Cañas y barro: Novela - 11

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Sí; todo era mentira. Pero él no estaba allí para ser burla de
la gente. Además, le cargaba ver á Tonet siempre en la taberna,
tomándose con Neleta aquellas familiaridades de hermano. No quería
en su casa más hermanazgos postizos: se acabó. Estaba de acuerdo con
el tío _Paloma_. En adelante seguirían el negocio de la _Sequiòta_
los dos solos, y el abuelo ya se entendería con el nieto para que
cobrase su parte. Tonet nada tenía que tratar con _Cañamèl_. Si no
estaba conforme, podía decirlo. Él era el amo de la _Sequiòta_ por
el sorteo, pero el tío Paco retiraría sus redes y su capital, Tonet
disgustaría á su abuelo, y ¡allá veríamos cómo se las arreglaba solo!
Tonet no protestó ni opuso resistencia. Lo que acordase su abuelo
bien hecho estaba.
La música llegó enfrente de la taberna. Se detuvo, y su armónico
estrépito hizo estremecer las paredes.
_Cañamèl_ levantó la voz para ser oído. Una vez resuelto lo del
negocio, quedaba el hablar los dos, de hombre á hombre. Y él, con
su autoridad de marido que no quiere que se le rían y de hombre
que cuando era preciso sabía poner en la puerta á un parroquiano
molesto, ordenaba á Tonet que no se acercase más por la taberna. ¿Lo
entendía bien? ¡Se acabó la amistad! Era lo más acertado para impedir
murmuraciones y mentiras... La puerta de aquella casa debía ser en
adelante para el _Cubano_ tan alta... tan alta como el Miguelete de
Valencia.
Y mientras los trombones lanzaban sus rugidos á la puerta de la
casa, _Cañamèl_ erguía su figura casi esférica sobre las puntas de
los pies y elevaba el brazo al techo para expresar la altura enorme,
inconmensurable, que en adelante había de separar al _Cubano_ del
tabernero y su mujer.


VII

Al pasar Tonet dos días fuera de la taberna, se dió cuenta de lo
mucho que amaba á Neleta.
Tal vez influía en su desesperación la pérdida del alegre bienestar
que antes gozaba, de aquella abundancia en la que se sumía como en
una ola de felicidad. Faltábale, á más de esto, el encanto de los
ocultos amores adivinados por todo el pueblo; la malsana dicha de
acariciar á su amante en pleno peligro, casi en presencia del esposo
y de los parroquianos, expuesto á una sorpresa.
Arrojado de casa de _Cañamèl_, no sabía dónde ir. Probó á contraer
amistades en las otras tabernas del Palmar, míseras barracas, sin
más fortuna que un tonelillo, donde sólo de tarde en tarde entraban
los que por deudas atrasadas no podían ir á casa de _Cañamèl_. Tonet
huyó de estos sitios como un potentado que penetrase por error en un
bodegón.
Pasó los días vagando por las afueras del pueblo. Cuando se cansaba
iba al Saler, al Perelló, al puerto de Catarroja, á cualquier sitio,
para matar el tiempo. Él, tan perezoso, perchaba horas enteras en su
barquito para ver á un amigo, sin otro propósito que fumar un cigarro
con él.
La situación le obligaba á vivir en la barraca de su padre,
examinando con cierta inquietad al tío Tòni, que alguna vez, en la
fijeza de su mirada, parecía revelarle su conocimiento de todo lo
ocurrido. Tonet cambió de conducta á impulsos del tedio. Para vagar
de un lado á otro de la Albufera como un animal enjaulado, mejor era
prestar su ayuda al pobre padre. Y desde el día siguiente, con la
pasajera furia de los perezosos cuando se deciden al trabajo, fué,
como en otros tiempos, á arrancar barro de las acequias.
El tío Tòni demostró su gratitud por este arrepentimiento
desarrugando el ceño y dirigiendo algunas palabras á su hijo.
Lo sabía todo. Las cosas ocurrían tal como él las anunciaba. Tonet no
había procedido como un _Paloma_, y el padre sufrió mucho oyendo lo
que se decía de él. Le hería dolorosamente ver á su hijo viviendo á
costa del tabernero y robándole además la mujer.
--_¡Mentira... mentira!_--contestaba el _Cubano_ con la ansiedad del
culpable--. _¡Son calumnies!..._
Mejor: el tío Tòni celebraba que fuese así. Lo importante era haber
salido del peligro. Ahora á trabajar, á ser hombre honrado, á ayudar
al padre en la tarea de enterrar sus charcas. Cuando éstas se
convirtiesen en campos y en el Palmar viesen á los _Palomas_ recoger
muchos sacos de arroz, ya encontraría Tonet una compañera. Podría
escoger entre todas las muchachas de los pueblos inmediatos. Á un
rico nadie le contesta negativamente.
Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo
con verdadera rabia. La pobre _Borda_ se fatigaba á su lado más aún
que yendo con el tío Tòni. El _Cubano_ siempre creía que trabajaba
poco; era exigente y brutal con la infeliz muchacha; la cargaba como
si fuese una bestia, pero comenzaba él por dar ejemplo de fatiga. La
pobre _Borda_, jadeante bajo el peso de las espuertas de tierra y el
continuo manejo de la percha, sonreía alegre, y por la noche, cuando
con los huesos doloridos preparaba la cena, miraba con agradecimiento
á su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto había hecho sufrir al padre,
y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad y confianza
al rostro del fuerte trabajador.
Pero en la voluntad del _Cubano_ nunca soplaba el mismo viento. La
conmovían furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma
de una pereza dominadora y absoluta.
Al mes de este continuo trabajo Tonet se cansó, como otras veces. Una
gran parte de los campos estaba ya cubierta, pero quedaban profundos
hoyos, que eran su desesperación; agujeros incegables, por los cuales
parecían volver las derrotadas aguas, royendo lentamente la tierra
acumulada á costa de inmensos trabajos. El _Cubano_ sentía miedo
y desaliento ante la magnitud de la empresa. Acostumbrado á las
abundancias de casa de _Cañamèl_, rebelábase además pensando en los
guisotes de la _Borda_, el vino escaso y flojo, la dura torta de maíz
y las sardinas mohosas, único alimento de su padre.
La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la casa
de _Cañamèl_, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba,
entendiéndose perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho
de la actividad con que el viejo explotaba la _Sequiòta_. ¡Y al nieto
que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle una palabra cuando lo veía por
las noches en la barraca, como si no existiera, como si no fuese el
verdadero dueño de la _Sequiòta_!...
El abuelo y _Cañamèl_ se entendían para explotarle, y sufrirían un
chasco. Tal vez toda la indignación del tabernero no había tenido
otro fin que quitarle de en medio, para que las ganancias fuesen
mayores. Y con esa codicia rural, feroz y sin entrañas, que no
reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero, Tonet abordó al tío
_Paloma_ una noche en que se embarcaba para ir al _redolí_. Él era el
dueño de la _Sequiòta_, el verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que
no veía un céntimo. Ya sabía que la pesca no era tan excelente como
otros años, pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco buenos
duros se metían en la faja. Lo sabía por los compradores de anguilas.
¡Á ver!... Él quería cuentas claras: que le diesen lo suyo, ó de lo
contrario se quedaría con el _redolí_, buscando socios menos rapaces.
El tío _Paloma_, con la autoridad despótica que creía tener de
derecho sobre toda su familia, se consideró en los primeros instantes
obligado á abrirle la cabeza á su nieto con el extremo de la percha.
Pero pensó en los negros que el _Cubano_ había muerto allá lejos,
y _¡recordóns!_ á un hombre así no se le pega, aunque sea de la
familia. Además, la amenaza de recobrar el _redolí_ le infundía
espanto.
El tío _Paloma_ se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era
porque conocía su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es
la perdición. Se lo bebería, iría á jugárselo con los pillos que
manejaban la baraja á la sombra de cualquier barraca del Saler:
prefería guardarlo él, y así prestaba un favor á Tonet. Al fin,
cuando él muriese, ¿para quién sería lo suyo más que para el nieto?...
Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, ó volvía
á apoderarse del _redolí_. Y tras penosos regateos, que duraron más
de tres días, el barquero se decidió una tarde á escarbar su faja,
sacando con gesto doloroso un cartucho de duros. Podía tomarlo...
¡Judío!... ¡Mal corazón!... Cuando lo hubiese gastado en pocos
días, que volviese por más. No debía tener escrúpulos ¡Á reventar
al abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena ancianidad.
Trabajar como un esclavo, para que el señor se diese la gran vida...
Y se alejó de Tonet, como si perdiese para siempre el escaso afecto
que aún sentía por él.
El _Cubano_, al verse con dinero, no volvió por la barraca de su
padre. Quiso entretener su ociosidad con la caza, haciendo una vida
de hombre de guerra, sacando su comida de la pólvora, y comenzó por
comprar una escopeta algo mejor que las armas venerables que se
guardaban en su casa. _Sangonera_, que había sido despedido de casa
_Cañamèl_ al día siguiente de la expulsión de Tonet, rondaba en torno
de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida laboriosa que llevaba
en la barraca de su padre.
El _Cubano_ se asoció al vagabundo. Era un buen compañero, del que
podía sacar cierto partido. Tenía una vivienda que, aunque peor que
una perrera, podía servirles de refugio.
Tonet sería el cazador y _Sangonera_ el perro. Todo pertenecería
á los dos por igual: la comida y el vino. ¿Estaba conforme el
vagabundo? _Sangonera_ se mostró alegre. Él también contribuiría
al mantenimiento común. Tenía unas manos de oro para sacar los
_mornells_ de los canales y apoderarse de la pesca, volviendo otra
vez las redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos,
que, como decían los pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma,
sino que se llevaban el cuerpo, ó sea los bolsillos de malla. Tonet
buscaría la carne y él el pescado. Trato hecho.
Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto
del tío _Paloma_ con la escopeta al hombro, silbando cómicamente
á _Sangonera_, que marchaba tras de sus pasos con la cabeza baja,
mirando astutamente á todos lados por si había algo aprovechable al
alcance de sus zarpas.
Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres
primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar,
había pensado muchas veces con melancolía en sus años de guerra, en
la libertad sin límites y llena de peligros del guerrillero, que,
teniendo la muerte ante los ojos, no ve obstáculos ni barreras, y
carabina en mano, cumple sus deseos sin reconocer otra ley que la de
la necesidad.
Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva
los resucitaba ahora en la Dehesa, á cuatro pasos de poblaciones
donde existían leyes y autoridad; con ramaje seco fabricábanse
chozas él y su compañero en cualquier rincón de la arboleda. Cuando
tenían hambre mataban un par de conejos ó palomas salvajes de las
que revoloteaban entre los pinos; y si necesitaban dinero para vino
y cartuchos, Tonet se echaba la escopeta á la cara y en una mañana
lograba formar un racimo de piezas, que el vagabundo vendía en el
Saler ó en el puerto de Catarroja, volviendo con un pellejo, que
ocultaba en los matorrales.
La escopeta de Tonet, sonando con insolencia por toda la Dehesa, fué
un reto para los guardas, que hubieron de abandonar su tranquila vida
de solitarios.
_Sangonera_ estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet,
y al ver con su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los
enemigos, silbaba á su compañero para ocultarse. Varias veces
se encontró el nieto del tío _Paloma_ frente á frente con los
perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de vivir en la
Dehesa. Un día disparó un guarda contra él; pero momentos después,
como amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto á su
cabeza. Con el antiguo guerrillero no valían indicaciones. Era un
perdido que no temía ni á Dios ni al diablo. Tiraba tan bien como su
abuelo, y cuando enviaba la bala cerca, era porque sólo quería hacer
una advertencia. Para acabar con él era preciso matarle. Los guardas,
que tenían numerosa familia en sus chozas, acabaron por transigir
mudamente con el insolente cazador, y cuando sonaba el estampido de
su escopeta fingían oir mal, corriendo siempre en dirección opuesta.
_Sangonera_, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte
y orgulloso bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el
Saler miraba con insolencia á todos, como un perrillo ladrador que
cuenta con el amparo del amo. Á cambio de esta protección afinaba sus
condiciones de vigilante, y si de tarde en tarde alguna pareja de
Guardia civil venía de la huerta de Ruzafa, _Sangonera_ la adivinaba
antes de verla, como si la husmease.
--_¡Els tricornios!_--decía á su compañero--. _¡Ya están ahí!_
Los días en que se veían por las inmediaciones de la Dehesa correajes
amarillos y tricornios charolados, Tonet y _Sangonera_ se refugiaban
en la Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío _Paloma_,
iban de mata en mata disparando sobre las aves, que recogía el
vagabundo, habituado á meterse en agua hasta la barba en pleno
invierno.
Las noches de tempestad, obscuras y lluviosas, que esperaba el tío
_Paloma_ como una bendición, por ser las de las grandes pescas, las
pasaban Tonet y _Sangonera_ metidos en la barraca de éste, refugiados
en un rincón, pues el agua entraba á chorros por los desgarrones de
la cubierta.
Tonet estaba á dos pasos de su padre, pero evitaba verle, temiendo
su mirada severa y triste. La _Borda_ venía cautelosamente á cambiar
la ropa de Tonet, á prestar esos cuidados de que sólo es capaz una
mujer. La pobre muchacha, fatigada del trabajo del día, remendaba
los harapos á la luz de un farol, cerca de los dos vagabundos, sin
dirigirles una palabra de reproche, osando únicamente alguna mirada á
su hermano con expresión de pena.
Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar
de beber, de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el
ejemplo de _Sangonera_ á una continua embriaguez, no pudo resistir el
peso de su secreto, y comunicó al camarada sus amores con Neleta.
El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello
estaba mal hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo.» Pero á
continuación, llevado del agradecimiento á Tonet, encontró excusas
y justificaciones para la falta, con su burda casuística de antiguo
sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho para quererse. De
haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones resultarían
un enorme pecado. Pero se trataban desde niños; habían sido novios,
y la culpa era de _Cañamèl_, por meterse donde nadie le llamaba,
turbando sus relaciones. Bien merecía lo ocurrido. Y recordando las
veces que el gordinflón le arrojó de la taberna, reía satisfecho de
su infortunio conyugal y se daba por vengado.
Después, cuando no quedaba vino en la bota y comenzaba á languidecer
el farolillo, _Sangonera_, con los ojos cerrados por la embriaguez,
hablaba desordenadamente de sus creencias.
Tonet, acostumbrado á esta charla, dormitaba sin oirle, mientras
la montera de paja de la barraca se conmovía con los empujones del
vendaval, dejando filtrar la lluvia.
_Sangonera_ no se cansaba de hablar. ¿Por qué era desgraciado él?
¿Por qué sufría Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía
aproximarse á Neleta?... Porque en el mundo todo era injusticia;
porque la gente, dominada por el dinero, se empeñaba en vivir al
revés de como Dios manda.
Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz
misteriosa de la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos
tiempos se acercaban. _Él_ estaba ya en el mundo. Lo había visto,
como veía ahora á Tonet, y le había tocado á él, pobre pecador,
con su mano, de una divina frialdad. Y por décima vez relataba su
encuentro misterioso en la orilla de la Albufera. Volvía del Saler
con un paquete de cartuchos para Tonet, y en el camino que bordea el
lago había sentido una profunda emoción, como si se aproximase algo
que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le doblaron y cayó al
suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.
--_Era que estabes borracho_--decía Tonet al llegar á este punto.
Pero _Sangonera_ protestaba. No; no estaba ebrio. Aquel día bebió
poco. La prueba era que permaneció despierto á pesar de que el cuerpo
se negaba á obedecerle.
Terminaba la tarde: la Albufera tenía un color morado; á lo lejos, en
las montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre
este fondo, avanzando por el camino, vió _Sangonera_ un hombre que se
detuvo al llegar junto á él.
El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste,
la barba partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo
recordaba una envoltura blanca, algo así como túnica ó blusa muy
larga, y á la espalda, como abrumado por su peso, un enorme armatoste
que _Sangonera_ no podía definir. Tal vez era el instrumento de un
nuevo suplicio, con el cual se redimirían los hombres... Se inclinó
sobre él, y toda la luz del crepúsculo pareció concentrarse en sus
ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos la frente de _Sangonera_,
con un contacto frío, que le estremeció desde la raíz del cabello
hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y
extrañas que el vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo,
mientras él, á impulsos de la emoción, caía en un profundo sueño,
para despertar horas después en la obscuridad de la noche.
No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo
para salvar su obra, comprometida por los hombres: iba otra vez en
busca de los pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores de
las lagunas. _Sangonera_ debía ser uno de los elegidos; por algo le
había tocado con su mano. Y el vagabundo anunciaba con el fervor de
la fe el propósito de abandonar á su compañero apenas se presentase
de nuevo el dulce aparecido.
Pero Tonet protestaba con mal humor, viendo interrumpido su sueño,
y le amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas
veces que aquello no era más que un ensueño de borracho. De estar
_claro_ y _en seco_, que es como debía cumplir sus encargos, hubiese
visto que el hombre misterioso era cierto italiano vagabundo, que
pasó dos días en el Palmar afilando cuchillos y tijeras, y llevaba á
la espalda la rueda de su oficio.
Enmudecía _Sangonera_ por miedo á la mano de su protector, pero su
fe se escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares
explicaciones de Tonet... ¡Volvería á verle! Tenía la certeza de
oir de nuevo su lenguaje dulce y extraño, de sentir en su frente la
mano helada, de ver su sonrisa suave. Únicamente le entristecía la
posibilidad de que el encuentro se repitiera al terminar la tarde,
cuando él hubiese apagado muchas veces su sed y viera paralizadas las
piernas.
Así pasaban el invierno los dos compañeros: _Sangonera_ acariciando
las más extravagantes esperanzas; Tonet pensando en Neleta, á la
que no veía nunca, pues el joven, en sus raros viajes al Palmar, se
detenía en la plaza de la Iglesia, no osando aproximarse á la casa de
_Cañamèl_.
Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su
memoria el recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa
desproporción. La imagen de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la
selva donde se perdieron de niños, en el lago donde se entregaron
rodeados del dulce misterio de la noche. No podía moverse en el
círculo de agua y fango donde se desarrollaba su vida sin tropezar
con algo que se la recordase. Aguijoneado por la abstinencia y
enardecido por el vigor de su vida errante, dormía Tonet muchas
noches con sueño agitado, y _Sangonera_ le oía llamar á Neleta con el
rugido del macho inquieto.
Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le enloquecía, sintió
la necesidad de verla. _Cañamèl_, cada vez más enfermo, había ido á
la ciudad. El _Cubano_ entró resueltamente en la taberna á mediodía,
cuando todos los parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar
á Neleta sola tras el mostrador.
La tabernera, al verle en la puerta, dió un grito, como si se
presentara un resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos;
pero inmediatamente se entenebrecieron, como si la razón reapareciese
en ella, y bajó la cabeza con gesto huraño é inabordable.
--_¡Vesten, vesten!_--murmuró--. _¿Es que vòls pèdrem?_
¡Perderla él!... Y esta suposición le causó tal pena, que no osó
protestar. Instintivamente retrocedió, y por pronto que quiso
arrepentirse de su debilidad, ya estaba en la plaza, lejos de la
taberna.
No intentó volver. Cuando pensaba ir á ella á impulsos de su
contenida pasión, bastaba el recuerdo de aquel gesto para que
inmediatamente le dominara una gran frialdad. Todo estaba acabado
entre los dos. _Cañamèl_, de quien se burlaba en otro tiempo, era un
obstáculo insuperable.
El odio que sentía hacia el marido le hacía ir en busca de su
abuelo, creyendo que cuanto realizara contra éste era en perjuicio
del esposo de Neleta. ¡Dinero! ¡quería dinero! ¡Se enriquecían
con la _Sequiòta_, y á él, que era el amo, lo olvidaban! Estas
demandas producían entre abuelo y nieto discusiones y enfados, que
milagrosamente no acababan á golpes en la orilla del canal. Los
barqueros viejos se asombraban ante la paciencia que mostraba el tío
_Paloma_ para convencer á su nieto. El año era malo; la _Sequiòta_
no daba el resultado que esperaban; además, _Cañamèl_ estaba enfermo
y se mostraba intratable. El mismo tío _Paloma_ deseaba en ciertos
momentos que acabase el año y viniera nuevo sorteo, para enviar al
diablo un negocio que tantos disgustos le proporcionaba. Su antiguo
sistema era el bueno: que cada uno pescase para él: ¡compañías, ni
con la mujer!...
Cuando Tonet conseguía arrancar algunos duros á su abuelo, silbaba
alegremente á _Sangonera_, y de taberna en taberna iban hasta
Valencia, pasando varios días de crápula en los bodegones de los
arrabales, hasta que la ligereza de los bolsillos les obligaba á
volver á la Albufera.
En las conversaciones con su abuelo se había enterado de la
enfermedad de _Cañamèl_. En el Palmar no se hablaba de otra cosa, por
ser el tabernero la primera persona del pueblo, ya que casi todos, en
los momentos de apuro, solicitaban sus favores. _Cañamèl_ se agravaba
en sus dolencias: no era aprensión, como todos creían al principio.
Su salud estaba quebrantada, pero al verle cada vez más grueso, más
hinchado, desbordando grasa, la gente declaraba con gravedad que iba
á morir de exceso de salud y buena vida.
Cada vez se quejaba más, sin poder precisar dónde estaba su mal. El
reuma traidor, producto de aquella tierra pantanosa, ayudado por
una vida de inmovilidad, se paseaba por su corpachón, jugando al
escondite, perseguido por las cataplasmas y los remedios caseros, que
nunca podían alcanzarle en su loca carrera. El tabernero se quejaba
por la mañana de la cabeza y á la tarde del vientre ó de la hinchazón
de las extremidades. Las noches eran terribles, y más de una vez
saltaba del lecho y abría la ventana en pleno invierno, afirmando que
se ahogaba en la habitación, no encontrando en ella aire para sus
pulmones.
Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado su enfermedad. ¡Ya
la tenía! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho, era
mayor la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas.
Su enfermedad estaba en el estómago. Y comenzó á medicinarse,
reconociendo que el tío _Paloma_ era un sabio. Lo que él tenía era
exceso de comodidades, como decía el barquero; la enfermedad de comer
demasiado y beber bien. La abundancia era su enemigo.
La _Samaruca_, su terrible cuñada, se había aproximado á él desde que
expulsó á Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza
de arpía, su cuñado había tenido vergüenza una vez.
Salía á su encuentro cuando _Cañamèl_ paseaba por el pueblo; le
llamaba fuera de la taberna--pues no se atrevía á presentarse ante
Neleta dentro de su casa, segura de que la pondría en la puerta--, y
en estas entrevistas se enteraba con exagerado interés de la salud
del cuñado, lamentando sus locuras. Debía haber permanecido solo
después de la pérdida de _la difunta_. Había querido hacer el chaval
casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta de
salud. Aquella imprudencia le salía al exterior, y gracias que no le
costase la vida.
Cuando _Cañamèl_ le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa
comadre fijó en él una mirada de asombro, como si por su pensamiento
pasase una idea que á ella misma la asustaba. ¿Era realmente en el
estómago donde tenía el mal?... ¿No le habrían dado algo para acabar
con él? Y el tabernero, en los malignos ojos de la mala vieja vió
una sospecha tan clara, tan odiosa contra Neleta, que se enfureció,
faltando poco para que la pegase. ¡Arre allá, mala bestia! Ya lo
decía la pobre difunta, que temía á su hermana más que al demonio. Y
volvió la espalda á la _Samaruca_, proponiéndose no verla más.
¡Sospechar tales horrores de Neleta!... Nunca se había mostrado su
mujer tan buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el
tío Paco de la época en que Tonet se hacía dueño de la taberna con
el apoyo silencioso de su mujer, había desaparecido ante la conducta
de Neleta, que olvidaba todos los asuntos del establecimiento para
pensar sólo en su marido.
Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante--triste
jornalero de la ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar,
aconsejando la quinina á todo pasto, como si no conociera otro
medicamento--, y arrollando la creciente pereza de su marido, le
vestía como á un pequeño, colocándole cada prenda entre quejidos
y protestas de reumático, y lo llevaba á Valencia para que le
examinasen los médicos de fama. Ella hablaba por él, aconsejándole
como una madre para que hiciese todo cuanto le mandaban aquellos
señores.
La respuesta era siempre la misma. No tenía más que un reuma, pero
un reuma fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba
todo el organismo como resultado de su juventud agitada de vagabundo
y de la vida perezosa y sedentaria que llevaba ahora. Debía agitarse,
trabajar, hacer mucho ejercicio, y, sobre todo, privarse de excesos.
Nada de beber, pues se adivinaba en él la profesión de tabernero
aficionado á trincar con los parroquianos. Nada de otros abusos. Y
los médicos bajaban la voz, completando con guiños significativos sus
recomendaciones, que no osaban formular claramente en presencia de
una mujer.
Volvían á la Albufera animados por repentina energía después de oir á
los médicos. Él estaba dispuesto á todo: quería agitarse, para echar
lejos aquella grasa que envolvía su cuerpo abrumando sus pulmones;
iría á los baños que le recomendaban; obedecería á Neleta, que
sabía más que él y asombraba con su desparpajo á aquellos señores
tan graves. Pero apenas entraba en la taberna, toda su voluntad se
desplomaba; se sentía agarrado por la voluptuosidad de la inercia, no
atreviéndose á mover un brazo más que á costa de quejidos y supremos
esfuerzos. Pasaba los días junto á la chimenea, mirando el fuego,
con la cabeza vacía, bebiendo copas á instancias de los amigos. ¡Por
una más no iba á morir! Y si Neleta le miraba severamente, riñéndole
como á un niño, el hombretón se excusaba con humildad. Él no podía
despreciar á los parroquianos; había que atenderlos; el negocio era
antes que la salud.
En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado
por el dolor, su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal
modo, que le atormentaba á todas horas con pinchazos de fuego.
Experimentaba cierto alivio buscando á Neleta. Era un latigazo que
conmovía su ser y tras el cual los nervios parecían calmarse. Ella
le reñía. ¡Se estaba matando! ¡debía recordar los consejos de los
médicos! Pero el tío Paco excusábase lo mismo que al beber una copa.
Por una vez más no iba á morir. Y ella cedía con resignación,
brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio, como
si en el fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de
enfermo que aceleraba el fin de una vida.
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