El maestrante - 09

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algunas noches tierno y amartelado con Fernanda; no se apartaba de ella
el canto de un duro. Las miradas de las dos hermanas se posaban sobre
ellos con visible enternecimiento; procuraban con ahínco que nadie fuese
a interrumpirles; poco les faltaba para mandar a los demás que bajasen
la voz a fin de que no les molestase el ruido. Pues bien,
repentinamente, cuando menos podía pensarse, el conde cometía el absurdo
de alzarse distraídamente de la silla, bostezar y marcharse a hacer
solitarios a un rincón de la mesa. Por su parte Fernanda caía en
idénticas flaquezas, poniéndose a charlar animadamente con el chico del
regente de la audiencia sin dirigir una mirada a su novio. Carmelita y
Nuncita quedaban aterradas cuando esto sucedía, se iban a la cama, presa
de la mayor consternación.
Después del rompimiento definitivo, y cuando al cabo se convencieron de
que la ventura de realizar tan sublime matrimonio no estaba reservada
para ellas, humillaron un poco su ambición y prestaron auxilio a
Granate, que hacía mucho tiempo lo demandaba con instancia. También por
este lado la suerte impía les hirió cruelmente. Fernanda rechazaba con
irritación cualquier palabra suasoria que le dirigiesen en favor del
indiano. Si observaba que las señoritas tenían dispuestas las sillas de
modo que resultase aquél sentándose a su lado, en un instante destruía
su combinación yéndose con ademán displicente al extremo opuesto. Al
formarse las partidas de _brisca_ o de _tute_ no consentía que se lo
diesen por compañero so pena de renunciar al juego. En fin, que estaba
tan alerta y sobre sí que era imposible atacarla por ningún lado. No
obstante, las de Meré persistían en su proyecto y trabajaban por
llevarlo a cabo con paciencia; que es la garantía más segura para dar
cima a las grandes empresas.
Algunos días después de la guasa de Paco Gómez se hallaban en la famosa
tertulia, a más de tres o cuatro pollastres, el mismo Paco, Manuel
Antonio, D. Santos, el capitán Núñez, D. Cristóbal, Fernanda, María
Josefa Hevia y dos de las chicas de Mateo. No se pensaba todavía en
jugar. Todos estaban sentados menos Paco, que daba vueltas por la sala
contándoles la broma que había dado la otra noche en el teatro a Manín,
el mayordomo de Quiñones. Desde que éste había quedado paralítico, su
famoso acompañante andaba sin sombra por la ciudad. Mas, por la gran
confianza que su amo le otorgaba, los tertulios de D. Pedro le guardaban
consideraciones, y apesar de la rusticidad de su trato y del traje
campestre que llevaba, cuando le tropezaban en la calle le abrazaban
familiarmente, le convidaban a entrar en el café y a veces le llevaban
al teatro. Manín para aquí, para allá: el grosero aldeano se había hecho
famoso no sólo en Lancia, sino en toda la provincia. Aquel calzón corto,
aquella media blanca de lana con ligas de color, chaqueta de bayeta
verde y sombrero calañés, le daban un aspecto original en la ciudad,
donde por milagro se veía ya un hombre con este arreo. Era una de las
cosas que más sorprendían a los forasteros, sobre todo viéndole alternar
en cierto pie de igualdad con los señores de la población. No sólo por
respeto al maestrante, sino porque les hacía mucha gracia las salidas
brutales de Manín, éstos se perecían por llevarle en su compañía.
Además, Manín era un célebre cazador de osos, con los cuales se decía
que había luchado algunas veces cuerpo a cuerpo. Los aficionados a tal
clase de ejercicio le profesaban por esto respeto y simpatía. Sin
embargo, los enemigos que el mayordomo tenía allá en su aldea
aseguraban, riendo sarcásticamente, que lo de los osos era una farsa,
que en su vida los había visto, cuanto más luchar con ellos. Añadían que
Manín había sido siempre un zampatortas hasta que D. Pedro había tenido
el capricho de sacarle de la oscuridad. La imparcialidad nos obliga a
estampar esta opinión, que desde luego suponemos infundada. Hay que
confesar, no obstante, que la conducta de Manín, ofreciendo repetidas
veces a sus amigos llevarles a cazar el oso, sin que jamás cumpliera la
promesa, la prestaba cierta verosimilitud. Pero el profesar respeto a la
salud e integridad de los osos de su país ¿es acaso motivo suficiente
para arrojar a un hombre a la cara el calificativo de zampatortas? Nadie
osará afirmarlo. Más lógico es suponer que el célebre Manín era, como
todos los hombres que logran sobreponerse a la multitud, víctima de las
asechanzas de la envidia.
Refería Paco, con el desenfado procaz que le caracterizaba y del que no
prescindía ni aun hallándose entre damas, cómo había llevado a Manín al
palco proscenio que con otros amigos tenía abonado en el teatro. El
mayordomo no había visto jamás bailarinas. Al presentarse éstas en
escena le hizo creer que traían las piernas desnudas. Manín quedó
escandalizado, fijando en ellas sus ojos, donde se pintaba el asombro y
la indignación. «Pues aún no has visto lo mejor; ¡aguarda, aguarda un
poco!» Al comenzar la orquesta a tocar, las bailarinas hacen chasquear
los palillos, y dando una vuelta levantan todas la pierna a la altura de
la cabeza. «¡Sollo!» exclama el pobre tapándose la cara con las manos.
¡Dios sabe lo que pensó que iba a ver!
Paco narraba el lance con naturalidad, paseando de un cabo de la sala,
la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Las
jóvenes tertulianas se creyeron en el caso de ruborizarse. Todos reían
menos Granate, que aún tenía en el corazón la broma del día pasado.
Desde su rincón, donde estaba como un oso aletargado, dirigíale miradas
torvas, agresivas. ¿Qué había pasado en casa de Estrada-Rosa cuando el
indiano fue a ella en demanda de la mano de la señorita? Ni a D. Juan ni
a su hija se les pudo sacar una palabra; pero cierta doncellita enteró a
todo el mundo de que D. Juan había rehusado en términos desdeñosos, que
Granate hizo ostentación de sus millones y aun se autorizó el manifestar
que Fernanda no encontraría un matrimonio más ventajoso. Entonces D.
Juan se incomodó, le llamo zángano y lo despidió con cajas destempladas.
Paco, cada vez que sorprendía una de aquellas miradas furibundas,
sonreía y hacía guiños a Manuel Antonio.
--Oye, Carmela--dijo parándose frente a un cuadrito pintado al
óleo,--¿dónde habéis comprado este San Juan?
--¡Jesús! señor--exclamó Carmelita,--no es un San Juan, que es un
Salvador, ¡míralo cómo se ríe el pobrecito!
--¡Ah! es un Salvador. ¿En qué se distinguen?
Las señoritas de Meré, al escuchar tal pregunta, quisieron volverse
locas de alegría. Se les caían las lágrimas de risa.
--¡Ay, qué Paquito! ¡Ay, qué corazón!... ¡No distingue un San Juan de un
Salvador!
Y ríe y que te ríe. Hacía muchos años que no habían oído nada tan
gracioso. Cuando hubieron sosegado un poco y se limpiaron las lágrimas y
se sonaron estrepitosamente con un pañuelo de hierbas, Paco, que gozaba
viéndolas tan alegres, les preguntó:
--Pero vamos, ¿cuándo lo habéis comprado, el Salvador, que yo no lo he
visto hasta ahora?
--Estaba en el cuarto de Nuncia, mi alma; pero allí no estaba bien,
porque tropezaba la cama en él, y lo hemos traído.
--Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá, un pintor de Madrid que
pasó aquí unos días--dijo Nuncita.
--¿Eras tú joven?--preguntó gravemente Paco dirigiéndose a Carmelita.
--Sí, muy jovencita.
--¿El pintor tenía fama?
--Mucha.
--Entonces ya sé quién era, Murillo.
--No; me parece que no se llamaba así.
--Entonces sería Velázquez.
--Ese nombre ya me suena más. Era hombre mozo, muy cortés y muy galán,
¿verdad, Nuncia?... A tí me parece que te hizo algunas carantoñas...
Nuncita bajó los ojos ruborizada.
--¿Quién se acuerda de eso ya?
--Era muy enamoradizo--prosiguió Carmelita;--pero al mismo tiempo bien
criado y bien entendido...
--¿Enamoradizo dijiste? Justo, no puede ser otro que Velázquez.
--No se llamaba Velázquez; se llamaba González--apuntó tímidamente
Nuncita.
Y después de decirlo volvió a ruborizarse.
--¡Eso es, González!--exclamó su hermana haciendo memoria.
--Bueno, es igual, sería un contemporáneo suyo, de la buena raza de
pintores del siglo XVII--manifestó Paco sin turbarse por las carcajadas
de los tertulios, que se espantaban de la inocencia de aquellas pobres
mujeres.
--¿Conque te ha hecho la corte a ti, Niña?--prosiguió cogiendo con dos
dedos cariñosamente la barba de Nuncita.--Me parece que tú debiste de
haber sido muy torerita, ¿verdad, Carmela?
--Fue un poco tentada de la risa.
--¡Carmela, por Dios, que estos señores van a creer que he sido una
coqueta!--exclamó con angustia la Niña.
--No creerían más que la verdad, chica--dijo Paco.--¿Ya no te acuerdas
que has dado oídos a un procurador eclesiástico llamado don Máximo, y
después que éste se iba de tu casa hablabas con el teniente Paniagua por
el balcón?
Nuncita sonrió con enternecimiento al recuerdo de aquellos tiempos, y
repuso bajando los ojos con graciosa timidez:
--D. Máximo venía a casa todos los días, pero nunca me requirió de
amores.
--¡Qué amores ni qué calabazas!--exclamó Paco.--Di tú que quien te
gustaba de verdad era el teniente, y concluirás más pronto.
--¿Conque ha estado usted enamorada de un militar?--preguntó con
graciosa volubilidad Emilita, dirigiendo al mismo tiempo una mirada
provocativa a Núñez.--Pues ha tenido usted bien mal gusto.
El Jubilado se puso repentinamente serio y se le erizaron los bigotes de
terror ante aquella salida de su hija; pero se tranquilizó
inmediatamente al observar que el capitán, en vez de darse por ofendido,
la pagaba con una sonrisa amorosa y lo echaba a broma como todos los
demás.
--No es ella sola la que ha tenido ese mal gusto--expresó con marcada
intención Carmelita, muy alegre de haber encontrado aquel rasgo de
ingenio.
--Y ¿quién era ese teniente?... Algún trasto... ¡cómo si lo
viera!...--tornó a preguntar Emilita con la misma adorable ligereza.
--¡Alto, alto, Emilia!--manifestó Paco.--Paniagua era teniente de los
tercios de Flandes y muy bizarro.
--No, corazón, no--se apresuró a rectificar Nuncita,--que era de la
guardia real.
--¿No era arcabucero?
--No, mi alma; de la guardia real te digo.
D. Cristóbal disimulaba la risa con un flujo de tos. Manuel Antonio y
los pollastres reían descaradamente.
--Paniagua era hombre muy notable--prosiguió Paco.--Poseía esa decisión
que tan bien sienta a los militares. El mismo día que llegó vio a Nuncia
por la mañana al balcón. Por la tarde le entregó en el pórtico de San
Rafael, al salir de la novena, un billete de declaración, que empezaba:
«Señorita: Entre confuso y medroso, y dudando si en gracia de lo rendido
me perdonará usted lo osado, confieso que mi único delito consiste en
amar a usted...»
--¡Qué picarón! ¡cómo lo recuerda!--exclamó Nuncita, enternecida de
verdad.
Lo cierto era que Paco, a quien la Niña, después de muy rogada, había
mostrado las cartas que conservaba de Paniagua, se había aprendido de
memoria aquel originalísimo documento y lo recitaba en todas partes para
regocijo de sus amigos.
--Eso se llama un hombre resuelto. Así se manifiesta el carácter de la
persona. ¡Qué diferencia de los militares de hoy, que antes de
declararse a una muchacha la pasean un año la calle y luego tardan otro
en decir: «Niña, ¿cuándo nos vamos a la vicaría?»
Pronunció estas palabras mirando al rincón donde estaban Emilita y el
capitán. Éste recogió la alusión y se puso serio. La chica se hizo la
distraída, pero agradeciendo mucho a Paco en el fondo de su corazón el
capote, mientras el Jubilado se atusaba el bigote con mano temblorosa,
temiendo que Núñez se enfadara, pero alegre al mismo tiempo por la
esperanza de que estos capotazos oportunos le sacaran de su atonía.
Cansados de platicar, los pollastres propusieron jugar un ratito a las
prendas. Es un juego donde los hombres de criterio siempre pescan algo.
Fernanda consintió en que Granate se sentase a su lado. Los guiños de
Paco, que había sorprendido, le habían hecho mal efecto. Era una
criatura muy orgullosa, pero en la cual se hallaba arraigado el
sentimiento de justicia. No podía sufrir que se burlasen en su
presencia de nadie, aunque fuese del ser más ínfimo y despreciable.
Podía decirse que el sentimiento de la dignidad, que era en ella tan
delicado y vidrioso, la hacía sentir las heridas causadas en la de los
otros con más viveza. Aunque aborrecía a Granate, la molestaba que se le
mortificase en su presencia, sobre todo si era por su causa; sin
perjuicio, por supuesto, de que ella le diese a cada momento
descomunales desaires; pero entendía, y no le faltaba razón, que los
desdenes de la mujer que se ama, si causan dolor, no resqueman como las
burlas. El indiano, que se vio tan honrado, no cabía en sí de gozo, y
comenzó con voluntad excesiva y la ordinariez que le caracterizaba a
prodigarle mil atenciones. Fernanda las recibió con semblante grave,
pero sin repugnancia.
Y vino, como es natural, aquello de las «tres veces sí y tres veces no,»
el «contentar a todos los presentes,» «un favor y un disfavor,» etc.,
etc. La sociedad se recreaba con lo que se habían recreado sus padres y
sus abuelos, y con lo que pensaban que se recrearían sus hijos.
¡Inocentes! Había allí un espíritu, sin embargo, que no merecía este
calificativo. Paco Gómez jugaba con una condescendencia displicente,
como hombre que se adelantaba mucho a su época, cometiendo mil torpezas
y desaciertos que demostraban la distracción que caracteriza a los
seres superiores. En cambio, Núñez tenía puestos los cinco sentidos. No
se vio jamás hombre más erudito en aquellas materias ni que las tratase
con más profundidad. Su inteligencia lúcida había penetrado en todos los
secretos del juego de prendas y sabía sacar de cada uno el partido
posible, extraer todo su jugo, según pedían las circunstancias. Por
ejemplo, cuando una señorita debía contentarle, quedaba sordo
instantáneamente. La joven se veía obligada a inclinarse más y más,
hasta que sus labios de carmín rozaban la oreja del capitán. Si quedaba
condenada a hacer el papel de esquina de la Puerta del Sol y, por
consiguiente, a sufrir que le pegasen carteles en la cara, que se
recostasen contra ella, etc., etc., el profundo Núñez no soltaba la
presa en tanto que no pasease las manos por todas las regiones de su
cuerpo. Pero cuando dio más claras muestras de su talento portentoso y
de los vastos conocimientos que había logrado adquirir en aquel ramo del
saber, fue al proponer que la señorita a quien acertase lo que tenía en
el bolsillo quedase obligada a darle un beso. Tal seguridad tenían todas
de que nada conseguiría, que no vacilaron en aceptar la proposición.
Erró, efectivamente, al vaciar con el pensamiento el bolsillo de
Carmelita, erró con Fernanda, con María Josefa, con Micaela, y ¡miren
qué diablo! fue a acertar precisamente con Emilita. Unas tijeras, un
pañuelo, un dedal y tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendo
las palmas, toda nerviosa: ¡Trampa, trampa! El capitán, sereno,
apacible, grandioso como un héroe de la antigüedad, rechazó aquella
imputación y demostró hasta la saciedad que allí no cabía trampa alguna.
--...A no ser--añadió sonriendo mefistofélicamente--que estuviera usted
convenida conmigo para dejarme ver de antemano lo que tenía en el
bolsillo.
La niña protestó aún más ruidosamente contra esta hipótesis indecorosa,
se puso agitada hasta un grado incomprensible y, levantándose con
viveza, corrió al extremo opuesto de la sala, lo más lejos posible del
capitán, como si éste fuese a tomar por la fuerza lo que de derecho le
correspondía. Hubo quien se puso de parte de ella (las mujeres) y quien
tomó partido por él (casi todos los hombres). Armose en la sala un
zipizape de mil demonios. Todos hablaban, reían, chillaban sin acabar de
entenderse. Pero la que más gritaba y gesticulaba era, como es fácil de
comprender, la interesada. Sin embargo, don Cristóbal, viendo que
aquello llevaba trazas de no concluir, y queriendo dejar a salvo la
formalidad de su progenie, intervino en la disputa como un dios
majestuoso que extiende la diestra para calmar las olas del mar
embravecido.
--Emilita--pronunció con firmeza,--juego es juego. Dale un beso a ese
caballero.
Adviértase que no dijo «al capitán,» ni siquiera «a ese señor oficial.»
Todavía sus labios civiles repugnaban dejar paso a una palabra de orden
exclusivamente militar.
--¡Pero papá!--exclamó la hija menor, roja ya como una amapola.
--¡Vamos!...--profirió con la diestra extendida y en la actitud más
imperativa que pudo adoptar jamás un dios jubilado.
No hubo más remedio. Emilita, confusa y avergonzada, con las mejillas
convertidas en dos brasas, se acercó vacilante al heroico capitán de
Pontevedra, fértil en toda clase de astucias, y le rozó con el carmín de
los labios la tierra amarillenta de sus mejillas.
Mas hete aquí que, apenas lo hubo efectuado, saltó hecha un basilisco
Micaela, la más irascible de las cuatro nereidas que nadaban en las
profundidades de la morada del Jubilado:
--¡Qué desvergüenza!... Esos no son juegos decentes, sino suciedades...
No me extraña de Núñez, porque los hombres ¿a qué están? Me extraña de
tí, Emilita... Me parece que un poco más de pudor y vergüenza no te
vendrían mal... Pero ¡cómo la has de tener si los que tienen obligación
de ponértela son los primeros en empujarte a lo malo!...
Aquella sangrienta diatriba contra el autor de sus días dejó a éste
pálido y clavado al suelo. Hubo un instante de silencio embarazoso. Una
nota tan destemplada les sorprendió. Sin embargo, todos se apresuraron a
defender a Emilita y a protestar de la pureza y la perfecta inocencia de
tales juegos. El argumento que más se repetía, y el que a todos les
parecía incontrastable, era que, no habiendo malicia, aquello no valía
nada, porque lo importante en estos asuntos es la intención. El beso ¿ha
sido dado con intención?--decía uno de los pollastres más
dialécticos.--¿No? Pues entonces como si no se hubiera dado. Núñez
asentía gravemente, un poco amoscado y mirando de reojo a su futura
cuñada. Pero ésta no se rendía a demostraciones tan evidentes y se
obstinaba en pedir, cada vez con mayor violencia y más altas voces, un
poco de vergüenza para su hermana menor y unas migajitas de sentido para
su señor padre. Mas como al cabo nadie se presentaba con estas cosas en
la mano a satisfacer sus votos, no tuvo otro remedio que ir bajando el
diapasón, hasta que al fin sus coléricas protestas se fueron
trasformando poco a poco en murmullo sordo y amenazador como el de los
truenos lejanos. Y la tertulia recobró su dulce sosiego habitual.
Pero quedó suspendido por aquella noche el juego de prendas. Nuncita, de
quien casi siempre partían las grandes ideas, propuso que se jugase a
_la boba_. No se sabe por qué, pero es lo cierto que este juego poseía
particulares atractivos para la menor de las señoritas de Meré. Es
indecible lo que se placía la ex-novia del teniente Paniagua cuando
lograba encajar _la boba_ a alguna de sus tertulianas, la ansiedad y
desasosiego que se apoderaba de ella cuando la tenía en su poder y no
lograba soltarla. Paco Gómez tomó la baraja y sacó las tres sotas; pero
sabiendo la debilidad de Nuncita y queriendo, según su temperamento,
mortificarla un poco, hizo una señal a la que quedaba, y luego la fue
manifestando al oído a algunos de los tertulios. Resultado de esto fue
que _la boba_ iba casi siempre a parar a manos de la Niña, y allí se
atascaba, sin que apesar de todos sus esfuerzos consiguiese desprenderse
de ella. Con esto, apesar de su apacible natural, se fue impacientando
poco a poco. La tertulia reía y ella también, pero más con los labios
que con el corazón. Al fin, en un momento de cólera echó a rodar las
cartas y declaró que no jugaba más. Carmelita, al ver aquel acto de
descortesía, intervino severamente, como siempre que se desmandaba.
--¿Qué arrebato es ése? ¿A qué conduce esa tontería? ¿Qué dirán estos
señores?... Dirán, con motivo, que no tienes educación, y que en
nuestra familia no ha habido quien hubiera sabido enseñarte... ¡A ver si
coges las cartas ahora mismo!
--No quiero.
--¿Qué, qué dices, necia? ¡Tú, tú, tú eres tonta!... ¿Se habrá visto una
criatura más díscola?... Co... co... coge las cartas enseguida...
La cólera la hacía tartamudear, saliendo de su boca desprovista de
dientes unos ruidos extraños.
--¡Hum!--gruñó Nuncita, torciendo el hocico con mueca de mimo.
--¡Niña, no me enfades!--gritó su hermana mayor.
--¡No quiero, no quiero!--repitió aquella criatura indómita con
decisión.
Y al mismo tiempo se levantó de la silla y arrastrando los pies se fue a
refugiar en el gabinete.
Mas su hermana la siguió inmediatamente en la actitud más severa y
autoritaria que puede nadie imaginarse, dispuesta a corregir aquel
principio de rebelión, que con el tiempo podría traer funestas
consecuencias. Oyose rumor de disputa, sobresaliendo la voz áspera,
irritada, de Carmelita; luego aquella voz se fue dulcificando,
haciéndose persuasiva, razonadora, reprendiendo con suavidad. Llegó
asimismo a los oídos de los tertulios el eco de un sollozo. Por último,
al cabo de buen rato se presentó de nuevo Carmelita, arrastrando los
pies todavía más que su hermana, con los ojos resplandecientes de
autoridad y el ademán majestuoso que conviene a los que necesitan dictar
leyes a los seres que la Providencia les ha confiado. Detrás venía la
Niña avergonzada, sumisa, con las mejillas inflamadas y los ojos
llorosos. Sentose otra vez a la mesa y, sin osar levantar los ojos a su
hermana mayor, que la miraba aún con cierta dureza, tomó humildemente
las cartas y se puso a jugar. Pues bien, este ejemplo conmovedor de
respeto y de sumisión, en vez de impresionar gravemente a los
circunstantes, provocó en casi todos una sonrisa de burla, y en algunos
de ellos algunas inoportunas carcajadas que a duras penas lograron
sofocar.
Sin embargo, el juego no duró mucho tiempo. Acercábase la hora de
diseminarse aquella escogida sociedad.
--María Josefa, hoy he visto a tu ahijada en el paseo--dijo Paco Gómez,
mientras barajaba distraídamente las cartas.--La he dado un beso. Está
cada día más guapa... ¿Cuánto tiempo tiene ya?
--Pues saca la cuenta. La hemos bautizado en Febrero... Dos meses y
medio.
--¿Iba con su madre?--preguntó Manuel Antonio sonriendo de un modo
particular.
--No. A su madre la he encontrado después en Altavilla y he echado un
párrafo con ella--respondió gravemente y con afectada naturalidad.
La mayor parte de los tertulios le miraban sonrientes con expresión de
malicia reservada que sorprendió a Fernanda. Sólo las dos señoritas de
Meré y Granate permanecieron impasibles, sin darse cuenta de lo que se
hablaba.
--Pero ¿a qué ahijada de usted se refiere, a la niña recogida por los de
Quiñones?--preguntó en voz baja la heredera de Estrada-Rosa a María
Josefa.
--Sí.
--¿Entonces?... ¿Cómo hablan de su madre?
--Porque esos dos tienen una lengua muy mala. ¡Dios nos libre de
ella!--repuso la solterona sonriendo también con alegría maliciosa,
mirando al mismo tiempo a la joven con la benevolencia condescendiente
con que se mira a las criaturas inocentes.
--Pero ¿quién suponen que es su madre?
--¿Quién ha de ser? Amalia... ¡Silencio!--dijo apresuradamente, bajando
más la voz.
Quedó estupefacta. Para ella era la noticia tan nueva, tan sorprendente,
que por unos instantes estuvo mirando con ojos pasmados a su amiga como
si no hubiese oído. En el estupor que le causaba, no oyó las primeras
palabras de Paco. Sólo se hizo cargo al concluir de que estaba loando
con calor la belleza de la niña.
--Tiene a quien parecerse--murmuró el marica de Sierra con la misma
intención maligna.--Ya ves... su madre... ¡Y su padre!... Su padre se
cae de buen mozo.
Fernanda, picada repentinamente por vivísima curiosidad, una curiosidad
insana que la puso agitada y anhelante sin saber por qué, se inclinó
otra vez hacia María Josefa, y metiéndole la boca por el oído, le
preguntó con voz alterada:
--Pero ¿quién es su padre?
La solterona se volvió hacia ella y le clavó una mirada donde se
traslucía junto con la sorpresa la misma indulgencia compasiva.
--Pero ¿de veras no sabes?...
La joven hizo signo negativo. Y al mismo tiempo se sintió embargada por
terrible emoción. Una corriente de aire frío atravesó su ser interior
repentinamente. Quedó pálida, pendiente de los labios de María Josefa,
como si de ellos esperase la salud o la muerte. Aquélla advirtió bien su
turbación, y dijo después de mirarla un instante fijamente:
--No te lo digo... ¿Para qué?... Acaso sea todo una calumnia.
Fernanda se repuso instantáneamente.
--Está bien--respondió haciendo un gesto de displicencia.--Cálleselo.
Después de todo, ¿a mí qué me importa todo eso?
Este gesto hirió a la solterona, que se apresuró a decir con aguda
sonrisa:
--Pues precisamente porque a tí te importa es por lo que temo decírtelo.
--No entiendo...
María Josefa se inclinó hacia ella y le dijo:
--Porque dicen que el padre de la criatura es Luis.
Como ya antes había sentido la puñalada, Fernanda quedó impasible y
preguntó con indiferencia:
--¿Qué Luis?
--El conde, muchacha.
--¿Y por qué me ha de importar a mí que sea Luis el padre?
María Josefa quedó un poco desconcertada.
--Como ha sido tu novio...
--¡Pero como ya no lo es!--replicó encogiéndose de hombros
desdeñosamente.
Y se puso a hablar con Granate, que tenía del otro lado. Aquella
indiferencia era pura comedia que su orgullo lograba representar. Una
tristeza inexplicable y penetrante cayó sobre su alma y la invadió por
completo, sin dejarle fuerzas para pensar ni para hacer nada. Si Granate
no fuese un animal, hubiera comprendido enseguida que la sonrisa con que
acogía sus barbarismos y barbaridades era una verdadera mueca sin
expresión alguna, y que los monosílabos y respuestas incoherentes que
dejaba escapar de sus labios denunciaban bien claramente que no le
escuchaba a él, sino a Paco Gómez, Manuel Antonio y los demás que
seguían charlando de la niña expósita.
¡Con qué interés ardiente recogía todas las palabras que se cambiaban
entre aquellos maldicientes! Y a medida que iban poniéndole en claro el
suceso y que iban acumulando pormenores, entreverando frases burlonas y
reticencias de efecto cómico, su corazón se apretaba, se apretaba poco a
poco, como si todos ellos lo fuesen oprimiendo entre sus manos, uno
después de otro, para hacerle daño. Pero su rostro permanecía impasible.
Ni la más leve contracción acusaba el dolor que la mordía.
La tertulia se deshizo a las doce, como siempre. Fernanda sintió gran
consuelo al respirar el aire frío y húmedo de la noche. Tenía ansia de
quedarse a solas con su pensamiento y darse cuenta cabal de lo que
acababa de aprender.
Había llovido mucho. Las calles, empedradas de grueso guijarro,
resplandecían a la luz de los reverberos. Al salir de la casa unos
tomaron por la calle abajo; otros, entre ellos Fernanda, hacia arriba en
dirección a la plaza. Pocos pasos habían dado cuando sintieron el
estrepitoso trotar de unos caballos que doblaban en aquel instante la
esquina y bajaban hacia ellos.
--Ahí está el barón y su criado--dijo Manuel Antonio.
Era la hora, en efecto, en que el excéntrico barón de los Oscos salía a
dar su paseo habitual por las calles de Lancia. Su famoso caballo las
desempedraba haciendo cabriolas, levantando tal estrépito que, aun
siendo el corcel de su criado mucho más paciente, parecía que atravesaba
la ciudad un escuadrón. Al cruzarse con los tertulios, Manuel Antonio,
con el desparpajo que le caracterizaba, gritó: «Buenas noches barón.»
Pero éste volvió hacia ellos el rostro espantable, los miró fijamente
con sus ojos encarnizados y siguió adelante sin contestar. El marica,
corrido, dijo:
--¡Va borracho, como siempre!
Todos asintieron burlando. Pero en el fondo sintieron todos, unos más y
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