El maestrante - 18

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La hora más terrible para la criatura era la de las lecciones. Amalia se
las señalaba por la mañana temprano; grandes trozos de la historia
sagrada y de la gramática. Josefina se retiraba a un rincón y hacía
esfuerzos desesperados por retenerlos en la memoria. Un poco antes de
comer, Concha, que era la encargada de tomárselas, se sentaba en una
silla, sacaba la famosa ballena y, con ella en una mano y el libro en
la otra, daba comienzo a sus funciones pedagógicas. Cada tropiezo, cada
palabra que la niña olvidaba costábale un ballenazo en la cara, en el
cuello o en las manos. Y como su memoria no era bastante fuerte, y por
otra parte el miedo se la obstruía, aquello era un incesante machaqueo.
Aún peor si se las tomaba su madrina. Concha era fríamente cruel; no
levantaba la mano sino cuando cometía la falta, como una máquina de
castigar. Pero Amalia a los pocos momentos se ponía nerviosa, el llanto
de la niña excitaba sus sentidos, entraba en furor como una pantera
hambrienta, y concluía por golpear frenéticamente hasta que la dejaba
trémula y ensangrentada a sus pies.
Desde la carta del conde había aumentado, si era posible, su odio a la
criatura; la trataba aún más despiadadamente. Herida en lo más vivo de
su orgullo por aquella diplomacia fría, protectora, insultante que en su
sentir respiraban las palabras de su antiguo amante, vomitaba la rabia
de su corazón sobre la hija. Además, la idea de que Luis tenía noticia
de aquellos martirios, y le dolían vivamente era aliciente mayor para
prodigarlos. ¡Que sufriese ella, que sufriese él, el vil, el pérfido,
que había gozado de su juventud, y cuando la halló vieja la arrojó como
un trapo sucio a la barredura!
En uno de estos días de profunda y rugiente cólera la vida de Josefina
corrió inminente peligro. A la hora de costumbre fue llamada al comedor
para dar sus lecciones. Concha se acomodó en su silla y con no
disimulado regodeo sacó del pecho la fatal ballena. Aquel día le pedía
el cuerpo un razonable desahogo de golpes. La niña se acercó a ella
temblando como siempre y le entregó los libros. Y ya comenzaba a recitar
con labio balbuciente un capítulo de la historia sagrada cuando vino a
interrumpirlas Manín. Entró con su eterna chaqueta verde, calzones
cortos, su gran calañés mugriento, haciendo temblar el piso con los
zapatones claveteados. A esta indumentaria, arcaica ya en la provincia,
debía gran parte de su notoriedad y la fama de terrible cazador de osos
que había tenido. Entró con la cabeza gacha como siempre y,
espatarrándose bajo el dintel de la puerta, preguntó:
--Concha, ¿no habrá _de qué_, que comer, por ahí?
--¿Tanto te aprieta la _gazuza_, Manín?--respondió la costurera riendo.
El aldeano abrió desmesuradamente la boca para reír también.
--Así Dios me salve, no puedo aguantar un menuto más. Toos parecéis
frailes descalzos en esta casa; no vos entra la gana más que cuando
suena la hora.
--Voy, voy allá, grandísimo tragón, roedor--dijo Concha posando sobre la
silla el libro y la ballena y dirgiéndose con paso petulante hacia el
aparador.
Se entendían admirablemente. La costurera era arisca, cruel, intratable;
pero el mayordomo sabía recabar de ella las pocas migajas de buen humor
que tenía en el cuerpo. La requebraba brutalmente, la pellizcaba al
pasar, le decía mil groseras desvergüenzas para que las comprendiera al
revés. Y la microscópica doncella, que no era gentil ni bonita y en
quien las asperezas del carácter habían sofocado todo germen de
coquetería, trasformándola en sacerdotisa del dolor, en una euménida
fatal y despiadada, se dejaba festejar complacientemente por aquel
bruto. Le hacía gracia su osadía, su rudeza, su glotonería y el modo
insolente y despreocupado que tenía de tratar a todo el mundo, incluso
al alto y poderoso señor de Quiñones. Manín era un solemnísimo bellaco.
Con aquella grosería soez, el porte de atrevido cazador de fieras y su
estrafalario arreo había sabido vivir muy regaladamente en este mundo,
sin encallecer las manos, ni quebrarse los lomos allá en su aldea con
las faenas de la labranza.
Sacó la costurera un plato de carne fiambre y lo puso sobre el hule de
la mesa, sin servilleta ni cosa que lo valga; después cortó a la mitad
un pan y lo dejó, con la imprescindible botella de vino blanco y el
vaso, al lado de la carne. El cazador de osos comenzó a devorar. Concha
sentose de nuevo, y la niña, acercándose, repitió las palabras que ya
había pronunciado. A los pocos momentos ¡zas! un ballenazo y un grito de
dolor. Inmediatamente otro golpe y otro grito. Y así sucesivamente. La
costurera estaba encantada al notar que la chiquilla tropezaba más que
otras veces. Manín engullía en silencio, volviendo sólo de vez en cuando
los ojos con marcada indiferencia hacia aquella triste escena. Al poco
tiempo, como por máquina, principió a murmurar a cada golpe: «¡Dale!
¡Atiza! ¡Buena fue ésa! ¡Vaya una mano!...» y otras semejantes
exclamaciones.
Terminó la lección de historia sagrada. Antes de tomar la de gramática
hubo un respiro. La costurera se puso a bromear alegremente con el
mayordomo. Estaba de un humor angelical.
--¿Qué tal la carne?
--Rica, ¡rica de verdad!
--Lo peor es que te va a quitar el apetito para la hora de comer.
Retembló la estancia con la risotada del gañán.
--¡Eso sí! ¡A mí cualquier cosa me quita la gana! Vas a tener que
meterme un hierro caliente en el agua como a la señora.
--Por la panza te lo había de meter, gran puerco.
--Mira, Concha, no me busques las cosquillas, porque aunque eres una
mocita de sandunga y tienes los ojos muy picarones, y la boca como una
cereza, un día te encuentras, sin saber por dónde vino, con un revés que
te arrancará de cuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.
--¡Calla, calla, viejote, zapalastrón! ¡Bueno estás ya para reveses! ¡Si
no puedes con los calzones! ¡Si estás descuajaringado!
--Eso no lo dices tú con el corazón; por eso se te estima. Bien sabes
que hay aquí dentro mucha entraña todavía (y se daba rudos puñetazos en
el pecho). ¡Si te cogiera en un maizal!
--¡Como si me cogieras en la plaza del mercado! Na. Ya no tienes más que
quijadas y palique.
--Y manos para apalpar la gracia de Dios--repuso el bárbaro tomando con
su manaza velluda la barba de la costurera.
--¡Quita, quita! ¡Gorrinazo!
Y le pegó con la ballena un golpecito en los dedos. Volvió el gandulote
a embestirla y ella a defenderse de la misma manera. Trató de agarrarla
por la cintura. La doncella se levantó y corrió por la estancia,
haciéndose la enojada.
--¡No me toques, Manín! Mira que llamo a la señora.
Pero él no hacía caso. La perseguía lanzando gruñidos y risotadas;
abrazábala aquí, soltábala allá, recibiendo en sus carrillos, ásperos y
duros como la piel de un elefante, las bofetadas de la doméstica, sin
manifestar sentirlas. Crujían los muebles, retemblaba el piso,
campanilleaba la vajilla de los aparadores. Y él sin cejar. Cada vez más
falso y zalamerón. Sabía el pícaro que aquella mujerzuela irascible y
endemoniada tenía despierta la vanidad, como todos los seres humanos, y
que era de capital interés para su panza tenerla contenta. Por último,
lanzando un verdadero mugido de buey, consiguió agarrarla por la cintura
y alzarla en vilo. Mantúvola en alto sin esfuerzo alguno, como si fuera
un chiquito de tres años.
--¿Y ahora? ¿Qué dices ahora, Zapaquilda? ¿Dónde están esos hígados?
¿Dónde esas manos? Anda, bruja, pide perdón; si no, te dejo caer como
una rana--bramaba el cazurrón, zarandeándola en el aire.
--¡Déjame, Manín! ¡Déjame, burro! ¡Habrá cochinazo! ¡Mira que grito!
Al fin la puso delicadamente en el suelo. La doncella, jadeante,
desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía
con voz anhelante:
--No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde
estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por
bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y
¿qué dirán? ¡Quita, quita allá! No me vuelvas a decir palabra, porque no
te contesto.
--¡Eso! Grita ahora, fachendosa, después que te hice ver a Dios--roncaba
Manín con sorna, mirándola de reojo y sobándose la barba.
--¡Si no te quitas de mi vista, baldragote!...--exclamaba la diminuta
criada, pasándole a su despecho relámpagos de risa por los ojos.
Manín se sentó de nuevo para engullir el pan que quedaba y beber otro
vaso de lo blanco. Josefina mientras tanto sollozaba en un rincón,
llevándose las manos heridas a la boca, palpándose las mejillas
acardenaladas por los ballenatos. Manín se dignó echar hacia ella una
mirada.
--No llores, tontina, que el dolor de los zurriagazos pasará y la
ciencia te quedará en la mollera para siempre--dijo cortando con su
navaja un pedazo del pan y metiéndolo en la boca.--Si quieres saber mi
dictamen, cuanto más te peguen más contenta debes de estar. ¿Qué serías
tú si Concha no tuviese la misericordia de castigarte duro? Una
chafandina que no valdría un celemín de bellotas, una bestia, salva sea
la comparanza. Y ahora ¿qué serás? Una mujer pa too lo que se la pida.
(Pausa mientras se corta otro pedazo de pan y lo muele, levantando un
bulto como el puño en el carrillo derecho)... Anda, que si yo hubiera
tenido como tú maestros que me alzasen el pellejo a correazos, no sería
un burro, no me llamarían Manín, sino don Manuel, y en vez de ser un
mísero súdito, andaría por ahí dándome importancia, paseando por
Altavilla con las manos atrás como los señores y leyendo las gacetas en
el casino. (Otra pausa y otra amputación del zoquete)... Ponte en lo
justo si tienes caletre para ello. ¿Cómo quieres aprender esas cosas tan
enrevesadas sin algunos lampreazos? ¿Quién aprendió _daqué_ nunca sin
azotes? Nadie. ¡Pues entonces! Si tuvieras conocimiento, criatura,
darías gracias a Dios por haberte puesto una maestra que es como una
gloria. Para too sirve la endina, para too tiene las manos finas y los
pies listos, ¿verdá, tú?
Concha se había puesto grave otra vez, sentándose y haciendo un gesto
imperioso a la niña para que se acercase. Tocábale el turno a la
gramática. Aquí andaba peor todavía que en la historia, séase por la
falta de memoria o porque el miedo la turbase. Comenzó el vapuleo: un
ballenazo ahora y otro después y otro y otro. Manín, fiel a sus
convicciones pedagógicas, aplaudía con la boca llena, cortando grave,
esmeradamente, en figuras geométricas los pedazos del pan antes de
conducirlos con toda solemnidad a los labios. Las faltas fueron muchas;
los golpes fueron otros tantos. Pero al terminar la lección, Concha
consideró que a más del castigo correspondiente a cada falta, teniendo
en cuenta lo mal que la niña lo había hecho, convenía terminar con un
vapuleo general que las comprendiese todas. La alzó de la silla y,
blandiendo la formidable ballena, exclamó:
--Ahora, para que estudies mejor y se te despierten los sentidos, ¡toma!
Tantos y tan recios fueron los golpes, que la criatura, tratando de huir
aquel martirio, se agarró con las manos crispadas a las sayas de su
verdugo. Sin saber cómo, tal vez por haberse colgado inconscientemente a
ellas, la cinta que las sujetaba se rompió y vinieron al suelo, dejando
a la costurera solamente con la camisa. Dio un grito de vergüenza y se
apresuró a levantarlas. Pero sin pararse a atar otra vez la cinta,
echando una mirada de profundo rencor a la chica, salió de la estancia
sujetándolas con las manos.
--¡Buena la has hecho, buena, buena, buena!--exclamó Manín, tallando con
primor el bocado que iba a llevar a la boca.
La criatura, paralizada de terror, no lloraba. No le dolían siquiera las
heridas. Al cabo de pocos momentos se presentó de nuevo Concha
acompañada de la señora. Ésta venía sonriendo sarcásticamente.
--Por lo visto, a la señorita le gusta ahora desnudar a las doncellas
delante de los hombres. Estará usted contenta, señorita, ¿no es cierto?
Manín habrá visto bien por todos lados a Concha. ¿Verdad, Manín, que la
has visto cómodamente?
Avanzó unos pasos. La niña retrocedió asustada.
--No tenga miedo, señorita. Tranquilícese usted, señorita. Yo no vengo
aquí a azotarla. Eso de los azotes es muy antiguo. ¡Quién se acuerda ya
de azotes! Sólo vengo a invitar a usted para que dé una vuelta por la
cueva... la cueva de los ratones... ya sabe usted. Allí se puede
entretener en desnudar alguna rata de las muchas que vendrán a
visitarla... Vamos, deme usted la mano para que la conduzca con toda
ceremonia.
La niña fue a ponerse detrás de una silla; desde allí, perseguida por
Amalia y por Concha, corrió alrededor de la mesa; por último, se refugió
detrás del mayordomo.
--¡Manín! ¡Manín, por Dios me escondas!
Pero éste la sujetó por un brazo y la entregó a la señora. Tomáronla
cada una por una mano y la arrastraron, apesar de sus gritos
penetrantes.
--¡A la cueva no! ¡A la cueva no! ¡Madrina, perdón! Mátame primero.
¡Mira que tengo mucho miedo! ¡A la cueva no, que me comen los ratones!
Los criados salieron al pasillo y presenciaban mudos y graves aquella
escena. Los gritos de la niña se fueron perdiendo en la oscura y
tortuosa escalera que conducía al sótano.
Amalia abrió la puerta de la terrible cueva y empujó a su hija hacia el
interior. Cerró con furia; pero la niña había corrido hacia la salida, y
la puerta le cogió la mano. Oyose un grito desgarrador. La valenciana
abrió otra vez la puerta, dio un fuerte empujón a la criatura que la
hizo caer al suelo, y echó la llave.
La cueva era un calabozo húmedo y negro donde sólo penetraban algunos
tenues rayos de luz por un ojo de buey abierto en lo alto. Sirvió en
otro tiempo para bodega de vinos. Ahora no había allí más que botellas
vacías.
La niña apenas quedó sola se incorporó, miró a todos lados loca de
terror, quiso gritar y la voz se le anudó en la garganta; por último,
extendiendo las manos, acometida de un fuerte temblor, cayó desvanecida.
Al cabo de media hora el mozo de cuadra, que había presenciado el
encierro, movido de compasión, acercose a la puerta y miró por el ojo de
la cerradura. Nada pudo ver. Llamó muy quedo.
--Josefina.
La chica no respondió. Llamó más fuerte. El mismo silencio. Asustado,
gritó y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas sin obtener
contestación. Entonces apresurose a subir para dar parte de lo que
pasaba, a riesgo de perder su empleo. Amalia mandó a Concha con la llave
para ver lo que ocurría. Entre ella y Paula subieron a la criatura
privada de sentido, fría y rígida, con los caracteres de la muerte
impresos en el rostro. Temerosa de las complicaciones que con esto
pudieran sobrevenir, la esposa del maestrante se apresuró a meterla en
la cama. Tardó poco la pequeña en volver en sí, pero inmediatamente se
declaró una fuerte calentura. Llamose al médico. Encontrola bastante
mal. Para explicar la herida de la mano y los cardenales que presentaba,
Amalia, fértil en mentiras, inventó una historia que el doctor creyó o
fingió creer.
Estuvo entre la vida y la muerte algunos días. Amalia seguía con ojos
inquietos el curso de la enfermedad. No le dolía la pérdida de aquel ser
sobre el cual había vertido las hieles amargas de su corazón; pero le
agitaba la idea de perder de una vez su venganza. Justamente al tercer
día de hallarse en cama Josefina, tuvo noticia de que en la noche
anterior había salido Fernanda en la silla de posta para Madrid, y que
Luis sólo tardaría cuatro o cinco días en reunirse con ella. Experimentó
violenta sacudida. Una ola hirviente de bilis inundó su pecho. Aquella
noche tuvo fiebre también. ¡Se le escapaban! No había posible venganza
para aquel traidor. Iría a Madrid, se casaría; tal vez allí recibiría la
noticia de la muerte de su hija; lloraría un poco; al cabo las caricias
de su adorada esposa se la harían olvidar. De aquellos amores tan
largos, tan vivos, no quedaría más que un hombre paseando su dicha por
Europa, y en Lancia una pobre mujer vieja y triste sirviendo de befa a
los corrillos de Altavilla. Sus carnes fláccidas temblaron. Los
instintos vengativos de su raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No,
no podía ser! Antes arrojarle su hija muerta a los pies, antes clavarle
un puñal en el corazón.
Ocurriosele una idea singular y terrible: contárselo todo a su marido.
Ignoraba lo que esto daría de sí, pero por lo pronto provocaría un
escándalo. D. Pedro era violento, gozaba de gran poder y prestigio.
¿Quién sabe el destrozo que la bomba podía causar? Cierto que estaba
paralítico y no podía tomar venganza por su mano; pero ¿no se le
ocurrirían a aquel hombre tan altivo y puntilloso medios de volver el
mal que le causaran? Ella caería entre las ruinas, pero caería con gusto
si el traidor pagaba de algún modo su perfidia.
Después de mucho batallar con este pensamiento, no arriesgándose a hacer
la confesión de palabra ni a escribirla bajo su firma, remitió a D.
Pedro, disfrazando la letra, una carta anónima. «La niña que usted ha
recogido hace seis años es hija de su esposa y de un caballero que
frecuenta su casa y a quien usted llama su amigo. No le digo a usted el
nombre. Busque usted y no tardará en hallar al traidor.--_Un amigo
leal._» Echola al correo y esperó con ansia el efecto que producía.
D. Pedro la recibió delante de ella y la leyó. Su rostro se contrajo
fuertemente y se cubrió de palidez cadavérica.
--¿Quién te escribe?--preguntó ella con naturalidad.
El maestrante se repuso inmediatamente y, doblando la carta y
guardándola, respondió haciendo esfuerzos por asegurar su voz, que
temblaba:
--Nada, un recomendado mío que se queja de que le han dejado cesante...
¡Ese gobernador! No tiene memoria ni formalidad ninguna.
Inquieta ya y esperando con ansia los acontecimientos se retiró a su
gabinete. Por la tarde llegó Jacoba con misterio y le entregó un billete
de parte del conde.
--¿Qué quiere de mí ese hombre?--preguntó sorprendida y en tono
despreciativo.
--No lo sé, señorita. Escribió la carta en mi casa y allí espera
contestación.
El billete del conde decía:
«Amalia, sé que nuestra hija se halla en peligro de muerte. Por lo que
más quieras en este mundo, por la salvación de tu alma, concédeme una
entrevista. Necesito hablarte. Si esta tarde ya no puede ser, ven mañana
por la mañana a casa de Jacoba.--Tuyo, _Luis_.»
--¡Tuyo! ¡tuyo!--murmuró con amarga sonrisa.--Has sido mío, sí, pero has
cambiado de dueño. Te costará caro.
--¿Llevo contestación, señorita?
Quedó pensativa unos momentos; dio algunas vueltas por la estancia,
completamente abstraída; se acercó al balcón y miró por los cristales.
Al fin dijo, volviéndose a medias y con gran sequedad:
--Bueno, iré mañana a la hora de misa.
--Me ha preguntado con grandísimo interés por la niña.
--Dile que sigue lo mismo.
Marchose la entremetida, y ella permaneció largo rato mirando a la
calle, al través de los cristales, sin verla.
Desde las siete de la mañana del día siguiente estaba Luis aguardándola
en la casucha de Jacoba. No había allí más que una cocina en la planta
baja y una salita arriba con alcoba, tan bajas de techo que el conde con
sombrero tocaba en el cielo raso. En esta salita daba paseos furiosos
con las manos en los bolsillos, mirando con precaución a cada momento
por los visillos de la única ventana que tenía. Hasta las nueve no
acudió la dama. La vio llegar con la mantilla echada por los ojos, el
devocionario en la mano y el rosario colgado de la muñeca, con el paso
firme y sosegado, como si viniese a dar algunos encargos a su antigua
protegida. Cuando oyó su voz en la cocina, le dio un vuelco el corazón,
se puso a temblar como un azogado y se le borraron por completo las
palabras que tenía preparadas.
--¿Cómo está usted, conde?--dijo ella con gran naturalidad al entrar,
tendiéndole una mano.
--Bien, ¿y tú?
Levantó la cabeza como sorprendida de oírse tutear y respondió mirándole
fijamente:
--Perfectamente.
--¿Y la niña?
--Algo mejor.
Despejose al oír esto la fisonomía del caballero. Brilló un rayo de
alegría en sus ojos y dijo tomando de la mano a su ex-querida y
atrayéndola hacia el pobre sofá de paja que allí había.
--Sentémonos, Amalia. Aunque sea un atrevimiento por mi parte, te ruego
que me permitas seguir tuteándote cuando estemos solos... Yo no olvido,
no podré olvidar jamás cuántas horas de dicha te debo, cuánta felicidad
has vertido en mi vida triste y monótona. Tú me has revelado lo más
dulce y más íntimo que existía en mi corazón sin que yo lo sospechase
siquiera. Para tí han sido los primeros impulsos de mi alma. Sólo tú has
penetrado hasta ahora en ella, la has sondeado y conoces sus
melancolías, sus flaquezas, y sus ternura. Si me separo de ti, si digo
adiós a nuestro amor, no creas que es porque he dejado de estimarlo:
obedezco solamente a una ley de la naturaleza que nos empuja a todos a
crear una familia. No tengo en el mundo más que a mi madre, una pobre
anciana que muy pronto me dejará solo... No debe parecerte mal que
quiera formar un hogar y poseer un heredero de mi nombre y mis
títulos... Además, el grito de la conciencia me perseguía...
El conde, regocijado con la mejoría de la niña, se mostraba expansivo y
más locuaz que de costumbre, sin poder ocultar la felicidad que le
embargaba, pensando que todo estaba arreglado a medida de sus deseos.
Josefina dichosa al lado de su madre; él dichoso al lado de Fernanda;
Amalia resignada y tributándole siempre un cariño dulce y cada día más
acendrado.
Ésta le miraba con cierta curiosidad burlona. Cuando terminó, dijo
sonriendo benévolamente:
--Sobre todo desde la noche en que viste a Fernanda con aquel precioso
vestido descotado, ese grito debió de hacerse insoportable.
El conde sonrió también, avergonzado.
--No lo creas, Amalia; siempre he sentido remordimientos. Claro está que
al hacerse uno viejo ve las cosas con más claridad. Mi barba ya blanquea
por varios sitios, como estás observando. Lo que en un joven puede
disculparse como locura, como expansión irremediable del fuego que corre
por las venas, en un viejo se llama crimen. El amor, a la edad en que yo
estoy, no debe tapar con sus alas la luz de la razón, y si la tapa
merezco el calificativo de insensato. Mi resolución podrá sernos amarga
a los dos. A mí me lo es mucho; me cuesta trabajo desprenderme de una
pasión que a fuerza de tiempo casi se ha convertido en costumbre.
Existe, además, por desgracia, entre los dos un lazo imposible de romper
por completo. El Destino ha hecho nacer del fango de nuestro pecado una
flor hermosa, una cándida azucena. Apartemos el crimen de su frente: ya
que ha sido engendrada por un amor ilegítimo, no la manchemos con
nuestra conducta vituperable. Hagámonos dignos de ella viviendo como
cristianos.
--Está muy bien todo eso. Sólo siento que ese curso de doctrina
cristiana haya venido tan tarde y haya coincidido con la llegada a esta
población de tu antigua novia. Porque parece así como si tuvieras
olvidado por completo el catecismo, y ella viniese a refrescarte la
memoria. Pero, en fin, en eso no debo meterme porque no me concierne.
El resultado es que te casas. Haces bien. El hombre está mal solo, y
cuando halla una compañera digna, como tú has hallado, no debe perder la
ocasión. Fernanda es una buena muchacha; segura estoy de que te hará
feliz. Tendréis muchos hijos y, después de una vida larga y dichosa,
iréis al cielo.
Sorprendiole a Luis aquella resignación y no pudo menos de sentir alguna
inquietud.
--¿Y tú serás también feliz?--le preguntó tímidamente.
--¿Yo?... ¡Qué importa que yo sea feliz o desgraciada!--dijo alzando los
hombros con ademán desdeñoso.
--¡No digas eso, Amalia! La felicidad no es la locura a que nos
entregamos durante siete años. Había un dejo amargo en ella que yo
percibía hace tiempo, y que tú no tardarías en percibir. Una vida pura y
digna, la tranquilidad de la conciencia, la estimación de las personas
honradas te darán más contento que la pasión culpable... Además, tienes
lo que yo no tengo... tienes a tu lado un ángel, un lirio tierno y
fragante que embalsamará tu existencia.
--¡Ah, sí, Josefina!... Efectivamente, ella será la que me ha de
proporcionar los únicos buenos ratos que pasaré en adelante.
Lo dijo con una inflexión de voz tan extraña, tan aguda y estridente,
que Luis sintió un escalofrío.
--¿Qué quieres decir con eso?
--Lo que he dicho; que por fortuna tengo a Josefina para resarcirme.
--¡Es que lo dices de un modo tan raro!
La valenciana dejó escapar una risita singular que salía allá del fondo
de la garganta y sonaba de modo siniestro. Luis la miraba fijamente,
cada vez más inquieto.
--¡Pero qué tonto eres, Luis! ¡pero qué retontísimo! El egoísmo ha
puesto tales cataratas en tus ojos que no ves ni lo que tienes delante.
Si tuvieses veinte años, esa inocencia podría quizás inspirarme lástima;
a tu edad no me inspira más que risa y desprecio. Pensar en que cuatro
palabrillas insolentes sobre la moral y la conciencia bastarían a
obligarme a aceptar satisfecha la humillación que me impones; suponer
que yo, a quien si no conoces debieras conocer, voy a consentir que me
arrojes como un trapo sucio, que me arrastres como una cautiva enamorada
a los pies de Fernanda para que le sirva de almohadón cuando suba a tu
lecho, es el colmo de la estupidez y la fanfarronería. ¿Por qué no me
pides también que sea tu madrina de boda?
El conde la contemplaba con los ojos dilatados, expresando la ansiedad y
el espanto.
--De modo que lo que me han dicho de los martirios que haces pasar a
nuestra hija ¿es cierto?
--¡Y tan exacto! Y aún no los sabes por completo... Mira, voy a
referírtelos todos para que no te llames a engaño...
Y con palabra breve, incisiva, con una cruel satisfacción que se le
traslucía en la voz, puso delante de su vista el cuadro espantoso de las
miserias y dolores que la desgraciada criatura había padecido en los
últimos meses. Aquel cuadro era infinitamente más aterrador que el que
le había exhibido María la planchadora. El conde, pálido, desencajado,
sin hacer el más leve movimiento, parecía la estatua de la
desesperación. Al poco rato se tapó la cara con las manos y así escuchó
hasta el fin.
--¡Oh, qué infame! ¡oh, qué infame!--murmuró sordamente.
--Sí, muy infame, pero aún espero serlo más. ¿Has oído todas estas
infamias? Pues no son nada en comparación con las que haré.
--¡No las harás tal, malvada!--profirió Luis levantándose y
abalanzándose a ella.--Antes te ahogaré con mis manos.
La valenciana se escapó hacia la puerta.
--¡Si das un paso más, grito!
--¡Oh, infame, infame!--volvió a exclamar con voz profunda el conde.--¡Y
Dios consiente sobre la tierra estos monstruos!
Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamente sobre el sofá. Apoyó los
codos sobre las rodillas y metió la cabeza entre las manos. Al cabo de
largo silencio la levantó diciendo:
--Bueno, ¿y qué exiges de mí?
Amalia dio un paso para acercarse.
--Lo que ya debes de suponer, si es que te queda un poco de sentido
común. No exijo que nuestras relaciones continúen, porque a los términos
a que hemos llegado no es posible: sería tanto como mendigar tu amor, y
tengo demasiado orgullo para ello. Pero no quiero que ni tú ni esa mujer
os quedéis riendo de mí; no quiero servir de befa a los que conocen
nuestras relaciones, que son todos los que frecuentan la casa. Exijo,
pues, como condición para que la niña vuelva a ser lo que era que rompas
inmediatamente con Fernanda y no te acuerdes más de ella.
--¡Pero Amalia!--exclamó con acento dolorido.--Bien comprendes que es
imposible. Mi boda está concertada; lo sabe ya todo Lancia: Fernanda me
espera en Madrid; faltan muy pocos días...
--Aunque faltase un minuto. Esa boda no se celebrará. Si te casas con
Fernanda, tu hija pagará el agravio en la forma que ya sabes.
--¡Oh! Yo lo impediré. Daré parte a la autoridad. Pediré el depósito de
la niña.
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