Cañas y barro: Novela - 13

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se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo suyo era muy suyo; y lo
defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para todo hay remedio
en el mundo!...
Pasó esta explosión de rabia por la jugarreta que se permitía la
Naturaleza, sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta
y Tonet continuaron su vida como si nada ocurriese, evitando hablar
del obstáculo que surgía entre ellos, familiarizándose con él,
tranquilos porque su realización era aún remota y confiando vagamente
en cualquier circunstancia inesperada que pudiera salvarles.
Neleta, sin hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse
de la nueva vida que sentía latir en sus entrañas, como una amenaza
para su avaricia.
La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos.
Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse
de la rapidez con que se reproducen las familias en la miseria. Por
consejo de su sobrina, iba á Ruzafa ó entraba en la ciudad para
consultar las curanderas que gozaban de obscura fama en las últimas
capas sociales, y volvía allá con extraños remedios, compuestos de
ingredientes repugnantes que volcaban el estómago.
Tonet, muchas noches sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos
hediondos, á los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas
de hierbas silvestres, que daban á sus veladas de amor un ambiente de
brujería.
Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso
del tiempo. Pasaban los meses y Neleta se convencía con gran
desesperación de la inutilidad de sus esfuerzos.
Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien _agarrado_, y en vano
luchaba Neleta por anularlo dentro de sus entrañas.
Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas.
Parecía que _Cañamèl_ se vengaba, resucitando entre los dos, para
empujarlos el uno contra el otro.
Neleta lloraba de desesperación, acusando á Tonet de su desgracia.
Él era el culpable: por él veía comprometido su porvenir. Y cuando,
con la nerviosidad de su estado, se cansaba de insultar al _Cubano_,
fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que libre de la opresión á
que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los
extraños, parecía crecer cada noche con monstruosa hinchazón. Neleta
odiaba con furor salvaje el ser oculto que se movía en sus entrañas,
y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera
aplastarlo dentro de la cálida envoltura.
Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la
codicia de Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de
aquella herencia que consideraba como suya.
Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las
libres conversaciones entre barqueros los aconsejaba á su amante.
Eran pruebas brutales, atentados contra la Naturaleza que ponían
los pelos de punta, ó remedios ridículos que hacían sonreír; pero
la salud de Neleta se burlaba de todo. Aquel cuerpo, en apariencia
delicado, era fuerte y sólido y seguía en silencio cumpliendo la
más augusta función de la Naturaleza, sin que los malvados deseos
pudieran torcer ni retardar la santa obra de la fecundidad.
Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos,
sufrir inmensas molestias para ocultar su estado á todo el pueblo.
Se apretaba el corsé por las mañanas de un modo cruel, que hacía
estremecerse á Tonet. Muchas veces la faltaban las fuerzas para
contener el desbordamiento de la maternidad.
--_¡Tira... tira!_--decía ofreciendo al amante los cordones de su
corsé con un gesto fiero, apretando los labios para contener los
suspiros de dolor.
Y Tonet tiraba, sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose
de la voluntad que demostraba aquella mujercita, rugiendo sordamente
y tragándose las lágrimas de su angustia.
Se pintaba el rostro y echaba mano de toda la perfumería barata para
mostrarse en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre,
sin que nadie pudiese leerle en el rostro los síntomas de su estado.
La _Samaruca_, que husmeaba como un perdiguero en torno de la casa,
presentía algo anormal al lanzar sus rápidas miradas pasando por la
puerta. Las demás mujeres, con la experiencia de su sexo, adivinaban
lo que ocurría á la tabernera.
Un ambiente de sospecha y de vigilancia parecía formarse en torno
de Neleta. Se murmuraba mucho en las puertas de las barracas. La
_Samaruca_ y los parientes disputaban con las mujeres que no querían
aceptar sus afirmaciones. Las comadres chismosas, en vez de enviar
á sus pequeños á la taberna por vino ó aceite, iban en persona á
plantarse ante el mostrador, buscando con varios pretextos que la
tabernera se levantase de la silla, que se moviera para servirlas,
mientras ellas la seguían con mirada voraz, apreciando las líneas de
su talle agarrotado.
--_Sí que está_--decían unas con aire de triunfo al avistarse con las
vecinas.
--_No está_--gritaban otras--. _Tot son mentires._
Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con
sonrisa burlona á las curiosas... ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca
les había picado, que no podían pasar sin verla?... ¡Parecía que en
su casa se ganaba un jubileo!...
Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la
curiosidad de las comadres, evaporábase por la noche, después de
una jornada de sufrimientos asfixiantes y de forzada serenidad. Al
despojarse de la coraza de ballenas caía repentinamente su valor,
como el del soldado que se ha excedido en un empeño heroico y no
puede más. El desaliento se apoderaba de ella, al mismo tiempo que
las hinchadas entrañas se esparcían libres de opresión. Pensaba con
terror en el suplicio que había de sufrir al día siguiente para
ocultar su estado.
No podía más. Ella, tan fuerte, lo declaraba á Tonet en el silencio
de unas noches que ya no eran de amor, sino de zozobra y dolorosas
confidencias. ¡Maldita salud! ¡Cómo envidiaba ella á las mujeres
enfermizas en cuyas entrañas jamás germina la vida!...
En estos instantes de desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna
encomendada á su tía, refugiándose en un barrio apartado de la
ciudad hasta que saliera del mal paso. Pero la reflexión la hacía
ver inmediatamente lo inútil de la fuga. La imagen de la _Samaruca_
surgía ante ella. Huir equivaldría á acreditar lo que hasta entonces
sólo eran sospechas. ¿Dónde iría que no la siguiese la feroz cuñada
de _Cañamèl_?...
Además, estaban á fines del verano. Iba á recoger la cosecha de sus
campos de arroz y despertaría la curiosidad de todo el pueblo una
ausencia injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo
cuidaba sus intereses.
Se quedaría. Afrontaría cara á cara el peligro: permaneciendo en su
sitio la vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio
doloroso que aún aparecía más lúgubre envuelto para ella en las
sombras de lo desconocido, y procuraba olvidar su miedo ocupándose de
las operaciones de la siega, regateando con los braceros el precio
de su trabajo. Reñía á Tonet, que por encargo suyo iba á vigilar á
los jornaleros, pero llevando siempre en el barquito la escopeta de
_Cañamèl_ y su fiel perra la _Centella_, y ocupándose más de disparar
á las aves que de contar las gavillas del arroz.
Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba
á la era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los
campos. Estas excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.
Oculta tras las gavillas arrancábase el corsé con gesto angustioso y
se sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz,
que esparcía un olor punzante. Á sus pies daban vueltas los caballos
en la monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera
su inmensa lámina verde, reflejando invertidas las montañas rojas y
azuladas que cortaban el horizonte.
Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se
sentían más felices que en la cerrada alcoba, cuya obscuridad se
poblaba de terrores. El lago sonreía dulcemente al arrojar de sus
entrañas la cosecha anual; los cantos de los trilladores y de los
tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar
á la Albufera madre después de aquel parto que aseguraba la vida á
los hijos de sus riberas.
La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta,
infundiéndola nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de
los meses y el término de la gestación que se verificaba en sus
entrañas. Faltaba poco tiempo para el penoso suceso que podía cambiar
la suerte de su vida. Sería al mes siguiente, en Noviembre, tal vez
cuando se celebrasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de
San Martín y Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía
un año que _Cañamèl_ había muerto; y con su instinto de perversa
inconsciente, deseosa de arreglar su vida de acuerdo con la dicha, se
lamentaba de no haberse entregado meses antes á Tonet. Así hubiera
podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la
paternidad del nuevo ser.
La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba
su confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba á nacer
muerta la criatura? No sería la primera. Y los amantes, engañados
por esta ilusión, hablaban del niño muerto como de una circunstancia
segura, inevitable, y Neleta espiaba los movimientos de sus entrañas,
mostrándose satisfecha cuando el oculto ser no daba señales de vida.
¡Se moriría! Era indudable. La buena suerte, que la había acompañado
siempre, no iba á abandonarla.
El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones.
Los sacos de arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba
los cuartos interiores de la casa, se apilaba junto al mostrador,
quitando sitio á los parroquianos, y hasta ocupaba los rincones del
dormitorio de Neleta. Ésta admiraba la riqueza encerrada en los
sacos, embriagándose con el polvillo astringente del arroz. ¡Y pensar
que la mitad de aquel tesoro podía haber sido de la _Samaruca_!...
Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer sus fuerzas á impulsos
de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su estado,
pero antes morir que resignarse al despojo.
Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se
agravaba. Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de
no moverse, de permanecer en la cama; y á pesar de esto bajaba al
mostrador todos los días, pues el pretexto de una enfermedad podía
avivar las sospechas. Movíase con lentitud cuando los parroquianos
la obligaban á levantarse, y su forzada sonrisa era una crispación
dolorosa que hacía estremecerse á Tonet. El talle agarrotado parecía
próximo á hacer estallar la fuerte envoltura de ballenas.
--_¡No puch més!_--gemía desesperada al desnudarse, arrojándose de
bruces en el lecho.
Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras
con cierto terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma
amenazante de su falta... ¿Y si el niño no nacía muerto?... Neleta
estaba segura de ello. Le sentía rebullir en las entrañas con una
fuerza que desvanecía su criminal esperanza.
Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con
perjuicio de la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los
grandes criminales.
Nada de llevar la criatura á un pueblo inmediato á la Albufera,
buscando una mujer fiel que lo criase. Había que temer las
indiscreciones de la nodriza, la astucia de los enemigos y hasta
la falta de prudencia de ellos, que, como padres, tomarían afecto
al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta razonaba con una
frialdad aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados en su
dormitorio. Tampoco había que pensar en ocultarlo en Valencia. La
_Samaruca_, una vez sobre la pista, buscaría la verdad en el mismo
infierno.
Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados
por la angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que
abandonar al recién nacido, fuese como fuese. Debía tener ánimo. En
los peligros se muestran los hombres. Lo llevaría por la noche á la
ciudad, lo abandonaría en una calle, á la puerta de una iglesia, en
cualquier sitio: Valencia es grande... ¡y adivina quiénes fueron los
padres!
La dura mujer, después de proponer el crimen, intentaba encontrar
excusas á su maldad. Tal vez sería una suerte para el pequeño este
abandono. Si moría, mejor para él; y si se salvaba, ¡quién sabe en
qué manos podía caer! Tal vez le esperase la riqueza: historias más
asombrosas se habían conocido. Y recordaba los cuentos de la niñez,
con sus hijos de reyes abandonados en una selva, ó sus bastardos
de pastoras, que, en vez de ser comidos por los lobos, llegan á
poderosos personajes.
Tonet la oía aterrado. Intentó resistirse, pero la mirada de Neleta
impuso cierto miedo á su voluntad siempre débil. Además, también él
se sentía mordido por la codicia: todo lo de Neleta lo consideraba
como suyo, y se indignaba ante la idea de partir con los enemigos
la herencia de la amante. Su indecisión le hacía cerrar los ojos,
confiando en el porvenir. La cosa no era para desesperarse: ya vería
de arreglarlo todo. Tal vez su buena suerte vendría á resolver el
conflicto á última hora.
Y gozaba de una tranquilidad momentánea, dejando transcurrir el
tiempo sin pensar en las criminales proposiciones de Neleta.
Estaba unido á ella para siempre: constituía toda su familia.
La taberna era ya su único hogar. Había roto con su padre, que,
enterado por las murmuraciones del pueblo de su vida marital con la
tabernera, y viendo que transcurrían las semanas y los meses sin
que el hijo durmiese una sola noche en la barraca, tuvo con éste
una entrevista rápida y dolorosa. Lo que hacía Tonet era deshonroso
para los _Palomas_. Él no podía tolerar que se llamara hijo suyo un
hombre que vivía públicamente á expensas de una mujer que no era su
esposa. Ya que quería vivir en el deshonor, alejado de su familia y
sin prestarla auxilio... ¡como si no se conocieran! Se quedaba sin
padre: únicamente podría encontrarlo otra vez cuando recobrase su
honra. Y el tío Tòni, después de esta explicación, continuó con el
fiel auxilio de la _Borda_ el enterramiento de sus campos. Ahora que
la gran empresa tocaba á su fin, se sentía desalentado: preguntábase
con tristeza quién había de agradecerle tantas fatigas, y únicamente
por su tenacidad de trabajador siguió adelante en el empeño.
Llegó la época de las grandes tiradas: San Martín y Santa Catalina,
las fiestas del Saler.
En todas las reuniones de los barqueros se hablaba con entusiasmo del
gran número de pájaros que este año había en la Albufera. Los guardas
de la caza, que vigilaban de lejos los rincones y las matas donde se
congregaban las fúlicas, las veían aumentar rápidamente. Formaban
grandes manchas negras á flor de agua. Al pasar una barca por cerca
de ellas, abrían las alas volando en grupo triangular é iban á
posarse un poco más allá, como una nube de langosta, hipnotizadas por
el brillo del lago é incapaces de abandonar unas aguas en las que les
esperaba la muerte.
La noticia se había esparcido por la provincia, y los cazadores
serían más numerosos que otros años.
Las grandes tiradas de la Albufera ponían en conmoción todas las
escopetas valencianas. Eran fiestas antiquísimas, cuyo origen conocía
el tío _Paloma_ de la época en que guardaba los papeles de Jurado,
relatándolo á sus amigos en la taberna. Cuando la Albufera era de los
reyes de Aragón, y sólo podían cazar en ella los monarcas, el rey Don
Martín quiso conceder á los ciudadanos de Valencia un día de fiesta,
y escogió el de su santo. Después, la tirada se repitió igualmente
el día de Santa Catalina. En estas dos fiestas toda la gente
podía entrar libremente en el lago con sus ballestas, cazando los
innumerables pájaros de los carrizales, y el privilegio, convertido
en tradición, venía reproduciéndose á través de los siglos. Ahora
las tiradas gratuitas tenían un prólogo de dos días, en los cuales
se pagaba al arrendatario de la Albufera por escoger los mejores
puestos, viniendo á ellas los tiradores de todos los pueblos de la
provincia.
Escaseaban los barquitos y los barqueros para el servicio de los
cazadores. El tío _Paloma_, conocido tantos años por los aficionados,
no sabía cómo atender á las demandas. Él estaba enganchado desde
mucho tiempo antes á un señor rico que pagaba espléndidamente
su experiencia de las cosas de la Albufera. Mas no por esto los
cazadores dejaban de dirigirse al patriarca de los barqueros, y el
tío _Paloma_ andaba de un lado á otro buscando barquitos y hombres
para todos los que le escribían desde Valencia.
La víspera de la tirada, Tonet vió entrar á su abuelo en la taberna.
Venía en su busca. Aquel año la Albufera iba á tener más escopetas
que pájaros. Él ya no sabía de dónde sacar barqueros. Todos los del
Saler, los de Catarroja y aun los del Palmar estaban comprometidos: y
ahora, un antiguo parroquiano, á quien nada podía negar, encargábale
un hombre y un barquito para un amigo suyo que cazaba por primera vez
en la Albufera. ¿Quería ser Tonet ese hombre, sacando á su abuelo de
un compromiso?
El _Cubano_ se negó. Neleta estaba mala. Por la mañana había
abandonado el mostrador, no pudiendo resistir los dolores. El momento
tan temido sobrevendría tal vez muy pronto, y necesitaba estar en la
taberna.
Pero su lacónica negativa fué interpretada como un desprecio por
el viejo, que se mostró furioso. ¡Como ahora era rico, se permitía
despreciar á su pobre abuelo, dejándolo en una situación ridícula!
Él lo toleraba todo: había sufrido su pereza cuando explotaban el
_redolí_; cerraba los ojos ante su conducta con la tabernera, que
no honraba mucho á la familia; ¿pero dejarle en un apuro que él
consideraba como de honor? ¡Cristo! ¿Qué dirían de él sus amigos de
la ciudad cuando viesen que en la Albufera, donde le creían el amo,
no encontraba un hombre para servirles? Y su tristeza era tan grande,
tan visible, que Tonet se arrepintió. Negar su auxilio en las grandes
tiradas era para el tío _Paloma_ un insulto á su prestigio y al mismo
tiempo algo así como una traición á aquel país de cañas y barro donde
habían nacido.
El _Cubano_ aceptó con resignación el ruego de su abuelo. Pensó,
además, que Neleta podría esperar. Hacía tiempo que la alarmaban
falsos dolores, y la crisis del momento sería igual á las otras.
Al cerrar la noche, Tonet llegó al Saler. Como barquero, debía
asistir á la _demaná_, presenciando con su cazador la distribución de
los _puestos_.
El caserío del Saler (lejos ya del lago, al extremo de un canal por
la parte de Valencia) presentaba un aspecto extraordinario con motivo
de las grandes tiradas.
En la replaza del canal que llamaban el Puerto, agolpábanse á docenas
los negros barquitos, sin espacio para moverse, haciendo crujir sus
delgadas bordas unos contra otros y estremeciéndose con el peso de
enormes cubos de madera que habían de fijarse al día siguiente sobre
estacas en el barro. En el interior de estos cubos se ocultaban los
cazadores para disparar á los pájaros.
Entre las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad habían
establecido sus mesas de garbanzos tostados y turrones mohosos,
alumbrándose con bujías resguardadas por cucuruchos de papel. En las
puertas de las barracas las mujeres del pueblo hacían hervir las
cafeteras, ofreciendo tazas _tocadas_ de licor, en las cuales era más
la caña que el café; y una población extraordinaria discurría por
el pueblo, aumentada á cada momento por los carros y tartanas que
llegaban de la ciudad. Eran burgueses de Valencia, con altas polainas
y grandes fieltros, como guerreros del Transvaal, contoneando
fieramente su blusa de innumerables bolsillos, silbando al perro
y exhibiendo con orgullo su escopeta moderna dentro del estuche
amarillo pendiente del hombro; labradores ricos de los pueblos de
la provincia, con vistosas mantas y la canana sobre la faja, unos
con el pañuelo arrollado en forma de mitra, otros llevándolo como un
turbante ó dejándolo flotar en largo rabo sobre el cuello, delatando
todos en el tocado de su cabeza los diversos rincones valencianos de
que procedían.
La escopeta parecía igualar á los cazadores. Tratábanse con la
fraternidad de compañeros de armas, animándose al pensar en la
fiesta del día siguiente; y hablaban de la pólvora inglesa, de las
escopetas belgas, de la excelencia de las armas de fuego central,
estremeciéndose con fiera voluptuosidad de árabes, como si en sus
palabras aspirasen ya el humo de los disparos. Los perros, enormes y
silenciosos, con la viva mirada del instinto, iban de grupo en grupo
oliendo las manos de los cazadores, hasta quedar inmóviles al lado
del amo. En todas las barracas, convertidas en posadas, guisaban la
cena las mujeres con la actividad propia de unas fiestas que ayudaban
á vivir gran parte del año.
Tonet vió la casa llamada de los Infantes, un piso bajo de piedra,
con alta montera de tejas rasgada por varias lucernas: un caserón del
siglo XVIII, que se desmoronaba lentamente desde que los cazadores de
sangre real no venían á la Albufera, y que en la actualidad estaba
ocupado por una taberna. Enfrente estaba la casa de la _Demaná_,
edificio de dos pisos, que parecía gigantesco entre las barracas,
mostrando en sus desconchadas paredes varias rejas curvas y sobre
el tejado un esquilón para llamar á los cazadores al reparto de los
puestos.
Tonet entró en esta casa, echando una mirada á la sala del piso
bajo, donde se verificaba la ceremonia. Un enorme farol despedía
turbia luz sobre la mesa y los sillones de los arrendatarios de
la Albufera. El estrado se aislaba del resto de la pieza con una
barandilla de hierro.
El tío _Paloma_ estaba allí, en su calidad de barquero venerable,
bromeando con los cazadores famosos, fanáticos del lago á los que
conocía medio siglo. Eran la aristocracia de la escopeta. Los había
ricos y pobres: unos eran grandes propietarios y otros carniceros
de la ciudad ó labradores modestos de los pueblos inmediatos. No se
veían ni se buscaban en el resto del año, pero al encontrarse en la
Albufera todos los sábados, en las pequeñas tiradas, ó al juntarse
en las grandes, se aproximaban con cariño de hermanos, se ofrecían
el tabaco, se prestaban los cartuchos y se oían mutuamente, sin
pestañear, los estupendos relatos de cacerías portentosas verificadas
en los montes durante el verano. La comunidad de gustos y la mentira
los unían fraternalmente. Casi todos ellos llevaban visibles en su
cuerpo los riesgos de esta afición, que dominaba su vida. Unos,
al mover sus manos con la fiebre del relato, mostraban los dedos
amputados por la explosión de la escopeta; otros tenían surcadas
las mejillas por la cicatriz de un fogonazo. Los más viejos, los
veteranos, arrastraban el reuma como consecuencia de una juventud
pasada á la intemperie; pero en las grandes tiradas no podían
permanecer quietos en sus casas, y venían, á pesar de sus dolencias,
á lamentarse de la torpeza de los cazadores nuevos.
La reunión se disolvió. Llegaban los barqueros para anunciarles que
la cena estaba pronta, y salían en grupos, distribuyéndose por las
iluminadas barracas, que marcaban las manchas rojas de sus puertas
sobre el suelo de barro. En el ambiente flotaba un fuerte olor de
alcohol. Los cazadores temían el agua de la Albufera; no podían beber
el líquido del lago como la gente del país, por miedo á las fiebres,
y traían consigo un verdadero cargamento de absenta y ron, que al
destaparse impregnaba el aire con fuertes aromas.
Tonet, al ver tan animado el Saler, como si en él acampase un
ejército, recordaba los relatos de su abuelo: las orgías organizadas
en otros tiempos por los cazadores ricos de la ciudad, con mujeres
que corrían desnudas, perseguidas por los perros; las fortunas que
se habían deshecho en las míseras barracas durante largas noches de
juego, entre tirada y tirada: todos los placeres estúpidos de una
burguesía de rápida fortuna, que al verse lejos de la familia, en un
rincón casi salvaje, excitada por la vista de la sangre y el humo de
la pólvora, sentía renacer en ella la humana bestialidad.
El tío _Paloma_ buscó al nieto para presentarle su cazador. Era
un señor gordo, de aspecto bonachón y pacífico; un industrial de
la ciudad, que, después de una vida de trabajo, creía llegado el
momento de divertirse como los ricos y copiaba los placeres de sus
nuevos amigos. Parecía molesto por su terrorífico aparato: le pesaban
las bolsas para la caza, la escopeta, las altas botas, todo nuevo,
recién comprado. Pero al fijarse en la canana en forma de bandolera
que le cruzaba el pecho, sonreía bajo su enorme fieltro, juzgándose
igual á uno de aquellos héroes boers cuyos retratos admiraba en
los periódicos. Cazaba por primera vez en el lago, y confiábase á
la experiencia del barquero para escoger el sitio cuando llegase su
número.
Los tres cenaron en una barraca con otros cazadores. La sobremesa
era ruidosa en veladas como aquélla. Medíase el ron á vasos, y en
torno de la mesa, como perros hambrientos, se agrupaban los vecinos
del pueblo, riendo los chistes de los señores, aceptando cuanto les
ofrecían y bebiéndose uno solo lo que los cazadores creían suficiente
para todos.
Tonet apenas comía, escuchando como á través de un sueño los gritos
y risas de aquella gente, la regocijada protesta con que acogían las
mentirosas hazañas de los cazadores fanfarrones. Pensaba en Neleta;
se la imaginaba encogida de dolor en el piso alto de la taberna,
revolcándose en el suelo, ahogando sus rugidos, sin poder gritar para
alivio de su sufrimiento.
Fuera de la barraca sonaba el esquilón de la casa de la _Demaná_ con
un timbre tembloroso de campana de ermita.
--_Ya en van dos_--dijo el tío _Paloma_, que contaba el número de
toques con gran atención, temiendo más llegar tarde á la _demaná_ que
perder una misa.
Cuando sonó el esquilón por tercera vez, abandonaron la mesa
cazadores y barqueros, acudiendo todos al lugar donde se designaban
los puestos.
La luz del farolón había sido aumentada con la de dos quinqués,
colocados sobre la mesa del estrado. Detrás de la verja estaban
los arrendatarios de la Albufera, y tras ellos, hasta la pared del
fondo, los cazadores abonados perpetuamente al lago, que ocupaban
este sitio por derecho propio. Al otro lado de la verja, llenando
el portal y esparciéndose fuera de la casa, estaban los barqueros,
los cazadores pobres, toda la gente menuda que acudía á las tiradas.
Un hedor de mantas húmedas, de pantalones manchados de barro, de
aguardiente y tabaco malo esparcíase sobre el gentío que se estrujaba
contra la verja. Las blusas impermeables de los cazadores resbalaban
sobre los cuerpos cercanos con un chirrido que aguzaba los dientes.
En el gran marco de sombra de la puerta abierta se marcaban como
indecisas manchas los blancos frontones de las barracas inmediatas.
Á pesar de esta aglomeración no se alteraba el silencio que parecía
dominar á todos apenas pisaban el umbral. Se notaba la misma ansiedad
muda que reina en los tribunales cuando se resuelve la suerte de un
hombre, ó en los sorteos al decidirse la fortuna. Si alguien hablaba
era en voz baja, con tímido cuchicheo, como en la alcoba de un
enfermo.
El arrendatario principal se levantó:
--_Caballers..._
El silencio se hizo aún más profundo. Iba á procederse á la demanda
de los puestos.
Á ambos lados de la mesa, erguidos como heraldos de la autoridad
del lago, estaban los dos guardas más antiguos de la Albufera: dos
hombres delgados, pardos de color, de ondulantes movimientos y rostro
hocicudo; dos anguilas con blusa, que parecían vivir en el fondo
del agua para no presentarse más que en las grandes solemnidades
cinegéticas.
Un guarda pasaba lista para saber si todos los puestos estarían
ocupados en la tirada del día siguiente.
--_¡El ú!... ¡el dos!..._
Iban por turno, según la cantidad que pagaban anualmente y su
antigüedad. Los barqueros, al oir el número de sus amos, contestaban
por éstos:
--_¡Avant! ¡avant!_
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