El maestrante - 03

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en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la
imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de
sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del
Antiguo Testamento la venida del Mesías.
--En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió,
donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero
a respirar aire fresco y a pescar robalizas.--Atiende, Micaela, no seas
tan viva, mujer... Comprende que a tu marido no le han de gustar esas
genialidades; querrá que le contestes con razones...
--Mi marido se contentará con lo que le den--respondía la nerviosa niña
haciendo un gracioso mohín de desdén.
--¿Y si se enfada?--preguntaba en tono malicioso Emilita.
--Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.
--¿Y si te anda con el bulto?
--¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!
--¡Jesús, qué horror!--exclamaban riendo las tres nereidas.
Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la
conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y
estuviera en la habitación contigua.
La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más
musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie,
cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si
dijéramos, en la brecha.
El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía
de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la
joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por
su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y
negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura,
facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar
desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y
elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población.
No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos
de la corte.
--¡Qué elegantísima Fernanda!--exclamó el conde en voz baja,
inclinándose con afectación.
La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior
con leve mueca de desdén.
--¿Cómo te va, Luis?--dijo alargándole la mano con marcada displicencia.
--No tan bien como a tí... pero, en fin, voy pasando.
--¿Nada más que pasando?... Lo siento. A mí me va perfectísimamente; no
te has equivocado--repuso en el mismo tono displicente, sin mirarle a la
cara.
--¿Cómo no, siendo en todas partes donde te presentas la estrella Sirio?
--Dispensa, chico, no entiendo de astronomía.
--Sirio es la estrella más brillante del cielo. Eso lo sabe todo el
mundo.
--Pues yo no lo sabía... ¡Ya ves, como soy una paleta!
--No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y
al talento.
--No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en
decírmelo.
--Hija, te acabo de manifestar lo contrario...
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En
el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
--Vamos, entonces te he entendido al revés.
--Algo de eso ha habido siempre.
--¡Caramba, qué galante!--exclamó la joven empalideciendo.
--Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable--se
apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de
la idea que cruzaba por su mente.
--Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
--Harías mal en no estimarlas sinceras... Además, no necesito yo decirte
lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
--Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
--Me duelen un poco las muelas.
--Sácatelas.
--¿Todas?
--Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
--¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por
supuesto?
--Yo siento siempre los males del prójimo.
--¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la
categoría de prójimo.
--Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se
movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no
desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica
heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo,
apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios
temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos
árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato
la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había
durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una
zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su
elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer,
andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo.
No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa
propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle
la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a
decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras
poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las
ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento,
embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y
soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en
su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En
Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda
proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad
habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano
averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de
los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se
lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le
convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la
juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el
cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta
entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta
jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un
culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por
su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el
misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en
atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades
indígenas.
Pues por ello precisamente nació en el pecho de Fernanda un deseo,
primero vago, después vivo y anhelante, de rendirle. Esto es muy humano
y sobre todo muy femenino: no necesita explicación. En el fondo de su
alma, la hija de Estrada-Rosa sentíase inferior al conde de Onís. Sin
embargo, tanta era la lisonja que había escuchado en poco tiempo, tan
refulgente el brillo que esparcía sobre su vida el dinero del papá, que
bien podía aspirar a hacerle su marido. Si no lo pensaba así, al menos
figuraba pensarlo hablando del conde, por detrás, con cierta
displicencia y con afectada familiaridad por delante. En Lancia, como en
todas las capitales pequeñas, los muchachos y muchachas solían tutearse.
El conocerse desde niños y haber acaso jugado en el paseo juntos lo
autorizaba. El conde de Onís jamás había cruzado la palabra con
Fernanda, aunque la tropezase a cada momento en la calle. Sin embargo,
cuando se encontraron por primera vez en la tertulia de las de Meré, la
hermosa le soltó un _tu_ redondo y suprimió el título. Luis aquí, Luis
allá: parecía que iba a comerle el nombre. A éste le sorprendió un poco
la confianza, sin desagradarle. A nadie le duele oírse tutear por una
linda damisela. Apesar de la naturaleza concentrada y tímida del conde y
de su escasa afición a las mujeres, Fernanda se dio maña para hacerle
pronto su novio o al menos para hacerle pasar por tal a los ojos del
público. El cual halló tal noviazgo perfectamente justificado. En Lancia
no había otro marido para Fernanda ni otra mujer para el conde. La
distancia que los separaba era retrospectiva; estaba en los antepasados.
La población creía que, en gracia de la belleza, el dinero y la
brillante educación de la joven, el conde de Onís se hallaba en el caso
de olvidar los doscientos gañanes que la habían precedido.
Cerca de un año duraron las relaciones. Los novios se veían en la
tertulia de las señoritas de Meré. D. Juan Estrada-Rosa, al decir de sus
íntimos, se hallaba muy complacido. Varias veces se había insinuado con
el conde para que entrase en la casa; pero éste no le había comprendido
o había fingido no comprenderle. Fernanda se lo propuso con claridad un
día. Él se evadió como pudo del compromiso. ¿Era timidez? ¿Era orgullo?
La misma Fernanda no se daba cuenta de ello. Pero esta reserva
contribuía a encender su afección y anhelo. De pronto, cuando menos se
pensaba, cuando ya el público comenzaba a preguntarse por qué se
retrasaba la boda, cortáronse aquellas relaciones. Se cortaron sin
escándalo, de un modo diplomático y sigiloso, tanto, que hacía ya más de
un mes que no existían cuando todavía la población no estaba enterada y
los amigos les seguían embromando. El hecho produjo fuerte sensación; se
comentó en todas las tertulias hasta lo infinito. Nunca se pudo
averiguar qué había habido, ni aun a cuál de los dos correspondió la
iniciativa de esta ruptura. Si se preguntaba al conde, afirmaba
rotundamente que Fernanda le había dejado; mas ponía demasiado empeño en
esta afirmación para que no empezara a dudarse de su sinceridad. La
heredera de Estrada-Rosa, sin manifestar nada en concreto, corroboró las
palabras de su novio con el tono desabrido que usó hablando de él, lo
mismo que al dirigirle la palabra. Porque siguieron tratándose, si no
con tanta frecuencia, con bastante: ambos acudían a la tertulia donde se
conocieron. Además, Fernanda, poco tiempo después, comenzó a asistir a
los saraos de los domingos en casa de Quiñones. Pero nunca más
reanudaron sus rotas relaciones. Los asistentes suspendían la
respiración y ponían toda su alma en los ojos siempre que, como ahora,
los antiguos novios se tropezaban y departían un rato. ¿Volverán a las
andadas? ¿Habrá, por fin, boda? El desengaño venía inmediatamente al
observar la indiferencia con que se apartaban.
Cuando iba a contestar a las últimas palabras de la orgullosa heredera,
los ojos del conde, derramando una mirada distraída por el salón,
tropezaron con otros que se le clavaron lucientes y celosos. Alargó la
mano a su amiga y con sonrisa forzada dijo:
--¡Qué mal me estás tratando, Fernanda! Como siempre, por supuesto...
Yo, sin embargo, ya sabes... el mismo devoto idólatra. Hasta ahora.
--Siento que esa devoción no me cause frío ni calor--replicó ella sin
dar un paso para apartarse.
El conde lo dio alzando los hombros con resignación y diciendo:
--¡Más lo siento yo!
Sorteando las parejas de baile, que ya habían comenzado el rigodón,
llegó de nuevo adonde estaba el ama de la casa. Al lado de ésta se
hallaba en aquel instante el famoso Manuel Antonio, uno de los
personajes más dignos de mención en la época que estamos historiando. Se
le conocía tanto por el apodo _el marica de Sierra_ como por su nombre.
Esto basta para que sepamos en cierto modo a qué atenernos respecto a
sus propiedades morales y físicas. Manuel Antonio no era joven. Frisaría
en los cincuenta años, disimulados con esfuerzo heroico por toda la
batería de afeites conocidos entonces en Lancia, que no eran muchos ni
muy refinados. Una peluca bastante rudimentaria, algunos dientes
postizos mal montados, un poco de negro en las cejas y de carmín en los
labios, mucho _patchoulí_ y un traje de fantasía apropiado para realzar
los residuos de su belleza. Ésta había sido espléndida; una rara
perfección de rostro y de talle. Alto, delgado, esbelto, facciones
correctas, diminutas, cabellos rubios, finos, cayendo en graciosos
bucles, mejillas sonrosadas y voz atiplada. De este conjunto primoroso
quedaba tan sólo una sombra por donde pudiera adivinarse. La enhiesta
espalda se había abovedado; los hermosos bucles se habían desvanecido
como un sueño feliz; algunas arrugas indecorosas surcaban aquella tersa
frente, y la fila de perlas, que ostentaba su boca, se había
transformado en carrera de huesos amarillos, desvencijados, que el
tiempo había quintado y el dentista torpemente sustituido. Por último,
aquel pequeño bigote sedoso había engrosado notablemente, se hizo
blanco, cerdoso, indómito; no bastaban el tinte y el cosmético a
mantenerlo presentable. ¡Qué dolor para el hermoso hermafrodita de
Lancia y también para los amigos que le habían conocido en el esplendor
de su gracia!
El espíritu permanecía tan juvenil como a los diez y ocho años. Era el
mismo ser apasionado y tierno, dulce unas veces, iracundo y terrible
otras, marchando al soplo de sus caprichos, viviendo en lánguida
ociosidad. Gozaba tanto las delicias del baño, que lo repetía tres y más
veces, hasta que el agua quedase cristalina como al salir de la fuente;
amaba las flores, los pájaros; no tenía más placer que consultar con el
cristal del espejo los adornos que le sentarían mejor. Los trajes, por
atracción irresistible, siendo masculinos, se acercaban cuanto era
posible a la forma femenina. En el invierno gastaba talmita corta con
broche de oro, y un sombrero tirolés de alas reviradas, que le sentaba
extremadamente bien. En el verano gustaba de vestirse trajes de franela
blanca bien ceñidos, que denunciasen las graciosas curvas de sus formas.
Las corbatas eran casi siempre de gasa, los zapatos descotados, el
cuello de camisa a la marinera. Por debajo del puño se le veía un
brazalete. Aunque no fuese más que un sencillo aro de oro, este pormenor
era lo que más llamaba la atención de sus conciudadanos. En cuanto se
hablaba de Manuel Antonio salía el dichoso brazalete a relucir; como si
no hubiese nada en su interesante figura más digno de excitar la
curiosidad.
Pero si los años no habían logrado modificar en el fondo aquel ser
amable y creado para el amor, habíanle hecho, sin embargo, más cauto,
más reservado. Ya no mostraba sus preferencias con la ingenuidad de
otros tiempos, ni daba suelta a los súbitos arranques de su corazón
inflamable sino después de poner a prueba la lealtad del objeto de su
ternura. ¡Había padecido tantos desengaños en la vida! Sobre todo, al
hacerse viejo, no sólo experimentó la frialdad de sus antiguos amigos,
de aquellos que le habían dado pruebas inequívocas de cariño, sino, lo
que es aún más triste, encontrose, sin pensarlo, sirviendo de blanco a
las chufletas e invectivas de los mozalbetes de la nueva generación. Fue
el hazmerreír de estos procaces jóvenes. Como no habían sido testigos de
sus triunfos ni conocieron su radiante belleza, estaban lejos de
profesarle el respeto que, apesar de todo, guardaba hacia él la antigua
generación. No perdonaban medio de embromarlo, de vejarlo bárbaramente.
En cuanto se paraba en la calle de Altavilla o entraba en el café de
Marañón, ya estaba rodeado de una partida de _guasones_. ¡Cristo, las
frases que allí se oían! Y como villanos que eran, a menudo del juego de
palabras pasaban al de manos. Esto era lo que en modo alguno podía
sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran. Tenía bastante
correa, y además un ingenio vivo y sutil que recogía admirablemente el
ridículo y sabía dar en rostro con él a sus contrarios. La mayor parte
de las veces los que iban a «tomarle el pelo» salían muy bien
trasquilados. Los años, la práctica, le habían adiestrado de tal modo en
el pugilato de frases incisivas que realmente era temible. Tenía la
intención de un _miura_. Pero así que aquellos desvergonzados pasaban de
las palabras a las obras tocándole la cara o pellizcándole, ya estaba
descompuesto, perdía enteramente los estribos y no decía cosa
intencionada ni siquiera razonable. Superfluo es añadir que,
conociéndole el flaco, todas las bromas terminaban en esta forma.
Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a
las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a
María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de
todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades
muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las
colchas que él hacía no tenían rival en Lancia. Arreglaba un altar y
vestía las imágenes mejor que ningún sacristán. Tapizaba muebles, hacía
flores primorosas de cera, empapelaba habitaciones, bordaba con pelo,
pintaba platos. Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse
artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se
prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma
destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando
cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el
interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso. Se
constituía inmediatamente a la cabecera del lecho, tomaba cuenta de las
medicinas, arreglábale la cama, poníale los vejigatorios o las ayudas lo
mismo que el más diestro practicante. Luego, si la enfermedad por
desgracia presentaba mal carácter, sabía insinuar como nadie la idea de
confesión; de tal modo que el enfermo, en vez de asustarse, la aceptaba
como la cosa más natural y corriente. Y en cuanto le veía convencido,
empezaba a tomar disposiciones para recibir a Su Divina Majestad: la
dama más avezada a recibir gente principal en sus salones no le sacaría
ventaja. El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos
relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de
hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas
encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos
momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente
de un general al frente de sus tropas. Todos le obedecían y secundaban
acatándole por jefe. Pues si el enfermo se moría, no hay para qué decir
que su dictadura se hacía aún más omnipotente. Principiando por
amortajar el cadáver y concluyendo por sacar del juzgado la partida de
defunción, nada quedaba en las fúnebres ceremonias que él no mangonease.
Y como quiera que las más veces había enfermos que cuidar, o imágenes
que vestir, o amigas que peinar o flores que contrahacer, Manuel Antonio
pasaba la vida bastante atareado. En esto y en ir de casa en casa
tomando y soltando noticias se le deslizaban los días y los años.
Habitaba con dos hermanas más viejas que él, las cuales le cuidaban y
mimaban como a un niño. Para estas buenas señoras no existía el tiempo.
Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su
hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus
trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían
sonreír con benevolencia. Mientras ellas se quejaban amargamente de los
estragos que los años iban causando en su figura y su salud, pensaban
que su hermano había detenido el curso de las horas, había hallado un
elixir para mantenerse eternamente joven.
Manuel Antonio era metódico en sus visitas. Había unas cuantas casas a
las cuales asistía diariamente y siempre a la misma hora. A casa de D.
Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de
Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo
de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con
mucha frecuencia. A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía
ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles
de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también
a casa de las señoritas de Meré.
--¡Aquí tenemos al conde!--exclamó con su peculiar entonación
afeminada.--¡Ay, qué condecito tan guasón!
--¿Pues?--preguntó éste acercándose.
--Pregúntaselo a Amalia.
La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció
repentinamente.
--¿Cómo?... ¿Qué tiene que ver?...--dijo con mal disimulada turbación.
También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon.
--Hemos estado murmurando de tí. ¡Qué traje te hemos cortado, chico!
--Aquí Manuel Antonio--profirió Amalia--decía que era usted el perro del
hortelano.
--No; tú eras quien lo decías.
Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo,
grandes y chicos, señoras y caballeros.
--¡Yo!--exclamó la dama.
--¿Y por qué soy el perro del hortelano?... Sepamos.
--Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la
coma D. Santos.
--¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?--dijo la señora, medio irritada,
medio risueña, dándole un pellizco.
--¿Qué se habla de D. Santos?--preguntó un caballero muy corto y muy
ancho, de faz mofletuda y violácea, acercándose al grupo.
El conde y Amalia no supieron qué responder.
--Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnos un día a su posesión de
la Castañeda y darnos un banquete--manifestó Manuel Antonio con
desparpajo.
--No; no era eso--repuso el hombre rechoncho con forzada sonrisa.
--Sí tal. Amalia sostenía que no eras capaz de llevarnos a pasar un día
a la Castañeda.
--¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponerme hoy colorada!--dijo
aquélla.
--Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días... Bien puedes
creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la
mayoría del pueblo... No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas
veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D.
Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por
indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de
suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le
apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta...
--Gracias, gracias, Manuel Antonio--murmuro D. Santos con la risa del
conejo.
Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de
los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento,
y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde
cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció.
Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo,
sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni
andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció
detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba
tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan
característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin
apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de _Granate_.
Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que
poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara,
decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar
de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del
clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas
en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido
guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la
casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su
martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del
segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del
segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si
veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún
chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y
amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia,
aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se
desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal
sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer
visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le
aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra. Así lo hizo,
tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el
palacio.
Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se
enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer
matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita.
Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate
no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que
ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a
poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y
más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El
suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que
en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese
poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia
con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego
lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por
fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró
cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle
toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del
abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces
contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no
le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía
como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la
orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para
el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que
Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se
propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la
altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y
cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al
gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su
vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en
tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento
Granate.
--Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la
población!--prosiguió Manuel Antonio.--Tendremos banquetes a diario y
bailes y giras campestres...
--¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!--exclamó Emilita Mateo,
que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.
--Yo no he hablado para nada de Fernanda, niña--repuso el marica en tono
severo.
--Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se
sobrentendía.
--Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según
mis cálculos, durará cinco minutos.
Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el
dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el
rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con
permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu
más humorístico de la población.
--¡Ole mi niña!--exclamó poniéndose en jarras frente al marica.--Lo
único por lo que siento morirme es por no ver más estos seres preciosos,
encantadores.
Al mismo tiempo le cogió con dos dedos la barba.
Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrir tales juegos de manos
delante de gente.
--Vamos, pajalarga, quieto--exclamó poniéndose serio y rechazándole.
--¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista!...
¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos!... ¡miren
qué nacimiento de pelo!
Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con
ímpetu dándole un fuerte empujón.
--¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!--dijo el conde de Onís.
--No importa--repuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro.--Manos
blancas no ofenden.
En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con
Emilita.
María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su
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