda hizo una mueca de desdén.
--Poco importa el vestido si se lleva el duelo en el corazón--apuntó
María Josefa, que en los cinco años trascurridos había aguzado
prodigiosamente el filo, el contrafilo y la punta de su lengua.
Las mejillas de Fernanda se tiñeron de carmín. Se avergonzó como si
fuese un delito no sentir la pérdida de _Granate_. Luego, irritada por
aquella hostilidad, estuvo a punto de mostrar violentamente su enojo.
Volvió la espalda y se puso a hablar con otras damas.
En aquel momento el conde de Onís salió del gabinete y vino a saludarla.
Le tendió la mano con afectuosa sonrisa. Ella le entregó la suya de un
modo glacial, separando rápidamente la mirada. Sin embargo, pudo
advertirse alrededor de sus ojos un círculo pálido que denunciaba la
emoción. Para disimularla se encaminó al gabinete, diciendo con afectada
ligereza que la dejasen libre, que a quien tenía más gana de ver era a
D. Pedro.
El noble maestrante yacía en su sillón con los naipes en la mano. Sus
cabellos y su barba estaban más blancos, pero tan erizados e indómitos.
Sus facciones enérgicas parecían más acentuadas; sus ojos hundidos
brillaban con fulgor más delirante. Al mover con trabajo aquel gran
torso atlético desprovisto de base los rasgos de su fisonomía se
contraían con expresión de feroz impotencia que inspiraba tristeza y
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