El maestrante - 12

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por la misma calle en que había visto pasear al conde con Amalia.
--Usted está muy enamorado de mí, ¿verdad?--le preguntó bruscamente.
El indiano, sorprendido, murmuró:
--¡Oh, sí! Dicen que estoy como un burro, y es verdad.
--¿Y qué siente usted, vamos a ver; qué siente usted? Explíquese.
--¿Yo?... ¿Cómo?--exclamó sorprendido.
--Sí. ¿Qué siente usted cuando me ve? ¿Qué siente cuando otro hombre se
acerca a mí, el conde, pongo por caso? ¿Qué siente usted en este momento
en que va oprimiendo mi brazo? Descríbame usted sus sensaciones, lo que
le pasa por dentro...
--Yo, señorita... no sé qué decirla... La tengo tanta ley como si fuese
de la familia... Y a don Juan, su padre, aunque sea un poco
cascarrabias, lo mismo... Que sea cascarrabias o no, ¿a mí qué me
importa?... Si me casara con usted, tengo casa, gracias a Dios... Y no
es porque yo lo diga, pero mi casa vale más que la suya, eso bien lo
sabe usted... Pero antes nos iríamos a viajear por Francia, por Italia,
por Ingalaterra, por donde usted quisiera... Y si echábamos abajo cinco
mil duros, ¡que los echáramos!
Granate siguió desbarrando un buen rato en esta forma. Fernanda no le
oía. Al fin le enfadó aquel ruido molesto y dijo con acento colérico:
--¿Se quiere usted callar, hombre? ¿Qué sarta de estupideces está usted
ahí soltando?
El pobre D. Santos quedó anonadado. Pasearon en silencio algún tiempo.
--¡Qué feo es todo esto!--exclamó al cabo la joven.
--_¿Cuálo?_
--¡Todo! La casa, el bosque, los prados, el jardín... Mire usted qué
horrible es esta magnolia.
--La casa muy fea y muy antigua, siempre lo he dicho... Si la dieran tan
siquiera un revoque y me pintaran los balcones, todavía... El bosque no
vale para nada, no trae utilidad, está ocupando un sitio precioso para
hortaliza o espalera de fruta o lo que le manden.
Fernanda soltó una carcajada.
--Usted padeció alguna vez de melancolía, D. Santos.
--¿De tristeza? Nunca. Yo siempre de buen humor. Tan sólo hace un año,
que me comió un bribón ocho mil y pico de duros, tomé un berrenchín que
me duró dos días.
--¡Qué feo está el sol ahora, visto por entre las ramas de los árboles!
--¿Quiere usted que nos volvamos a casa?
--No, lléveme usted hacia el río. Tengo la cara ardiendo y quiero
refrescarla un poco con agua.
Bajaron por los prados, llegaron al río, y allí la heredera de
Estrada-Rosa, contra las prescripciones de D. Santos, se echó agua al
rostro por largo rato. Después que se hubo secado ascendieron de nuevo
lentamente hacia la casa.
--¿Cómo estoy ahora? Bien, ¿eh?... ¡Si viera usted cómo me aburro aquí!
No puedo más; todo esto me fatiga. Yo no nací para andar por los prados
como las vacas. A mí me gustan las ciudades, los salones, el lujo.
Quisiera viajear, como usted dice, por París, por Londres, por Viena.
Qué aburrido es Lancia, ¿verdad? ¡Aquellos eternos paseos del Bombé!
¡Aquel campo de San Francisco! ¡Aquella torre de la catedral tan negra y
tan triste! Luego siempre las mismas caras. La única persona divertida
de Lancia es usted... En cuanto le veo se me suelta la risa sin poderlo
remediar. ¿Por qué le llaman a usted Granate? Yo creo que el color de
usted más se parece al lapislázuli... ¿Usted habrá tenido esclavos allá
en América?... ¡Oh, cómo me gustaría a mí tener esclavos! ¡Es tan
fastidioso eso de pedir las cosas por favor! Pero no, en América, no;
hay fiebre amarilla... Preferiría ir a China.
A medida que hablaba se iba exaltando, se emborrachaba con sus propias
palabras. Los pensamientos salían cada vez más incoherentes. D. Santos
trató de decir algo, pero se lo impidió ella tapándole la boca con la
mano.
--Déjame hablar, hombre. ¿Te lo quieres decir todo tú?
El indiano empezó a inquietarse. La exaltación de la joven iba en
aumento. Hablaba por los codos y le tuteaba rudamente.
--Dame un cigarro.
--¡Fernandita!... ¡Un cigarro!... Se va a usted a marear.
--¡Silencio! ¿Qué dices ahí, tonto? ¡Marearme! Tú no sabes ya qué
inventar para fastidiarme. Dame un cigarro o te dejo ahí plantado.
El indiano sacó la petaca: la gentil heredera tomó de ella una breva, le
arrancó con sus dientes etiópicos la punta y pidió por señas un fósforo.
Granate se lo ofreció encendido, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en
señal de disgusto.
Cuando hubo dado dos o tres chupadas, puso un gesto avinagrado y
exclamó:
--¡Qué cigarros tan infames! Mira, fúmatelo tú.
Y se lo puso en la boca.
No fue, no, avinagrado el gesto de Granate al chuparlo.
--¡Ya lo creo que me lo fumaré!--exclamó sonriendo beatamente.--Me salen
a doscientos pesos el millar... Pero ahora, después de chuparlo usted,
vale un millón...
--Vamos, no empieces a decir brutalidades. Llévame a casa... Esta luz me
marea.
Llegaron hasta la corrada cogidos del brazo. Allí un pollastre les dijo
desde lejos:
--¿Dónde van ustedes? La gente está en el bosque.
--Dígale usted a la gente que me río de ella--respondió Fernanda con
gesto furioso que hizo sonreír al muchacho.
--¿Tú no conoces la casa?--añadió bajando la voz y dirigiéndose a D.
Santos.--Pues voy a enseñártela toda. Verás.
Subieron la mohosa y estropeada escalera. Fernanda, sin cerrar boca, fue
recorriendo todas las habitaciones del caserón y mostrándolas al
indiano.
--¡Aquí está el célebre _cuarto de la condesa_!--exclamó con singular
entonación al llegar a él.--Vamos a entrar. Estoy cansada.
Entraron y la joven cerró la puerta.
--¿Qué hermoso, eh?... Éste es el cuarto más hermoso y más pícaro de la
casa. Si estos muebles se pusieran a contar secretos divertidos, no
concluirían nunca... Mira, dime pronto algo que me haga reír, porque si
no vas a ver cómo empiezo a llorar lo mismo que una colegiala... ¿Lo
ves? Ya estoy llorando... Siéntate ahí, gaznápiro... ¡Qué bonito chaleco
traes! ¡Qué bien dibuja la redondez de la panza!... Contempla esa cama.
Es grande, ¿eh? es ancha, es hermosa, es artística. Pues mira, yo la
quemaría... Por no sentarme en ella, voy a sentarme sobre tus
rodillas...
Y así lo hizo. Granate al sentir aquella carga tan dulce quedó
enajenado, y con increíble audacia le pasó un brazo por la cintura. La
joven se alzó como si la hubiera pinchado.
--¿Qué haces, bruto? ¿Crees que estamos en la manigua y soy alguna negra
cimarrona?
Después de contemplarle un rato con ojos coléricos, su fisonomía se fue
serenando, sus labios se dilataron con sonrisa dulce.
--¿Me quieres mucho?
--¡Casi na!--dijo el indiano con acento picarón.
--Pues vas a ser feliz un momento. Mira, te voy a permitir que me des un
beso... uno solo, ¿lo entiendes? Pero me has de jurar que no lo ha de
saber nadie...
El indiano hizo un juramento espantoso.
--Bueno, basta. Ahora, dame el beso aquí en la sien. El primero y el
último que me has de dar en tu vida... Espera un poco--añadió alzándose
otra vez.--Por este beso yo te he de dar cincuenta bofetadas en esos
carrillos azules... ¿Admites el trato?
Granate consintió inmediatamente. La niña volvió a sentarse sobre sus
rodillas e inclinó la cabeza para recibir el beso.
--¡Bueno, ahora llega mi turno!--exclamó con infantil
alegría.--Prepárate a recibir los bofetones... ¡Qué carrillos, Dios mío,
tan magníficos! ¿Ves que son azules?... Pues te los voy a poner
verdes... ¡Atención!... ¡Una!... La primera... ¡Dos!... La segunda...
¡Tres!... La tercera... ¡Cuatro!... ¡Cinco!
La mano breve y torneada de la hermosa chasqueaba ruidosamente en las
carnosas mejillas del indiano. Los ojos de éste comenzaron a ponerse
encendidos y encarnizados, como los de un lobo, su sangre llameó
repentinamente y con brusco ademán la sujetó brutalmente por la cintura.
Fernanda dejó escapar un grito ahogado.
--¿Qué tienes?... ¿Por qué te enfadas?... ¡Déjame!... ¡Déjame, bruto!
Luchó, forcejeó con desesperación, pero no logró desasirse...
Al apartarse, la embriaguez había desaparecido por completo. Dirigió una
mirada vaga, extraviada, al indiano. Pero esta mirada adquirió súbito
expresión de espanto, se fijó en él como en un animal extraño que la
viniese a acometer.
--¿Qué hace usted aquí?... ¡Ah, sí!--exclamó llevándose la mano a la
frente.--¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Estoy soñando?...
Y volviendo a clavarle sus ojos irritados, amenazadores, le gritó con
rabia:
--¿Qué hace usted ahí plantado? ¡Salga usted inmediatamente! ¡Salga
usted! ¡salga usted!--repitió con grito cada vez más alto.
Pero cuando el indiano retrocedía ya hacia la puerta ella se lanza de
pronto fuera, sale disparada por los pasillos y, al llegar cerca de la
escalera, cae atacada de un síncope.
La levantaron, la prodigaron mil cuidados. Al recobrar el sentido brotó
de sus ojos un raudal de lágrimas; no cesó de llorar en toda la tarde.
Cuando la comitiva se puso de nuevo en marcha hacia la población aún
seguía llorando.
--¿Han visto ustedes qué vino más llorón tiene esta niña de
Estrada-Rosa?--decía riendo el capitán Núñez.


IX
La mascarada.

Momentos antes de que la rosada aurora abriese de par en par las
ventanas del Oriente, Satanás, que amaneció de humor campechano, envió a
Lancia al más travieso y juguetón de los demonios con encargo de
despertarla. Batió sus negras alas el ministro de Averno sobre la ciudad
y lanzó una carcajada horrísona, estridente, que logró arrancar de las
profundidades del sueño a todos sus habitantes. Despertaron con unas
ganas atroces de reír, de alborotar, de burlarse de la autoridad
gubernativa, improvisar coplas y decir barbaridades.
Uno de ellos, imaginamos que haya sido Jaime Moro, lo primero que hizo
al saltar de la cama fue llamar al criado y preguntarle con semblante
risueño si D. Nicanor, el bajo de la catedral, le había prestado al fin
su figle. El criado, sin responder, saliose un momento del cuarto y no
tardó en aparecer con un descomunal serpentón entre las manos. Y sin
respeto alguno a su amo aplicó los labios a la boquilla y produjo un
ruido temeroso semejante al rugido de un león. Moro, en calzoncillos
como estaba, hizo una pirueta y tres o cuatro zapatetas en señal de
íntimo regocijo, como si aquel ruido bárbaro hubiese tocado las fibras
más delicadas de su corazón. Después de probar por sí mismo a producir
idéntico rugido y cerciorarse de que era bien capaz, se vistió, se aliñó
y, tomando apresuradamente el desayuno, se salió a la calle liado en su
capa y debajo de ella el artefacto musical que tan gozoso le había
puesto. A cuantos encontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndose
en el portal más próximo les mostraba, lleno de emoción, el contrabando
que traía oculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacer con él.
Sonreían, le apretaban la mano significativamente y solían preguntarle
al oído:
--¿Para cuándo?
--Esto para la noche, pero a las doce sale la carroza.
--¿Se escaparán?
--¡Ca! Están bien tomadas las medidas.
Y seguía su camino, embozado hasta los ojos, porque hacía un frío de dos
mil diablos.
Otros no se limitaban a sonreír y apretarle la mano, sino que en justa
correspondencia a su confianza sacaban con mano temblorosa de los
bolsillos del gabán o de lo interior de la gabardina algún instrumento
resonante también de menor categoría, una trompeta, un cuerno de caza,
una matraca. Moro aplaudía, alababa el instrumento sin hacer alarde de
su superioridad. Y proseguía con marcha oblicua y trabajosa, no hacia la
confitería de D.ª Romana, que era el término glorioso de sus
expediciones matinales, sino hacia casa de Paco Gómez.
Resonaba ésta ya con los pasos agitados y el vocerío de una muchedumbre
de jóvenes diligentes. Todos ellos trabajaban con verdadero afán, con
ahínco que rara vez se ve en los talleres. Unos cortaban estandartes,
otros moldeaban caretas de cartón; quiénes pegaban letras negras a los
trasparentes de un farol; quiénes vestían primorosamente dos grandes
muñecos; quiénes, en fin, se ocupaban en desatascar las boquillas de
varios bombardinos y serpentones semejantes al que Moro llevaba. La
estancia era una inmensa sala destartalada. Paco Gómez habitaba el
palacio de un marqués que jamás había puesto los pies en Lancia, del
cual su padre era mayordomo. El implacable bromista presidía vigilante y
solícito los trabajos de sus compañeros, acudiendo a todas partes,
saliendo a cada momento para dar órdenes a los criados o para recibir
los mensajes que le enviaban. Nunca se le había visto tan afanoso.
Generalmente era displicente, y hasta en las bromas más premeditadas
mostraba cierta actitud desdeñosa, sincera o fingida, que le hacía más
temible. Ahora echaba todo el cuerpo fuera. Es que se trataba de la
farsa más estupenda y regocijada que había presenciado jamás la ciudad
de Lancia desde que los monjes de San Vicente habían venido a fundarla.
El motivo era que se casaba... (apenas si la pluma se atreve a
estamparlo) Fernanda Estrada-Rosa... se casaba... (vamos, que cuesta
trabajo decirlo) ¡se casaba con Granate!
Desde la memorable escena de la Granja, Fernanda vivió en estupor
doloroso, en un abatimiento de alma y de cuerpo que alarmó a su padre.
Hizo llamar al médico. Éste no halló más que un desequilibrio nervioso;
se curaría con algún viajecito a la corte, con paseos y distracciones.
La niña se negó en absoluto a curarse por estos medios. Ni paseos, ni
teatro, ni tertulias, ni mucho menos pensar en hacer viaje alguno. Desde
su gabinete al comedor, desde aquí al cuarto de su padre, donde solía
permanecer breves instantes. No tenía fuerzas para subir al piso segundo
ni humor para enterarse de los trabajos de los criados y dirigirlos.
Cerrada en su habitación tampoco lo tenía para seguir labor alguna. Se
dejaba caer en una silla y permanecía larguísimo rato inmóvil con las
manos sobre las rodillas y los ojos extáticos. Algunas veces se ponía a
leer y, observando que no se hacía cargo de lo que el libro decía,
concluía por arrojarlo. Otras se asomaba al balcón y permanecía de
bruces sobre la baranda horas enteras con la vista fija en el espacio o
en un punto de la calle, sin ver a los transeúntes ni contestar al
saludo que muchos le dirigían, ni advertir siquiera la curiosidad de que
era blanco por parte de las vecinas.
Mas he aquí que repentinamente se le antoja marcharse a Madrid. Fue
necesario preparar el viaje instantáneamente. Manifestó su deseo por la
mañana. Por la noche montaban padre e hija en la diligencia: con tal
ímpetu y palabras extremosas exigió la niña el viaje. Una vez en la
corte, cambió radicalmente su humor. Entregose con rabia, con pasión
desenfrenada a los placeres que brinda Madrid a una joven forastera,
rica y hermosa. Vivió dos meses en la embriaguez de los teatros, de los
paseos en coche, de los grandes saraos y conciertos. Acometida súbito
de una alegría nerviosa, parecía feliz enmedio del ruido y el tumulto de
la sociedad, donde empezó a conocérsela por el sobrenombre de _la
Africana_.
Para que su vida fuese aún más alegre y aturdida le placía comer por los
_cafés_ y _restaurants_, como un mancebo disipado. D. Juan fluctuaba
entre el gozo de verla contenta y la incomodidad aguda que le producía
aquella vida desordenada, tan contraria a sus hábitos y edad.
Una tarde, regresando del paseo del Prado, Fernanda estalló
repentinamente en sollozos. D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda
la tarde no había cesado de reír aquella locuela burlándose de cierto
mancebito que seguía pertinazmente su coche.
--¿Qué te pasa?... ¡Fernanda! ¡Hija mía!
La niña no respondió. Con el pañuelo en los ojos, el cuerpo sacudido por
fuertes estremecimientos, lloraba cada vez más perdidamente.
--¡Fernanda, por Dios, que la gente se está fijando!
El llanto se iba convirtiendo en ataque de nervios. D. Juan ordenó al
cochero partir a escape a casa. Mas antes de llegar a ella, la joven
cesó de llorar y, levantando la cabeza con resolución, exclamó:
--¡Papá, quiero marcharme a Lancia!
--Bien, hija; nos iremos mañana.
--No, no; quiero que nos vayamos ahora mismo.
--Considera que no falta más que una hora para salir el tren.
--Sobra tiempo.
No hubo más remedio que meter apresuradamente la ropa en los baúles y
salir disparados a la estación. Sólo cuando el silbido de la locomotora
anunció la salida y comenzaron a correr por las llanuras áridas que
rodean a Madrid se calmaron un poco los nervios de la excitada niña.
Al día siguiente de llegar a Lancia no fue a dar los buenos días a su
padre ni a tomar chocolate con él, como tenía por costumbre. Cuando ya
se disponía el viejo a llamarla, entra de repente en su habitación una
doméstica pálida y agitada.
--¡La señorita se ha puesto muy mala!
Corrió D. Juan al gabinete y la halló desencajada; lívida, por los
esfuerzos que unas violentísimas náuseas la obligaban a hacer.
--¡Pronto! ¡A buscar el médico!--gritó el pobre padre.
Fernanda hizo un gesto negativo y articuló débilmente:
--No, que llamen al penitenciario.
No hizo caso. Vino el médico y, después de examinarla detenidamente,
llamó a D. Juan aparte y le dijo:
--Su hija de usted ha tomado una cantidad extraordinaria de láudano.
--¿Para qué?--preguntó sin comprender.
--Pues... para lo que se toman siempre esas cantidades... para
envenenarse.
--¡Hija de mi alma! ¿qué has hecho?--gritó el desgraciado; y quiso
lanzarse de nuevo a la habitación de la joven. El médico le detuvo.
--No corre peligro alguno. Ha devuelto todo el veneno, y con el
medicamento que voy a recetar quedará completamente tranquila. Lo que
importa ahora es que no repita.
--¡Oh, no! Yo me encargo.
Y corrió al cuarto de su hija. Pero no pudo arrancarle una palabra. La
niña se obstinaba en que viniese su confesor. Al fin fue por sí mismo a
llamarlo, y no tardó en aparecer con él.
Mientras duró la confesión, D. Juan paseaba agitadamente por el amplio
corredor de la casa en espera, devorado por curiosidad ardiente, presa
de vagos y tristísimos presentimientos. Salió al fin el penitenciario,
quien sin responder a la muda interrogación que le dirigía con la vista,
tomole gravemente de la mano y le llevó en silencio hasta su propia
habitación, donde se encerraron. Cuando al cabo de una hora salieron, el
anciano banquero tenía las mejillas inflamadas, los blancos cabellos en
desorden y en los ojos señales de haber llorado. Despidió al canónigo
en la escalera y tornó a encerrarse en su despacho. Allí permaneció todo
el día y toda la noche, sin hacer caso de los recados que su hija le
mandó para que se llegase a verla.
Fue el propio penitenciario quien se ofreció a hablar con Granate y
seguir las negociaciones. El indiano relinchó de gozo al saber de lo que
se trataba. Pero su naturaleza de aldeano astuto y la pasión de la
avaricia, que era la que hasta entonces le había dominado, alzaron la
cabeza. Cuando al otro día fue el canónigo a hablarle hallolo cambiado:
cerdeaba, gruñía, sacudía la cabeza, hablaba con palabras entrecortadas
del lujo con que habían criado a Fernanda, de los grandes gastos que el
matrimonio trae consigo. En resumidas cuentas, pedía una dote. El
penitenciario, que era hombre justificado y de genio vivo, no pudo
contenerse ante tal vileza y le llenó de denuestos. Pero esto era lo que
menos importaba a aquel rústico. Seguro de tener a D. Juan bajo sus
tacones, reía como un bestia, se rascaba la cabeza y dejaba escapar
algún dicharacho grosero que ponía aún más fuera de sí al canónigo.
Cuando, haciendo grandes rodeos, éste enteró a D. Juan de lo que
ocurría, el desgraciado padre quiso volverse loco de desesperación e
ira. Se arrancaba los cabellos, vomitaba injurias atroces y hablaba de
dar un tiro a su hija y darse él otro enseguida. A duras penas logró
calmarle un poco. Entró, al fin, en razón, siguieron las negociaciones y
después de disputar como mercaderes el tanto y el cuanto de la dote, se
fijó al fin lo que había de ser, y Granate consintió en dar su mano de
sapo a la niña más preciosa que Lancia guardaba por aquella época.
Pero faltaba la más negra. Faltaba decírselo a ella. Cuando le
anunciaron que se preparase a unir su suerte en plazo breve a la de D.
Santos, cayó presa de fuerte desmayo. Al salir de él declaró
rotundamente que no lo haría aunque la desollaran viva. Ni las
reflexiones de su confesor, ni la perspectiva de la deshonra, ni las
lágrimas de su padre consiguieron ablandarla. Sólo cuando vio a éste
frenético llevarse el cañón de un revólver a la sien para arrancarse la
vida se arrojó a detenerlo prometiendo hacer cuanto le mandase. Y he
aquí cómo quedó concertado en principio aquel matrimonio horrendo.
Al tener noticia los nobles hijos de Lancia de tal concierto, el mismo
sentimiento de vergüenza se apoderó de todos ellos. Una ola inmensa de
rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía
venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte
favorecía a algún laciense más de lo justo. Si a uno le tocaba la
lotería, si a otro le daban un buen empleo, si el de más allá se casaba
con una mujer rica o adquiría gran caudal con su industria, o se hacía
famoso por su talento, la delicadeza exquisita de los habitantes de
Lancia se sobresaltaba y procuraba, rebajando el dinero, el talento, la
instrucción o la industria de su vecino, poner las cosas en su verdadero
sitio. Tal sentimiento puede equivocarse fácilmente con el de la
envidia. El verdadero observador comprendería, no obstante, al oírlos
disertar en las tertulias de las tiendas y en los corrillos de la calle,
que sólo el amor, acaso demasiado ardiente, a la justicia les obligaba a
minorar los méritos de su convecino y renunciar de este modo
generosamente a la parte de gloria que en ellos pudiera refluir por este
concepto.
El matrimonio de Granate causó profundo estupor. Siguió al estupor un
grito de indignación. Nunca se colorearon tan vivamente las mejillas de
los lacienses como en aquel momento; ni siquiera cuando la prensa de
Madrid vino elogiando cierta comedia escrita por un hijo de la
población. ¡Qué de improperios, primero contra Granate, luego contra D.
Juan, después contra Fernanda! Singularmente los pollos se agitaban
convulsos, frenéticos; encontraban deficiente la legislación, que no
contenía medios de prohibir semejantes monstruosidades. Resultado de
todo fue que, para dar expansión a las fogosas emociones que la noticia
había despertado en su alma y para dar claro testimonio al mundo entero
del profundo disgusto que un matrimonio tan extravagante les causaba, la
juventud laciense dispuso una soberana farsa a cuyos comienzos
asistimos.
Los interesados tuvieron noticia de ella y quisieron evadir el golpe,
primero ocultando el día en que se había de celebrar el matrimonio,
después celebrándolo fuera de la población. Pero no les valieron de nada
sus precauciones. Los pollos olfatearon que la ceremonia se celebraría
en los primeros días de Febrero, en la posesión que Estrada-Rosa poseía
a media legua de Lancia. Se colocaron espías en la calle de Altavilla y
en las inmediaciones de casa de Granate a fin de que no se escaparan;
sobornose a los criados; se trazaron por las cabezas más fecundas de la
ciudad mil planes ingeniosos para vejar a los novios. Como coincidió con
estos preparativos el Carnaval, resolvieron aprovecharlo para dar el
primer golpe con una gran mascarada burlesca, que salió el domingo a las
doce de casa de Paco Gómez recorriendo las calles. En una carroza tirada
por cuatro bueyes vestidos con percalina roja, sus cuernos adornados con
ramaje, venían tres máscaras, queriendo figurar una a Fernanda
Estrada-Rosa, otra a su padre y otra a Granate. Este último traía un
sombrero de cuernos. De vez en cuando se paraba la carroza y ejecutaban
una farsa ridícula y grosera que hacía bramar de regocijo a los curiosos
que en torno se reunían. Fernanda besaba con trasportes de entusiasmo a
Granate; éste, como más pequeño, la abrazaba por más abajo de la
cintura, y mientras tanto D. Juan hacía sonar riendo una bolsa de
dinero. De vez en cuando, del fondo de la carroza salía rápidamente otro
máscara que quería representar al conde de Onís, daba un beso a
Fernanda, se lo devolvía ésta a espaldas de Granate, y tornaba a
ocultarse con la misma celeridad.
Como quiera que esta payasada se ejecutó en la calle de Altavilla,
delante de la misma casa de Estrada-Rosa, el escándalo fue enorme, el
gentío que la presenciaba inmenso. D. Juan, en el paroxismo de la ira,
dio parte al gobernador, grande amigo suyo, y resolvió partir al día
siguiente con Fernanda. Los jóvenes maleantes, que prevían esta
determinación, ya tenían urdido el medio de hacerla ineficaz,
preparando, como hemos visto, una grandiosa cencerrada para la noche.
Era anticipada porque aún no se habían casado, pero de ningún modo
querían que se escapasen sin ella. Armados, pues, de cuantos
instrumentos ruidosos pudieron haber, con grandes trasparentes, donde
aparecían pintadas las mismas grotescas figuras de la carroza con
bestiales leyendas debajo, y teas en las manos, se congregaron más de
trescientos muchachos en Altavilla, y alrededor de ellos media
población que los alentaba con sus carcajadas. El estruendo era
horrísono. De vez en cuando cesaba y una voz lanzaba al aire alguna
copla indecente, que era celebrada con rugidos de alegría, creciendo
tanto y tanto la algazara, que el mundo se venía abajo. El teniente
Rubio, siempre original, trepó por las cornisas de la capilla de San
Fructuoso, situada casi enfrente de la casa de Estrada-Rosa, y comenzó a
repicar la campana. Paco Gómez iba solapadamente de uno en otro grupo
apuntando las coplitas más dañinas para que las repitiese en alta voz el
que la tuviese más recia. Moro hacía sonar su famoso serpentón hasta
echar los pulmones, mientras el marica de Sierra, que había sido uno de
los más activos promovedores de la cencerrada, se metía traidoramente en
casa de D. Juan, vendiéndose como amigo fiel, para espiar en realidad lo
que allí pasaba.
Pero el jefe político de la provincia pensó que era ya hora de oficiar
de Neptuno y componer las olas irritadas. Cuando la cencerrada se
hallaba en su período álgido, envió a Altavilla a Ñola, cabo de los
guardias municipales, acompañado de dos números, que resultaron ser
Lucas el Florón y Pepe la Mota, con encargo de apaciguar el escándalo y
despejar la calle. Los lacienses estaban avezados de antiguo a no
reconocer el origen divino de la autoridad cuando Ñola, el Florón o
Pepe la Mota se empeñaban en representarla. Y no sólo ponían en duda su
legitimidad, sino que en cuanto de lejos los columbraban, soplaba en su
espíritu el viento de la rebelión y lo encrespaba. ¿Consistía esto en
que los lacienses estuviesen predestinados por los ciegos impulsos de su
naturaleza a conspirar contra el orden establecido? No es verosímil.
Ninguno de los historiadores de Lancia han señalado como carácter
distintivo de aquella raza la oposición a las instituciones. Es más
natural suponer que lo que les indignaba tan profundamente y les
inclinaba a la conjuración era la nariz de Ñola, del tamaño de un botón
de timbre eléctrico, la voz aguardentosa de Lucas el Florón y las
piernas monstruosamente arqueadas de Pepe la Mota.
De sobra conocían estos respetables agentes del poder gubernativo las
tendencias anárquicas que algunas veces manifestaba el vecindario de
Lancia. Pero lo que no sospechaban siquiera al introducirse incautamente
entre la muchedumbre, de Altavilla fue que habían de salir de allí sin
bastón, sin sable, sin kepis y con las mejillas abofeteadas. Así estaba
escrito, sin embargo.
El jefe político no quiso conformarse con los inescrutables fallos de
Dios, y montando en cólera hizo llamar inmediatamente al teniente de la
guardia civil y le envió a vengar con ocho números a los infortunados
Ñola, Lucas el Florón y Pepe la Mota.
Envalentonados con la victoria pasada los graciosos de Altavilla,
trataron de resistir. Entonces el teniente, a quien devoraba el fuego de
la guerra, mandó desenvainar los sables, y sonriendo ferozmente, cargó
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