El maestrante - 06

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húmedos, tan pronto tiernos como iracundos. Provenía también de su
movilidad, de la agudeza de su ingenio y del metal de su voz simpático e
insinuante. Era, en suma, una mujer graciosa e interesante.
No se sabe si por orgullo o porque realmente su temperamento ardiente y
borrascoso le solicitase a ello, mostrose desdeñosa con los jóvenes
ricos que galantemente la requebraban sin decidirse a pedir su mano, y
entregó el corazón a un muchacho humilde, a un escribientillo del
gobierno político con cuatro mil reales de sueldo, hijo de un maestro de
escuela. La sangre azul de los Sanchiz brincó de cólera en las venas de
D. Antonio, de Antoñito, de sus hermanas y hasta en las del banquero, su
cuñado, que no la tenía. Hubo de sufrir activa y feroz persecución. Pero
como no le faltaban ánimos y estaba dotada además de un espíritu
ingenioso y travieso, fértil en toda clase de diabluras, es lo cierto
que se burló de ellos largo tiempo, que de nada valieron los ruegos, las
amenazas, ni la temporada que la tuvieron recluida en un convento. Si el
escribiente no llega a morirse de una tisis que le concluyó en pocos
meses, es casi seguro que la muy noble y necesitada casa de los Sanchiz
sufriera el baldón de emparentar con el hijo de un maestro de escuela.
Después de esta aventura, Amalia quedó bastante desprestigiada en la
población. Pero ella bien sabía que, aunque hubiera mantenido incólume
su prestigio, sería lo mismo. Los hombres no se casan por el prestigio,
sino por el dinero. No se le ocurrió, pues, sentir remordimientos por lo
pasado. Vivió triste y resignada dos años más, mostrándose indiferente a
los placeres propios de su edad, sin hacer nada para granjearse la
voluntad de los jóvenes y ganar un marido. Cuando ya iba cerca de los
veinticuatro abriles, y podía darse por perdida la esperanza de
matrimonio, fue cuando a D. Pedro Quiñones, su tío tercero o cuarto, se
le ocurrió acordarse de ella. Resistió el casarse con aquel señor, que
sólo había visto de niña dos o tres veces, viudo hacía poco tiempo, y
cuyas extravagancias conocía por oírselas narrar entre carcajadas a su
padre y hermano, ¡los mismos que ahora la apretaban para que le aceptase
por marido! No fue muy tenaz, sin embargo, en su resistencia. Estaba tan
desengañada, vivía enmedio de un aburrimiento tan plomizo, de una
indiferencia tan soñolienta, que así que vio a su padre colérico,
después de haberla suplicado con vivas instancias, se dejó arrancar el
sí. Decían todos que aquel matrimonio era la salvación de la familia. No
se metió a averiguar si era verdad o pura ilusión. Después de casada
supo que todo lo que su padre pudo sacar de D. Pedro fue una exigua
pensión, con la cual a duras penas podía comer.
El noble vástago de los Quiñones de León se enamoró perdidamente de
aquella estatua de hielo. En el viaje que hicieron desde Valencia a
Lancia, la esposa se mostró tan fría, tan circunspecta y tan cortés al
mismo tiempo, que D. Pedro no osó reclamar ninguno de sus derechos. En
Lancia, ya sabemos por la voz pública, digna de creerse en este caso, lo
que pasó.
La negativa persistente, los desprecios infinitos con que le regaló por
mucho tiempo, lejos de enfriarle, encendieron más su pasión. Era
Quiñones, como ya sabemos, hombre fogoso, terco, de voluntad indomable.
Los obstáculos le irritaban, llegaban a enloquecerle. Quiso vencer el
corazón de su esposa y no perdonó medio para ello: la colmó de
atenciones, mimó sus gustos más insignificantes, viviendo por varios
meses en perpetua congoja, en una verdadera fiebre de esperanzas, tan
pronto vivas como muertas. Nada hubiera logrado, sin embargo, sin la
astucia de su amigo el canónigo. Aquel aconsejado viaje por las
montañas, lleno de sustos y peripecias, le conquistó, si no el amor de
su esposa, por lo menos sus favores.
En los dos primeros años de matrimonio Amalia hizo una vida retraída,
sin salir apenas del churrigueresco palacio de la calle de Santa Lucía.
Vivía a solas con su aburrimiento, complaciéndose en hacerlo más
insoportable, agitada por una cólera sorda que amenazaba estallar a cada
instante: en la apariencia tranquila, aceptando gustosa su papel,
tratando con superioridad cortés a los que se la acercaban. El
desgraciado accidente sobrevenido a su esposo distrajo un poco su hastío
e infundió en su corazón momentáneo sentimiento de piedad. Durante
algún tiempo se creyó llamada a desempeñar cerca de él los oficios de
hermana de la caridad, a cuidarle con afectado cariño para hacerle menos
insoportable aquel terrible castigo. No tardó mucho en fatigarse. Poco a
poco se fue aficionando a la tertulia que por las noches se formaba en
torno de su esposo, comenzó a interesarse en las conversaciones de
política local y a intervenir en ella más o menos directamente. D. Pedro
era el arbitro de la provincia mientras se hallaba en el poder el
partido moderado. Ahora, que estaba debajo, conservaba no obstante muy
alto prestigio y no poca influencia, en el temor de que no tardaría en
ponerse encima. Para aumentar este prestigio y esta influencia y dar
mayor realce a la riqueza y poderío de la casa, Amalia, que halló aquí
medio de distraerse, abrió sus salones a la sociedad laciense, que hasta
entonces había tenido siempre alejada; algunas visitas de cumplido y
nada más. Dio conciertos, menudeó las reuniones de confianza, y de vez
en cuando, en ciertas solemnidades, organizó grandes bailes de etiqueta.
Con esto recobró su perdida energía, aquella graciosa y simpática
movilidad que la caracterizaba; volvió la sonrisa a sus ojos, la frase
aguda a sus labios. Nadie supo jamás honrar con más amabilidad y más
gracia a sus tertulianos. Fue modelo de gentileza y cortesanía. Se hizo
adorar de la juventud, a quien proporcionó gratísimo recurso para matar
las interminables noches del invierno.
Fernanda Estrada-Rosa fue uno de los más bellos ornamentos de sus
conciertos y saraos. En pos de ella vino el conde de Onís, su novio. El
conde era visita de la casa de Quiñones, pero sólo iba de tarde en
tarde, con motivo de algún cumpleaños, entrada de año, etc. Sin embargo,
Quiñones alimentaba por él profunda simpatía. Bastaba que perteneciese a
la nobleza para que el linajudo hidalgo le juzgara superior en todos
conceptos a los demás seres de la población. Amalia, que apenas le
conocía, comenzó a observarle con viva curiosidad. Tanto se le había
hablado de él, del cariño y respeto que profesaba a su madre, de su
humor melancólico, de sus habilidades, de su piedad exagerada, que
deseaba tratarle con intimidad; quería penetrar en el alma de aquel
mancebo tan apuesto y tan inocente. No tardó en convencerse de que el
amor aún no había prendido en ella. Observando con atención sus
relaciones con Fernanda, percibió en ellas un dejo de frialdad que no
venía ciertamente de la rica heredera. Conoció que el conde se engañaba
a sí mismo haciendo esfuerzos por quedar enamorado, y aún más por
aparecerlo. Tomaba sus amores como una obligación honrosa que le
exigían sus años y posición. El joven más principal de Lancia debía amar
a la niña más rica y más bella. Por otra parte, parecía como si quisiera
demostrar a la población que no era un extravagante o un maniaco, como
alguna vez había oído insinuar. Por eso se le veía cumpliendo
estrictamente los deberes del perfecto galán, paseando un par de horas
por la mañana en la calle de Altavilla, donde vivía su novia,
acompañándola los domingos en el paseo, sentándose a su lado en la
tertulia de las señoritas de Meré o en la de Quiñones, y bailando con
ella todos los rigodones en los saraos del Casino. Pero al mismo tiempo
Amalia echaba de ver que sus pláticas eran frías, que el conde estaba
taciturno y distraído muchas veces, mientras ella, con visible interés,
hacía el gasto de la conversación y procuraba mantenerla viva.
Aquellos amores le fueron interesando cada vez más: buscó las
confidencias de ella y también las de él. Al poco tiempo su alma
ardiente, sagaz, voluntariosa, simpatizó con la de Luis, tímida,
infantil, llena de piedad y ternura. Más maestra en el arte de hacerse
amar que la niña de Estrada-Rosa, logró pronto inspirar al conde
confianza y afecto; le envolvió en una malla espesa de confidencias, no
sólo referentes a sus amores, sino de toda la vida. Le confesó tan bien
como el más hábil jesuita. Luis, seducido por tanto interés, le fue
abriendo su pecho dándole cuenta primero de sus costumbres, luego de los
actos de su vida pasada, por último de sus sentimientos más recónditos,
de aquellos que sólo se confiesan a un hermano. A Amalia no le
sorprendían en la apariencia tales originales y morbosas psicologías;
las aceptaba como cosas naturales, daba su opinión acerca de ellas y se
autorizaba cariñosamente el aconsejarle, reprenderle a veces, guiarle en
ciertos asuntos de la vida, cuyo complicado mecanismo ignoraba el conde
por Completo. Alentado por este juego habilísimo, se iba confiando cada
vez más, se entregaba por completo, feliz con desembarazarse de tanto
pensamiento ridículo, con confesar aquella extraña y dolorosa timidez
que le atormentaba.
Amalia supo ahuyentar la suspicacia de Fernanda haciéndose confidente y
protectora decidida de sus amores. Si mantenía ratos larguísimos de
conversación particular y animada con el conde, no menos largos y
animados los gastaba con la chica. Ésta le agradecía profundamente
aquella protección, que se traducía en ocasiones buscadas por la dama
para que los novios pudieran verse y hablarse, para reconciliarlos
cuando estaban reñidos, etc., etc. Mas sin que la inocente niña lo
sospechase, sin que el mismo conde se diese cuenta de ello, la dama
valenciana iba ganando a paso de carga el corazón de éste. Si en
juventud, en hermosura y gallardía era, sin disputa, inferior a la rica
heredera, la aventajaba mucho en la gracia expresiva del rostro, en el
atractivo de su conversación y en la finura de su inteligencia. De
confidencia en confidencia, Luis llegó a mostrarle cuál era el verdadero
estado de su corazón respecto a Fernanda. La astuta señora supo sacar
partido de tales confesiones para hacerle ver que lo que sentía era sólo
admiración de aficionado a las obras bellas de la naturaleza, un deseo
vanidoso de hacerse amar por la joven más linda y más rica de la ciudad,
necesidad de distraer el aburrimiento, cualquier cosa, en suma, menos el
verdadero amor. Éste se alimenta de tristezas negras, de alegrías
inefables, de insomnios, de zozobras, de una agitación dulce y amarga a
la vez que constantemente llevamos dentro del pecho. Luis se convenció
pronto. Pero ella encontraba su frialdad injustificada, no comprendía
cómo un hombre de tan buen gusto no había logrado enamorarse
perdidamente, le reñía, le embromaba, subiendo hasta las nubes las
cualidades de la gentil heredera.
Mientras esto decía con los labios, sus ojos pregonaban otra cosa.
Aquellas pupilas negras llenas de fuego e inteligencia se clavaban en él
con expresión unas veces lánguida, otras maliciosa, concluyendo por
fascinarle. Al mismo tiempo sus manos breves, delicadas, de aristócrata
aprovechaban cualquier coyuntura para rozar las suyas; al despedirse le
apretaban con tenacidad nerviosa. Si alguna vez se inclinaban ambos para
contemplar cualquier objeto y sus cabezas se tocaban, Amalia no separaba
la suya, dejaba que el conde aspirase la fragancia de ella largo rato
cual si tratase de envenenarle. Se preocupaba de sus trajes y le imponía
sus gustos. No debía ponerse levita; el frac azul le sentaba
admirablemente. ¿Por qué gastaba guantes oscuros? Le prohibió, riendo,
que se los pusiera más. Para las corbatas confesaba que tenía mucho
gusto, pero le sentaban mejor las de lazo que las chalinas. ¿Por qué no
se encargaba a Madrid los sombreros? Los que llegaban a Lancia eran
todos rancios y ridículos. Y el conde obedecía gustoso sus
insinuaciones, se iba dejando dominar por el ascendiente de aquella
mujer tan débil de cuerpo como fuerte de voluntad.
Una noche en que llegó a casa de Quiñones cuando aún no había nadie, le
dijo la dama bruscamente:
--¿Quién le ha puesto a usted ese clavel en el ojal, Fernanda?
El conde, sonriendo ruborizado, hizo signo afirmativo.
--Pues que me dispense, pero tiene un color muy feo... Verá usted, voy a
ponerle otro más bonito.
Y diciendo y haciendo, fue derecha a uno de los floreros del salón y,
después de escoger algún tiempo, sacó un magnífico clavel rojo. Volvió
adonde estaba el conde y con gran desenvoltura, con cierta afectación
aún, propia del que pretende mostrar su dominio, le arrancó el clavel
que traía y le puso el nuevo. Sufrió él esta sustitución en silencio,
inquieto y sorprendido. Ella, fingiendo no advertir esta sorpresa, se
echó un poco hacia atrás y exclamó con intención:
--¡Ya lo creo que está mejor!
Hubo después algunos instantes de silencio embarazoso. Ella se puso a
jugar con el clavel de Fernanda, azotándose las rodillas, mientras
lanzaba frecuentes miradas al conde, que permanecía confuso sin saber
qué decir ni dónde poner los ojos. Por último, los de uno y otro se
encontraron y sonrieron. En los de ella ardió una chispa maliciosa, y
con ademán súbito y desdeñoso arrojó el clavel que tenía en la mano
debajo de las sillas. El conde se puso repentinamente serio; sus
mejillas se colorearon. En aquel momento entró Manuel Antonio. La
conversación se entabló alegre, indiferente. El conde guardaba, sin
embargo, un resto de turbación. Cuando llegó Fernanda y con visible
disgusto, le preguntó por su clavel, se vio en grave aprieto, perdiose
en un laberinto de explicaciones. El chico de su jardinero, a quien fue
a dar un beso, se lo había arrancado, luego en una maceta que había
hallado en el gabinete de su madre había tomado otro. Pero Amalia,
implacable, le puso poco después en un conflicto preguntándole en voz
alta con sonrisa maliciosa:
--¿Quién le ha dado a usted ese clavel tan lindo, Fernanda?
--No, yo no--se apresuró a responder ésta.
Y el conde, otra vez turbado y rojo, volvió en voz alta a la explicación
que acababa de dar en secreto. Aquella pequeña traición los ató con nudo
más fuerte, estableció entre ellos una relación singular que el conde no
se atrevía a definir en su pensamiento, medroso de resbalar en un
abismo. Siguió festejando con la misma asiduidad, quizá con alguna más,
a la heredera de Estrada-Rosa, pero no podía hablar a la señora de
Quiñones sin sentirse turbado; las miradas que se dirigían eran largas,
intencionadas; sus apretones de manos vivos, impregnados de cariño.
Ambos disimulaban delante de Fernanda como si fuese ya la esposa
ultrajada. ¡Y aún no se habían dicho una palabra de amor! Pero Luis
estaba convencido de que faltaba a su novia, de que era un criminal
hacia D. Pedro, su amigo; no sabía por qué ni cómo, pero lo sentía allá
dentro en el fondo de la conciencia. Sin embargo, reflexionaba algunas
veces que por su parte no había dado un solo paso hacia el crimen, que
se veía enredado en aquellas extrañas relaciones, en las cuales existía
amor; inteligencia, traición, todo tácito, sin saber cómo había sido.
Trascurrió más de un mes de esta suerte. Amalia no sólo le hablaba de
amor con los ojos, pero le imponía su voluntad, le hacía ejecutar todos
sus caprichos, a veces le reprendía ásperamente. Anunciaba, por ejemplo,
que se iba a marchar: al volver los ojos se encontraba con los de Amalia
que le decían que se quedase, y se quedaba. Trataba de bailar con
Fernanda, y una mirada severa bastaba para retenerle. Un día anunció que
iba a pasar seis u ocho en sus posesiones de Onís: Amalia le hizo signo
negativo con la cabeza, y desistió de su viaje. ¿Por qué? ¿Con qué
derecho contrariaba sus determinaciones, se introducía en su vida y la
gobernaba? No lo sabía, pero experimentaba sensación gratísima al
obedecerla. Vivía en una inquietud dulce, anhelante, esperando algo
hermoso, algo inefable que no quería formularse en su cerebro. Mientras,
ella con su eterna sonrisa misteriosa le observaba tranquilamente,
segura de conocer ese algo y de llegar a él cuando le viniera en
apetencia.
Una tarde del mes de Junio se hallaba el conde en la Granja
inspeccionando el trabajo de algunos obreros, que tenía ocupados en
abrir una acequia más ancha para el molino. El mozo encargado del ganado
vino a decirle que una señora preguntaba por él.
--¿Una señora?--exclamó sorprendido.--¿No la conoces?
El criado le miró estúpidamente, sin contestar. ¿Cómo la había de
conocer, él, que había pasado la vida detrás del ganado, y sólo iba a
Lancia algún día de mercado a comprar o vender una vaca? El conde se
hizo cargo de esto y preguntó enseguida:
--¿Es bajita?
--No es muy alta, no, señor.
--¿Ojos muy negros y vivos? ¿color bajo? ¿el andar muy suelto y
elegante?
Y antes de que el criado pudiera contestar a estas preguntas, que no
había entendido, echó a correr en dirección a la casa con el corazón
palpitante, henchido de emoción por el presentimiento de que era _ella_.
--¿Dónde está?--gritó sin dejar de correr.
--En la corrada, a la puerta del jardín--le contestó también a gritos.
Llegó a la corrada sin respiración. Antes de abrirla se detuvo un
instante, avergonzándose de su presunción. ¿Cómo había llegado a
suponer... ¿Pero por qué diablo se le había metido en la cabeza?... Y,
sin embargo, no podía desecharla. Era _ella_, era _ella_; no le cabía
duda alguna. Levantó el pestillo de la gran puerta de madera pintada de
verde, y entró. La corrada era grande. Veíanse arrimados a la pared
varios enseres de labranza. Debajo de un tendejón yacían algunos carros.
En una caseta de madera, toscamente labrada, estaba amarrado un enorme
mastín que quiso romper la cadena dando furiosos saltos por venir a
acariciarle. Allá en el otro extremo, cerca de la puerta enrejada que
comunicaba con el jardín, _la_ vio, en efecto, con la frente pegada a
las rejas, contemplando las flores. Estaba de espalda. Traía vestido
claro de rayas blancas y rojas y llevaba en la cabeza sombrerito de paja
con flores rojas también. Con la mano izquierda se apoyaba en una
sombrilla que hacía juego con el traje y en la derecha apretaba unos
guantes de seda, ¡Qué bien impresos le quedaron estos pormenores! Jamás
en la vida se le borraron de la memoria.
--¿Usted por aquí?--le preguntó afectando una serenidad que estaba muy
lejos de sentir.--¿Quién había de presumir que fuese usted la señora que
el criado me acaba de anunciar?
--¿De veras no lo ha presumido usted?--preguntó ella mirándole
fijamente.
--No, no, señora.
Y se puso colorado al decirlo. La dama sonrió con benevolencia.
--Bien, enséñeme usted esas rosas de _malmaison_ de que me ha hablado.
El conde abrió la puerta del jardín y ambos pasaron adentro. Era muy
grande, y estaba bastante descuidado. Desde que la condesa había dejado
de venir a la Granja casi en absoluto, los criados apenas tocaban en él.
Luis era más dado a hacer ensayos de nuevos cultivos, a criar ganado, a
desecar terrenos, que a las flores. Así y todo, del tiempo en que su
madre venía todas las tardes y le atendía, existían allí muchas plantas
de flores, grandes arbustos que con el tiempo y con aquel suelo feraz se
iban trasformando en árboles frondosos.
Mientras recorrían caminos arenosos, de los cuales el césped se iba
apoderando por falta de limpieza, la condesa explicaba en voz alta cómo
había llegado hasta allí. Se le había antojado dar un paseo hasta
Bellavista; pero al pasar por delante de la carreterita que conducía a
la Granja se acordó de las dichosas rosas, y dio orden al cochero de que
siguiese por ella. No había visto nunca la posesión. Aquella
frondosidad, aquel verde tan intenso la entusiasmaban. En su país la
vegetación era más pálida.
--Pero más fragante... como las mujeres--dijo el conde con galantería.
La dama se volvió para dirigirle una sonrisa de gracias, y siguió loando
la belleza de los rododendros, de las azaleas, de las camelias
gigantescas que encontraban al paso.
Luego que vieron los rosales y que el conde le hizo elegir algunos para
mandárselos al día siguiente, tornaron por senderos distintos hacia la
puerta de entrada.
--¿Usted está seguro de que yo he venido únicamente a ver estos
rosales?--dijo Amalia parándose súbito y mirándole con fijeza.
Al conde le dio un vuelco el corazón y comenzó a balbucir
lamentablemente:
--Yo no sé... La verdad que esta visita... Me alegraría que los
rosales...
Pero la dama, compadecida, no le dejó terminar.
--Pues, además de los rosales, vengo a ver toda la finca, y
particularmente el bosque. Conque ya puede usted ir enseñándomelo--dijo
agarrándose resueltamente a su brazo.
El conde volvió a experimentar nueva y violenta emoción, primero de
pena, después, al sentir la mano de la dama en su brazo, de vivísimo
gozo. Y, turbado hasta lo profundo de su ser, fue mostrándole lo digno
de verse que tenía la finca, las grandes y hermosas praderas, las
cuadras, la nueva maquinaria del molino, el bosque por último. Ella le
observaba con el rabillo del ojo. A veces se dibujaba en su rostro una
levísima sonrisa burlona. Se enteraba de todo con interés, loaba los
trabajos que se habían llevado a cabo, proponía otros nuevos. Y al ir y
venir soltaba el brazo unas veces, otras lo tomaba, despertando en el
alma del conde sensaciones diversas, pero todas vivas y anhelantes.
Cuando observaba que iba adquiriendo aplomo le disparaba repentinamente
alguna maliciosa insinuación que de nuevo lo atortolaba, lo dejaba
confundido y ruborizado.
--Vamos, conde, a que cuando usted me vio dijo para dentro: «Amalia está
enamorada de mí: no pudo resistir al deseo de venir a visitarme.»
--¡Amalia, por Dios!... ¿Qué disparate está usted diciendo?... ¿Cómo me
había de atrever...
Pero la dama, como si no advirtiera su turbación ni concediera
importancia a sus propias palabras, saltaba inmediatamente a otro
asunto. Parecía que tenía gusto en sofocarle, en mantenerle agitado y
trémulo. Y en las miradas fugaces que de vez en cuando le lanzaba
reflejábase un sentimiento de superioridad, la benévola ironía del que
está jugando a otro una burla que ha de terminar en bien. El conde
presentía algo grave debajo de aquella sonrisa enigmática, comprendía
que estaba haciendo un papel desairado, que se estaban riendo de él y
hacía esfuerzos heroicos para recobrar su sangre fría, sin conseguirlo.
El bosque admiró y entusiasmó a la dama por encima de todo. Era una masa
de robles añosos donde no penetraba jamás un rayo de sol. El suelo
estaba limpio de abrojos, tapizado de césped que convidaba a reposar.
Ninguna otra finca de recreo de la provincia poseía aquel regalo,
procedente quizá de la primitiva selva donde se había fundado el
monasterio que dio origen a Lancia. Quiso descansar un instante debajo
de aquella bóveda verde por donde la luz se cernía trabajosamente.
Reinaba una paz, un amable sosiego que impresionaba como el silencio y
la luz dormida de una, catedral gótica, pero con emoción más dulce.
Apoyó la espalda en un árbol y paseó largo rato su mirada asombrada por
la espesura. El conde estaba en pie algo más lejos. Ambos permanecieron
mudos largo rato. Por fin el caballero sintió, sin verlo, que los ojos
de la dama estaban posados sobre él. Resistió algunos momentos la
atracción magnética de aquella mirada. Cuando al cabo volvió la suya vio
que en efecto le contemplaba de hito en hito con expresión risueña y
audaz que le hizo bajar la vista. Amalia soltó una alegre carcajada. Él,
sorprendido, confuso, algo irritado sintiéndose en ridículo, viendo que
las carcajadas no cesaban, le preguntó con sonrisa forzada:
--¿De qué se ríe usted, amiga mía?
--De nada, de nada--respondió llevándose el pañuelo a la boca.--Lléveme
usted a ver la casa.
Y se colgó nuevamente de su brazo.
La casa era un grande y vetusto edificio de piedra amarillenta carcomida
por los años, con dos torrecillas cuadradas a los lados. Todo en ella
estaba podrido o deteriorado. En la escalera faltaban rejas, lo mismo
que en los balcones, la bóveda de las habitaciones descascarillada, los
tabiques resquebrajados, el tillado con agujeros, los cristales,
emplomados a la antigua usanza, tan llenos de polvo que apenas
consentían el ver al través de ellos; las paredes sucias también y de
ellas colgados algunos cuadros oscuros, tan oscuros que no se conocía lo
que el pintor había querido representar; las habitaciones, con pocos y
antiquísimos muebles maltratados por el uso de las generaciones
anteriores. Fueron recorriéndolas todas. A Amalia le placía aquel
aspecto de remota antigüedad. ¡Cuántos seres habrían habitado aquella
casa! ¡Cuánto se habría reído y llorado en aquellas vastísimas
estancias! Cada una tenía su nombre. La una se llamaba _el cuarto del
cardenal_, porque en siglos pasados un cardenal de la familia se alojaba
allí cuando venía a pasar una temporada a la Granja; otra, _el salón de
los retratos_, porque había unos cuantos colgados; otra, _la sala
nueva_, aunque parecía tanto y aún más vieja que las demás. Todo aquello
representaba la vida íntima de una familia al través de los siglos.
--Éste es _el cuarto de la condesa_--dijo Luis al entrar con su amiga en
una pieza no muy grande, donde por debajo del polvo y los estragos del
tiempo se advertía mayor lujo en el decorado.
Era una estancia coquetona donde las generaciones habían ido dejando
testimonios más o menos plausibles de su amor a la ornamentación. Un
escritorio _pompadour_, algunas sillas _regencia_, varios retratos al
pastel; en el techo, pintados al óleo, algunos amorcillos nadando en una
atmósfera, azul en otro tiempo.
--¿Es el cuarto de su mamá?--preguntó Amalia.
--No--replicó el conde riendo,--mamá dormía en otro lado. Se llama así
desde tiempo inmemorial. Quizá alguna de mis abuelas lo había elegido
para sí. Aquí es donde yo duermo la siesta cuando me canso de andar por
el campo.
En uno de los ángulos había una soberbia cama de roble tallado y
enteramente negro por los años. Era una de esas camas del siglo XV que
vuelven locos a los anticuarios. Las colgaduras antiquísimas también.
Sobre los colchones estaba extendido un tapiz moderno de damasco.
--Aquí es donde usted se recoge para pensar más libremente en mí, ¿no es
cierto?
El conde quedó aturdido como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza.
--¡Yo!... ¡Amalia!... ¿Cómo?
Pero súbito, haciendo un gesto de resolución, exclamó:
--¡Sí, sí, Amalia, dice usted bien! Aquí pienso en usted como pienso en
todos los sitios adonde voy desde hace algún tiempo... Yo no sé lo que
me pasa; vivo en un estado de constante zozobra, y esto, como usted me
decía hace pocos días, es una señal de amor verdadero. Estoy enamorado
de usted como un loco. Comprendo que es una atrocidad, que es un crimen,
pero no puedo remediarlo... Perdóneme usted.
Y el caballero se dejó caer de rodillas, como uno de sus nobles
antepasados de la Edad Media, a los pies de la dama.
Ésta se indignó, al oírle, terriblemente. ¿Cómo? ¿No se avergonzaba de
semejante confesión? ¿No comprendía que dirigirle aquellas palabras
dentro de su casa era un insulto? ¿Cómo podía suponer que ella las había
de escuchar con paciencia? ¡Mentira parecía que el conde de Onís, un
caballero tan cumplido, faltase de aquel modo a lo que debía a una dama
y a lo que se debía a sí mismo!
El conde permaneció aterrado y de rodillas bajo tal granizada de
denuestos. Consideraba graves sus palabras; pero el enojo que producían
en la dama era mayor de lo que había sospechado.
Amalia guardó al fin silencio. Le contempló con ojos irritadísimos unos
instantes. Mas una sonrisa feliz y burlona comenzó a dilatar su rostro
expresivo. Se acercó lenta y majestuosamente a él, le puso la mano en el
hombro e inclinándose para acercar la boca a su oído le dijo en voz
baja:
--Hace usted bien en no avergonzarse de nada de eso, porque yo, señor
conde, le quiero a usted tanto por lo menos como usted a mí.
Quiso volverse loco. Pasado el susto, se abrazó a sus rodillas
besándolas con frenesí, se desbordó en un mar de palabras apasionadas,
incoherentes, llenas de fuego y de verdad, mientras ella, tan breve, tan
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