El Criterio - 15

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piélago de luz y santidad, que es Dios? Si la elevacion de la
inteligencia condujese al mal, la maldad de los seres estaria en
proporcion con su altura; ¿adivinais la consecuencia? ¿porqué no
sacarla? La sabiduría infinita seria la maldad infinita; y héos aquí en
el error de los maniqueos, encontrando en la extremidad de la escala de
los reres un principio malo. Pero ¿qué digo? peor fuera este error que
el de Manes; pues que en él, no se podria admitir un principio bueno. El
genio del mal presidiria sin rival, enteramente solo, á los destinos del
mundo; el rey del Averno deberia colocar su trono de negra lava en las
esplendentes regiones del empíreo.
No, no debe el hombre huir de la luz por temor de caer en el mal; la
verdad no teme la luz, y el bien moral es una gran verdad. Cuanto mas
ilustrado esté el entendimiento mejor conocerá la inefable belleza de la
virtud, y conociéndola mejor, tendrá ménos dificultades en practicarla.
Rara vez hay mucha elevacion en las ideas, sin que de ella participen
los sentimientos; y los sentimientos elevados ó nacen de la misma
virtud, ó son una disposicion muy á propósito para alcanzarla.
Hasta hay en favor del talento y del saber una razon fundada en la
naturaleza de las facultades del alma. Nadie ignora que por lo comun el
mucho desarrollo de la una es con algun perjuicio de la otra; por
consiguiente, cuando en el hombre se desenvuelvan de una manera
particular las facultades superiores, menguarán en su fuerza las
pasiones groseras, orígen de los vicios.
La historia del espíritu humano confirma esta verdad: generalmente
hablando, los hombres de entendimiento muy elevado no han sido
perversos; muchos se han distinguido por sus eminentes virtudes; otros
han sido débiles como hombres, mas no malvados; y si uno que otro ha
llegado á este extremo, debe mirarse como excepcion, no como regla.
¿Sabeis porqué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así,
la reputacion de los demas, prestando ocasion á que de algunos casos
particulares se saquen deducciones generales? Porque en un malvado de
gran talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque
forman un vivo contraste la iniquidad y el gran saber, y este contraste
hace mas notable el extremo feo; por la misma razon que se repara mas en
la relajacion de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una
mancha mas en un cristal muy sucio; pero en otro muy limpio y brillante,
se presenta desde luego á los ojos el mas pequeño lunar.

§ XXXVII.
Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros.
Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para
impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo
que allí se dijo en general, tiene muchísima mas aplicacion en
refiriéndose á la práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las
pasiones son á veces un auxiliar excelente; mas para prepararla en
nuestro entendimiento, son consejeros muy peligrosos.
El hombre sin pasiones seria frio, tendria algo de inerte, por carecer
de uno de los principios mas poderosos de accion que Dios ha concedido á
la humana naturaleza; pero en cambio, el hombre dominado por las
pasiones es ciego y se abalanza á los objetos á la manera de los brutos.
Examinando atentamente el modo de obrar de nuestras facultades, se echa
de ver que la razon es á propósito para dirigir, y las pasiones para
ejecutar; y así es que aquella atiende no solo á lo presente sino
tambien á lo pasado y á lo venidero, cuando estas miran el objeto solo
por lo que es en el momento actual, y por el modo con que nos afecta. Y
es que la razon como verdadera directora se hace cargo de todo lo que
puede dañar ó favorecer, no solo ahora, sino tambien en el porvenir;
pero las pasiones como encargadas únicamente de ejecutar, solo se cuidan
del instante y de la impresion actuales. La razon no se para solo en el
placer sino en la utilidad, en la moralidad, en el decoro; las pasiones
prescinden del decoro, de la moralidad, de la utilidad, de todo lo que
no sea la impresion agradable ó ingrata, que en el acto se experimenta.

§ XXXVIII.
La hipocresía de las pasiones.
Cuando hablo de pasiones, no me refiero únicamente á las inclinaciones
fuertes, violentas, tempestuosas, que agitan nuestro corazon como los
vientos el océano; trato tambien de aquellas mas suaves, mas
espirituales, por decirlo asi, porque al parecer estan mas cerca de las
altas regiones del espíritu, y que suelen apellidarse _sentimientos_.
Las pasiones son las mismas, solo varian por su forma, ó mas bien por la
graduacion de intensidad, y por el modo de dirigirse á su objeto. Son
entónces mas delicadas, pero no ménos temibles; pues que esa misma
delicadeza contribuye á que con mas facilidad nos seduzcan y extravien.
Cuando la pasion se presenta en toda su deformidad y violencia,
sacudiendo brutalmente el espíritu, y empeñándose en arrastrarle por
malos caminos, el espíritu se precave contra el adversario, se prepara á
luchar, resultando tal vez que la misma impetuosidad del ataque provoca
una heróica defensa. Pero si la pasion depone sus maneras violentas, si
se despoja, por decirlo así, de sus groseras vestiduras, cubriéndose con
el manto de la razon; si sus sugestiones se llaman conocimiento, y sus
inclinaciones voluntad, ilustrada pero decidida, entónces toma por
traicion una plaza que no hubiera tomado por asalto.

§ XXXIX.
Ejemplo. La venganza bajo dos formas.
Un hombre que ha irrogado una ofensa, está con una pretension en cuyo
éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como este lo
sabe, recuerda la ofensa recibida, el resentimiento se dispierta en su
corazon, al resentimiento sucede la cólera, y la cólera engendra un vivo
deseo de venganza. ¿Y porqué dejara de vengarse? ¿No se le ofrece ahora
una excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la
desesperacion de su adversario burlado en sus esperanzas, y quizas
sumido en la oscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate,
véngate, le dice en alta voz su corazon; véngate, y que él sepa que te
has vengado; dáñale, ya que él te dañó, humíllale, ya que él te humilló;
goza tú el cruel pero vivo placer de su desgracia, ya que él se gozó en
la tuya. La víctima está en tus manos; no la sueltes; cébate en ella;
sacia en ella tu sed de venganza. Tiene hijos, y perecerán.... no
importa.... que perezcan; tiene padres y morirán de pesar.... no
importa.... que mueran: así será herido en mas puntos su infame
corazon; asi sangrará con mas abundancia; asi no habrá consuelo para él;
así se llenará la medida de su afliccion; así derramarás en su villano
pecho toda la hiel y amargura que él un dia derramara en el tuyo.
Véngate, véngate; ríete de una generosidad que él no practicó contigo;
no tengas piedad de quien no la tuvo de tí; él es indigno de tus
favores, indigno de compasion, indigno de perdon; véngate, véngate.»
Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado
duro y cruel para no ofender á un corazon generoso. Tanta crueldad
dispierta un sentimiento contrario: «este comportamiento seria ignoble,
seria infame, se dice el nombre á sí mismo; esto repugna hasta al amor
propio. ¿Pues qué? ¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo
infortunio de una familia? ¿No seria para mí un remordimiento
inextinguible la memoria de que con mis manejos he sumido en la miseria
á sus hijos inocentes, y hundido en el sepulcro á sus ancianos padres?
Esto no lo puedo hacer; esto no lo haré; es mas honroso no vengarme;
sepa mi adversario que si él fué bajo, yo soy noble, si él fué inhumano,
yo soy generoso; no quiero buscar otra venganza que la de triunfar de él
á fuerza de generosidad, cuando su mirada se encuentre con mi mirada,
sus ojos se abatirán, el rubor encenderá sus mejillas, su corazon
sentirá un remordimiento, y me hará justicia.»
El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo queria todo,
lo exigia todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de
ninguna clase; y el corazon se ha ofendido de semejante desman; ha
creido que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio á los
sentimientos nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria
en favor de la razon. Otro quizas hubiera sido el resultado, si el
espíritu de venganza hubiese tomado otra forma ménos dura, si cubriendo
su faz con mentida máscara, no hubiese mostrado sus facciones feroces.
No debia dar destemplados gritos, aullidos horribles; era menester que
envuelto y replegado en el seno mas oculto del corazon, hubiese
destilado desde allí su veneno mortal. «Por cierto, debia decir, que el
ofensor no es nada digno de obtener lo que pretende; y solo por este
motivo conviene oponerse á que lo obtenga. Hizo una injuria, es verdad;
pero ahora no es ocasion de acordarse de ella. No ha de ser el
resentimiento quien presida á tu conducta sino la razon, el deseo de que
una cosa de tanta entidad no vaya á parar á malas manos. El pretendiente
no carece de algunas buenas disposiciones para el desempeño; ¿porqué no
hacerle esta justicia? Pero en cambio adolece de defectos imperdonables.
La ofensa que te hizo á tí lo manifiesta bien; de ella no debes
acordarte para la venganza, pero sí para formar un juicio acertado.
Sientes un secreto y vivo placer en contrariarle, en abatirle, en
perderle; mas este sentimiento no te domina; solo te impulsa el deseo
del bien; y en verdad que si no mediase otro motivo que el
resentimiento, no pondrias ningun obstáculo á sus designios. Hasta
quizas, harias el sacrificio de favorecerle; y en verdad que seria
doloroso, muy doloroso; pero quizas te resignarias á ello. Mas no te
hallas en este caso; afortunadamente la razon, la prudencia, la
justicia estan de acuerdo con las inclinaciones de tu corazon; y bien
considerado, ni las atiendes siquiera, experimentas un placer en dañar á
tu enemigo, mas este placer es una expansion natural, que tú no alcanzas
á destruir, pero que tienes bastante sujeta para no dejarla que te
domine. No hay inconveniente pues en tomar las providencias oportunas.
Lo que importa es proceder con calma, para que vean todos que no hay
parcialidad, que no hay odio, que no hay espíritu de venganza, que usas
de un derecho, y hasta obedeces á un deber.» La venganza impetuosa,
violenta, francamente injusta, no habia podido alcanzar un triunfo que
ha obtenido sin dificultad la venganza pacífica, insidiosa, disfrazada
hipócritamente con el velo de la razon, de la justicia, del deber.
Por este motivo es tan temible la venganza cuando obra en nombre del
celo por la justicia. Cuando el corazon poseido del odio llega á
engañarse a sí mismo, creyendo obrar á impulsos del buen deseo, quizas
de la misma caridad, se halla como sujeto á la fascinacion de un reptil
á quien no ve, y cuya existencia ni aun sospecha. Entónces la envidia
destroza las reputaciones mas puras y esclarecidas, el rencor persigue
inexorable, la venganza se goza en las convulsiones y congojas de la
infortunada víctima, haciéndole agotar hasta las heces el dolor y la
amargura. El insigne Protomártir brillaba por sus eminentes virtudes y
aterraba á los judíos con su elocuencia divina; ¿qué nombre creeis que
tomarán la envidia y la venganza, que les seca los corazones y hace
rechinar sus dientes? ¿Creeis que se apellidarán con el nombre que les
es propio? No, de ninguna manera. Aquellos hombres dan un grito como
llenos de escándalo, se tapan los oidos, y sacrifican al inocente
Diácono en nombre de Dios. El Salvador del mundo admira á cuantos le
oyen, con la divina hermosura de su moral, con el maravilloso raudal de
sabiduría y de amor que fluye de sus labios augustos; los pueblos se
agolpan para verle, y él pasa haciendo bien; afable con los pequeños,
compasivo con los desgraciados, indulgente con los culpables, derrama á
manos llenas los tesoros de su omnipotencia y de su amor; solo pronuncia
palabras de dulzura y perdon: diríase que reserva el lenguaje de una
indignacion santa y terrible para confundir á los hipócritas. Estos han
encontrado en él una mirada majestuosa y severa, y ellos la han
correspondido con una mirada de víbora. La envidia les destroza el
corazon, sienten una abrasadora sed de venganza. Pero ¿obrarán, hablarán
como vengativos? No; este hombre es un blasfemo, dirán, seduce las
turbas, es enemigo del César, la fidelidad pues, la tranquilidad
pública, la religion exige que se le quite de en medio. Y se aceptará la
traicion de un discípulo, y el inocente Cordero será llevado á los
tribunales, y será interrogado, y al responder palabras de verdad, el
príncipe de los sacerdotes se sentirá devorado de celo, y rasgará sus
vestiduras, y dirá «_blasfemó_,» y los circunstantes dirán «es reo de
muerte.»

§ XL.
Precauciones.
Jamas el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazon; jamas
desplega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde se
introduce la iniquidad; jamas se precave demasiado contra las
innumerables asechanzas con que él se combate á sí propio. No son las
pasiones tan temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose
abiertamente á su objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les
pone delante. En tal caso, por poco que se conserve en el espíritu el
amor de la virtud, si el hombre no ha llegado todavía hasta el fondo de
la corrupcion ó de la perversidad, siente levantarse en su alma un grito
de espanto é indignacion, tan pronto como se le ofrece el vicio con su
aspecto asqueroso. Pero ¿qué peligros no corre, si trocados los nombres,
y cambiados los trajes, todo se le ofrece disfrazado, trastornado? si
sus ojos miran al traves de engañosos prismas, que pintan con galanos
colores y apacibles formas, la negrura y la monstruosidad?
Los mayores peligros de un corazon puro no estan en el brutal aliciente
de las pasiones groseras sino en aquellos sentimientos que encantan por
su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las almas
nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en
los pechos generosos sino con el titulo de economía previsora; el
orgullo se cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad, y del
respeto debido á la posicion que se ocupa: la vanidad se proporciona
sus pequeños goces, engañando al vanidoso con la urgente necesidad de
conocer el juicio de los demas, para aprovecharse de la crítica; la
venganza se disfraza con el manto de la justicia; el furor se apellida
santa indignacion; la pereza invoca en su auxilio la necesidad del
descanso; y la roedora envidia al destrozar reputaciones, al empeñarse
en ofuscar con su aliento impuro los resplandores de un mérito eminente,
habla de amor á la verdad, de imparcialidad, de lo mucho que conviene
precaverse contra una admiracion ignorante ó un entusiasmo infantil.

§ XLI.
Hipocresía del hombre consigo mismo.
El hombre emplea la hipocresía para engañarse á sí mismo, acaso mas que
para engañar á los otros. Rara vez se da á sí propio exacta cuenta del
móvil de sus acciones; y por esto, aun en las virtudes mas acendradas,
hay algo de escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el
crisol de un perfecto amor divino; y este amor, en toda su perfeccion,
está reservado para las regiones celestiales. Miéntras vivimos aquí en
la tierra, llevamos en nuestro corazon un gérmen maligno que ó mata, ó
enflaquece, ó deslustra las acciones virtuosas; y no es poco si se llega
á evitar que ese gérmen se desarrolle y nos pierda. Pero, á pesar de
tamaña debilidad, no deja de brillar en el fondo de nuestra alma aquella
luz inextinguible encendida en ella por la mano del Criador; y esa luz
nos hace distinguir entre el bien y el mal, sirviéndonos de guia en
nuestros pasos, y de remordimiento en nuestros extravíos. Por esta
causa, nos esforzamos á engañarnos á nosotros mismos para no ponernos en
contradiccion demasiado patente con el dictámen de la conciencia; nos
tapamos los oidos para no oir lo que ella nos dice, cerramos los ojos
para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusion de
que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para
esto sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente
discursos sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo, ni aun á
sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita.

§ XLII.
El conocimiento de sí mismo.
El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en
las diferentes personas, por cuyo motivo, conviene sobre manera no
perder jamas de vista aquella regla de los antiguos, tan profundamente
sabia: _conócete á ti mismo; nosce te ipsum_. Si bien hay ciertas
cualidades comunes á todos los hombres, estas toman un carácter
particular en cada uno de ellos; cada cual tiene, por decirlo así, un
resorte que conviene conocer y saber manejar. Este resorte, es necesario
descubrir cuál es en los demas, para acertar á conducirse bien con
ellos; pero es mas necesario todavía descubrirle cada cual en sí mismo.
Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas así buenas como
malas, á causa de que ese resorte no es mas que una propension fuerte,
que llega á las demas, subordinándolas todas á un objeto. De esta pasion
dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los
actos de vida; ella constituye lo que se llama el carácter.

§ XLIII.
El hombre huye de sí mismo.
Si no tuviésemos la funesta inclinacion de huir de nosotros mismos, si
la contemplacion de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no
nos seria difícil descubrir cuál es la pasion que en nosotros predomina.
Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada
estudiamos ménos que lo que tenemos mas inmediato y que mas nos
interesa. La generalidad de los hombres descienden al sepulcro, no solo
sin haberse conocido á sí propios, sino tambien sin haberlo intentado.
Debiéramos tener continuamente la vista fija sobre nuestro corazon para
conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus,
corregir sus vicios, evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida
íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos, y no
se pone en relacion con los objetos exteriores, sino despues de haber
consultado su razon y dado á su voluntad la direccion conveniente. Mas
esto no se hace; el hombre se abalanza, se pega á los objetos que le
incitan, viviendo tan solo con esa vida exterior que no le deja tiempo
para pensar en sí mismo. Vense entendimientos claros, corazones
bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las preciosidades con que
los ha enriquecido el Criador; que derraman, por decirlo así, en calles
y plazas el aroma exquisito, que guardado en el fondo de su interior,
podria servirles de confortacion y regalo.
Se refiere de Pascal que habiéndose dedicado con grande ahinco á las
matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio á causa de
hallar pocas personas con quienes poder conversar sobre el objeto de sus
ocupaciones favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera
este inconveniente se dedicó al estudio del hombre, pero bien pronto
conoció por experiencia, que los que se ocupaban de estudiar el hombre
eran todavia en menor número que los aficionados á las matemáticas. Esto
se verifica ahora como en tiempo de Pascal; basta observar al comun de
los hombres para echar de ver cuán pocos son los que gustan de semejante
tarea, mayormente tratándose de sí mismos.

§ XLIV.
Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones.
Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones
propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas,
aun cuando arrastren una que otra vez al espíritu; no lo hacen sin que
este conozca la violencia. Ciegan quizas el entendimiento, pero esta
ceguera no se oculta del todo al que la padece; se dice á sí mismo,
«crees que ves; mas en realidad no ves; estas ciego.» Pero si el hombre
no fija nunca su mirada en su interior, si obra segun le impelen las
pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el impulso; para él
llegan á ser una misma cosa pasion y voluntad, dictámen del
entendimiento é instinto de las pasiones. Así la razon no es señora sino
esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y
mandatos las inclinaciones del corazon, se ve reducida á vil instrumento
de ellas; y obligada á emplear todos los recursos de su sagacidad para
proporcionarles goces que las satisfagan.

§ XLV.
Sabiduría de la religion cristiana en la direccion de la conducta.
La religion cristiana al llevarnos á esa vida moral íntima reflexiva
sobre nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme á la
mas sana filosofía, y que descubre un profundo conocimiento del corazon
humano. La experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar
bien, no es conocimiento especulativo y general, sino práctico,
detallado, con aplicacion á todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y
no repite mil veces que las pasiones nos extravian y nos pierden? La
dificultad no está en eso, sino en saber cuál es la pasion que influye
en este ó aquel caso, cuál es la que por lo comun predomina en las
acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se presenta al espíritu, y de
qué modo se deben rechazar sus ataques, ó precaver sus estratagemas. Y
todo esto, no como quiera, sino con un conocimiento claro, vivo, y que
por tanto se ofrezca naturalmente al entendimiento, siempre que se haya
de tomar alguna resolucion, aun en los negocios mas comunes.
La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre
vulgar y otro sobresaliente, no consiste á menudo sino en que este
conoce con claridad, distincion y exactitud, lo que aquel solo conoce de
una manera inexacta, confusa y oscura; no consiste en el número de las
ideas, sino en la calidad; nada dice este sobre un punto, de que tambien
no tenga noticia aquel; ambos miran el mismo objeto, solo que la vista
del uno es mucho mas perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo
relativo á la práctica. Hombres profundamente inmorales hablarán de la
moral, de tal suerte que manifiesten no desconocer sus reglas; pero
estas reglas las saben ellos en general, sin haberse cuidado de hacer
aplicaciones, sin haber reparado en los obstáculos que impiden el
ponerlas en planta en tal ó cual ocasion, sin que se les ocurran de una
manera pura y viva, cuando se ofrece oportunidad de hacer uso de ellas.
Quien está en posesion de su entendimiento, de la voluntad, del hombre
entero, son las pasiones; esas reglas morales las conservan, por decirlo
así, archivadas en lo mas recóndito de su conciencia; ni aun gustan de
mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el
gusano del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está
arraigada en el alma, las reglas morales llegan á ser una idea familiar,
que acompaña todos los pensamientos y acciones, que se aviva y se agita
al menor peligro, que impera y apremia ántes de obrar, que remuerde
incesantemente si se la ha desatendido. La virtud causa esa continua
presencia intelectual de las reglas morales, y esta presencia á su vez
contribuye á fortalecer la virtud; así es que la religion no cesa de
inculcarlas, segura de que son preciosa semilla que tarde ó temprano
dará algun fruto.

§ XLVI.
Los sentimientos morales auxilian la virtud.
En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que tambien los
hay muy morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios al permitir que
sacudan y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades,
tambien ha querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros
apacibles. El hábito de atender á las reglas morales y de obedecer sus
prescripciones, desenvuelve y aviva estos sentimientos; y entonces el
hombre para seguir el camino de la virtud, combate las inclinaciones
malas con las inclinaciones buenas; las luchas no son de tanto peligro,
y sobre todo no son tan dolorosas; porque un sentimiento lucha con otro
sentimiento, lo que se padece con el sacrificio del uno se compensa con
el placer causado por el triunfo del otro, y no hay aquellos
sufrimientos desgarradores que se experimentan, cuando la razon pelea
con el corazon enteramente sola.
Este desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la
virtud las mismas pasiones, es un recurso poderoso para obrar bien é
ilustrar el entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta
oposicion mucha variedad de combinaciones que dan excelentes resultados.
El amor de los placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad;
el exceso del orgullo se templa con el temor de hacerse aborrecible, la
vanidad se modera por el miedo al ridículo; la pereza se estimula con el
deseo de la gloria; la ira se enfrena por no parecer descompuesto; la
sed de venganza se mitiga ó extingue, con la dicha y la honra que
resultan de ser generoso. Con esta combinacion, con la sagaz oposicion
de los sentimientos buenos á los sentimientos malos, se debilitan suave
y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el corazon
humano; y el hombre es virtuoso, sin dejar de ser sensible.

§ XLVII.
Una regla para los juicios prácticos.
Conocido el principal resorte del propio corazon, y desarrollados tanto
como sea posible los sentimientos generosos y morales; es necesario
saber cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus
juicios prácticos.
La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar
con respecto á ningun objeto miéntras el espíritu está bajo la
influencia de una pasion relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no
parece un hecho, una palabra, un gesto, que acaba de irritar! «La
intencion del ofensor, se dice á sí mismo el ofendido, no podia ser mas
maligna; se ha propuesto no solo dañar sino ultrajar; los circunstantes
deben de estar escandalizados; si no se tomase una pronta y completa
venganza, la sonrisa burlona que asomaba á los labios de todos se
convertiria irremisiblemente en profundo desprecio por quien ha tolerado
que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es preciso no ser
descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el
abandono del honor? es necesario tener prudencia; pero esta prudencia
¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?» ¿Quién
hace este discurso? ¿es la razón? no ciertamente; es la ira. Pero la
ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma á su servicio
al entendimiento, y este le proporciona todo lo que necesita. Y en este
servicio no deja de auxiliarle á su vez la misma ira; porque las
pasiones en sus momentos de exaltacion, fecundizan admirablemente el
ingenio con las inspiraciones que les convienen.
¿Queremos una prueba de que quien así discurria y hablaba, no era la
razon sino la ira? héla aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre
encolerizado hubíese algo de verdad, no la desconocerian del todo los
circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor, tambien
estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra
dicha con designio de zaherir, y otra escapada sin intencion ofensiva, y
sin embargo ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tanta
claridad; y si se sonrien, esa sonrisa es causada, no por la humillacion
que él se imagina haber sufrido, sino por esa terrible explosion de
furor, que no tiene motivo alguno. Mas todavía: no es necesario acudir á
los circunstantes para encontrar la verdad; basta apelar al mismo
encolerizado cuando haya desaparecido la ira. ¿Juzgará entónces como
ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el primero que se reirá de
su enojo, y que pedirá se le disimule su arrebato.

§ XLVIII.
Otra regla.
De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la
influencia de una pasion, hemos de hacer un esfuerzo, para suponernos
por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista.
Una reflexion semejante, por mas rápida que sea, contribuye mucho á
calmar la pasion, y á excitar en él ánimo ideas diferentes de las
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