Cañas y barro: Novela - 02

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grueso como el tronco de un pino.
--_¡Sancha!_--gritó el soldado retrocediendo á impulsos del miedo--.
¡Cómo has crecido!... ¡Qué grande eres!
É intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro,
pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros,
estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos
estremecimientos. El soldado forcejeó.
--¡Suelta, _Sancha_, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande
para estos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le
acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote,
causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos
se contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado,
crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de
pintados anillos.
Á los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver: una masa
informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el
irresistible apretón de _Sancha_. Así murió el pastor, víctima de un
abrazo de su antigua amiga.
En la barca correo reían los forasteros oyendo el cuento, mientras
las mujeres agitaban sus pies con cierta inquietud, creyendo que lo
que rebullía cerca de sus faldas con sordos gemidos era la _Sancha_,
refugiada en el fondo de la embarcación.
Terminaba el lago. Otra vez la barca penetraba en una red de canales,
y lejos, muy lejos, sobre el inmenso arrozal, se destacaban las casas
del Saler, el pueblecito de la Albufera más cercano á Valencia, con
el puerto ocupado por innumerables barquichuelos y grandes barcas que
cortaban el horizonte con sus mástiles sin labrar, semejantes á pinos
mondados.
Terminaba la tarde. La barca deslizábase con menos velocidad por las
aguas muertas del canal. La sombra de la vela pasaba como una nube
sobre los arrozales enrojecidos por la puesta del sol, y en el ribazo
marcábanse sobre un fondo anaranjado las siluetas de los pasajeros.
Continuamente pasaban moviendo la percha gentes que volvían de
sus campos, de pie en los barquichuelos negros, pequeñísimos, con
la borda casi á ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de
la Albufera. Desde la niñez, todos los nacidos en aquella tribu
lacustre aprendían á manejarlos. Eran indispensables para trabajar
en el campo, para ir á la casa del vecino, para ganarse la vida. Tan
pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, ó un viejo, todos
moviendo la percha con ligereza, apoyándola en el fondo fangoso para
hacer resbalar sobre las aguas muertas el zapato que les servía de
embarcación.
En las acequias inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles
tras los ribazos, y por encima de las malezas avanzaban los bateleros
con el tronco inmóvil, corriendo á impulsos de sus puños.
De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas
brechas, por las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas
del canal, durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante.
Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las redes para las
anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz
ratas enormes, desapareciendo en el barro de las acequias.
Los que antes se habían enardecido con venatorio entusiasmo ante los
pájaros del lago, sentían renacer su furia viendo las ratas de los
canales. ¡Qué buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la noche!...
La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las
risas y protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo
podían hablar si nunca lo habían probado? Las ratas de la marjal
sólo comían arroz; eran plato de príncipe. No había más que verlas en
el mercado de Sueca, desolladas, pendientes á docenas de sus largos
rabos en las mesas de los carniceros. Las compraban los ricos; la
aristocracia de las poblaciones de la Ribera no comía otra cosa. Y
_Cañamèl_, como si por su calidad de rico creyese indispensable decir
algo, cesaba de gemir para asegurar gravemente que sólo conocía en el
mundo dos animales sin hiel: la paloma y la rata; con esto quedaba
dicho todo.
La conversación se animó. Las demostraciones de repugnancia de
los forasteros servían para enardecer á los de la Albufera. El
envilecimiento físico de la gente lacustre, la miseria de un pueblo
privado de carne, que no conoce más reses que las que ve correr de
lejos en la Dehesa y vive condenado toda su vida á nutrirse con
anguilas y peces de barro, se revelaba en forma bravucona, con el
visible deseo de asombrar á los forasteros ensalzando la valentía
de sus estómagos. Las mujeres enumeraban las excelencias de la rata
en el arroz de la paella; muchos la habían comido sin saberlo,
asombrándose con el sabor de una carne desconocida. Otros recordaban
los guisados de serpiente, ensalzando sus rodajas blancas y dulces,
superiores á las de la anguila, y el barquero desorejado rompió el
mutismo de todo el viaje para recordar cierta gata recién parida
que había cenado él con otros amigos en la taberna de _Cañamèl_,
arreglada por un marinero que después de correr mucho mundo tenía
manos de oro para estos guisos.
Comenzaba á anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una
blancura de estaño á la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del
agua brillaban las primeras estrellas, temblando con el paso de la
barca.
Estaban próximos al Saler. Sobre los tejados de las barracas erguíase
entre dos pilastras el esquilón de la casa de la _Demaná_, donde se
reunían cazadores y barqueros la víspera de las tiradas para escoger
los puestos. Junto á la casa se veía una enorme diligencia, que había
de conducir á la ciudad á los pasajeros del correo.
Cesaba la brisa, la vela caía desmayada á lo largo del mástil, y el
desorejado empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar
la embarcación.
Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una
muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la
ayudaba un joven con un gran sombrero de jipijapa.
Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Tòni, que llevaban
tierra á su campo: la _Borda_, aquella expósita infatigable, que
valía más que un hombre, y Tonet el _Cubano_, el nieto del tío
_Paloma_, el mozo más guapo de toda la Albufera, un hombre que había
visto mundo y tenía algo que contar.
--¡Adiós, _Bigòt_!--le gritaron familiarmente.
Le daban tal apodo á causa del bigote que sombreaba su rostro
moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado
el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuándo
trabajaba.
Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida
ojeada á los pasajeros, pareciese oir las bromas.
Muchos miraron con cierta insolencia á _Cañamèl_, permitiéndose las
mismas bromas brutales que se usaban en su taberna... ¡Ojo, tío Paco!
¡Él iba á Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar!...
El tabernero fingió al principio no oirles, hasta que, cansado de
sufrir, se enderezó con nervioso impulso, pasando por sus ojos una
chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo pareció gravitar
sobre su voluntad, y se encogió en el banco, como aplastado por el
esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:
--_¡Indesents!... ¡indesents!..._


II

La barraca del tío _Paloma_ se alzaba á un extremo del Palmar.
Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto.
Medio Palmar fué devorado por las llamas. Las barracas de paja se
convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir
en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo
en los solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa
fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después
de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se
cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde ó azul.
La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las
techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos
puestos á la inversa sobre las paredes de barro.
Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por
la parte de la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de
otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.
La del tío _Paloma_ era la más antigua. La había construído su padre
en los tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano
que no temblase de fiebre.
Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas.
Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según
contaba el tío _Paloma_, y cuando volvían á presentarse, semanas
después, llevaban tras ellas un cortejo de polluelos recién nacidos.
Aún se cazaban nutrias en los canales y la población del lago era tan
escasa, que los barqueros no sabían qué hacer de la pesca que llenaba
sus redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo del mundo, y
sólo venía de allá el mariscal Suchet, nombrado por el rey José duque
de la Albufera y señor del lago y de la selva, con todas sus riquezas.
Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío _Paloma_.
El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas
patillas, vestido con redingot gris y sombrero redondo, rodeado
de hombres de uniformes vistosos que le cargaban las escopetas.
El mariscal cazaba en la barca del padre del tío _Paloma_, y el
chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración.
Muchas veces reía del chapurrado lenguaje con que se expresaba el
caudillo lamentando el atraso del país ó comentaba los sucesos de
una guerra contra españoles é ingleses, de la que en el lago sólo se
tenían vagas noticias.
Una vez fué con su padre á Valencia para regalar al duque de la
Albufera una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los
recibió riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de
oro, en medio de oficiales que parecían satélites de su esplendor.
Cuando el tío _Paloma_ fué hombre y, muerto su padre, se vió dueño
de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera,
sino bailíos, que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes
señores de la ciudad que nunca venían al lago, dejando á los
pescadores merodear en la Dehesa y cazar con entera libertad los
pájaros que se criaban en los carrizales.
Aquellas fueron las épocas buenas, y cuando el tío _Paloma_ las
recordaba con su voz cascada de anciano en las tertulias de la
taberna de _Cañamèl_, la gente joven se estremecía de entusiasmo.
Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo á guardas ni multas.
Al llegar la noche volvía la gente á casa con docenas de conejos
cogidos con hurón en la Dehesa, y á más de esto, cestas de pescado
y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y el
rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al
Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y
arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro
ni recoger un haz de leña sin que al momento surgiese el guarda con
la bandolera sobre el pecho y la carabina apuntada.
El tío _Paloma_ había conservado las preeminencias de su padre. Era
el primer barquero del lago, y no llegaba á la Albufera un personaje
que no lo llevase él á través de las isletas de cañas mostrándole
las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba á Isabel II joven,
llenando con sus anchas faldas toda la popa del engalanado barquito
y moviendo su busto de buena moza á cada impulso de la percha del
barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con la
emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona,
con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles
ojeadores hacían surgir á bandadas de los cañares con palos y gritos;
y en el extremo opuesto, el tío _Paloma_, socarrón, malicioso, con
la vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que escapaban
á la gran dama y avisándola en un castellano fantástico la presencia
de los _collvèrts_: «¡Su Majestad... ojo! Por detrás le entra un
_collovierde_.»
Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era
insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación
que faltaba á su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable,
llena de composturas, hasta el punto de no saberse qué quedaba en
ella de la primitiva fabricación. El tío _Paloma_ era un tirador
prodigioso. Los embusteros del lago mentían á sus expensas, llegando
á afirmar que una vez había muerto cuatro fúlicas de un tiro. Cuando
quería halagar á un personaje mediano tirador, se colocaba tras él
en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las
dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas,
se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, á sus espaldas,
movía el hocico maliciosamente.
Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo había conocido en una
noche tempestuosa llevándolo en su barca á través del lago. Eran
los tiempos de desgracia. Los miñones andaban cerca; el general iba
disfrazado de obrero y huía de Valencia después de haber intentado
sin éxito sublevar la guarnición. El tío _Paloma_ lo condujo hasta
el mar, y cuando volvió á verle, años después, era jefe del gobierno
y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de
Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tío _Paloma_, audaz
y familiarote después de la pasada aventura, le reñía como á un
muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas:
los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe
disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle.
«General de... mentiras. ¿Y él era el valiente que tantas cosas había
hecho allá en Marruecos?... Mira, mira y aprende.» Y mientras reía
el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin
apuntar y una fúlica caía en el agua hecha una pelota.
Todas estas anécdotas daban al tío _Paloma_ un prestigio inmenso
entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer
abrir la boca pidiendo algo á sus parroquianos!... Pero él siempre
cazurro y malhablado; tratando á los personajes como camaradas de
taberna; haciéndolos reir con sus insolencias en los momentos de mal
humor ó con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse
amable.
Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era más dura
y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero!
Despreciaba á las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran
_labradores_, y para él esta palabra significaba el mayor insulto.
Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir
las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando
por los ribazos. No pisaba voluntariamente otra tierra que la de
la Dehesa, para disparar unos cuantos escopetazos á los conejos,
huyendo á la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese
comido y dormido dentro de la barca, que era para él lo que el
caparazón de un animal acuático. Los instintos de las primitivas
razas lacustres revivían en el viejo.
Para ser feliz sólo le faltaba carecer de familia, vivir como un
pez del lago ó un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en
una isleta y mañana en un cañar. Pero su padre se había empeñado en
casarlo. No quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya,
y el bohemio de las aguas vióse forzado á vivir en sociedad con sus
semejantes, á dormir bajo una techumbre de paja, á pagar su parte
para el mantenimiento del cura y á obedecer al alcaldillo pedáneo de
la isla, siempre algún sinvergüenza--según decía él--, que para no
trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.
De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había
pasado junto á él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros
recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que
amasaba el pan de la semana todos los viernes, llevándolo á un horno
de cúpula redonda y blanca, semejante á un hormiguero africano, que
se alzaba en un extremo de la isla.
Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero menos uno, todos
habían muerto _oportunamente_. Eran seres blancuzcos y enfermizos,
engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que
se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos
por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando
en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas. Unos
habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido
de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales
cercanos á la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fué por agarrarse
tenazmente á la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las
fiebres y chupando en los pechos flácidos de su madre la escasa
substancia de un cuerpo eternamente enfermo.
El tío _Paloma_ encontraba estas desgracias lógicas é indispensables.
Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era
repugnante ver cómo se aumentaban las familias en la miseria, y
sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de
chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que
devorarse unos á otros.
Murió la mujer del tío _Paloma_ cuando éste, anciano ya, se veía
padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono
quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador
como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la
barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase
la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad,
como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en
él un rastro inextinguible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca
seguido por el muchacho casi oculto bajo el montón de redes. Crecía
rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío _Paloma_
enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los _mornells_ del agua
ó hacía deslizarse la barca sobre el lago.
--Es el hombre más hombre de toda la Albufera--decía á sus amigos--.
Su cuerpo _se la venga_ ahora de las enfermedades que sufrió de
pequeño.
Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni
locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos
con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían
panza abajo sobre los juncos, á espaldas de cualquier barraca, y
pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.
Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba á su padre el
más leve disgusto. El tío _Paloma_, que no podía pescar acompañado,
pues al menor descuido se enfurecía é intentaba pegar al camarada,
jamás reñía á su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor,
intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, había puesto
manos á la obra.
Cuando Tono fué un hombre, su padre, aficionado á la vida errante y
rebelde á la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que
el primitivo tío _Paloma_. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la
soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver á su hijo, un hombretón
ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la
barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía
remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de
hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las
escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.
En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla
desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de
mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el
centro ardía el fogón á nivel del suelo, un pequeño espacio cuadrado
con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre
fila de cacharros y antiguos azulejos. Á ambos lados los tabiques de
dos cuartos, construídos con cañas y barro, como toda la barraca; y
por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre,
todo el interior de la techumbre negro, con capas de hollín, ahumado
por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio
en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales
de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y
del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados,
chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa,
amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al
penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos
extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la
luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se
habían ahorcado de la techumbre.
El tío _Paloma_ se aburría. Gustábale hablar: en la taberna juraba
á su gusto, maltrataba á los otros pescadores, los deslumbraba con
el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su
casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica
del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio
respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba á gritos en la
taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no
se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle
hecho alguna trampa.
Un día abordó á Tono con su expresión imperiosa de padre al uso
latino, que considera á los hijos faltos de voluntad y dispone sin
consulta de su porvenir y su vida. Debía casarse: así no estaban
bien; en la casa faltaba una mujer. Y Tono acogió esta orden como
si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca
grande para esperar en el Saler á un cazador de Valencia. Estaba
bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.
Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero
comunicaba sus propósitos á todas las comadres del Palmar. Su
Tono quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca,
la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor;
dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las
condiciones del chico, trabajador, serio, sin vicios y libre del
servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin: no era un
gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su
Tono; ¡y para las muchachas que había en el Palmar!...
El viejo, con su desprecio á la mujer, escupía viendo las jóvenes,
entre las cuales se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran
cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua
pútrida de los canales, oliendo á barro y las manos impregnadas
de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo
descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba
sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el
fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago. Su
perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de
los zagalejos, las daba cierta semejanza con las anguilas, como si
una nutrición monótona é igual de muchas generaciones hubiera acabado
por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de
sustento.
Tono escogió una; cualquiera, la que menos obstáculos opuso á su
timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser
más con quien hablar y á quien reñir. Sentía cierta voluptuosidad al
ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía
protestas á sus exigencias de malhumorado.
Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar
las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la
vida en los campos, y en Septiembre, cuando recogían el arroz y los
jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador,
como muchos otros que excitaban la indignación del tío _Paloma_. Esta
tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía
á los forasteros, á los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos
del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto
Dios junto á aquella agua, que era una bendición. En su fondo estaba
la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día
con barro á la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la
espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que finalmente no
eran para ellos. ¿Iba su hijo á hacerse _labrador_?... Y al formular
esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la
inmensa extrañeza de un hecho inaudito, como si hablase de que algún
día la Albufera podía quedarse en seco.
Tono, por primera vez en la vida, osaba oponerse á las palabras de
su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era
casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una
imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. Á él le
pagaban mejor que á los otros, por su fuerza y su asiduidad en el
trabajo. Los tiempos había que tomarlos como venían; cada vez se
cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se
cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto
que perdiese su parte en la nueva vida.
El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las
costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le
imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha,
á orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena
época. ¡Iban á transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie
la conocería. Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de
hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas y... ¡eche usted
humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de
madera carcomida y sus arcaduces negros, iban á ser sustituidas por
maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de
mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino
del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban á cultivarlo
todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago. Por poco que él
viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio,
se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo
en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas! ¡Habría que ver á
un hijo suyo, á un _Paloma_, convertido en _labrador_!... Y el viejo
reía como si imaginase un suceso irrealizable.
Pasó el tiempo y su nuera le dió un nieto, un Tonet, que el abuelo
llevaba muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando
la pipa en su boca desdentada para que el humo no molestase al
pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea
de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su
difunta: daban hijos que en nada se parecían á sus progenitores. El
abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba á
los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el
porvenir.
«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de
que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha...»
Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío
_Paloma_ fué el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la
taberna que Tono había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas
tierras de arroz, propiedad de una señora de Valencia, y cuando por
la noche abordó á su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el
crimen.
¿Cuándo se había visto un _Paloma_ con amo? La familia había vivido
siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se
estiman, buscándose el sustento en el aire ó en el agua, cazando y
pescando. Sus señores habían sido el rey ó aquel guerrero _franchute_
que era capitán general en Valencia; amos que vivían muy lejos, que
no pesaban y podían tolerarse por su grandeza. ¿Pero un hijo suyo
arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola todos los
años en metal sonante una parte de su trabajo? ¡Vamos, hombre! ¡Ya
estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer
el compromiso! Los _Palomas_ no servían á nadie mientras en el lago
quedara algo que llevarse á la boca: aunque fuesen ranas.
Pero la sorpresa del viejo fué en aumento ante la inesperada
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