El maestrante - 17

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Al mismo tiempo sacó del corsé una de las formidables ballenas, que
entonces solían usarse. La niña retrocedió asustada, pero la costurera
la atrapó por el brazo.
--No intentes escapar, porque entonces será doble la ración.
Josefina se cogió a su mano llorando angustiosamente.
--¡No me pegues, por Dios, Concha! Ya sabes que me ha pegado mucho
madrina ayer... Mira, mira cómo tengo las manos... Me duele también la
cabeza... ¡El suelo estaba tan duro!... Yo te quiero mucho... no te he
acusado nunca a madrina...:
--¡Suelta, suelta!--repuso la costurera tratando de desasirse suavemente
de sus pequeñas manos.--No tengo más remedio que obedecer. La señora lo
manda.
--¡No, por Dios! ¡Concha, no, por Dios!--respondía entre sollozos la
criatura.--Te quiero mucho... y a madrina también... Si no me pegas te
he de dar mi caja de muñecas...
--¿De veras?--dijo dulcificándose.
--Sí, ahora mismo si la quieres.
--¿Y el estuche de costura?
--También.
--¿Y el armarito de espejo?
--Sí, el armarito también.
Concha hizo ademán de vacilar. La niña la miraba con ojos ansiosos.
--¿Y me prometes ser buena siempre?
Sí, le prometía ser buena siempre.
--¿Nunca más escaparte?
--Nunca.
--Bueno--dijo con tono cariñoso y condescendiente;--pues si prometes ser
buena y formal, y no se lo dices a la señorita, y me das además todo eso
que dices, entonces... entonces... ¡arrea, chico!
En un instante le alzó la ropa y comenzó a azotarla despiadadamente,
riendo como una loca del engaño.
Los alaridos de la niña subieron hasta el piso segundo. La esposa del
maestrante estaba frente al espejo, arreglándose provisionalmente el
pelo. Se detuvo. Un estremecimiento singular corrió por su carne, cierta
emoción indefinible y vaga, semejante a un cosquilleo, que no podría
decir con seguridad si era de placer o de dolor. De todos modos, algo
que refrescaba aquel ardor insufrible que los vapores de la ira habían
levantado en su pecho. Permaneció inmóvil hasta que los gritos cesaron.
Los ojos brillaban, el pulso latía con más celeridad. Así se dice que el
corazón de la fiera palpita a la vista de su víctima.
Fue el comienzo de los martirios de la niña. Con los pretextos más
fútiles comenzó a infligirle castigos crudelísimos, demostrando tan rica
fantasía que para sí la hubieran querido los sayones del Santo Oficio.
No sólo la golpeaba bárbaramente por los motivos más inocentes, y la
pellizcaba y la mordía, sino que se gozaba en tenerla en continuo
sobresalto bajo el temor de espantosos suplicios, en hacerle padecer de
día y de noche. Obligábala a salir descalza por el jardín en las mañanas
más crudas para buscarle una flor, o bien la tenía con la cabeza al sol
horas enteras, haciendo la guardia, para que los pájaros no picasen una
planta de grosella. Hacíala dormir en el suelo al lado de su cama, y
varias veces durante la noche le mandaba levantarse y bajar a la cocina
por agua. Reducíala a comer los manjares que sabía no le gustaban y la
privaba de los que apetecía.
A medida que corrían los días su saña y crueldad iban en aumento. Al
principio tomaba pretexto de cualquier descuido de la niña para
atormentarla. Luego no se fijó en esto: lo hacía cuando tropezaba con
ella o cuando el cuerpo se lo pedía. Uno de los martirios de su
exclusiva invención fue pincharla las manos con un alfiler, y tanto le
gustó que en pocos días las tuvo llenas de picaduras: apenas había sitio
donde poner otra. Esta tarea ferocísima solía encargarla a su verdugo
de órdenes, Concha, quien la desempeñaba a conciencia. Obligábala a
estudiar de memoria largos trozos del catecismo a sabiendas de que era
superior a sus fuerzas. En cuanto tropezaba tres veces le decía:
--Ve a pedir un beso a Concha.
Ésta era la frase que por irrisión había inventado para que la criatura
fuese a recibir el castigo del alfiler.
No la consentía mudarse la ropa interior. Al poco tiempo la miseria
comenzó a roer la piel delicada de la niña. Viéndola rascarse, Concha se
enfurecía, la apellidaba sucia, piojosa y la arrojaba a empellones de la
estancia. Todavía más. La microscópica doncella, con anuencia de su ama,
le obligaba a ponerse zapatos antiguos que le estaban chicos y que le
producían llagas y vivos dolores.
Uno de los más terribles martirios que la niña padecía era cuando Amalia
se encaprichaba en que no llorase. Unas veces la dejaba gritar y gemir
bajo los golpes: parecía que se gozaba en las lágrimas de la criatura,
en oír sus ardientes súplicas repetidas entre sollozos; pero en
ocasiones se empeñaba en que sufriese en silencio. Como esto no podía
ser, se exasperaba, se ponía loca como una fiera hambrienta.
--¡Calla!
La niña no podía; dejaba escapar un gemido.
--¡Calla!--repetía, acompañando la orden de algunos golpes.
Josefina trataba de callar, hacía esfuerzos desesperados por
conseguirlo; pero la respiración ansiosa se escapaba a su pesar,
produciendo un gemido. Más golpes.
--¡Calla o te mato!
La criatura apretaba con toda su fuerza la boca, suspendía el aliento,
se ponía lívida, y algunas veces caía privada de sentido. Aquel tierno
corazón se rompía falto de desahogo.
En estos momentos Amalia experimentaba una sensación diabólica, mezcla
de placer y de dolor, algo semejante a lo que sentimos cuando nos sajan
una postema. Su postema era aquella desalmada pasión, mezcla de amor, de
lubricidad, de soberbia y de rabiosos celos. No pudiendo devolver a su
ex-querido tanta cruel mordedura como desgarraba su pecho, saciaba el
apetito de venganza en el fruto de sus amores. Cuando tenía la niña a
sus pies ensangrentada y temblorosa, en sus miradas de angustia, en sus
gestos, en el timbre de su voz creía ver al amante humillado y
suplicante, y sentía un áspero goce que hacía brillar sus ojos y
dilataba las ventanas de su nariz. Josefina era un retrato en miniatura
de Luis. Mientras fue dichosa, su fisonomía movible y risueña, el alegre
brillo de sus ojos hacía que no se pareciese tanto; pero ahora la
desgracia y el dolor habían impreso en su mirada una melancolía profunda
y en los rasgos de su rostro cierta expresión de fatiga, que eran las
dos cosas que caracterizaban principalmente el semblante del conde de
Onís. Cuando aquellos hermosos ojos azules se volvían hacia ella dulces
y resignados, cuando aquellos labios rojos se plegaban demandando
perdón, la valenciana sentía correr por su cuerpo marchito un
estremecimiento de voluptuosidad, algo que le recordaba los goces que su
amor adúltero le había hecho experimentar.
Después de todo, en ella no había envejecido nada, nada más que aquel
rostro que se empeñaba en ajarse y aquella cabeza que producía con
horrible feracidad cabellos blancos. La carne de su cuerpo, su pecho,
sus brazos, sus espaldas, conservaban la misma tersura de alabastro, el
mismo brillo adorable, sello de una raza fina y hermosa. Palpábase,
buscando consuelo, con sus manos secas y hallaba la misma suavidad y
frescura. Aquella carne no se había marchitado. Bajo ella palpitaba la
juventud, circulaba una sangre ardiente, ávida de goces, devorada por la
creciente necesidad de las embriagueces del amor.
Y sin embargo, todas aquellas cosas deliciosas se habían huido para
siempre; la novela de su vida, la que había embellecido su existencia
sombría en los últimos años, había llegado al último capítulo. ¡Era una
vieja! Asunto concluido. A este pensamiento, que se le introducía en el
cerebro como un hierro candente, sentíase acometida por una necesidad
animal de gritar, de rugir, de destrozar. Era en tales momentos cuando
la niña padecía los más crueles castigos, cuando su frágil existencia
corría verdadero peligro.
El miedo fue otro de los padecimientos que le infligía a menudo. En las
altas horas de la noche hacíala levantarse y la enviaba a las
habitaciones extremas de la casa en busca de cualquier objeto. La niña
tornaba pálida, temblorosa, sudando de angustia. A veces era tanto su
temor, que dejaba caer la palmatoria y volvía corriendo arrojando
gritos. Amalia se enfurecía entonces, la pellizcaba, la golpeaba,
pretendiendo que fuese otra vez al sitio designado. La criatura se
dejaba martirizar y se hubiera dejado matar antes de hacerlo. En una de
estas ocasiones le dijo sonriendo ferozmente:
--¡Ah! ¿Conque la señorita es tan medrosa? Está bien, yo me encargo de
curarte la enfermedad.
Se acordaba de la impresionabilidad extraordinaria, de los terrores
nocturnos que avergonzado le había confesado Luis en momentos de
expansión. Principió a darle sustos terribles. Tan pronto se escondía
detrás de una puerta y le gritaba fuertemente al pasar, como la cogía
descuidadamente y la apretaba el cuello. Otras veces tomaba un cuchillo
y le decía que iba a morir, le ordenaba que se bajase la camisa para
degollarla mejor. Esto último no producía tanto efecto como pensaba.
Josefina inconscientemente apetecía la muerte, que la libertaría de
tanto martirio. Para mejor «quitarla el miedo,» entre Concha y ella
inventaron una siniestra farsa capaz de aterrar a un hombre valeroso,
cuanto más a una niña de seis años. Vistiéronse ambas con sábanas,
dejaron la habitación a media luz mientras la niña dormía, pusiéronse
unas caretas de calavera, y a media noche entraron dando gritos
lastimeros como almas del otro mundo. Al despertarse la criatura y ver
aquellos fantasmas, quedó paralizada por el terror, tapose luego los
ojos con las manos y un sudor copioso y frío bañó su cuerpo. Su corazón
comenzó a dar tan fuertes golpes que se oían a distancia, dejó escapar
algunos gritos ahogados y roncos; por último, llevándose las manos al
pecho, se revolcó por el suelo sin sentido, presa de espantosas
convulsiones.
No se le curó el miedo; en cambio le quedó desde entonces una propensión
fatal a los síncopes y a los terrores nocturnos. Despertábase de
improviso con señales de gran espanto, mirando fijamente a un punto del
espacio, como si tuviera delante algún fantasma. El corazón le palpitaba
vivamente, la frente se le cubría de sudor. En tales momentos perdía por
completo la conciencia. Amalia la llamaba en vano. Sólo cuando ponía las
manos sobre ella la niña lanzaba un grito de terror y metía la cabeza
por el pecho.
Entre Concha y María la planchadora habían estallado, a propósito de
estos castigos, serias reyertas. María era de natural compasivo y le
dolían los martirios de la niña, aunque no los conocía todos, porque
Amalia procuraba guardarse de los criados, exceptuando Concha. Si no era
suelta de lengua, no se la mordía tampoco para censurar en la cocina la
conducta de su señora.
--Querida, esto es peor que la Inquisición. No parece que estamos entre
cristianos, sino entre perros judíos. Antes, tanto mimo que corrompía, y
ahora, de súpito, tratan a este angelito peor que a una bestia. ¡Dígote
que la cosa pasa de la raya! ¡No hay corazón para ver tanta maldad!
--Cállate, tontona, entrometida--saltó Concha.--¿Quién te da vela a ti
en este entierro? Si la señora quiere enseñar a esa niña como es justo,
¿va a consultarte a ti el cómo lo ha de hacer? ¿Sabes tú tan siquiera lo
que es educar niños? ¡Si la castiga allá lo tendrá de premio, que así
la hará una mujer trabajadora y honrada! Algún día le dará las gracias.
--¡Sí, las gracias! Desde el cementerio se las dará. De un mes a esta
parte la niña está desconocida.
--Bueno; ¿y a tí qué te va ni qué te viene en esto? ¿Eres tú su madre?
Tres o cuatro veces riñeron de esta suerte, llevando siempre la ventaja
por su desvergüenza y mala intención la microscópica costurera. Al cabo,
María, no pudiendo sufrir con paciencia aquel espectáculo, tomó la
resolución de marcharse. Se presentó un día a la señora, y con la
disculpa de que la plancha le hacía daño pidió la cuenta. No se le
ocultó a Amalia la verdadera razón, pues tenía conocimiento de sus
murmuraciones. Disimuló, sin embargo.
--Sí, hija, comprendo que el planchado te aburra. Tú no gozas de mucha
salud. También yo ando malucha hace días. Tengo el sistema nervioso
alterado. ¡Pelear toda la vida con un enfermo, y ahora, para rematar la
fiesta, salirme esa chicuela, en quien tenía fundadas mis esperanzas,
tan ingrata y perversa! No sé cómo tengo paciencia.
María vaciló un instante.
--Ya ve usted, señora... los niños son niños.
La esposa del maestrante comprendió que, si proseguía en el tema, la
planchadora iba a decir algo desagradable y se apresuró a cortar la
plática, pagándole su cuenta y despidiéndola con afabilidad.
No impidió esto para que la doméstica dijese en confianza, en cierta
casa donde fue a servir, lo que pasaba en la de Quiñones. La noticia se
fue trasmitiendo en confianza, igualmente, de unos a otros. Al poco
tiempo fueron bastantes las personas que tenían conocimiento de las
crueldades que con la niña se cometían.
El conde de Onís, para huir la curiosidad del público, que le molestaba
sobremanera, y aún más para librarse de Amalia, se había trasladado, sin
decir nada a ésta, hacía ya cerca de un mes a la Granja. Su madre le
había acompañado. No había escrito a su ex-querida, aunque todos los
días pensaba hacerlo, para darle cuenta de su resolución. Tanto era el
temor que la valenciana había llegado a inspirarle, que la pluma caía de
sus manos cada vez que la tomaba para noticiarle su matrimonio. Y dejaba
pasar los días en continua vacilación, pensando con inquietud en la ira
que de ella se apoderaría, esperando, como todos los débiles, en que
algún acontecimiento imprevisto le sacase del compromiso. Aquel modo de
romper las relaciones, sin riña, sin convenio, sin explicación alguna,
era realmente original, pero muy propio de su carácter. Nada sabía de
los martirios de su hija. No obstante, cuando pensaba en ella sentía
repentino desasosiego, alterábanse sus nervios, y se ponía a dar vueltas
por la estancia con visible agitación. Un vago y triste presentimiento
le oprimía el corazón. El amor frenético que consiguió inspirarle
Fernanda le había hecho olvidarse un poco de Josefina. En ciertos
momentos se reprendía a sí mismo con amargura; pensaba que aun casado
con Fernanda no alcanzaría la felicidad si no podía ver a su hija todos
los días. Bien entendía que era esto imposible continuando en poder de
Amalia. Por eso soñaba con arrebatársela: imaginaba con placer
desatinados proyectos de rapto: huir con ella y con Fernanda a cualquier
rincón del mundo tranquilo y ameno.
Acaeció que en uno de estos días de vacilaciones para el conde, fue por
la mañana a casa de Quiñones Micaela, la más nerviosa y violenta de las
cuatro ondinas del Jubilado. Fue con objeto de pedir consejo a Amalia
acerca de un vestido que tenía en proyecto para el próximo baile del
casino. Apesar de sus treinta y pico, aún seguía tendiendo redes al sexo
masculino. Las visitas a estas horas eran raras; pero como la noble
familia del Jubilado mantenía tan íntima relación con la señora, no
vaciló la criada en pasarla al gabinete de arriba, donde aquélla se
hallaba.
--Qué importuna, ¿verdad? Querida, es la hora en que se la puede a usted
pillar sola--entró diciendo con la graciosa volubilidad que
caracterizaba a los juveniles vástagos de Mateo.
Amalia la recibió cordialmente, pero mostrando cierta sorpresa e
inquietud que Micaela no observó. Entraron en materia enseguida. La
cuestión de trapos embargó por completo sus espíritus. Amalia llevó a su
amiguita hacia el balcón. Pero no habían hablado muchas palabras, cuando
ésta creyó percibir un débil gemido en la misma estancia. Volvió la
cabeza y vio allá en un rincón a Josefina de rodillas y amarrada codo
con codo al tocador, de tal suerte que le sería imposible levantarse sin
alzar el pesado mueble, cosa muy superior a sus fuerzas.
Amalia se apresuró a dar una explicación.
--Esta chiquilla se está haciendo tan mala, que me veo precisada a
atarla para que se esté quieta. Ayer ha mordido un dedo a la costurera;
ahora acaba de romper un espejo. ¡No hay paciencia para sufrirla!
Micaela, a quien aquel castigo repugnaba, calló. Siguió la esposa de
Quiñones hablándole con afectada indiferencia de su vestido; mas apesar
de lo mucho que el tema debía de interesarla, la joven se mostraba
bastante distraída y lanzaba frecuentes ojeadas a la niña.
Dejó ésta escapar otro gemido. Su madrina se volvió con mal reprimida
cólera.
--¿Quieres callar, eh? ¿quieres callarte?
Y la miró un buen rato con extraordinaria fijeza.
Volvió a anudar la plática, pero en su voz se notaba leve alteración.
Micaela estaba más y más distraída. La indignación le iba subiendo hacia
la garganta, y hubiera concluido por hacer alguna desagradable
advertencia a su amiga si la chica no se hubiera quejado de nuevo.
--Vaya, está visto que no nos has de dejar en paz--dijo la dama haciendo
esfuerzos por sonreír.--Habrá que darte suelta.
Fue allá y la desató, empleando en ello bastante tiempo; la cuerda daba
tantas vueltas alrededor de su pequeño cuerpo como si fuese un baúl
liado. Mas al tiempo de levantarse la niña, no pudo. Sin duda hacía
algunas horas que estaba en aquella dolorosa postura; los músculos, se
habían anquilosado.
--¡Arriba zancas!--dijo bromeando, mientras la ayudaba a levantarse.
Micaela observaba la escena con estupor; relámpagos de ira cruzaban por
sus ojos.
--No te gustaba la posturita, ¿eh? Pues, hija mía, si quieres no volver
a ella hay que ser buena y obediente, ¿verdad, Micaela?
Ésta no despegó los labios, cada vez más fosca, apesar de la sonrisa
melosa que contraía el semblante de la valenciana.
--Bueno--prosiguió, acariciando la rubia cabeza de la niña,--ya estás
perdonada, pero ¡cuidado con hacer maldades! Vete abajo y pídele un beso
a Concha.
La niña, al oír estas palabras, se puso densamente pálida, permaneció
inmóvil algunos momentos, y al fin se dirigió a la puerta con paso
vacilante. Antes de llegar a ella, Micaela, que la seguía atentamente
con la vista, observó que llevaba los ojos cubiertos de lágrimas. Amalia
reanudó la conversación de trapos.
No se habían pasado tres minutos cuando llegaron al gabinete, lejanos y
apagados, los gritos de la niña. Micaela se estremeció; inclinó la
cabeza hacia la puerta para escuchar mejor. Amalia alzose vivamente de
la silla y fue a cerrar la puerta. Los gritos dejaron de oírse, pero la
nerviosa joven tampoco oyó ya las palabras de Amalia. Un gran
desasosiego se apoderó de ella; subíanle vapores a la cara y al
pensamiento atroces deseos de desvergonzarse con aquella malvada, de
llamarla judía, bribona, infame. Todo lo que pasaba en aquella casa se
le representó de golpe. Los celos primero, después la noticia del
matrimonio de Luis cayendo como una bomba, luego la venganza miserable,
en la hija, del abandono del padre. Conocía bien el carácter rencoroso
de la valenciana. Pero ¿qué adelantaría con injuriarla en aquel momento?
Producir un grave escándalo y que la arrojasen de la casa. Micaela,
apesar de su temperamento violento, tenía un corazón compasivo. Lo que
más la preocupó fue el hacer algo en favor de la infeliz criatura. Y
tuvo serenidad suficiente para disimular un poco y pensar que el mejor
partido era decírselo todo inmediatamente al conde, quien seguramente
ignoraría tan ruin venganza. Procuró terminar cuanto más pronto y se
despidió sin poder ocultar enteramente su turbación.
Cuando se vio en la calle sintió la necesidad de desahogar su pecho.
Pensó en María Josefa, que vivía allí cerca y que profesaba a la niña
expósita tierno cariño. Entró en su casa agitada, trémula, y antes de
pronunciar palabra dejose caer en un sofá, dándose aire con la punta de
la mantilla.
--¡Uf! Me ahogo... ¡No sabes lo que me acaba de pasar! ¡Es una infame,
una malvada que tiene que arder en los infiernos! Siempre lo he dicho y
las tontas de mis hermanas no quieren creerme. ¡Es muy perversa esa
tísica! Tiene el corazón de una hiena.
--¿Pero qué hay?--preguntó con asombro, muerta de curiosidad, la sagaz
jamona.
Entonces la nerviosísima hija del Jubilado le relató, tartamudeando por
la ira, la situación en que había hallado a Josefina, la palidez de la
niña después de la extraña invitación de su madrina, los gritos que
había escuchado como si la estuvieran dando tormento. María Josefa unió
inmediatamente sus imprecaciones a las de la joven. Sacaron a relucir
todos los testimonios de maldad que conocían de la esposa del maestrante
y resolvieron dar parte de lo que ocurría al conde, aunque averiguándolo
antes con más pormenores. Para ello, aquella misma tarde, se pusieron al
habla con María la planchadora, que hacía algunos días había salido de
casa de Quiñones. Al principio ésta, por temor a las consecuencias, se
manifestó reservada. Concluyó, no obstante, por dar suelta a la lengua y
referirles las mil iniquidades que la señora de Quiñones cometía con la
niña recogida. Quedaron horrorizadas. Pensaron en dar parte al juzgado,
pero sobre enemistarse por completo con la fiera valenciana (lo que,
dicho sea en honor suyo, no les preocupaba gran cosa en tales momentos),
comprendían que sería de escaso o ningún resultado. Los Quiñones eran la
gente más poderosa de la población; D. Pedro, jefe del partido
gobernante, en la provincia; las autoridades, hechura suya o sometidas a
su influencia. Todo se taparía enseguida y quedaría como antes. Lo mejor
era dirigirse al conde. Pero éste se hallaba a la sazón en la Granja.
Además, aunque todos, o casi todos, supiesen el secreto de la niña, no
era posible darse por enterados. Después de algunos debates decidieron
escribirle la siguiente carta, firmada solamente por María Josefa: «Sr.
Conde de Onís. Mi estimado amigo: Con la debida reserva le comunico que
la niña recogida por nuestros amigos los señores de Quiñones, y por
quien tanto nos interesamos todos, es objeto en aquella casa de crueles
tratamientos. Creo que tenemos el deber de intervenir para que cesen.
Usted me dirá lo que debe hacerse y que a mí como mujer no se me
alcanza. Si quiere conocer los pormenores del martirio de la criatura
diríjase a la criada María que hace algunos días dejó de servir en casa
de D. Pedro. Suya afectísima amiga, _María Josefa Hevia_.»
Luis arrugó la carta entre sus manos crispadas. Toda la sangre se le
agolpó a la cara. Sin darse cuenta de lo que hacía salió de casa y casi
a la carrera tomó la carretera de Lancia, llegando a ésta en pocos
minutos. Aquel vago y terrible presentimiento que sentía realizábase al
fin. Amalia se vengaba ferozmente. El sentido oculto de la carta era
ése: se dirigían a él como padre de Josefina y causa de su desdicha. No
sabiendo qué partido tomar, fue a su casa para reflexionar. Sólo había
en ella una criada vieja cuidándola. De ésta se valió para averiguar
dónde estaba María y pasarle un recado a fin de que viniese a verle. No
se equivocó la planchadora sobre el objeto de tal llamamiento. En
cuanto le fue posible acudió a la cita, y después de hacerle prometer
que no haría uso de su nombre para nada, le dio cuenta circunstanciada
de los trabajos que estaba pasando la inocente niña. Escuchábala pálido,
desencajado, sin poder reprimir los violentos y frecuentes golpes de su
corazón. Cuando llegó a narrarle ciertos odiosos y terribles pormenores,
el conde principió a dar vueltas por la estancia como fiera enjaulada, a
mesarse los cabellos, a arañarse la cara, lanzando rugidos de coraje.
Al quedarse solo, mil ideas, todas desatinadas, se le atropellaron en la
mente. Quería entrar a viva fuerza en casa de Quiñones y llevarse a su
hija; quería retorcer el cuello a aquella vil mujer; quería decírselo
todo a D. Pedro; quería dar parte al juez y meter en un calabozo a la
infame. Afortunadamente sus accesos eran tan violentos como cortos. Vino
el abatimiento, el llanto. Corrió a casa de su prometida y le contó
sollozando lo que ocurría; se confesó con ella por vez primera. La buena
Fernanda unió sus lágrimas a las de él, enternecida por la suerte de la
infeliz criatura y por el dolor de su amado. Larguísimo rato pasaron
comentando los terribles sucesos y buscando medios de conjurar aquella
ruin venganza. Fernanda logró, al fin, persuadirle a que apelara a
medios suaves. Pensar en conseguir algo por la fuerza era insensato. El
conde, ni aun confesando su falta, tenía derecho alguno sobre la niña.
Provocar un escándalo era inútil. Acudir a los tribunales, lo mismo.
Ningún criado se atrevería a declarar contra su ama, y las cosas
quedarían peor que antes. Al fin el conde se decidió a escribir una
carta a su antigua amante.
«En este momento acaban de decirme que nuestra Josefina, nuestra adorada
Josefina, está padeciendo martirios increíbles de tu mano. Creo que es
una vil calumnia. Conozco tu genio, que es vivo y fogoso, pero noble. No
puedo atribuirte semejante cobardía. Te escribo solamente para
cerciorarme de que esta angelical criatura sigue siendo el encanto de tu
vida. Si no fuese así, dímelo y buscaremos un medio de que pase a mi
poder. Te supongo enterada del paso que voy a dar. No quiero decirte
nada. Era inevitable más tarde o más temprano. De todos modos puedes
estar segura de que mi remordimiento está endulzado por el recuerdo
dulcísimo de los años que te he amado. Adiós. Escríbeme alguna palabra
amable.»


XIV
La capitulación.

Josefina se demacraba. Sus mejillas tenían la palidez de la cera. En sus
ojos, de mirar suave y apacible, se notaba constantemente el extravío
del terror; en torno de ellos el sufrimiento había trazado un círculo
violáceo. Hablaba muy poco, no reía jamás. Cuando la dejaban en paz,
sentábase en cualquier rincón y permanecía inmóvil mirando a un punto
fijo, o bien se acercaba al balcón y escribía en los cristales con el
dedo.
A veces, a despecho de tanto dolor, la naturaleza infantil revindicaba
sus derechos. Veía al gato acercarse lentamente a ella con el rabo
derecho, el espinazo arqueado, solicitando sus caricias con débil
ronquido. Dejábase caer en el suelo, le llamaba, le traía hacia sí y
principiaba a pasearle las manos por el lomo, a rascarle la cabeza y
hacerle cosquillas debajo del cuello, murmurándole al mismo tiempo en el
oído palabras de cariño, un gorjeo mimoso que el animal acogía con
espasmos de voluptuosidad. «Te quiero, te quiero. Tú eres muy bueno.
¿Verdad que eres bueno? Ya no me arañas como antes. ¿A quién quieres más
en la casa? ¿Di, rico? ¿Quién te ha dado una sardina ayer? ¿Quién te
pone el platito con leche todos los días? Y si pudiese darte siempre
pescado también te lo daría, porque sé que es lo que más te gusta,
¿verdad, rico mío? Pero no has de robar nada; ya sabes que te pegan. No
orines más en la cama de Manín. Mira que te va a matar; lo ha dicho el
otro día en la cocina. Y coge muchos ratones para que madrina te quiera
y no te echen de casa.»
El gato, extasiado, susurraba allá en el fondo de la garganta mil síes
complacientes, y se frotaba contra ella cada vez más acaramelado y
pegajoso. Tendíase la niña boca arriba llevándole abrazado, le apretaba
contra su pecho, le besaba, y a veces, olvidada de sus martirios,
derramaba lágrimas de ternura. Pero cualquier rumor en la habitación
contigua le hacía levantarse sobresaltada con el espanto en los ojos,
arrojaba el gato lejos de sí y esperaba inmóvil lo que viniera. Casi
siempre algún castigo cruel.
--¡Pícara, así ensucias los vestidos arrastrándote por el suelo!
¡Aguarda aguarda!
Por efecto de los continuos miedos que experimentaba contraíase con
fuertes movimientos irregulares su vejiga y hacía que involuntariamente
se le escapase en muchas ocasiones la orina. Esto era lo que ponía fuera
de sí a la irascible Concha. Si notaba en el suelo (porque la ropa sólo
muy rara vez se la veía) signos de aquella debilidad, encrespábase como
una hiena.
--¡Gorrina, indecente! Parece mentira que la señora mantenga en su casa
este bicho asqueroso. Si fueses cosa mía, te desollaba viva.
Pero aunque no era cosa suya, procedía como si lo fuese: la desollaba a
azotes. Una vez su furor fue tan grande que, cogiéndola por las orejas,
le higo lamer el suelo mojado.
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