Cañas y barro: Novela - 04

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que andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna á los
labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras
en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar
desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los
canales; los _mornells_ se vaciaban de anguilas antes que llegasen
los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito
en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía
fuerte y miraba de cerca al viejo _Sangonera_, como si pretendiese
meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba,
poniendo por testigos á los santos, á falta de fiadores de mayor
crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo
de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria, que le
hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero
representante de la ley, que más de una vez había bebido á su lado,
pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo
sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar
en algunas semanas.
Su hijo se negaba á seguirle en estas expediciones. Nacido en una
choza de perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que
ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que
seguir á su padre procuraba apartarse de él para no compartir el
producto de sus mañas.
Cuando los pescadores sentábanse á la mesa, veían pasar y repasar
por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa
por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada
hacia arriba, como un novillo próximo á embestir. Era _Sangonereta_,
que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y
vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de
apoderarse de todo lo que veía.
La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y
atrapando al vuelo un hueso de fúlica á medio roer, un pedazo de
tenca ó un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía á
los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las
tabernas del Palmar, _Sangonereta_ corría también, como si estuviera
en el secreto. Eran cazadores que guisaban su _paella_, gentes de
Valencia que habían venido al lago para comer un _all y pebre_;
y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna,
tenían que defenderse á patadas, entre cucharada y cucharada, de los
empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo
muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces
canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un
carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del
pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal,
y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles su manos,
que jamás tocaron percha ni remo.
_Sangonera_, sucio, hambriento, metiendo su mano á cada instante
bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran
prestigio entre la chiquillería. Tonet era más fuerte, le zurraba
con facilidad, pero se reconocía inferior á él, siguiendo todas
sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta
propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta
envidia al verle vivir sin miedo á correcciones paternales y sin
obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los
muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por
la menor falta, creían ser más hombres acompañando á aquel tuno, que
todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien,
no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no lo
hiciese suyo.
Tenía guerra declarada á los habitantes del aire, ya que su captura
exigía menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con
artes ingeniosas de su invención los gorriones llamados moriscos, que
infestan la Albufera y son temidos por los agricultores como una mala
peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su época mejor
era el verano, cuando abundaban los _fumarells_, pequeñas gaviotas
del lago, que aprisionaba por medio de una red.
El nieto del tío _Paloma_ le ayudaba en esta tarea. Iban á medias en
el negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos
pasaban las horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la
cuerdecita y aprisionando en la red á los incautos pájaros. Cuando
tenían buena provisión, _Sangonera_, viajero audaz, emprendía el
camino de Valencia llevando á la espalda la bolsa de red, dentro
de la cual los _fumarells_ agitaban sus alas obscuras y mostraban
desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles
inmediatas á la Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la
ciudad corrían á comprarle los _fumarells_ para hacerlos volar en las
encrucijadas con un bramante atado á las patas.
Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento
comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se
cansaba de zurrar á _Sangonera_, sin conseguir un ochavo de la venta;
pero siempre crédulo y supeditado á su astucia, volvía á buscarlo en
aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor parte
del año.
Cuando _Sangonera_ pasó de los once años comenzó á repeler el trato
de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia,
ya que ésta era el mejor camino para introducirse en la casa del
vicario. En una población como el Palmar, el cura era tan pobre como
cualquier pescador, pero _Sangonera_ sentía cierta tentación por el
vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en
la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía
hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio
encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes
ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos
ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso.
El tío _Paloma_, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la
percha, acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah grandísimo
vago! ¡Y qué bien sabía escoger el oficio!
Cuando el vicario iba á Valencia le llevaba hasta la barca el ancho
pañuelo, de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los
ribazos despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera
de verle más. Ayudaba á la criada del eclesiástico en los menesteres
de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes que surgían
en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el
cuartucho que servía de sacristía, solo y en silencio, se tragaba
los restos de la mesa del vicario. Por las mañanas, al tirar de la
cuerda del esquilón despertando á todo el pueblo, sentíase orgulloso
de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su actividad
parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus
compañeros.
Pero este afán de vivir á la sombra de la iglesia debilitábase
algunas veces, cediendo el paso á cierta nostalgia por su antigua
vida errante. Entonces buscaba á Neleta y Tonet, y juntos volvían á
emprender los juegos y correrías por los ribazos, llegando hasta la
Dehesa, que á sus simples compañeros les parecía el límite del mundo.
Una tarde de otoño la madre de Tonet los envió á la selva por leña.
En vez de molestarla jugueteando en el interior de la barraca podían
serla útiles trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el
invierno.
Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada
como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía
de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban
los insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los
pinos retorcidos y seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo
las bóvedas que formaban sus copas extendíase una dulce penumbra
semejante á la de las naves de una catedral inmensa. De vez en
cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si
entrase por un ventanal.
Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían
dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber á quién, se
creían en el palacio encantado de un gigante invisible que podía
mostrarse de un momento á otro.
Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos
por los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como
subidos á lo más alto de una duna, desde la cual, al través de la
columnata de troncos, se veía el inmenso espejo del lago, moteado por
barcas pequeñas como moscas.
Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo.
Al ruido de sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los
matorrales con locas carreras de animales invisibles. Eran los
conejos que huían. Á lo lejos sonaban lentamente los cencerros de las
vacadas que pastaban por la parte del mar.
Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes
de aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días
de invierno, los matorrales escuetos y secos, el frío levante que
soplaba del mar helándoles las manos, el aspecto trágico de la
Dehesa á la luz gris de un cielo encapotado, hacían que recogiesen
apresuradamente sus fajos de leña en los mismos linderos, huyendo
en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban confiados,
deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.
Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de
hembra que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba
ramas de mirto, blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después
formaba ramos de menta y de otras hierbas olorosas cubiertas de
florecillas, que la trastornaban con su picante perfume. Tonet
cogía campanillas silvestres, y formando una corona la colocaba
sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se
asemejaba á las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia
del Palmar. _Sangonera_ movía su hocico de parásito buscando algo
aprovechable en aquella naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se
tragaba los racimos rojos de _cerecitas de pastor_, y con una fuerza
que únicamente podía sacar á impulsos del estómago, arrancaba los
palmitos de la tierra, buscando el _margalló_, el amargo troncho
entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas de
dulce sabor.
En las calvas de la selva, llamadas _mallaes_, terrenos bajos
desprovistos de árboles por estar inundados durante el invierno,
revoloteaban las libélulas y las mariposas. Al correr los muchachos
recibían en sus piernas las picaduras de los matorrales, los
pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del escozor
y seguían adelante asombrados de la hermosura de la selva. En los
senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como
si fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación.
Cogían estas orugas entre sus dedos, admirándolas como seres
misteriosos cuya naturaleza no podían adivinar, y las volvían al
suelo siguiéndolas á gatas en sus lentas ondulaciones hasta que se
ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían correr de un lado
á otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más vulgares y
rojas, llamadas _caballets_, y de las _maròtas_ vestidas como hadas,
con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.
Vagando al azar, por el centro de la selva, al que nunca habían
llegado, vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje.
Se hundían en los matorrales de las hondonadas hasta verse en una
lobreguez de crepúsculo. Sonaba un rugido incesante cada vez más
cercano. Era el mar que batía la playa al otro lado de la cadena de
dunas que cerraba el horizonte.
Los pinos no eran rectos y gallardos como por la parte del lago. Sus
troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se
encorvaban hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una
misma dirección, como si soplase un vendaval invisible en la profunda
calma de la tarde. El viento del mar, en las grandes tempestades,
martirizaba este lado de la selva, dándole un aspecto lúgubre.
Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la
Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de
los matorrales les causaban miedo. Allí se deslizaban las grandes
serpientes perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí
pastaban los toros fieros que se separaban del rebaño, obligando á
los cazadores á cargar con sal gruesa sus escopetas para espantarlos
sin darles muerte.
_Sangonera_, como más conocedor de la Dehesa, guiaba á los suyos
hacia el lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le
hacían desviarse, perdiendo el rumbo. Comenzaba á caer la tarde y
Neleta se asustaba viendo obscurecerse la selva. Los dos muchachos
reían. Los pinos formaban una inmensa casa: obscurecía allí dentro
como en sus barracas cuando aún no se había puesto el sol, pero
fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz. No había prisa.
Y continuaba en la busca de _margallóns_, tranquilizándose la
muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba,
retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se
veía sola, corría para unirse con ellos.
Ahora sí que anochecía de veras... Lo declaraba _Sangonera_, como
conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban á lo lejos los esquilones
del ganado. Había que salir pronto de la selva, pero después de
recoger la leña, para evitarse una riña al volver á casa. Buscaron
al pie de los pinos, entre los matorrales, las ramas secas. Formaron
apresuradamente tres pequeños haces, y casi á tientas comenzaron la
marcha. Á los pocos pasos la obscuridad era completa. Por la parte
donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor de incendio
próximo á extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los troncos
y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el
lóbrego fondo.
_Sangonera_ perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde
marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos
matorrales que les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo,
y de pronto dió un grito y cayó. Había tropezado con las raíces de
un pino cortado á flor de tierra, lastimándose un pie. _Sangonera_
hablaba de continuar adelante, dejando abandonada á aquella maula que
sólo sabía gemir. La muchacha lloraba sordamente, como si temiera
alterar el silencio del bosque, atrayendo las horribles bestias que
poblaban la obscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo á _Sangonera_
con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía con
ellos sirviéndoles de guía.
Marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de
pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo
mantillo de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió
contestación de su compañero, que marchaba delante.
--_¡Sangonera! ¡Sangonera!_
Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si
escapase un animal salvaje, fué la única respuesta. Tonet gritó de
rabia. ¡Ah, grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva: no
quería seguir con sus compañeros por no ayudar á Neleta.
Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la
poca serenidad que les restaba. _Sangonera_, con su experiencia de
vagabundo, les parecía un gran auxiliar, Neleta, aterrada, olvidando
toda prudencia, lloraba á gritos, y sus sollozos resonaban en el
silencio de la selva, que parecía inmensa. El miedo de su compañera
resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo por la espalda de
la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola si podía andar,
si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre
muchacho supiera adónde.
Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con
el temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba
sobreponerse.
Algo viscoso y helado pasó junto á ellos azotándoles la cara; tal
vez un murciélago: y este contacto, que les produjo escalofríos, los
sacó de su dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente,
cayendo y levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con
los árboles, temblando ante los rumores que parecían espolearles en
su fuga. Los dos pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento
instintivamente para no aumentar su miedo. El recuerdo de _Sancha_
estaba fijo en su memoria. Pasaban en tropel por su imaginación
todos los cuentos del lago oídos por las noches junto al hogar de la
barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían tocar la
piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fúlicas
sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos
de personas asesinadas. Su carrera loca al través de los matorrales,
tronchando las ramas, abatiendo las hierbas, despertaba bajo la
obscura maleza misteriosos seres que también corrían entre el
estrépito de las hojas secas.
Llegaron á una gran _mallada_, sin adivinar en qué lugar estaban
de la interminable selva. La obscuridad era menos densa en este
espacio descubierto. Arriba se extendía el cielo, de intenso
azul, espolvoreado de luz, como un gran lienzo tendido sobre las
masas negras del bosque que rodeaban la llanura. Los dos niños se
detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se sentían sin fuerzas
para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda arboleda
que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.
Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus
cuerpos les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida
por el dolor y el cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su
amigo, suspirando débilmente. Tonet miraba á todas partes, como si
le asustase, aún más que la lobreguez de la selva, aquella claridad
crepuscular, en la que creía ver de un momento á otro la silueta de
alguna bestia feroz, enemiga de los niños extraviados. El canto del
cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca inmediata, que
habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza, volviendo
á reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados, zumbaban
en torno de sus cabezas, marcándose en la penumbra con negro
chisporroteo.
Los dos niños recobraban poco á poco la serenidad. No estaban mal
allí: podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados
uno en otro, parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo
y las locas carreras á través de la selva.
Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó á teñirse el
espacio de una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse
sumergidas en un oleaje de leche. Los muchachos, excitados por el
ambiente misterioso de la selva, miraban este fenómeno con ansiedad,
como si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un nimbo de
luz. Las ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje,
se destacaban como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo
brillante comenzó á asomar sobre las copas de la arboleda: primero
fué una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja de plata;
después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme,
de suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas
inmediatas su cabellera de resplandores. La luna parecía sonreir á
los dos muchachos, que la contemplaban con adoración de pequeños
salvajes.
La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo,
que hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al
pie de cada árbol esparcíase una inquieta mancha negra y el bosque
parecía crecer, doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una
segunda arboleda de sombra. Los _buxqueròts_, salvajes ruiseñores del
lago, tan amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan,
rompieron á cantar en todos los límites de la _mallada_, y hasta los
mosquitos zumbaron más dulcemente en el espacio impregnado de luz.
Los dos muchachos comenzaban á encontrar grata su aventura.
Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído
de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita
abandonada y vagabunda, la hacía superior á Tonet. Se quedarían
en la selva, ¿verdad? Ya buscarían al día siguiente, al volver al
pueblo, un pretexto para explicar su aventura. _Sangonera_ sería
el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que jamás
habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en su
ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con
más fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase
que su naciente simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.
Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo
de su compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había
tenido para él aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas
y subirse á su cabeza, causándole la misma turbación que los vasos de
vino que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba vagamente frente
á él, pero toda su atención estaba fija en la cabeza de Neleta,
que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que aquella boca, al
respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una
mano aterciopelada. Los dos callaban, y su silencio aumentaba el
encanto. Ella abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la
luna como una gota de rocío, y revolviéndose para encontrar postura
mejor, volvía á cerrarlos.
--_Tonet... Tonet..._--murmuraba como si soñase; y se apretaba contra
su compañero.
¿Qué hora era?... El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por
el sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los
susurros del bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que
aleteaban como un nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos
del lago. Era un extraño concierto que los arrullaba, meciéndolos
sobre las primeras ondas del sueño. Chillaban unos como violines
estridentes, prolongando hasta lo infinito la misma nota; otros,
más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los enormes,
zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos ó lejanas
campanadas de reloj.
Á la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el
ladrido de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto
á los ojos.
Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fué corto para
llegar al Palmar.
La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de
una noche de angustia, corrió percha en mano á su hijo, alcanzándole
con algunos golpes á pesar de su ligereza. Además, por vía de
adelanto, mientras venía la madre de Neleta en el _carro de las
anguilas_, propinó á ésta varios mojicones para que otra vez no se
perdiera en el bosque.
Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó
novios á Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la
noche de inocente contacto pasada en la selva, se buscaron y se
amaron sin decírselo con palabras, como si quedase sobrentendido que
sólo podían ser uno del otro.
Esta aventura fué el término de su niñez. Se acabaron las correrías,
la existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta
hizo la misma vida que su madre: salía para Valencia todas las noches
con las cestas de anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente.
Tonet, que sólo podía verla un momento al anochecer, trabajaba en las
tierras de su padre ó iba á pescar con éste y el abuelo.
El tío Tòni, antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío
_Paloma_, al ver crecido á su hijo, y Tonet, como bestia resignada,
iba arrastrado al trabajo. Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra,
era inquebrantable en sus resoluciones. Cuando llegaba la época de
plantar el arroz ó de la recolección, el muchacho pasaba el día en
las tierras del Saler. El resto del año pescaba en el lago, unas
veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de camarada
en su barca, pero jurando á cada momento contra la perra suerte que
hacía nacer tales vagos en su familia.
Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el
pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta
estaba en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya
como él y con la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas
de sus padres. Quedaba _Sangonera_; pero este tuno, después de la
aventura de la Dehesa, se alejaba de Tonet, recordando la paliza con
que había agradecido el abandono de aquella noche.
El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había
refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como
un perro detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo
aparecía de tarde en tarde en aquella barraca abandonada, por cuya
techumbre caía la lluvia como en campo raso.
El viejo _Sangonera_ tenía ahora una industria: cuando no estaba
borracho se dedicaba á cazar las nutrias del lago, que, perseguidas
encarnizadamente á través de los siglos, no llegaban á una docena.
Una tarde que digería su vino en un ribazo vió ciertos remolinos y
hervir el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo,
entre las redes que cerraban el canal, buscando los _mornells_
cargados de pesca. Metido en el agua, con una percha que le
prestaron, persiguió á palos á un animal negruzco que corría por el
fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.
Era la famosa _lludria_, de la que se hablaba en el Palmar como de
un animal fantástico; la nutria que en otros tiempos pululaba en tal
cantidad en el lago, que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.
El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La
Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas
en los librotes que guardaba su jefe el Jurado, venía obligada á dar
un duro por cada nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio,
pero no se detuvo aquí. Aquel animal era un tesoro; y se dedicó á
enseñarlo en el puerto de Catarroja, en el de Silla, llegando hasta
Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del lago.
De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen
con los brazos abiertos. ¡Adelante, tío _Sangonera_! ¡Á ver el
animalucho que había cazado! Y el vagabundo, después de hacerse
obsequiar con varios vasos sacaba amorosamente de bajo de la manta
la pobre bestia, blanducha y hedionda, haciendo admirar su piel y
permitiendo que la pasasen la mano por encima--pero con gran cuidado,
¿eh?--para apreciar la finura de su pelo.
Jamás el pequeño _Sangonereta_, al venir al mundo, fué llevado en los
brazos de su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo.
Pero pasaron los días, la gente se cansó de la _lludria_, nadie
daba por ella ni una mala copa de aguardiente y no hubo taberna de
la que no despidieran á _Sangonera_ como un apestado, por el hedor
insufrible de aquella bestia corrompida que llevaba á todas partes
bajo la manta. Antes de abandonarla aún sacó de ella nuevo producto,
vendiéndola en Valencia á un disecador de animales, y desde entonces
declaró á todo el mundo su vocación: sería cazador de nutrias.
Se dedicó á buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio
de la Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua
y gratuita, con el gaznate á trato de rey, no se apartaban de su
memoria. Pero la segunda nutria no quería dejarse coger. Alguna vez
creyó verla en las más apartadas acequias del lago, pero se ocultaba
inmediatamente, como si todas las de la familia se hubieran pasado
aviso de la nueva profesión de _Sangonera_. Su desesperación le
hacía emborracharse á crédito de las nutrias que había de cazar,
y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una noche lo encontraron
unos pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el fango, é
incapaz de levantarse, por su embriaguez, quedó en el agua acechando
para siempre su nutria.
La muerte del padre de _Sangonera_ hizo que éste se refugiase para
siempre en la casa del vicario, no volviendo más á su barraca. Se
sucedían los curas en el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban
los desesperados ó los que estaban en desgracia, saliendo de esta
miseria tan pronto como podían. Todos los vicarios, al tomar posesión
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