Cañas y barro: Novela - 09

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para enderezar de nuevo á los hombres por el buen camino. Lo había
soñado muchas veces, y hasta en cierta ocasión que estuvo enfermo
de tercianas, cuando le entraba el frío de la fiebre, tendido en un
ribazo ó agazapado en un rincón de su ruinosa barraca, veía la túnica
de Él, morada, estrecha, rígida, y el vagabundo extendía sus manos
para tocarla y sanar repentinamente.
_Sangonera_ mostraba una fe tenaz al hablar de este regreso á la
tierra. No volvería para mostrarse en las grandes poblaciones
dominadas por el pecado de la riqueza. La otra vez no se presentó en
la inmensa ciudad que se llama Roma, sino que había predicado por
pueblecillos no mayores que el Palmar, y sus compañeros fueron gente
de percha y de red, como la que se reunía en casa de _Cañamèl_. Aquel
lago sobre cuyas olas andaba Jesús con asombro de los apóstoles,
seguramente que no era más grande ni hermoso que la Albufera. Allí
entre ellos vendría el Señor, cuando volviese al mundo á rematar su
obra; buscaría los corazones sencillos, limpios de toda codicia; él
sería uno de los suyos. Y el vagabundo, con una exaltación en la que
entraban por igual la embriaguez y su extraña fe, se erguía mirando
el horizonte, y por el borde del canal, donde se quebraban los
últimos rayos del sol, creía ver la figura esbelta del Deseado, como
una línea morada, avanzando sin mover los pies ni rozar las hierbas,
con un nimbo de luz que hacía brillar su cabellera dorada de suaves
ondulaciones.
Tonet ya no le oía. Un fuerte cascabeleo sonaba en el camino de
Catarroja, y por detrás de la choza del peso de los pescadores
avanzaba el toldo agrietado de una tartana. Eran los suyos que
llegaban. Con su vista de hijo del lago, _Sangonera_ reconoció á
larga distancia á Neleta en la ventanilla del vehículo. Después de
su expulsión de la taberna, nada quería con la mujer de _Cañamèl_.
Se despidió de Tonet y fué á tenderse de nuevo en el pajar,
entreteniéndose con sus ensueños mientras llegaba la noche.
Se detuvo el carruaje frente á la tabernilla del puerto y bajó
Neleta. El _Cubano_ no ocultó su asombro. ¿Y el abuelo?... La había
dejado emprender sola el viaje de regreso, con todo el cargamento de
hilo, que llenaba la tartana. El viejo quería volver á casa por el
Saler, para hablar con cierta viuda que vendía á buen precio varios
_palangres_. Ya llegaría al Palmar por la noche en cualquier barca de
las que sacaban barro de los canales.
Los dos, al mirarse, tuvieron el mismo pensamiento. Iban á hacer
el viaje solos: por primera vez podrían hablarse, lejos de toda
mirada, en la profunda soledad del lago. Y ambos palidecieron,
temblaron, como en presencia de un peligro mil veces deseado, pero
que se presentaba de golpe, inopinadamente. Tal era su emoción, que
no apresuraban la marcha, como si los dominara un extraño rubor y
temiesen los comentarios de la gente del puerto, que apenas se fijaba
en ellos.
El tartanero acabó de sacar del vehículo los gruesos paquetes de
hilo, y ayudado por Tonet, fué arrojándolos en la proa de la barca,
donde formaron un montón amarillento que esparcía el olor del cáñamo
recién hilado.
Neleta pagó al tartanero. ¡Salud y buen viaje! Y el hombre,
chasqueando el látigo, hizo emprender á su caballo el camino de
Catarroja.
Aún permanecieron los dos un buen rato inmóviles en la riba de barro,
sin atreverse á embarcar, como si esperaran á alguien.
Los calafates llamaban al _Cubano_. Debía emprender pronto el viaje:
el viento iba á caer, y si marchaba al Palmar aún tendría que darle á
la percha un buen rato. Neleta, con visible turbación, sonreía á toda
aquella gente de Catarroja, que la saludaba por haberla visto en su
taberna.
Tonet se decidió á romper el silencio dirigiéndose á Neleta. Ya que
el abuelo no venía, había que embarcar cuanto antes; aquellos hombres
tenían razón. Y su voz era ronca, con un temblor de angustia, como si
la emoción le apretase la garganta.
Neleta se sentó en el centro de la barca, al pie del mástil,
empleando como asiento un montón de ovillos, que se aplastaban bajo
su peso. Tonet tendió la vela, quedando en cuclillas junto al timón,
y la barca comenzó á deslizarse, aleteando la lona contra el mástil
con los estremecimientos de la brisa, blanda y moribunda.
Pasaban lentamente por el canal, viendo á la última luz de la tarde
las barracas aisladas de los pescadores, con guirnaldas de redes
puestas á secar sobre las encañizadas del corral, y las norias
viejas, de madera carcomida, en torno de las cuales comenzaban á
aletear los murciélagos. Por los ribazos caminaban los pescadores
tirando penosamente de sus barquitos, remolcándolos con la faja atada
al extremo de las cuerdas.
--¡Adiós!--murmuraban al pasar.
--¡Adiós!...
Y otra vez el silencio, coreado por el susurro de la barca al
cortar el agua y el monótono canto de las ranas. Los dos iban con
la vista baja, como si temiesen darse cuenta de que estaban solos,
y si al levantar los ojos se encontraban sus miradas, las huían
instantáneamente.
Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían en el
agua. Las grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían
á ambos lados. Sobre la tersa superficie ondeaban las cañas en el
crepúsculo, como la cresta de una selva sumergida.
Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos
estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.
Ya no soplaba viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación,
tomaba un suave tinte de ópalo, reflejando los últimos resplandores
del sol tras las lejanas montañas. El cielo tenía un color de violeta
y comenzaba á agujerearse por la parte del mar con el centelleo de
las primeras estrellas. En los límites del agua marcábanse como
fantasmas los lienzos desmayados é inmóviles de las barcas.
Tonet arrió la vela, y agarrando la percha, comenzó á hacer marchar
la embarcación á fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su
silencio.
Neleta, con sonora risa, poníase de pie, queriendo ayudar á su
compañero. Ella también manejaba la percha. Tonet debía acordarse
de los tiempos de la niñez, de sus juegos revoltosos, cuando
desenganchaban los barquitos del Palmar sin saberlo sus amos y
corrían los canales, teniendo muchas veces que huir de la persecución
de los pescadores. Cuando se cansase comenzaría ella.
--_Estate queta..._--respondía él con el resuello cortado por la
fatiga: y seguía perchando.
Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso,
en el que se huían las miradas como si temieran revelar sus
pensamientos, la joven hablaba con gran volubilidad.
En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica á la que
nunca habían de llegar, la línea dentellada de la Dehesa. Neleta, con
incesantes risas, en las que había algo forzado, recordaba á su amigo
la noche pasada en la selva, con sus miedos y su sueño tranquilo;
aquella aventura que parecía del día anterior: tan fresca estaba en
su memoria.
Pero el silencio del compañero, su vista fija en el fondo de la
barca con expresión ansiosa, la llamaron la atención. Entonces vió
que Tonet devoraba con los ojos sus zapatos amarillos, pequeños y
elegantes, que se marcaban sobre el cáñamo como dos manchas claras,
y algo más que con los movimientos de la barca había ella dejado
al descubierto. Se apresuró á cubrirse y quedó silenciosa, con la
boca apretada por un gesto duro y los ojos casi cerrados, mientras
una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo. Neleta parecía hacer
esfuerzos para vencer su voluntad.
Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la
Albufera á fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos
vacíos, sin más peso que el del hombre que empuñaba la percha,
pasaban rápidos como lanzaderas por cerca de ellos, perdiéndose en la
penumbra, cada vez más densa.
Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha,
resbalando unas veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose
otras en la vegetación del fondo, que los pescadores llaman el _pelo_
de la Albufera. Bien se veía que no estaba habituado á tal trabajo.
De ir solo en la barca se hubiera tendido en el fondo, esperando que
volviese el viento ó le remolcara otra embarcación. Pero la presencia
de Neleta despertaba en él cierto pundonor y no quería detenerse
hasta que cayera reventado de fatiga. Su pecho jadeante lanzaba un
resoplido al apoyarse en la percha empujando la barca. Sin abandonar
el largo palo, llevaba de vez en cuando un brazo á su frente para
limpiarse el sudor.
Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de arrullo
maternal.
Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la
proa. La joven quería que descansase: debía detenerse un momento; lo
mismo era llegar media hora antes que después.
Y le hizo sentar junto á ella, indicando que en el montón del cáñamo
estaría más cómodamente que en la popa.
La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce
proximidad de aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el
mostrador de la taberna.
Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso
resplandor de las estrellas, que temblaban en el agua negra. El
silencio profundo era interrumpido por los ruidos misteriosos del
agua, estremecida por el coleteo de invisibles animales. Las lubinas,
viniendo de la parte del mar, perseguían á los peces pequeños,
y la negra superficie se estremecía con un _chap-chap_ continuo
de desordenada fuga. En una _mata_ cercana lanzaban las fúlicas
su lamento como si las matasen y cantaban los _buxqueròts_ con
interminables escalas.
Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creía que
no había transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en
un claro de la selva, al lado de su infantil compañera, la hija
de la vendedora de anguilas. Ahora no sentía miedo: únicamente
le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el ambiente
embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al cerebro
como un licor fuerte.
Con la cabeza baja, sin atreverse á levantar los ojos, avanzó un
brazo, ciñéndolo al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió
una caricia dulce, un contacto aterciopelado, una mano que resbalaba
por su cabeza y deslizándose hasta la frente secaba el sudor que aún
la humedecía.
Levantó la mirada y vió á corta distancia, en la obscuridad, unos
ojos que brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una
lejana estrella. Sintió en las sienes el cosquilleo de los pelos
rubios y finos que rodeaban la cabeza de Neleta como una aureola.
Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba la tabernera
parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.
--_¡Tonet, Tonet!_--murmuró ella con voz desmayada, como un tierno
vagido.
¡Lo mismo que en la Dehesa!... Pero ahora ya no eran niños; había
desaparecido la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro
para recobrar el valor, y al unirse tras tantos años con un nuevo
abrazo, cayeron en el montón de cáñamo, olvidados de todo, con el
deseo de no levantarse más.
La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera
abandonada, sin que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta.
Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre
el agua poblada de susurros, sin sospechar que á corta distancia,
en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del
lago, el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.


VI

Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús.
Era en Diciembre. Sobre la Albufera soplaba un viento frío que
entumecía las manos de los pescadores, pegándolas á la percha. Los
hombres llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se
quitaban el chubasquero amarillo, que al andar producía un _fru-fru_
de faldas huecas. Las mujeres apenas salían de las barracas: todas
las familias vivían en torno del hogar, ahumándose tranquilamente en
una atmósfera densa de cabaña de esquimales.
La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno
engrosaban las aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una
capa líquida, moteada á trechos por las hierbas sumergidas. El lago
parecía más grande. Las barracas aisladas, que antes estaban en
tierra firme, aparecían como flotando sobre las aguas, y las barcas
atracaban en la misma puerta.
Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo
é insufrible, que empujaba á las gentes dentro de sus viviendas.
Las comadres del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los
gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían de las techumbres
de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un
lamento infantil. Los guardas de la Dehesa hacían la vista gorda
ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas un ejército
de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para
calentar sus barracas.
Los parroquianos de _Cañamèl_ sentábanse en torno de la chimenea, y
sólo se decidían á abandonar sus silletas de esparto junto al fuego
para ir al mostrador en busca de nuevos vasos.
El Palmar parecía entumecido y soñoliento. Ni gente en las calles,
ni barcas en el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída
en las redes durante la noche, y volvían rápidamente al pueblo. Los
pies mostrábanse enormes, con sus envolturas de paño grueso dentro de
las alpargatas de esparto. Las barcas llevaban en el fondo una capa
de paja de arroz para combatir el frío. Muchos días, al amanecer,
flotaban en el canal anchas láminas de hielo, como cristales
deslustrados. Todos se sentían vencidos por el tiempo. Eran hijos
del calor, habituados á ver hervir el lago y humear los campos su
hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas, según
anunciaba el tío _Paloma_, no querían sacar sus morros fuera del
barro en aquel tiempo de perros. Y para agravar la situación, caía
con gran frecuencia una lluvia torrencial que obscurecía el lago y
desbordaba las acequias. El cielo gris daba un ambiente de tristeza á
la Albufera. Las barcas que navegaban en la bruma tenían el aspecto
de ataúdes, con sus hombres inmóviles metidos en la paja y cubiertos
hasta la nariz por gruesos andrajos.
Pero al llegar Navidad, con su fiesta del Niño Jesús, el Palmar
pareció reanimarse, repeliendo el sopor invernal en que estaba sumido.
Había que divertirse como todos los años, aunque se helase el lago
y se anduviera sobre él, como contaban que ocurría en lejanas
tierras. Más aún que el deseo de divertirse, les impulsaba el de
molestar con su alegría á los rivales, á la gente de tierra firme,
aquellos pescadores de Catarroja que se burlaban del Niño del Palmar,
despreciando su pequeñez. Estos enemigos sin fe ni conciencia
llegaban á decir que los del Palmar sumergían á su divino patrón en
las acequias cuando la pesca no era buena. ¡Oh sacrilegio!... Por
eso el Niño Jesús castigaba su lengua pecadora, no permitiendo que
gozasen el privilegio de los _redolíns_.
Todo el Palmar se preparaba para las fiestas. Las mujeres desafiaban
el frío atravesando el lago para ir á Valencia á la feria de Navidad.
Al volver en la barca del marido, la impaciente chiquillería las
esperaba en el canal, ansiosa por ver los regalos. Los caballitos
de cartón, los sables de hojalata, los tambores y trompetas eran
acogidos con exclamaciones de entusiasmo por la gente menuda,
mientras las mujeres mostraban á sus amigas las compras de mayor
importancia.
Las fiestas duraban tres días. El segundo día de Navidad llegaba la
música de Catarroja y se rifaba la anguila más gorda de todo el año
para ayuda de gastos. El tercero era la fiesta del Niño Jesús, y
al día siguiente la del Cristo; todo con misas y sermones y bailes
nocturnos al son del tamboril y la dulzaina.
Neleta se proponía este año gozar como nunca en las fiestas. Su
felicidad era completa. Le parecía vivir en una eterna primavera
tras el mostrador de la taberna. Cuando cenaba, teniendo á un lado
á _Cañamèl_ y al otro al _Cubano_, todos tranquilos y satisfechos,
en la santa paz de la familia, se consideraba la más dichosa de las
mujeres y alababa la bondad de Dios, que permite vivir felices á las
buenas personas. Era la más rica y la más guapa del pueblo; su marido
estaba contento; Tonet, supeditado á su voluntad, mostrábase cada vez
más enamorado... ¿Qué le quedaba por desear? Pensaba que las grandes
señoras que había visto de lejos en sus viajes á Valencia no eran de
seguro tan dichosas como ella en aquel rincón de barro rodeado de
agua.
Sus enemigas murmuraban; la _Samaruca_ la espiaba: ella y Tonet, para
verse á solas sin excitar sospechas, tenían que inventar viajes á
las poblaciones inmediatas al lago. Neleta era la que aguzaba para
esto el ingenio, con una facundia que hacía sospechar al _Cubano_
si serían ciertas las murmuraciones sobre amores anteriores á los
suyos, que acostumbraron á la tabernera á tales astucias. Pero ésta
se mostraba tranquila ante la maledicencia. Lo que ahora hablaban
sus enemigas era lo mismo que decían cuando entre ella y Tonet no
se cambiaban más que palabras indiferentes. Y con la certeza de que
nadie podía probar su falta, despreciaba las murmuraciones, y en
plena taberna bromeaba con Tonet de un modo que escandalizaba al tío
_Paloma_. Neleta se daba por ofendida. ¿No se habían criado juntos?
¿No podía querer á Tonet como á un hermano, recordando lo mucho que
su madre había hecho por ella?
_Cañamèl_ asentía, alabando los buenos sentimientos de su mujer. En
lo que no mostraba tanta conformidad el tabernero era en la conducta
de Tonet como asociado. Aquel mozo había acogido su buena suerte lo
mismo que si fuera un premio de la lotería, y como el que no hace
daño á nadie y se come lo suyo, divertíase, sin preocuparse de la
pesca.
El puesto de la _Sequiòta_ daba buen rendimiento. No eran las
pescas fabulosas de otra época, pero había noches en que se llegaba
muy cerca del centenar de arrobas de anguilas, y _Cañamèl_ gozaba
las satisfacciones del buen negocio, regateando el precio con los
proveedores de la ciudad, vigilando el peso y presenciando el
embarque de las banastas. Por este lado no iba mal la compañía, pero
á él le gustaba la igualdad: que cada cual cumpliese su deber sin
abusar de los demás.
Había prometido su dinero y lo había dado: suyas eran todas las
redes, aparejos y bolsas de malla, que podían formar un montón tan
grande como la taberna. Pero Tonet prometió ayudarle con su trabajo,
y podía decirse que aún no había cogido una anguila con sus pecadoras
manos.
Las primeras noches fué al _redolí_, y sentado en la barca con el
cigarro en la boca, veía cómo su abuelo y los pescadores á sueldo
vaciaban en la obscuridad las grandes bolsas, llenando de anguilas y
tencas el fondo de la embarcación. Después, ni esto. Le molestaban
las noches obscuras y tempestuosas, en las que el agua está movida
y se realizan las grandes pescas: no gustaba del esfuerzo que había
que hacer para tirar de las redes pesadas y repletas; le causaba
cierta repugnancia la viscosidad de las anguilas escurriéndose
entre las manos, y prefería quedarse en la taberna ó dormir en su
barraca. _Cañamèl_, para animarlo con el ejemplo, echándole en cara
su pereza, se decidía algunas noches á ir al _redolí_ tosiendo y
quejándose de sus dolores; pero el maldito, bastaba que hiciese él
este sacrificio para que mostrase mayor empeño en quedarse, llegando
en su desvergüenza á manifestar que Neleta tendría miedo si se veía
sola en la taberna.
Era cierto que el tío _Paloma_ se bastaba para llevar adelante el
negocio: nunca había trabajado con tanto entusiasmo como al verse
dueño de la _Sequiòta_; pero ¡qué demonio! el trato era trato, y á
_Cañamèl_ le parecía que el muchacho le robaba algo viéndolo tan
satisfecho de la vida y despegado por completo de su negocio.
¡Qué suerte la de aquel bigardo! El miedo á perder la _Sequiòta_ era
lo único que contenía al tío Paco. Mientras tanto, Tonet, viviendo en
la taberna como si fuese suya, engordaba sumido en aquella felicidad
de tener satisfechos todos sus deseos con sólo tender la mano. Se
comía lo mejor de la casa, llenaba su vaso en todos los toneles,
grandes y pequeños, y alguna vez, con loco y repentino impulso, como
para afirmar más su posesión, se permitía la audacia de acariciar á
Neleta por debajo del mostrador, en presencia de _Cañamèl_ y estando
á cuatro pasos los parroquianos, entre los cuales había algunos que
no les perdían de vista.
Á veces experimentaba un loco deseo de salir del Palmar, de pasar un
día fuera de la Albufera, en la ciudad ó en los pueblos del lago, y
se plantaba ante Neleta con expresión de amo.
--_Dónam un duro._
¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en
él imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que
no quiere ser engañada á su vez; pero al ver en la mirada del mocetón
únicamente el deseo de vagar, de desentumecerse de su vida de macho
bien cebado, Neleta sonreía satisfecha y le daba cuanto dinero pedía,
recomendándole que volviese pronto.
_Cañamèl_ se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al
negocio; pero no: ¡le defraudaba en sus intereses, y además se comía
media taberna, pidiendo encima dinero! Su mujer era muy buena: la
perdía el agradecimiento que profesaba á aquellos _Palomas_ desde
la niñez. Y con su minuciosidad de avaro iba contando lo que Tonet
consumía en el establecimiento y la prodigalidad con que convidaba
á sus amigos, siempre á costas del dueño. Hasta _Sangonera_, aquel
piojoso expulsado de la taberna porque llenaba de miseria los
taburetes, volvía ahora al amparo del _Cubano_, que le hacía beber
hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más
costosos, todo por el gusto de oir los disparates que se había
forjado en sus lecturas de sacristán.
«El mejor día va á apoderarse hasta de mi cama», decía el tabernero
quejándose á su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos;
no veía una sonrisa diabólica en la mirada de malicia con que acogía
ella tal suposición.
Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado
junto á Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el
momento propicio para sus caricias, cogía la escopeta y el perro
de _Cañamèl_ y se iba á los carrizales. La escopeta del tío Paco
era la mejor del Palmar: un arma de rico que Tonet consideraba como
suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La perra era la famosa
_Centella_, conocida en todo el lago por su olfato. No había pieza
que se le escapara, por espeso que fuese el carrizal, buceando como
una nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el pájaro
herido.
_Cañamèl_ afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle
este animal; pero veía con tristeza que su _Centella_ mostraba mayor
predilección por Tonet, que la llevaba de caza todos los días, que
por su antiguo amo, cubierto de pañuelos y mantas junto á la lumbre.
¡Hasta de la perra se apoderaba aquel tuno!...
Tonet, entusiasmado por el magnífico _arreglo_ que el tío Paco tenía
para la caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la
taberna para los cazadores. Nadie del Palmar había cazado tanto.
En los estrechos callejones de agua de las _matas_ más cercanas al
pueblo sonaba continuamente el escopetazo de Tonet, y la _Centella_,
enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales. El _Cubano_
sentía una voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba
sus tiempos de guerrillero. Se ponía al acecho esperando los pájaros
con las mismas precauciones de astucia salvaje que empleaba al
emboscarse en la manigua para cazar á los hombres. La _Centella_
le traía á la barca las _fòches_ y los _collvèrts_, con el cuello
blando y el plumaje manchado de sangre. Después venían los pájaros
del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de satisfacción á Tonet: y
admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de cañar,
con plumaje azul turquí y pico rojo; el _agró_ ó garza imperial, con
su color verde y púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas
sobre la cabeza; el _oroval_, con su color leonado y el buche rojo;
el _piuló_ ó pato florentino, blanco y amarillento; el _morell_
ó pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el _singlòt_,
hermosa zancuda, de espléndido plumaje de un verde brillante.
Por la noche entraba en la taberna con aires de vencedor, arrojando
en el suelo su cargamento de carne muerta envuelta en un arco iris de
plumas. ¡Allí tenía el tío Paco materia para llenar el caldero! Se lo
regalaba generosamente: al fin la escopeta era suya.
Y cuando, de tarde en tarde, cazaba un flamenco, llamado _bragat_ por
la gente de la Albufera, con enormes patas, largo cuello, plumaje
blanco y rosa y cierto aire misterioso, semejante al de los ibis de
Egipto, Tonet se empeñaba en que _Cañamèl_ lo hiciese disecar en
Valencia, para su dormitorio; un adorno elegante, pues por algo lo
buscaban tanto los señores de la ciudad.
El tabernero acogía estos regalos con mugidos que revelaban una
satisfacción muy relativa. ¿Cuándo dejaría quieta su escopeta? ¿No
sentía frío en los carrizales? Ya que tan fuerte era, ¿por qué no
ayudaba por las noches al abuelo en el trabajo del _redolí_? Pero
el condenado acogía con risotadas las lamentaciones del enfermizo
tabernero, y se dirigía al mostrador:
--_Neleta, una copa..._
Bien se la había ganado pasando el día entre los carrizales, con las
manos heladas sobre la escopeta, para traer aquel montón de carne.
¡Y aún murmuraban que huía del trabajo!... En un arranque de impudor
alegre, acariciaba las mejillas de Neleta por encima del mostrador,
sin importarle la presencia de la gente ni temer al marido. ¿No eran
como hermanos y habían jugado juntos de pequeños?...
El tío Tòni nada sabía ni quería saber de la vida de su hijo. Se
levantaba antes del alba y no volvía hasta la noche. Comía con la
_Borda_, en la soledad de sus campos sumergidos, algunas sardinas
y torta de maíz. Su lucha por crear nueva tierra le tenía en la
pobreza, no permitiéndole mejores alimentos. Al volver á la barraca,
cerrada ya la noche, se tendía en su camastro con los huesos
doloridos, sumiéndose en el sopor del cansancio, pero su pensamiento
velaba calculando entre las nieblas del sueño las barcas de tierra
que aún faltaban en sus campos y las cantidades que debía satisfacer
á los acreedores antes de considerarse dueño de unos arrozales
creados con su sudor palmo á palmo. El tío _Paloma_ pasaba las más
de las noches fuera de la barraca, pescando en la _Sequiòta_. Tonet
no comía con la familia, y sólo á altas horas, cuando se cerraba la
taberna de _Cañamèl_, llamaba á la puerta con impaciente pataleo,
levantándose la pobre _Borda_, soñolienta y fatigada, para abrirle.
Así transcurrió el tiempo, hasta que llegaron las fiestas del Palmar.
La víspera de la fiesta del Niño, por la tarde, casi todo el pueblo
se agolpó entre la orilla del canal y la puerta trasera de la taberna
de _Cañamèl_.
Era esperada la música de Catarroja, el principal aliciente de las
fiestas, y aquel pueblo, que durante el año no oía otros instrumentos
que la guitarra del barbero y el acordeón de Tonet, estremecíase al
pensar en el estrépito de los cobres y el zumbido del bombo por entre
las filas de barracas. Nadie sentía los rigores de la temperatura.
Las mujeres, para lucir sus trajes flamantes, habían abandonado los
mantones de lana y mostraban los brazos arremangados, violáceos por
el frío. Los hombres llevaban fajas nuevas y gorros rojos ó negros
que aún conservaban los pliegues de la tienda. Aprovechando la
charla de sus compañeras, se escurrían hasta la taberna, donde la
respiración de los bebedores y el humo de los cigarros formaban un
ambiente denso que olía á lana burda y alpargatas sucias. Hablaban
á gritos de la música de Catarroja, asegurando que era la mejor
del mundo. Los pescadores de allá eran mala gente, pero había que
reconocer que música como aquella no la oía ni el rey. Algo bueno
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