El maestrante - 11

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prueba gallarda de su destreza, afirma en tono desdeñoso que «aquello no
vale nada» y que él es capaz de saltar la acequia volviéndose de
espalda. Estas palabras fueron acogidas con respeto por sus colegas,
pero también con un silencio que al capitán se le antojó dubitativo. Y
sin aguardar más resuelve confundirlos. No se despoja de una sola prenda
del uniforme, que esto queda para los neófitos; toma vuelo, y al llegar
al borde del agua se vuelve y da el salto, pero con tan mala fortuna que
los pies se le enredan en unos juncos y cae de espaldas tan largo como
era enmedio del arroyo. Se oculta a las miradas de sus amigos por un
momento, y sale al fin bufando y chapoteando como un verdadero tritón,
diciendo que no es nada y que va a saltar otra vez para que se vea. Pero
su padre político no lo consiente. Le pasea las manos por el cuerpo para
cerciorarse de que está calado (¡cómo había de estar!) y, presa de
insana agitación, él, que hacía poco tiempo hubiera exterminado en
pleno a toda la milicia, comienza a gritar:
--¡Es necesario mudarse!... ¡Ahora mismo!... ¡Una pulmonía!...
¡Mudarse!... ¡Fricciones!... ¡Una fiebre reumática!
Y otras exclamaciones más o menos coherentes, que daban testimonio del
profundo interés que la salud del oficial le inspiraba.
Núñez, aunque guerrero, cede a sus instancias y vuelve hacia la casa con
semblante fiero y ceñudo, enteramente resuelto a quitarse hasta los
calcetines y a meterse en la cama mientras se manda propio a Lancia por
una muda. Todos sus amigos le rodean, y así llegan hasta la casa.
Emilita, que está al balcón, al verlos de aquella guisa, pregunta con
sorpresa:
--¿Qué es eso?
--Nada--le grita su papá,--que Núñez se ha caído a la acequia.
Naturalmente al oír esto Emilita lanza un grito desgarrador y cae
desmayada en brazos de varias damas. Núñez, hecho un héroe, despreciando
su propia salud, corre a socorrerla. En pocos momentos se llena la
habitación de vasos de agua y salen a relucir también dos o tres frascos
de antiespasmódico. Cuando empieza a recobrar el conocimiento y llega el
momento crítico de las lágrimas, su hermana Micaela no puede contenerse;
increpa violentamente a su papá.
--¡Esto ha sido una verdadera barbarie! ¿Se ha figurado usted que su
hija tiene el corazón de bronce?... ¡Bien poca delicadeza se necesita
para herir de este modo a una pobre criatura!...
La pobre criatura le paga aquella defensa con una mirada cariñosa de sus
ojos húmedos, apretándole al mismo tiempo la mano. El Jubilado se
encuentra en el último grado del abatimiento y apenas se atreve a
murmurar «que viendo a Núñez vivo a su lado no había razón para tanto
susto.» Las señoras juzgan que Micaela ha estado irrespetuosa con su
padre, pero al mismo tiempo no pueden menos de convenir en que aquello
ha sido un escopetazo, y manifiestan a la desgraciada esposa una
ardiente simpatía.


VIII
El vino de Fernanda.

Fernanda no había presenciado nada de esto. Estuvo a primera hora en el
bosque, haciendo de ninfa pudorosa como sus compañeras; pero cansada
pronto del papel, se apartó de ellas y comenzó a discurrir por los
lugares más solitarios. Su cabeza, tan erguida siempre, se doblaba bajo
el peso del tedio o la preocupación; su talle flexible, ondulante, se
movía sin compás girando a un lado y a otro como el cuerpo de un beodo;
arrastraba los ojos por el suelo, aquellos hermosos ojos africanos que
eran el más preciado ornamento de la noble ciudad de Lancia, y por su
frente pálida cruzaba una arruga bien profunda, signo de pensamiento
fijo y doloroso. ¡Cuánto le había atormentado desde hacía dos meses! La
impresión que los amores del conde habían dejado en su alma, sofocada al
principio por el orgullo, por la esperanza de volver a ellos, se había
dilatado de pronto al conocer el secreto de su desvío, había hecho
irrupción en ella, la había llenado toda y la abrasaba de amor y de
celos. Eran tanto más ásperos éstos cuanto que vio claramente que Luis
la había estado engañando mucho tiempo, le había fingido cariño cuando
amaba ya a otra. La miserable traición de Amalia la sublevaba, le
inspiraba horror y repugnancia; pero la del conde, tenía que
confesárselo, la traspasaba de dolor y acrecía su pasión
desmesuradamente.
Supo, no obstante, mantener su dignidad a flote. Siguió frecuentando el
trato de Amalia y mantuvo con ella en apariencia las mismas relaciones
amistosas, mas a despecho suyo, sin darse ella misma cuenta, había unas
veces en su actitud, otras en sus ojos, otras en su acento, un leve dejo
amargo y desdeñoso que no pasó inadvertido para la penetrante
valenciana. Con su ex-novio se mostró circunspecta, dejó aquel tono
agresivo que con él acostumbraba a emplear y se hizo más suave y formal;
pero también, con gran disgusto suyo, la emoción que sentía al hablarle
se le traslucía no pocas veces en una leve alteración de la voz y en
palideces o rubores enfadosos. Su vida interna, durante aquellos seis
meses, había sido devorada por una actividad febril, ansiosa, mareante,
disimulada con esfuerzo bajo actitud tranquila y altiva. A veces la
sorda irritación que la minaba no podía resistir tanta presión, y
estallaba en un flujo de palabras candentes, injuriosas, que pronunciaba
en voz baja, al advertir algún signo de inteligencia entre los
traidores. Su naturaleza ardiente, orgullosa, lisonjeada por un padre
que llegaría hasta el crimen por darle gusto, y por un enjambre de
adoradores postrados a sus pies, botaba ante aquel obstáculo, el primero
con que había tropezado en su vida, como un potro salvaje.
En estos frenesíes de cólera ideaba vengarse. Escribió varios anónimos a
D. Pedro, pero ninguno llegó a su destino. Antes de echarlos al correo
los rompía. El gran fondo de dignidad que había en su carácter se
sublevaba ante un proceder tan bajo; los rompía vertiendo lágrimas de
despecho. Después de hacer trizas el último que escribió, tuvo ocasión
de alegrarse, pues supo casualmente aquella noche que ninguna carta
llegaba a poder de Quiñones sin pasar por las manos de su esposa. Otras
veces no podía más; se rendía a la pesadumbre de su pena y se dejaba
caer en una butaca, y pasaba largo rato con los ojos extáticos en
meditación intensa y dolorosa. Acometíanle, en estos momentos, súbitos
arranques de ternura; se confesaba sin rubor, con gozo voluptuoso, el
amor que sentía; perdonaba a Luis de todo corazón y se prometía amarle
toda la vida en silencio, no ser jamás de ningún otro hombre. Según
trascurrían los días este sentimiento se irritaba, se trasformaba en
deseo enfermizo, irracional. La excitación de los sentidos, que al fin
despertaban en ella de un modo violento, juntábase al cosquilleo del
amor propio herido, para mantener vivo este deseo. Poco le faltaba,
cuando veía a Luis a su lado, para abrirle su pecho y confesarle la
abrasadora pasión que sentía.
Sin conciencia clara de lo que hacía, Fernanda buscaba a su ex-novio por
la finca. Todo lo que allí había le interesaba profundamente, el bosque,
la casa, los criados, hasta los animales que pastaban en la pradera;
sobre todo esparcía una mirada simpática, brillante de emoción. ¡Cuan
amable le parecía aquel caserón estropeado, roído por la humedad y los
ratones! Después de vagar por las regiones más solitarias del bosque
largo rato, entró distraídamente por los prados; descendió lentamente
hasta cierto sitio donde había algunos obreros abriendo una zanja
profunda para desecar el terreno. Allí supo, sin preguntarlo, que el
conde, después de estar un rato mirando la obra, se había marchado.
Esperó algún tiempo para disimular, y al cabo se apartó con lento paso,
arrastrando la sombrilla, como quien no sabe adónde enderezarse.
En efecto, no lo sabía. Pero no por falta de objetivo, sino porque
ignoraba dónde estuviera éste. Una idea cruel flotaba en su cerebro sin
determinarse con claridad; la de que Luis pudiera hallarse a solas en
aquel momento con Amalia. Poco a poco, a medida que marchaba por el
campo, esta idea fue adquiriendo relieve. Y según se precisaba, le roía
el corazón, se lo llenaba de despecho y de cólera. ¿Por qué? ¿No conocía
perfectamente sus relaciones adúlteras? Pues, con todo, le causaba viva
irritación, le parecía que no debía sufrirlo, que tenía derecho a
impedir que se juntasen. Sin darse cuenta de lo que hacía apretó el
paso. Sus nervios se iban alterando. Cuando llegó a la corrada estaba
enteramente persuadida que los adúlteros se hallaban juntos y solos.
Entró en la casa y, como quien la visita por curiosidad, la recorrió
toda, escudriñó hasta las más apartadas estancias. No logró verlos; pero
la circunstancia de no hallar a Amalia por ningún sitio la confirmó aún
más en su sospecha. Fatigada de tanto buscar, inflamada de anhelo,
nerviosa, salió de nuevo al aire libre. Evitó el encuentro de las
personas que pudieran detenerla y se dirigió al jardín. En cuanto puso
el pie en él despertó vigorosamente en su espíritu la esperanza de
encontrarlos. Aquel rincón de verdura donde los arbustos, creciendo a su
antojo, se entrelazaban hasta formar una masa impenetrable, era a
propósito para las confidencias amorosas. Avanzó con precaución, sin
hacer ruido, por sus senderos casi desaparecidos, tapizados de hierba,
invadidos en muchos parajes por las ramas de los arbustos y la maleza. A
veces, un montoncito de lirios le cortaba el paso, y se veía precisada a
saltar sobre ellos; otras, un rododendro extendía sus ramas para abrazar
a la camelia de enfrente y formaba bóveda tan baja que necesitaba
doblarse mucho para pasar. Antes de llegar creyó sentir leve rumor de
voces. Quedó inmóvil y esperó algunos instantes. Volvió a percibirlo y
se dirigió hacia el sitio de donde partía.
¡Eran ellos! Sí, eran ellos. Mucho antes de oír su voz claramente los
había adivinado. Se paseaban por una calle más ancha y despejada que las
otras, resguardada de un lado por el muro, del otro por alto seto de
boj. Amalia se colgaba del brazo del conde con imperio y negligencia y
hablaba mirando al suelo, mientras él se inclinaba hacia ella risueño,
sumiso, metiéndole las palabras por el oído. Los contempló desde lejos
al través del follaje. La emoción la dejó clavada al suelo algunos
instantes. Por encima del sentimiento de dolor y de ira que la
embargaba asomó su cabeza el orgullo de mujer. Después de examinar con
ojos ansiosos la figura de Amalia no pudo menos de murmurar con
amargura:
--¿De qué se habrá enamorado ese hombre? ¡Si es una gata disecada!
Después pensó:
--¿Qué se dirán?
Acometiole un deseo vivo de escuchar su plática, y sin reflexionar sobre
el peligro que corría, fuese acercando poco a poco al seto, doblando el
cuerpo para no ser vista. Buscó el paraje más sombrío y seguro, y
escuchó. Sólo se les oía cuando cruzaban cerca. En cuanto se alejaban
unos cuantos pasos no se percibía palabra alguna. No pudo recoger más
que retazos de conversación, que resultaban incoherentes.
--Se le rozan mucho los muslos. ¡Si vieras cómo va engordando! Ni con
polvos de almidón ni con los de rosa se consigue suavizar la irritación
de la piel--decía la dama.
--Hablan de la niña--pensó Fernanda.
--No la he visto nunca en el baño. ¡Cuánto daría por asistir a él un
día!
--Es porque no quieres.
--No, no quiero, exponiéndote a tí a un peligro y a que concluya de ese
modo...
No oyó más. Tuvo que aguardar a que llegasen al final de la calle y
diesen la vuelta.
--Di que has estado en casa de esas viejas chochas y no mientas--oyó
decir a Amalia, al acercarse de nuevo.
--Te aseguro que estuve en el Casino. Nos hemos reunido los individuos
de la junta para ver si se ha de decorar nuevamente el salón. Creí que
podría salir a las diez, pero hasta las doce no nos separamos. ¿No
conoces el carácter disputón y minucioso de D. Juan? A casa de las de
Meré hace un siglo que no voy. Tanto, que algunos empiezan a...
Otra vez se perdieron las palabras. ¿Aquel D. Juan sería su padre?
Procuraría enterarse. Cuando volvieron, el conde acariciaba tiernamente
la mano de su querida y sonreía, al hablar, con arrobada expresión de
felicidad.
--Muchas veces me he propuesto dejar de verte. Por la noche, estando a
solas en la cama, me entran terribles remordimientos. Entonces me digo:
«Es necesario que esto concluya. Los dos nos condenamos
irremisiblemente.» Y resuelvo marcharme de Lancia y hasta compongo todo
un plan de vida; viajo con la imaginación por toda Europa; me olvido de
tí; vuelvo al cabo de algunos años, y en vez del amor antiguo se renueva
en mi corazón una amistad tierna y honesta, en la cual podemos descansar
tranquilos sin temor al castigo del Cielo... Pero así que amanece, estas
resoluciones se disipan, sucumbo a la tentación, voy a tu casa, y en
cuanto te veo, en cuanto oigo tu voz adorada...
Fernanda se agarró con mano crispada al tronco de una magnolia.
A la vuelta era Amalia quien hablaba.
--No es verdad eso. Ya te he dicho que para mí siempre hay un punto
negro. Por más que pretendo forjarme la ilusión de ser la primera...
--¡La primera y la última! Yo no amaré a otra mujer más que a ti.
--No sabes los celos que tengo del pasado. Cada día más. Di la verdad:
¿la has querido o no?
--No.
--Entonces, ¿cómo eras capaz de...
No oyó más. Fue bastante para hacer brotar de sus ojos una lágrima.
Trató de huir. Cuando iba a hacerlo observó que los traidores se habían
detenido al extremo de la calle.
Amalia echa los brazos al cuello a su amante, le pone los labios en la
boca y le da un beso que se prolonga, se prolonga una eternidad.
Fernanda cierra los ojos. Cuando los abre de nuevo ve que se alejan
cogidos de la mano.
Los deja salir del jardín. Los sigue inmediatamente. ¿Adónde irán? Una
vez en la corrada, observa que se sueltan y se dirigen a la casa. Entra
en su seguimiento, pero ya habían desaparecido y no sabe en qué
habitación hallarlos. Las recorre todas imprudentemente, cegada por
emoción extraña que no acierta a reprimir, acometida de un deseo vivo,
anhelante, de espiarlos.
--¿Adónde va usted, Fernanda?--le pregunta un joven.
--Ando en busca de la novia.
--Pues va usted mal. Está en el otro extremo de la casa, en una de las
salas que miran al Norte.
Se vuelve para disimular; pero inmediatamente emprende de nuevo la
batida. Llega, por fin, a cierto gabinete cerrado, que no es otro que el
célebre _cuarto de la condesa_. Va a levantar el pestillo, como ha hecho
en otros, pero se queda inmóvil al escuchar un rumor levísimo. Aplica el
oído. ¡Son ellos!
Se aparta de allí, corre como si la persiguieran, se mete por el bosque
y, cuando se encuentra en paraje solitario, se sienta al pie de un árbol
y apoya en su tronco la cabeza. El rostro triste y demudado, los ojos
extáticos, las manos cruzadas sosteniendo una rodilla, expresa su
actitud una agonía desesperada y muda.
Llegó la hora de comer. Se habían colocado en el gran salón de la planta
baja de la casa dos mesas paralelas. Aquella sociedad diseminada se
reunió instantáneamente a la palabra santa de «a comer» lanzada a los
cuatro vientos de la finca por la ruda voz de Manín y por la argentina
de Manuel Antonio. Los sentimientos poéticos, cuando se desenvuelven al
aire libre y enmedio de los bosques, son excelentes para facilitar la
secreción del jugo gástrico. Por eso tanto ninfas como faunos asaltan
con bríos, antes de sentarse a la mesa, las aceitunas, los pepinos, las
rajas de salchichón. Por voto unánime de la milicia y del clero,
representado dignamente por Fray Diego, se cometió a la novia el encargo
de designar sitio a cada cual. La festiva y revoltosa Emilita,
trasformada súbito en severísima matrona, llenó su cometido con tacto y
amabilidad que le valieron el aplauso del concurso. A cada niña iba
dando por compañero y servidor aquel mancebito que era más de su agrado,
y a cada persona mayor aquella otra con quien más congeniaba por su
humor y aficiones. Pero cuando llegó al delirio el palmoteo fue cuando
colocó al teniente Rubio entre las dos señoritas de Meré. Había dejado
para lo último este donaire, que no le hizo maldita la gracia al
interesado. Viéndose oprimido por tales vejestorios, el injusto forzador
quedó amoscado y estuvo a punto de protestar contra la designación de
Emilita y faltar a todas las reglas de la galantería, pero se contuvo.
Al tiempo de sentarse se le ocurrió exclamar mirando a entrambos lados y
parodiando a Napoleón:
--Desde lo alto de estas dos sillas, cuarenta siglos me contemplan.
La ocurrencia se celebró mucho y esto volvió el humor a aquel dañino
animal. Supo contestar tan bien a la vaya que le daban sus amiguitas,
que aquella tarde ganó fama imperecedera de cazurro y de pícaro.
Moro se sentó al lado del conde, y mientras comían no cesó de inculcar
en su alma la ventaja de traer al palacio de Granja una mesa de billar.
Conocía todas las fábricas, pero la mejor sin disputa era la de Tutau,
de Barcelona. Elogió el artículo como si fuese, un viajante de la casa.
A Luis se le conocía en la cara el hastío y el pesar de no hallarse
sentado al lado de Amalia. Pero Emilita no se atrevió a colocarlo en
esta forma, ni tampoco junto a Fernanda. Lo primero sería un escándalo.
Lo segundo, una molestia para ambos.
Se comió como en un banquete de la Iliada. Pero el Aquiles de esta
formidable pelea fue Manín, el bárbaro Manín, que, al decir de los que
estaban a su lado, se comió once calabacines rellenos. Verdaderamente
Manín era digno de ser llamado, si no suevo, ya que esto ofendía al
señor Saleta, por lo menos longobardo. Se habló y se gritó como en una
plazuela. Las tres hadas del Jubilado, que tanto habían ganado desde que
Fray Diego echó la bendición a su hermana en inocencia y gracia
infantil, tiraban bolitas de pan a los oficiales. Éstos echaban miradas
a la novia, haciendo después guiños a su compañero Núñez, y murmuraban
palabras espantosas que les hacían prorrumpir en carcajadas más
espantosas aún. Paco Gómez se peleaba con María Josefa. No se sabe cuál
de los dos era peor intencionado, de quién partían las flechas más
agudas y envenenadas. Saleta, que tenía a su compañero y censor D.
Enrique Valero lejos, se despachaba a su gusto, contando a D. Juan
Estrada-Rosa y a otros dos caballeros cómo se había arreglado para
seducir a cierta inglesa, esposa de un cónsul que había conocido en
Oncón, yendo desterrado a Filipinas. El barco no se detenía allí más que
veinticuatro horas. En este breve espacio la enamoró y logró que se
escapase con él. Pero tuvo que separarse de ella al instante, porque
aquel lance fue objeto de una reclamación diplomática por parte de la
Gran Bretaña. Manuel Antonio, atacado súbitamente de viva simpatía por
un alférez rubio que tenía a su lado, le abrumaba a cuidados y delicadas
atenciones.
--Federico... una aceitunita... No tome tanta mostaza, criatura, que le
puede hacer daño. Resérvese para las perdices. Me consta que están
riquísimas. ¿Quiere Burdeos?... Aguarde, yo me encargo de traerlo...
Y se levantaba solícito, daba la vuelta a la mesa y traía un par de
botellas que colocaba delante del mancebo.
--Se ha puesto usted muy bueno en Lancia. Cuando vino usted hace seis
meses era usted delgadito y pálido. Yo decía: ¡qué lástima de joven, tan
guapo y tan simpático! Porque creía que se iba usted a dañar del pecho.
Se conoce que llevaba usted mala vida allá en Barcelona... ¿No? Pues
mire usted, cualquiera lo pensaría. Me acuerdo que cuando usted llegó
traía una gabardina de color de ala de mosca muy bien hecha y chalina
azul celeste muy linda... Reconozco que le sienta a usted bien el traje
de paisano, pero a mí me gusta usted más de uniforme. Será un capricho,
pero no lo puedo remediar. ¡Vamos, que de uniforme y con esos bigotes a
la borgoñona está usted del todo simpático!
Algunas toses significativas de los oficiales, que se sentaban enfrente,
le paralizaron de pronto. Pero no se corrió ni mucho menos. Era incapaz
de avergonzarse por nada. El que quedó amoscado y se puso muy serio y
ceñudo fue el alférez.
Cuando el banquete daba a su fin, algunos caballeros, favorecidos de las
musas, se levantaron a brindar en verso o cosa parecida. Y los que no lo
hicieron en verso felicitaron en prosa a los desposados, resultando que
lo mismo unos que otros coincidieron en desearles «una eterna luna de
miel.» Y lo mismo el periódico local que al día siguiente dio la
noticia. De todos aquellos brindis el más original e interesante fue el
del padre de la novia, D. Cristóbal Mateo. ¿No había de ser original oír
a este sañudo enemigo de la fuerza armada cantar sus glorias y
declararse partidario frenético del aumento del contingente y del sueldo
a los oficiales? A las pocas palabras que pronunció se mostró tan
enternecido, que algunas lágrimas rodaron precipitadamente por sus
mejillas. No faltó quien dijo que lloraba el vino que había bebido; pero
estamos lejos de dar crédito a esta insinuación malévola, primeramente
porque es un absurdo que se llore vino, y después porque su acento era
tan sincero, su ademán tan patético, que nadie podía dudar de que sus
palabras salían del fondo del corazón.
--...Es un consuelo, sí, es un consuelo que Dios me haya dejado ver a mi
hija casada con un pundonoroso militar... Bien que decir militar en
España es decir pundonoroso... Porque el ejército es la escuela del
honor, como dijo cierto filósofo... Levantar el ejército, honrar el
ejército, es levantar, es honrar el honor de la nación... Levantar el
ejército es levantar el poderío y la prosperidad del país... Levantar el
ejército es colocarnos al nivel de las naciones más grandes de
Europa... Levantar el ejército es vivir respetados por todo el mundo...
Levantar el ejército es levantarnos nosotros mismos... Levantar el
ejército...
--Que se levante el ejército, pero que se siente don Cristóbal--gritó
uno.
El Jubilado quedó parado en firme, echó una mirada de triste
reconvención hacia el sitio de donde había partido la voz, se llevó el
pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas, bebió con calma lo que
restaba de vino en la copa y se sentó gravemente entre el aplauso y la
risa de los comensales.
Fernanda no había despegado los labios durante la comida. Todos los
esfuerzos de Granate, a quien la amabilidad de Emilita había colocado
cerca de su apetecido dueño, resultaron infructuosos. Ni por hablarle de
la zafra y describirle cómo se recoge el tabaco y hacer cálculos exactos
de lo que se gana en cada caja de azúcar y lo que se ganaría si se
rebajasen los derechos, ni por contar los cien pormenores interesantes
sobre la importación de las carnes saladas de la República Argentina y
del bacalao de Terranova, logró Romeo que su Julieta emitiese más que
secos monosílabos. Lo único que hacía era alargarle de vez en cuando la
copa, diciendo con imperio:
--Eche usted vino.
El indiano se apresuraba a cumplimentar la orden. La joven la apuraba de
un trago, la ponía sobre la mesa y paseaba sus ojos altivos por los
comensales, deteniéndose con insistencia en Amalia. Poco a poco aquellos
ojos iban adquiriendo expresión más sombría, los párpados se le caían,
se ponían encendidos y se movían a un lado y a otro con más dificultad.
D. Santos, a quien sorprendía aquella manera de beber, se atrevió a
decir:
--Fernandita, bebe usted como un sumidero. ¡Porra! Tengo miedo que le dé
a usted un torozón.
--Eche usted vino--respondió Fernanda lanzándole al mismo tiempo una
mirada torva que le desconcertó.
Ya que se hubo brindado, voceado y disparatado bien, el alegre concurso
volvió a diseminarse. Sólo permanecieron en sus puestos el Jubilado y
los oficiales refractarios al amor. Quedaron discutiendo la forma más
adecuada de aumentar, sin gravar mucho al Tesoro, ocho duros mensuales a
los capitanes, cinco a los tenientes y tres a los alféreces. Sin esta
reforma declaraban explícitamente los interesados que se operaría muy
pronto una completa disolución en el ejército, y por lo tanto, dejando
de ser la escuela del honor, ni lo habría en el país, ni nos
levantaríamos jamás a la altura de otras naciones, ni habría
prosperidad ni poderío ni pundonor en toda la vida. Jaime Moro volvió a
trincar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y los arrastró hasta la
mesa del tresillo. D. Juan había perdido y se mostraba reacio, pero el
simpático mancebo logró convencerle con astucia de que, si no le había
dado el naipe por la mañana, era porque él, Moro, nunca había perdido a
esa hora. Cuando le venía la mala era por la tarde. Capaz sería de
dejarse ganar con tal de retenerlos.
Manín, sentado a un extremo de la mesa, sin intervenir en la
conversación de los oficiales, cortaba con su navaja rebanadas de pan y
las comía cachazudamente formando bulto en el carrillo, remojándolas con
largos tragos del Burdeos que había quedado en las botellas. No estaba
conforme con la comida que les sirvió Marañón, el dueño del café de
Altavilla. Después de haberse hartado como un salvaje, decía que todos
aquellos platos eran _perfumerías_, y que donde estaba una fuente de
judías con morcilla, longaniza y huesos de marrano deben callarse los
macarrones. Hay que advertir que para Manín se llamaban macarrones todos
los manjares que no conocía, lo cual caía muy en gracia al maestrante.
Mientras terminaba tan dignamente aquella comida indecorosa no cesaba de
murmurar pestes contra ella, haciendo responsable en parte a D.
Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuando desde un rincón largas
miradas de rencor.
De pronto se abren con estrépito las puertas del salón y penetran en él
cuatro muchachas en un estado de agitación que impresionó vivamente a
los circunstantes. Sin hacer caso de los otros se dirigen todas al
mayordomo de Quiñones:
--¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso!
--¿Dónde?--pregunta aquél sin inmutarse.
--En el bosque.
--¿Quién lo ha traído?
Ante esta pregunta extravagante quedan las cuatro estupefactas y
suspensas. Una de ellas se atrevió al fin a apuntar tímidamente:
--Ha venido él solo.
--¡Bah, bah, bah!--exclamó rudamente el mayordomo.
Y vuelve a las tajadas de pan con más ardor que antes, dando quizá con
esto la razón a los envidiosos de la aldea, que no querían oír hablar de
los osos que había matado y se emperraban en llamarle zampatortas.
--Vamos, niña, di cómo lo has visto--manifiesta la simpática Consuelo,
que venía en la diputación.
Una, que estaba más pálida que las otras, avanzó y exclamó con trabajo:
--¡Qué miedo! ¡Madre mía, qué miedo! Creí que me moría... porque mire
usted, el oso... ¡el oso era horrible!
En tal estado de sobresalto se hallaba, que no pudo articular más que
palabras incoherentes. Entonces la resuelta Consuelo avanzó a su vez y
dijo con voz firme:
--Verá usted, Manín. Esta niña se encontraba con nosotras en la parte
más espesa del bosque, allá muy lejos. Oyó cantar un pájaro, un malvís,
según creo. ¿No era un malvís?... Bueno, pues oyó cantar un tordo y se
dirigió al sitio donde sonaba. Se alejó bastante y no pudo dar con él.
Cuando se volvía, sale de unas matas el oso, la acomete, la tira al
suelo y sin hacerla daño, no sabemos por qué, huye y desaparece.
El famoso cazador de osos se levanta pausadamente y dice con el acento
firme y sosegado de los héroes:
--Vamos a ver qué es eso.
Pidió una escopeta arriba, y seguido de lejos por las pálidas doncellas,
dio una batida al bosque. Lo único que halló fue un cerdo alemán de la
pareja que el conde había traído para encastar. La hembra había muerto y
el macho vagaba triste y solitario por la espesura mientras se efectuaba
su metamorfosis en morcillas y chuletas. Hubo sospechas vehementes de
que el autor de la agresión fuese este cerdo viudo, pero la joven de la
aventura juraba y perjuraba que había sido un oso quien la había
acometido, y que no le dijeran cómo era este animal, porque lo había
visto muchas veces disecado en el gabinete de zoología de la
universidad.
Fernanda se había marchado mucho antes seguida de Granate. Estuvieron en
el jardín. Allí la joven se le colgó del brazo y dieron algunas vueltas
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