Cañas y barro: Novela - 10

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habían de tener los pobres del lago. Y al notar que en la ribera del
canal se arremolinaba la gente, lanzando gritos anunciadores de la
proximidad de los músicos, todos los parroquianos salieron en tropel
y la taberna quedó vacía.
Por encima de los cañares pasaba el extremo de una gran vela. Al
aparecer en un recodo del canal el laúd que conducía á la música, la
muchedumbre prorrumpió en un grito, como si la enardeciera la vista
de los pantalones rojos y los blancos plumeros que ondeaban sobre los
morrioncillos.
La chavalería del pueblo, siguiendo la costumbre tradicional,
luchaba por apoderarse del bombo. Metíanse los mozos agua adentro
en aquel canal de hielo líquido, hundiéndose hasta el pecho con una
intrepidez que hacía castañetear los dientes á los que estaban en la
ribera.
Las viejas protestaban:
--_¡Condenats!... ¡Pillaréu una pulmonía!_
Pero los muchachos abalanzábanse á la barca, se agarraban á la borda,
entre las risas de los músicos, pugnando por que les entregasen el
enorme instrumento: «¡Á mí! ¡Á mí!...» Hasta que uno más audaz,
cansado de pedir, lo agarró con tal ímpetu, que casi fué al agua el
gran tambor, y echándoselo al hombro, salió de la acequia, seguido
por sus envidiosos compañeros.
Los músicos, al desembarcar, se formaban frente á casa de _Cañamèl_.
Desenfundaban sus instrumentos, los templaban, y el compacto gentío
seguía á los músicos, silencioso y con cierta veneración, admirando
aquel acontecimiento que se esperaba todo un año.
Al romper á tocar el ruidoso pasodoble, todos experimentaban
sobresalto y extrañeza. Sus oídos, acostumbrados al profundo
silencio del lago, conmovíanse dolorosamente con los rugidos de
los instrumentos, que hacían temblar las paredes de barro de las
barracas. Pero repuestos de esta primera sorpresa que turbaba la
calma conventual del pueblo, la gente sonreía dulcemente, acariciada
por la música, que llegaba hasta ellos como la voz de un mundo
remoto, como la majestad de una vida misteriosa que se desarrollaba
más allá de las aguas de la Albufera.
Las mujeres se enternecían, sin saber por qué, y deseaban llorar;
los hombres, irguiendo sus espaldas encorvadas de barquero, marchaban
con paso marcial detrás de la banda y las muchachas sonreían á sus
novios, con los ojos brillantes y las mejillas coloreadas.
Pasaba la música como una ráfaga de nueva vida sobre aquella gente
soñolienta, sacándola del amodorramiento de las aguas muertas.
Gritaban sin saber por qué, daban vivas al Niño Jesús, corrían en
grupos vociferantes delante de los músicos, y hasta los viejos se
mostraban vivarachos y juguetones como los pequeñuelos, que con
sables y caballitos de cartón formaban la escolta del músico mayor,
admirando sus galones de oro.
La banda pasó y repasó varias veces la única calle del Palmar,
prolongando la carrera para que el público quedase satisfecho
metiéndose en los callejones que quedaban entre las barracas y
saliendo al canal para retroceder otra vez á la calle, y el pueblo
entero la seguía en estas evoluciones tarareando á gritos los pasajes
más vivos del pasodoble.
Hubo por fin que dar término á este delirio musical, y la banda se
detuvo en la plaza, frente á la iglesia. El alcalde procedió al
alojamiento de los músicos. Se los disputaban las comadres según la
importancia de los instrumentos, y el encargado del bombo, precedido
por su enorme caja, tomaba el camino de la mejor vivienda. Los
músicos, satisfechos de haber lucido sus uniformes, se arrebujaban
en mantas de labriego, echando pestes contra la húmeda frialdad del
Palmar.
Con la dispersión de la banda no se aclaró el gentío de la plaza.
En un extremo de ella comenzó á sonar el redoble de un tamboril, y
al poco rato se anunció una dulzaina con prolongadas escalas, que
parecían cabriolas musicales. La muchedumbre aplaudió. Era _Dimòni_,
el famoso dulzainero de todos los años; un alegre compadre, tan
célebre por sus borracheras como por la habilidad en la dulzaina.
_Sangonera_ era su mejor amigo, y cuando el dulzainero venía á las
fiestas, el vagabundo no se separaba de él un momento, sabiendo que
al final se beberían fraternalmente el dinero de los clavarios.
Iba á rifarse la anguila más gorda del año para ayuda de la fiesta.
Era una costumbre antigua, que respetaban todos los pescadores. El
que de ellos cogía una anguila enorme, la guardaba en su vivero, sin
atreverse á venderla. Si alguien pescaba otra más grande, se guardaba
ésta, y el dueño de la anterior podía disponer de ella. De este modo
los clavarios poseían siempre la más enorme que se había cogido en la
Albufera.
Este año, el honor de la anguila gorda correspondía al tío _Paloma_:
por algo pescaba en el primer sitio. El viejo experimentaba una de
las mayores satisfacciones de su vida enseñando el hermoso animal á
la muchedumbre de la plaza. ¡Aquello lo había pescado él!... Y sobre
sus brazos temblones mostraba el serpentón de lomo verde y vientre
blanco, grueso como un muslo y con una piel grasienta en la que se
quebraba la luz. Había que pasear la apetitosa pieza por todo el
pueblo al son de la dulzaina, mientras los individuos más respetables
de la Comunidad vendían los números de la rifa de puerta en puerta.
--_Tin: treballa una vegá_--dijo el barquero soltando el animal en
brazos de _Sangonera_.
Y el vagabundo, orgulloso de la confianza que ponían en él, rompió
la marcha con la anguila en los brazos, seguido de la dulzaina y
el tambor y rodeado de las cabriolas y gritos de la chiquillería.
Corrían las mujeres para ver de cerca la enorme bestia, para tocarla
con religiosa admiración, como si fuese una misteriosa divinidad del
lago, y _Sangonera_ las repelía con gravedad. «_¡Fòra, fòra!..._» ¡La
iban á corromper con tantos tocamientos!
Pero al llegar frente á casa de _Cañamèl_, creyó que había gozado
bastante de la admiración popular. Le dolían los brazos, debilitados
por la pereza; pensó que la anguila no era para él, y entregándola
á la chiquillería, se metió en la taberna, dejando que siguiera
adelante la rifa, llevando al frente, como trofeo de victoria, el
vistoso animal.
La taberna tenía poco público. Tras el mostrador estaba Neleta, con
su marido y el _Cubano_, hablando de la fiesta del día siguiente.
Los clavarios eran, según costumbre, los agraciados con los mejores
puestos en el sorteo de los _redolíns_, y á Tonet y su consocio les
correspondía el lugar de preferencia. Se habían hecho en la ciudad
trajes negros para asistir á la gran misa en el primer banco, y
estaban ocupados en discutir los preparativos de la fiesta.
En la barca-correo llegarían al día siguiente los músicos y cantores
y un cura célebre por su elocuencia, que diría el sermón del Niño
Jesús, ensalzando de paso la sencillez y virtudes de los pescadores
de la Albufera.
Una barcaza estaba en la playa de la Dehesa cargando mirto y arrayán
para esparcirlo en la plaza, y en un rincón de la taberna guardaba el
polvorista varios capazos de _masclets_, petardos de hierro que se
disparaban como cañonazos.
En la madrugada siguiente el lago se conmovió con el estrépito de los
_masclets_, como si en el Palmar se librase una batalla. Después se
aglomeró en el canal la gente, mordiendo sus almuerzos metidos entre
el pan. Esperaba á los músicos que venían de Valencia, y se hacía
lenguas de la esplendidez de los clavarios. ¡Bien arreglaba las cosas
el nieto del tío _Paloma_! ¡Por algo tenía á su alcance el dinero de
_Cañamèl_!
Al llegar la barca-correo, bajó á tierra primeramente el predicador,
un cura gordo, de entrecejo imponente, con una gran bolsa de damasco
rojo que contenía sus vestiduras para el púlpito. _Sangonera_,
impulsado par sus antiguas afabilidades de sacristán, se apresuró á
encargarse del equipaje-oratorio, echándoselo á la espalda. Después
fueron saltando á tierra los individuos de la capilla musical; los
cantores con cara de gula y rizadas melenillas, los músicos llevando
bajo el brazo los violines y flautas enfundados de verde, y los
tiples, adolescentes amarillos y ojerosos, con gestos de precoz
malicia. Todos hablaban del famoso _all y pebre_ que se hacía en el
Palmar, como si hubiesen hecho el viaje sólo para comer.
La gente les dejaba entrar en el pueblo sin moverse de la ribera.
Quería ver de cerca los instrumentos misteriosos, depositados junto
al mástil de la barca, y que unos cuantos mocetones comenzaban
á remover. Los timbales, al ser trasladados á tierra, causaban
asombro, y todos discutían el empleo de aquellos calderos, semejantes
á los que se usaban para guisar el pescado. Los contrabajos
alcanzaron una ovación, y la gente corrió hasta la iglesia siguiendo
á los portadores de las _guitarras gordas_.
Á las diez comenzó la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas
por la olorosa vegetación de la Dehesa. El barro desaparecía bajo
una gruesa capa de hojas. La iglesia estaba llena de candelillas y
cirios, y desde la puerta se veía como un cielo obscuro moteado por
infinitas estrellas.
Tonet había preparado bien las cosas, ocupándose hasta de la música
que se cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres, que hacían
dormir á la gente. Eso era bueno para los de la ciudad, acostumbrados
á las óperas. En el Palmar querían la miga de Mercadante, como en
todos los pueblos valencianos.
Durante la fiesta se enternecían las mujeres oyendo á los tenores
que entonaban en honor del Niño Jesús barcarolas napolitanas,
mientras los hombres seguían con movimientos de cabeza el ritmo de
la orquesta, que tenía la voluptuosidad del vals. Aquello alegraba
el espíritu, según decía Neleta: valía más que una función de teatro
y servía para el alma. Y mientras tanto, fuera, en la plaza, trueno
va y trueno viene, se disparaban las largas filas de _masclets_,
conmoviendo las paredes de la iglesia y cortando muchas veces el
canto de los artistas y las palabras del predicador.
Al terminar, la muchedumbre se detuvo en la plaza esperando la
hora de la comida. La banda de música, algo olvidada después de los
esplendores de la misa, rompió á tocar á un extremo. La gente se
sentía satisfecha en aquel ambiente de plantas olorosas y humo de
pólvora, y pensaba en el caldero que le aguardaba en sus casas con
los mejores pájaros de la Albufera.
Las miserias de su vida anterior parecían ahora de un mundo lejano al
cual no habían de volver.
Todo el Palmar creía haber entrado para siempre en la felicidad y la
abundancia, y se comentaban las frases grandilocuentes del predicador
dedicadas á los pescadores; la media onza que le daban por el sermón
y la espuerta de dinero que costaban seguramente los músicos, la
pólvora, las telas con franja de oro manchadas de cera que adornaban
el portal de la iglesia y aquella banda que los ensordecía con sus
marciales rugidos.
Los grupos felicitaban al _Cubano_, rígido dentro de su traje negro,
y al tío _Paloma_, que se consideraba aquel día dueño del Palmar.
Neleta se pavoneaba entre las mujeres, con la rica mantilla sobre los
ojos, luciendo el rosario de nácar y el devocionario de marfil de su
casamiento. De _Cañamèl_ nadie se acordaba, á pesar de su aspecto
majestuoso y de la gran cadena de oro que aserraba su abdomen.
Parecía que no era su dinero el que pagaba la fiesta: todos los
plácemes iban á Tonet, en su calidad de dueño de la _Sequiòta_. Para
aquella gente, el que no era de la Comunidad de Pescadores no merecía
respeto. Y el tabernero sentía crecer en su interior el odio hacia el
_Cubano_, que poco á poco se apoderaba de lo suyo.
Este mal humor le acompañó todo el día. Su mujer, adivinando el
estado de su ánimo, tuvo que hacer esfuerzos de amabilidad durante
la gran comida con que obsequiaron en el piso alto de la taberna al
predicador y á los músicos. Hablaba de la enfermedad de su pobre
Paco, que le ponía muchas veces de un humor endiablado, rogando á
todos que le perdonasen. Á media tarde, cuando la barca-correo se
llevó á la gente de Valencia, el irritado _Cañamèl_, viéndose solo
con su mujer, pudo soltar toda la bilis.
Ya no toleraba por más tiempo al _Cubano_. Con el abuelo se entendía
bien, por ser hombre trabajador, que cumplía sus compromisos; pero
aquel Tonet era un perezoso, que se burlaba de él, aprovechando
su dinero para darse una vida de príncipe, sin más méritos que su
fortuna en el sorteo de la Comunidad. Hasta le quitaba la poca
satisfacción que podía proporcionarle gastar tanto dinero en
la fiesta. Todo se lo agradecían al otro; como si _Cañamèl_ no
fuese nadie, como si no saliese de su bolsillo el dinero para la
explotación del _redolí_, y todos los resultados de la pesca no se
le debieran á él. Acabaría por echar de su casa aquel vago, aunque
perdiese con ello el negocio.
Neleta intervenía, asustada por la amenaza. Le recomendaba la calma;
debía pensar que era él quien había buscado á Tonet. Además, á los
_Palomas_ los miraba ella como de la familia: la habían protegido en
la mala época.
Pero _Cañamèl_, con una testarudez de niño, repetía sus amenazas.
Con el tío _Paloma_, bueno: estaba dispuesto á ir á todas partes.
Pero ó Tonet se enmendaba, ó rompía con él. Cada cual en su puesto:
no quería partir más sus ganancias con aquel majo que sólo sabía
explotarle á él y al pobre abuelo. El dinero le costaba mucho de
ganar y no toleraba abusos.
La discusión entre los esposos fué tan acalorada, que Neleta lloró, y
por la noche no quiso ir á la plaza, donde se celebraba el baile.
Grandes hachones de cera, que servían en la iglesia para los
entierros, iluminaban la plaza. _Dimòni_ tocaba en su dulzaina
las antiguas contradanzas valencianas, la _cháquera vella_, ó el
baile al estilo de Torrente, y las muchachas del Palmar danzaban
ceremoniosamente, dándose la mano, cruzándose las parejas, como damas
de empolvada peluca que se hubieran disfrazado de pescadoras para
bailar una pavana á la luz de las antorchas. Después venía el _ú y
el dos_, baile más vivo, animado por coplas, y las parejas saltaban
briosamente, promoviéndose una tempestad de gritos y relinchos cuando
alguna muchacha, al girar como una peonza, mostraba sus medias bajo
la ondeante rueda de los zagalejos.
Antes de media noche, el frío disolvió la fiesta. Las familias se
retiraban á sus barracas, pero quedaron en la plaza los jóvenes, la
gente alegre y brava del pueblo, que se pasaba los dos días de fiesta
en continua embriaguez. Presentábanse con la escopeta ó el retaco al
hombro, como si para divertirse en un pueblo pequeño, donde todos se
conocían, fuese preciso tener el arma al alcance de la mano.
Organizábanse _les albaes_. Había que pasar la noche, según la
costumbre tradicional, corriendo el pueblo de puerta en puerta,
cantando en honor de todas las mujeres jóvenes y viejas del Palmar,
y para esta tarea los cantadores disponían de un pellejo de vino
y varias botellas de aguardiente. Algunos músicos de Catarroja,
muchachos de buena voluntad, se comprometieron á corear la dulzaina
de _Dimòni_ con sus instrumentos de metal, y la serenata de _les
albaes_ comenzó á rodar en la noche obscura y fría, guiada por una
antorcha del baile.
Toda la juventud del Palmar, con su vieja arma al hombro, marchaba
en apretado grupo tras el dulzainero y los músicos, que agarraban
sus instrumentos con la manta, temiendo el frío contacto del metal.
_Sangonera_ cerraba la comitiva, cargado con el pellejo de vino. Con
frecuencia creía llegado el momento de echar la carga en el suelo y
preparaba el vaso para _refrescar_.
Comenzaba la copla uno de los cantores, entonando los dos primeros
versos con acompasado baqueteo del tamborcillo, y le contestaba otro
completando la redondilla. Generalmente, los dos últimos versos
eran los más maliciosos, y mientras la dulzaina y los instrumentos
de metal saludaban la terminación de la copla con un ruidoso
_ritornello_, la gente joven prorrumpía en gritos y agudos relinchos
y hacía salva disparando al aire sus retacos.
¡El diablo que durmiera aquella noche en el Palmar! Las mujeres,
desde la cama, seguían mentalmente la marcha de la serenata,
estremeciéndose con el estrépito y el tiroteo, y adivinaban su
paso de una puerta á otra por las alusiones mortificantes con que
saludaban á cada vecino.
En esta expedición, el pellejo de _Sangonera_ no permanecía quieto
mucho tiempo. Los vasos circulaban por los grupos, aumentando el
calor en medio de la helada noche, y los ojos eran cada vez más
brillantes, así como las voces se hacían roncas.
En una esquina dos jóvenes fueron á las manos por cuestión de quién
debía beber antes, y después de abofetearse se separaron algunos
pasos, apuntándose con las escopetas. Todos intervinieron, y á golpes
les quitaron las armas. ¡Á dormir! ¡Les había hecho daño el vino:
debían irse á la cama! Y los de _les albaes_ siguieron adelante con
sus cantos y relinchos. Estos incidentes entraban en la diversión;
todos los años ocurrían.
Á las tres horas de lento paseo por el pueblo todos iban borrachos.
_Dimòni_, con la cabeza pesada y los ojos cerrados, parecía
estornudar en la dulzaina, y el instrumento gemía indeciso y
vacilante como las piernas del tañedor. _Sangonera_, viendo el
pellejo casi vacío, quería cantar, y coreado por un continuo _¡fòra,
fòra!_ entre silbidos y relinchos, improvisaba coplas incoherentes
contra los _ricos_ del pueblo.
No quedaba vino, pero todos confiaban en dar fondo á la mitad de su
viaje frente á casa de _Cañamèl_, donde renovarían la provisión.
Cerca de la taberna, obscura y cerrada, los de _les albaes_
encontraron á Tonet envuelto en la manta hasta los ojos y enseñando
por bajo de ella la boca del retaco. El _Cubano_ temía la
indiscreción de aquella gente; recordaba lo que él había hecho en
noches iguales, y creía contenerlos con su presencia.
La comitiva, abrumada por la embriaguez y el cansancio, pareció
recobrar nueva vida frente á la casa de _Cañamèl_, como si al través
de las rendijas de la puerta llegase á todos el perfume de los
toneles.
Uno cantó una canción respetuosa al _siñor don Paco_, halagándole
para que abriese, apellidándolo la «flor de los amigos» y prometiendo
las simpatías de todos si llenaba el pellejo. Pero la casa permaneció
silenciosa: no se movió una ventana: no sonó el más leve ruido en su
interior.
En la segunda copla ya le hablaban de tú al pobre _Cañamèl_, y la
voz de los cantores temblaba con cierta irritación, que prometía una
lluvia de insolencias.
Tonet mostrábase inquieto.
--_¡Che!... ¡No feu el pòrch!_--decía á sus amigos con acento
paternal.
¡Pero buena estaba la gente para oir consejos! La tercera copla fué
para Neleta, «la mujer más resalada del Palmar», compadeciéndola
por estar casada con el tacaño _Cañamèl_, «que para nada servía»...
Y á partir de esta copla, la serenata se convirtió en un venenoso
chaparrón de escandalosas alusiones. La concurrencia se divertía.
Encontraban las coplas más gustosas aún que el vino, y reían con esa
preferencia que muestra la gente rural por divertirse á costa de
los infortunios. Se enfurecían todos haciendo causa común si á un
pescador le quitaban un _mornell_ que valía unos reales, y reían como
locos cuando á alguien le robaban la mujer.
Tonet temblaba de ansiedad y de cólera. En ciertos momentos deseaba
huir, presintiendo que sus amigotes irían demasiado lejos, pero le
retenía el orgullo, con la falsa esperanza de que su presencia sería
un freno.
--_¡Che! ¡Mireu lo que feu!_--decía con un tono de sorda amenaza.
Pero los cantores se tenían por los muchachos más bien plantados del
pueblo; eran los matoncillos que habían salido á la luz mientras
él rodaba por las tierras de Ultramar. Tenían deseos de hacer ver
que no les inspiraba ningún miedo el _Cubano_, y reían de sus
recomendaciones, inventando apresuradamente coplas, que lanzaban como
proyectiles contra la taberna.
Un muchachuelo, sobrino de la _Samaruca_, hizo desbordar la cólera
de Tonet. Cantó una copla sobre la asociación de _Cañamèl_ y el
_Cubano_, diciendo que no sólo explotaban juntos la _Sequiòta_, sino
que se repartían á Neleta, y terminó afirmando que pronto tendría la
tabernera la sucesión que en vano pedía á su marido.
El _Cubano_ se plantó de un salto en medio del corro, y á la luz de
la antorcha se le vió levantar la culata del retaco, golpeando la
cara del cantor. Como éste se rehiciera echando mano á su escopeta,
Tonet dió un salto atrás, disparando su carabina casi sin apuntar...
¡La tormenta que se armó!... Perdióse la bala en el espacio, pero
_Sangonera_ creyó oir su silbido junto á la nariz y se arrojó al
suelo dando espantosos alaridos.
--_¡M’han mòrt! ¡Asesino!_...
En las casas se abrían las ventanas con estrépito, asomando sombras
blancas, algunas de las cuales avanzaban el cañón de la escopeta
sobre el alféizar.
Tonet fué desarmado en un instante, y empujado por muchos brazos,
acorralado contra la pared, se agitaba como un furioso, pugnando por
sacar el cuchillo que guardaba en la faja.
--_¡Solteume!_--gritaba entre espumarajos de rabia--. _¡Solteume! ¡Á
eixe pillo el mate yo!_
El alcalde y su ronda, que seguían de cerca á _les albaes_
presintiendo el escándalo, se mezclaron entre los combatientes. El
_pare Miquèl_, con gorra de pelo y carabina, comenzó á repartir
culatazos, con la satisfacción que le causaba pegar impunemente
ejerciendo de autoridad.
El cabo de los carabineros se llevó á Tonet hacia su barraca,
amenazándole con el mauser, y al sobrino de la _Samaruca_ lo metieron
en una casa para lavarle la sangre del culatazo.
_Sangonera_ dió más que hacer. Seguía revolcándose en el suelo,
asegurando entre berridos que estaba muerto. Le daban el último vino
del pellejo para animarlo, y el vagabundo, satisfecho del remedio,
juraba que estaba pasado de parte á parte y no podía levantarse,
hasta que el enérgico vicario, adivinando su marrullería, le largó
dos saludables patadas, que instantáneamente le pusieron en pie.
El alcalde ordenó que _les albaes_ siguieran su marcha. Ya habían
cantado bastante á _Cañamèl_. El funcionario sentía por el tabernero
ese respeto que inspira en los pueblos el hombre rico, y quería
evitarle nuevos disgustos.
Se alejó la serenata como desmayada: en vano hacía escalas la
dulzaina de _Dimòni_, pues los cantores, viendo seco el pellejo,
sentían obstruída su garganta.
Fueron cerrándose las ventanas, la calle quedó solitaria, pero los
últimos curiosos, al retirarse, creyeron oir en el piso alto de la
taberna rumor de voces, choque de muebles y algo como un lejano
llanto de mujer interrumpido por las exclamaciones sordas de una voz
furiosa.
Al día siguiente sólo se hablaba en el Palmar de lo ocurrido en _les
albaes_ frente á la casa de _Cañamèl_.
Tonet no osaba presentarse en la taberna. Temía abordar la penosa
situación en que le había colocado la imprudencia de los amigos.
Durante la mañana vagó por la plaza de la Iglesia, sin atreverse á ir
más adelante, viendo de lejos la puerta de la taberna llena de gente.
Era el último día de jolgorio y vagancia para el pueblo. Se celebraba
la fiesta del Cristo, y por la tarde la música se embarcaría para
Catarroja, dejando al Palmar sumido en su tranquilidad de convento
para todo un año.
Tonet comió en la barraca con su padre y la _Borda_, que durante los
tres días de fiesta, para no dar que hablar á los vecinos, habían
suspendido á regañadientes el rudo trabajo contra las aguas. El tío
Tono debía ignorar lo ocurrido en la noche anterior. Su gesto grave,
pero igual al de todos los días, así lo revelaba. Además, había
pasado el tiempo reparando los desperfectos que el invierno causaba
en su barraca, pues el rudo trabajador no podía descansar un instante.
La _Borda_ debía saber algo: se leía en sus ojos puros, que parecían
iluminar su fealdad; en la mirada compasiva y tierna que fijaba en
Tonet, estremeciéndose por el peligro que había arrostrado en la
noche anterior. En un momento que los dos jóvenes quedaron solos,
ella se quejó con dolorosas exclamaciones. ¡Señor! ¡Si el padre
sabía lo ocurrido!... ¡Lo iba á matar á disgustos!...
El tío _Paloma_ no se presentó en la barraca: sin duda comía con
_Cañamèl_. Por la tarde lo encontró Tonet en la plaza. Su rostro
arrugado no reflejaba ninguna impresión, pero habló á su nieto con
sequedad, aconsejándole que fuese á la taberna. El tío Paco tenía
algo que decirle.
Tonet retardó algún tiempo la visita. Se entretuvo en la plaza
viendo cómo se formaba la banda para tocar por última vez lo que
la gente llamaba el _pasacalle de las anguilas_. Los músicos se
consideraban chasqueados si al volver del Palmar no llevaban alguna
pesca á sus familias. Todos los años, antes de partir, recorrían el
pueblo entonando el último pasodoble, mientras al frente del bombo
algunos chiquillos con espuertas iban recogiendo lo que cada vecina
quería darles: anguilas, tencas y lisas, sin contar el _llobarro_ (la
buscada lubina) que los clavarios reservaban para el músico mayor.
La música rompió á tocar, andando con paso lento, para que las
pescadoras depositasen sus ofrendas. Entonces fué cuando Tonet se
decidió á entrar en casa de _Cañamèl_.
--_¡Buenas tardes, caballers!_--gritó alegremente para darse ánimos.
Neleta, tras el mostrador, le lanzó una mirada indefinible y bajó
la cabeza para que no viese sus ojeras profundas y los párpados
enrojecidos por el llanto.
_Cañamèl_ le contestó desde el fondo del establecimiento, señalando
majestuosamente la puerta de las habitaciones interiores.
--_Pasa, pasa; tenim que parlar._
Los dos hombres entraron en un _estudi_ inmediato á la cocina, que
servía algunas veces de dormitorio á los cazadores de Valencia.
_Cañamèl_ no dió tiempo á su socio para sentarse. Estaba lívido:
sus ojillos brillaban más hundidos que nunca entre los bullones de
grasa, y su nariz corta y redonda temblaba como un _tic_ nervioso.
El tío Paco abordó la cuestión. _Aquello_ había de acabarse: ya no
podían seguir juntos el negocio ni ser amigos. Y como Tonet intentase
protestar, el gordo tabernero, que estaba en un momento de pasajera
energía, tal vez el último de su existencia, le detuvo con un gesto.
Nada de palabras: era inútil. Estaba resuelto á concluir; hasta
el tío _Paloma_ reconocía su razón. Habían emprendido el negocio
con el trato de que él pondría el dinero y el _Cubano_ el trabajo.
Su dinero no había faltado: el esfuerzo del socio es lo que nadie
veía. El _señor_ lo pasaba á lo grande, mientras su pobre abuelo se
mataba trabajando por él... ¡Y si sólo fuese esto! Se había metido
en aquella casa como si fuese de su propiedad. Parecía el amo de
la taberna. Comía y bebía de lo mejor; disponía del cajón como si
no tuviese dueño; se permitía libertades que no quería recordar;
se apoderaba de su perra, de su escopeta, y según decía ahora la
gente... hasta de su mujer.
--_¡Mentira... mentira!_--gritó Tonet con el ansia del culpable.
_Cañamèl_ le miró de un modo que le hizo ponerse en guardia, con
cierto miedo. Sí; seguramente era mentira. También creía él lo mismo.
Esto les valía á Neleta y á Tonet, porque si él llegase á sospechar
remotamente que pudieran ser ciertas las porquerías que aquellos
canallas habían cantado la noche anterior, era hombre para retorcerle
el pescuezo á ella y meterle un escopetazo á él entre ceja y ceja.
¿Qué se había figurado? El tío Paco era muy bueno, pero á pesar de su
enfermedad, resultaba tan hombre como cualquiera cuando le tocaban lo
suyo.
Y el tabernero, temblando de sorda cólera, se paseaba como el caballo
viejo y enfermo, pero de raza fuerte, que sabe encabritarse hasta el
último momento. Tonet miraba con admiración al antiguo aventurero,
que, en su enfermiza indolencia, panzudo y hablando, encontraba aún
la energía de sus tiempos de luchador, libre de escrúpulos.
En el silencio de la habitación resonaba el eco lejano de los
instrumentos de metal que recorrían el pueblo.
_Cañamèl_ volvió á hablar, y sus palabras fueron acompañadas por la
música, cada vez más próxima.
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