Cañas y barro: Novela - 14

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Después de pasar lista venía el momento solemne, la _demaná_, la
designación que cada barquero, de acuerdo con su cazador ó por propia
cuenta como más experto, hacía del sitio para la tirada.
--_¡El tres!_--decía uno de los guardas.
É inmediatamente el que tenía dicho número lanzaba el nombre que
llevaba pensado. «_La mata del Siñor..._» «_La barca podrida..._»
«_El rincó de la Antina._» Así iban sonando los sitios de la
caprichosa geografía de la Albufera; lugares bautizados al gusto de
los barqueros; títulos muchos de ellos que no podían repetirse sin
rubor ante mujeres ó que revolvían el estómago al nombrarse en la
mesa, á pesar de lo cual sonaban en este acto con solemnidad, sin
producir la más ligera sonrisa.
El segundo guarda, que tenía una voz de clarín, al oir la designación
hecha por los barqueros erguía la cabeza, y con los ojos cerrados y
las manos en la verja decía á todo pulmón, con un grito desgarrador
que se extendía en el silencio de la noche:
--_El tres va á la mata del Siñor... El cuatre va al rincó de San
Ròch... El sinc á la ca... del barber._
Duró cerca de una hora la designación de los puestos, y mientras los
cantaban los guardas con lentitud, un muchachuelo los inscribía en un
gran libro sobre la mesa.
Terminada la designación, se extendían las licencias de caza
ambulantes para la gente menuda: unos permisos que sólo costaban dos
duros y con los cuales podían ir los labradores en sus barquitos por
toda la Albufera, á cierta distancia de los puestos, rematando los
pájaros que escapaban del escopetazo de los ricos.
Los grandes cazadores se despedían estrechándose las manos. Unos
querían dormir en el Saler con el propósito de ir á su puesto cuando
rompiese el día; otros, más fogosos, partían inmediatamente para
el lago, queriendo vigilar por sí mismos la instalación del enorme
tanque dentro del cual habían de pasar la jornada. «_¡Vaya!...
¡bòna sòrt y divertirse!_» Y cada uno llamaba á su barquero para
convencerse de que nada faltaba en los preparativos.
Tonet ya no estaba en el Saler. En el silencio del acto de la
_demaná_ le había acometido una angustia grande. Tenía ante sus ojos
la imagen dolorida de Neleta retorciéndose con los sufrimientos,
sola allá en el Palmar, caída en el suelo, sin encontrar quien la
consolase, amenazada por la vigilancia de los enemigos.
No pudo resistir su pena y salió de la casa de la _Demaná_, dispuesto
á volver inmediatamente al Palmar, aunque esto le costase reñir
con su abuelo. Cerca de la casa de los Infantes, donde estaba la
taberna, oyó que le llamaban. Era _Sangonera_. Tenía hambre y sed;
había rondado las mesas de los cazadores ricos sin alcanzar la más
insignificante piltrafa: todo se lo comían los barqueros.
Tonet pensó en ser sustituído por el vagabundo; pero el hijo del
lago se extrañó de que le propusieran tripular una barca, más aún
que si el vicario del Palmar le invitase á pronunciar la plática del
domingo. Él no servía para eso; además, no le gustaba perchar para
nadie. Ya conocía su pensamiento: el trabajo era cosa del demonio.
Pero Tonet, impaciente y angustiado, no estaba para oir las tonterías
de _Sangonera_. Nada de resistencias, ó le aliviaba el hambre y la
sed echándolo en el canal de una patada. Los amigos sirven para sacar
de un apuro á los amigos. ¡Bien sabía perchar en barquitos ajenos
cuando iba á meter sus uñas en las redes de los _redolíns_, robando
las anguilas! Además, si tenía hambre, podía refocilarse como nunca
en el cargamento de provisiones que aquel señor traía de Valencia.
Al ver dudoso á _Sangonera_ por la esperanza de hartazgo, acabó
de decidirle con fuertes empujones, llevándolo hasta la barca del
cazador y explicándole cómo había de disponer todos los preparativos.
Cuando se presentase el amo podía decirle que él estaba enfermo y lo
había buscado como sustituto.
Antes de que el absorto _Sangonera_ acabase de titubear, ya Tonet
había montado en su ligero barquito y emprendía la marcha perchando
como un desesperado.
El viaje era largo. Había que atravesar toda la Albufera para ir
al Palmar, y no soplaba viento. Pero Tonet sentíase espoleado por
el miedo, por la incertidumbre, y su barquito resbalaba como una
lanzadera sobre el obscuro tisú del agua, moteado por los puntos de
luz de las estrellas.
Era más de media noche cuando llegó al Palmar. Estaba fatigado,
con los brazos rotos por el desesperado viaje y deseaba encontrar
tranquila la taberna para caer como un leño en la cama. Al amarrar
su barquichuelo frente á la casa, la vió cerrada y silenciosa como
todas las del pueblo, pero las rendijas de las puertas marcábanse con
líneas de roja luz.
Le abrió la tía de Neleta, y al reconocerle hizo un gesto de
atención, designando con el rabillo del ojo á unos hombres sentados
ante el hogar. Eran labradores de la parte de Sueca que habían venido
á la tirada: antiguos parroquianos que tenían campos cerca del Saler
y á los que no se podía despedir, so pena de inspirar sospechas.
Habían cenado en la taberna y dormitaban junto al fuego, para montar
en sus barquitos una hora antes de romper el día y esparcirse por
el lago, esperando los pájaros que escapasen ilesos de los buenos
puestos.
Tonet los saludó á todos, y después de cambiar algunas palabras sobre
la fiesta del día siguiente, subió al dormitorio de Neleta.
La vió en camisa, pálida, las facciones desencajadas, oprimiéndose
los riñones con ambas manos y con una expresión de locura en los
ojos. El dolor la hacía olvidar la prudencia, y lanzaba rugidos que
asustaban á su tía.
--_¡Te van á oir!_--exclamaba la vieja.
Neleta, sobreponiéndose al sufrimiento, se ponía los puños en la boca
ó mordía las ropas de su cama para ahogar los gemidos.
Por consejo de ella, Tonet bajó á la taberna. Nada había de remediar
permaneciendo arriba. Acompañando á aquellos hombres, distrayéndolos
con su conversación, podía impedir que oyesen algo que les infundiera
sospechas.
Tonet pasó más de una hora calentándose en el rescoldo de la
chimenea, hablando con los labradores de la pasada cosecha y de las
magníficas tiradas que se preparaban. Hubo un momento en que se
cortó la conversación. Todos oyeron un grito desgarrado, salvaje: un
chillido semejante al de una persona asesinada. Pero la impasibilidad
de Tonet los tranquilizó.
--_El ama está un pòch mala_--dijo.
Y siguieron hablando, sin prestar atención á los pasos de la vieja,
que iba de un lado á otro apresuradamente, haciendo temblar el techo.
Pasada media hora, cuando Tonet creyó que todos habían olvidado
el incidente, volvió á subir al dormitorio. Algunos labradores
cabeceaban, dominados por el sueño.
Arriba vió á Neleta tendida en el lecho, blanca, pálida, inmóvil, sin
más vida que el brillo de sus ojos.
--_¡Tonet... Tonet!_--dijo débilmente.
El amante adivinó en su voz y en su mirada todo lo que quería
decirle. Era una orden, un mandato inflexible. La fiera resolución
que tantas veces había asustado á Tonet volvía á reaparecer en plena
debilidad, después de la crisis anonadadora. Neleta habló lentamente,
con una voz débil como un suspiro lejano. Lo más difícil había pasado
ya: ahora le tocaba á él. Á ver si mostraba coraje.
La tía, temblando, con la cabeza perdida, sin darse cuenta de sus
actos, presentaba á Tonet un envoltorio de ropas, dentro del cual se
revolvía un pequeño ser, sucio, maloliente, con la carne amoratada.
Neleta, al ver próximo á ella el recién nacido, hizo un gesto de
terror. ¡No quería verlo: temía mirarlo! Se tenía miedo á sí misma,
segura de que si fijaba un instante la vista en él, renacería la
madre y le faltaría valor para dejar que se lo llevasen.
--_¡Tonet... en seguida... empòrtatelo!_
El _Cubano_ dió sus instrucciones rápidamente á la vieja y bajó para
despedirse de los labradores, que ya dormían. Fuera de la taberna,
por la parte del canal, la vieja le entregó el animado paquete á
través de una ventana del piso bajo.
Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la obscuridad de
la noche, sintió que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío
de ropas y de carne blanducha que llevaba bajo su brazo le infundía
miedo. Parecía que instantáneamente se había despertado en él una
nerviosidad extraña que aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores
del pueblo, hasta los más insignificantes, y le parecía que las
estrellas tomaban un color rojo. El viento estremeció un olivo enano
inmediato á la taberna y el rumor de las hojas hizo correr á Tonet,
como si todo el pueblo despertase y se dirigiera hacia él preguntando
qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la _Samaruca_ y sus parientes,
alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la
taberna como otras veces y que la feroz bruja iba á aparecer en
la orilla del canal. ¡Qué escándalo si le sorprendían con aquel
envoltorio!... ¡Qué desesperación la de Neleta!...
Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual
comenzó á salir un llanto desesperado, rabioso, y cogiendo la percha
pasó el canal con una velocidad loca. Perchaba furiosamente, como
espoleado por los lloros del recién nacido, temiendo ver iluminadas
las ventanas de las casas y que las sombras de los curiosos le
preguntasen adónde iba.
Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió á la
Albufera.
La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada,
pareció darle valor. Arriba el azul obscuro del cielo; abajo el azul
blanquecino del agua, conmovido por estremecimientos misteriosos que
hacían temblar en su fondo el reflejo de las estrellas. Chillaban los
pájaros en los carrizales y susurraba el agua con el coleteo de los
peces persiguiéndose. De vez en cuando confundíase con estos rumores
el llanto rabioso del recién nacido.
Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo
su percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase
embrutecido por la fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado
por el peligro, funcionaba con más actividad aún que los brazos.
Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de una hora
para llegar al Saler. De allí á la ciudad otras dos horas largas
de camino. Tonet miró al cielo: debían ser las tres. Antes de dos
horas surgiría el alba y el sol estaría ya en el horizonte cuando
llegase él á Valencia. Además, pensaba con terror en la larga marcha
por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia civil;
en la entrada en la ciudad, bajo la mirada de los del resguardo de
consumos, que querrían examinar el paquete que llevaba bajo el brazo;
en las gentes que se levantaban antes del amanecer y le encontrarían
en el camino, reconociéndolo. ¡Y aquel llanto desesperado,
escandaloso, que cada vez era más fuerte y constituía un peligro aun
en medio de la soledad de la Albufera!...
Tonet veía ante él un camino interminable, infinito, y sentía que las
fuerzas le abandonaban. Nunca llegaría á las calles de la ciudad,
desiertas al amanecer, á los portales de las iglesias, donde se
abandonan los niños como un fardo enojoso. Era fácil desde el Palmar,
en la soledad silenciosa del dormitorio, decir: «Tonet, haz esto»;
pero la realidad se encargaba después de ponerse delante con sus
obstáculos infranqueables.
Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces
podía navegarse de una orilla á otra sin encontrar á nadie, pero en
aquella noche la Albufera estaba poblada. En cada _mata_, en cada
replaza notábase el trabajo de hombres invisibles, los preparativos
de la tirada.
Todo un pueblo iba y venía en la obscuridad sobre los negros
barquitos. En el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos
á prodigiosas distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de
los puestos de las cazadores, y como rojas estrellas brillaban á flor
de agua los manojos de inflamadas hierbas, á cuya luz terminaban
sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir adelante, entre gentes
que le conocían, acompañado por el lloro del recién nacido, lamento
incomprensible en medio del lago? Cruzóse con una barca que pasó
á larga distancia, pero al alcance de la voz. Sin duda se habían
extrañado de aquel llanto.
--_Compañero_--gritó una voz lejana--, _¿qué pòrtes ahí?_
Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el
viaje, y se sentó en un extremo del barquito, soltando la percha.
Quería permanecer allí, aunque le sorprendiese el amanecer. Tenía
miedo á continuar y se abandonaba con el anonadamiento del rezagado
que se arroja al suelo sabiendo que va á morir. Reconocíase impotente
para cumplir su promesa. ¡Que le sorprendiesen, que todos se
enteraran de lo ocurrido, que Neleta perdiese su herencia!... ¡él no
podía más!
Pero apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó á
marcarse en su cerebro una idea que parecía quemarle con su contacto.
Primero fué un punto de fuego, después un ascua, luego una llamarada,
hasta que por fin rompió como formidable incendio que hinchaba su
cabeza, amenazándola con un estallido, mientras un sudor helado se
esparcía por su frente como la respiración de este hervidero.
¿Para qué ir más lejos?... El deseo de Neleta era que desapareciese
el testigo de su falta para no perder una parte de la fortuna;
abandonarlo, ya que con su presencia podía comprometer la
tranquilidad de los dos, y para esto ningún sitio como la Albufera,
que había ocultado muchas veces á hombres buscados por la justicia,
salvándolos de minuciosas persecuciones.
Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de
aquel cuerpecillo débil y naciente; ¿pero acaso el pequeño tenía
más asegurada la vida si lo abandonaba en cualquier callejón de la
ciudad? «Los muertos no vuelven para comprometer á los vivos.» Y
Tonet, al pensar esto, sentía resucitar en él la dureza de los viejos
_Palomas_, la cruel frialdad de su abuelo, que veía morir sus hijos
pequeños sin una lágrima, con el pensamiento egoísta de que la muerte
es un bien en la familia del pobre, pues deja más pan para los que
sobreviven.
En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su maldad, de la
indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba á sus
pies, y que callaba ahora como fatigado por el llanto rabioso. Le
había contemplado un instante, y sin embargo, su vista no le produjo
ninguna emoción. Recordaba su rostro amoratado, el cráneo puntiagudo,
los ojos saltones, la boca enorme, que se contraía, estirándose de
oreja á oreja. Una ridícula cabeza de sapo que le había dejado frío,
sin que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin embargo, era
su hijo!...
Tonet, para explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas
veces había oído á su abuelo. Sólo las madres sienten una ternura
instintiva é inmensa por sus hijos desde el momento que nacen. Los
padres no los aman en seguida: necesitan que transcurra el tiempo, y
sólo cuando crece el pequeño se sienten unidos á él por un continuo
contacto, con cariño reflexivo y grave.
Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia
que consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de
perezoso que ve resuelto para siempre el problema de la existencia,
y su egoísmo se preguntaba si era prudente comprometer la buena
fortuna de su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual á todos
los recién nacidos, y que no le causaba la más leve emoción.
Porque él desapareciese nada malo ocurriría á los padres; y si él
vivía, tendrían que regalar á gentes odiadas la mitad del pan que se
llevaban á la boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con
esa ceguera propia de los criminales, se reprochaba su indecisión,
que le tenía como clavado en la popa de la barca, dejando pasar el
tiempo.
La obscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del
día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas
gotas de tinta, algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del
Saler, sonaban los primeros escopetazos. El pequeñuelo comenzó á
llorar, martirizado por el hambre y el frío de la mañana.
--_¡Cubano!... ¿eres tú?_
Tonet creyó oir este llamamiento desde una barca lejana.
El miedo á ser reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la
percha. En sus ojos lucía una punta de fuego, semejante á la que
iluminaba algunas veces la verde mirada de Neleta.
Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los
tortuosos callejones de agua abiertos entre las cañas. Iba á la
ventura, pasando de una mata á otra, sin saber ciertamente dónde se
encontraba, redoblando sus esfuerzos como si alguien le persiguiese.
La proa del barquito separaba los carrizos, rompiéndolos. Se abrían
las altas hierbas para dar paso á la embarcación, y los locos
impulsos de la percha la hacían deslizarse por sitios casi en seco,
sobre las apretadas raíces de las cañas, que formaban espesas madejas.
Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos
bogasen á su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre
el barquito, tendiendo una mano á aquel envoltorio de trapos del
que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al
enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera
aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio
y lo arrojó con fuerza por encima de su cabeza, más allá de los
carrizos que le rodeaban.
El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se
agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de
un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del
carrizal.
Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien
fuese á sus alcances. Perchó como un desesperado al través del
carrizal hasta encontrar una vena de agua; la siguió en todas sus
tortuosidades entre las altas matas, y al salir á la Albufera, con el
barquito libre de todo peso, respiró, contemplando la faja azulada
del amanecer.
Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño
profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las
grandes crisis nerviosas y surge casi siempre á continuación de un
crimen.


IX

El día comenzó con grandes contrariedades para el cazador confiado á
la pericia de _Sangonera_.
Antes de amanecer, al clavar el puesto, el prudente burgués tuvo que
implorar el auxilio de algunos barqueros, que rieron mucho viendo el
nuevo oficio del vagabundo.
Con la presteza de la costumbre clavaron tres estacas en el fondo
fangoso de la Albufera y colocaron, apoyado en ellas, el enorme
tanque que había de servir de refugio al cazador. Después rodearon de
cañas el puesto para engañar á las aves y que se acercaran confiadas,
creyendo que era un pedazo de carrizal en medio del agua. Para
ayudar á este engaño, en torno del puesto flotaban los _bots_: unas
cuantas docenas de patos y fúlicas esculpidos en corcho que, con las
ondulaciones del lago, movíanse á flor de agua. De lejos causaban la
impresión de una manada de pájaros nadando tranquilamente cerca de
las cañas.
_Sangonera_, satisfecho de haberse librado de todo trabajo, invitó
al amo á ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito á cierta
distancia para no espantar la caza, y cuando llevase muertas varias
fúlicas, no tenía más que gritar, é iría á recogerlas sobre el agua.
--_¡Vaya!... ¡bòna sòrt, don Joaquín!_
El vagabundo hablaba con tanta humildad y mostraba tales deseos de
ser útil, que el bondadoso cazador sintió desvanecerse su enfado por
las torpezas anteriores. Estaba bien: él le llamaría tan pronto como
tumbase un pájaro. Para no aburrirse durante la espera, podía ir
dando alguna mojada en los guisos de sus provisiones. La señora le
había pertrechado con tanta abundancia como si fuese á dar la vuelta
al mundo.
Y señalaba tres enormes pucheros cuidadosamente tapados, á más
de abundantes panes, una cesta de fruta y una gran bota de vino.
El hocico de _Sangonera_ tembló de emoción viendo confiado á su
prudencia aquel tesoro que venía tentándole en la proa desde la noche
anterior. No le había engañado Tonet al hablar de lo bien que se
trataba el parroquiano. ¡Gracias, don Joaquín! Ya que era tan bueno
y le invitaba á mojar, se permitiría alguna ligera _sucaeta_ para
entretener el tiempo. Una mojadita nada más.
Y alejándose del puesto, se situó al alcance de la voz del cazador,
encogiéndose después en el fondo del barquito.
Había amanecido y los escopetazos sonaban en toda la Albufera,
agrandados por el eco del lago. Apenas si se veían sobre el cielo
gris las bandas de pájaros, que levantaban el vuelo espantados
por el estruendo de las descargas. Bastaba que en su veloz aleteo
descendiesen un poco, buscando el agua, para que inmediatamente una
nube de plomo cayese sobre ellos.
Al quedar don Joaquín solo en su puesto, no pudo evitar una emoción
semejante al miedo. Se veía aislado en medio de la Albufera, dentro
de un pesado cubo, sin otro sostén que unas estacas, y temía moverse,
con la sospecha de que todo aquel catafalco acuático viniera abajo,
sepultándolo en el fango. El agua, con suaves ondulaciones, venía á
chocar en el borde de madera, á la altura de la barba del cazador, y
su continuo _chap-chap_ le causaba escalofríos. Si aquello se hundía,
pensaba don Joaquín, por pronto que llegase el barquero ya estaría en
el fondo con todo el peso de la escopeta, los cartuchos y aquellas
botas enormes, que le causaban insoportable picazón, hundidas en
la paja de arroz de que estaba atiborrado el cubo. Le ardían las
piernas, mientras sus manos estaban ateridas por el fresco del
amanecer y el frío glacial de la escopeta. ¿Y esto era divertirse?...
Comenzaba á encontrar pocos lances á un placer tan costoso.
¿Y los pájaros? ¿Dónde estaban aquellas aves que sus amigos cazaban
á docenas? Hubo un momento en que se revolvió impetuosamente en su
asiento giratorio, llevándose á la cara la escopeta con trémula
emoción. ¡Ya estaban allí!... Nadaban descuidadamente en torno del
puesto. Mientras él reflexionaba, casi adormecido por el fresco del
amanecer, habían llegado á docenas huyendo de los lejanos escopetazos
y nadaban junto á él con la confianza del que encuentra un buen
refugio. No tenía más que tirar á ciegas... ¡caza segura! Pero al
ir á hacer fuego, reconoció los _bots_, toda la banda de pájaros
de corcho que había olvidado por la falta de costumbre, y bajó la
escopeta, mirando en torno, con el temor de encontrar en la soledad
los ojos burlones de sus amigos.
Volvió á esperar. ¿Contra qué demonios tiraban aquellos cazadores
cuyas escopetas no cesaban de conmover la calma del lago?... Poco
después de salir el sol, don Joaquín pudo disparar por fin su arma
virgen. Pasaron tres pájaros casi á flor de agua. El novel cazador
hizo fuego temblando. Le parecían aquellas aves enormes, monstruosas,
verdaderas águilas agigantadas por la emoción. El primer tiro sirvió
para que avivasen aún más el vuelo, pero inmediatamente partió el
segundo, y una fúlica, plegando las alas, cayó después de varias
volteretas, quedando inmóvil sobre el agua.
Don Joaquín se levantó con tal ímpetu, que hizo temblar el puesto.
En aquel instante se consideraba superior á todos los hombres:
admirábase á sí mismo, adivinando en él una fiereza de héroe que
nunca había sospechado.
--_¡Sangonera!... ¡barquero!_--gritó con voz trémula de emoción--.
_¡Una!... ¡ya’n tenim una!_
Le contestó un gruñido casi ininteligible: una boca llena, atascada,
que apenas abría paso á las palabras... ¡Estaba bien! Ya iría á
recogerlas cuando fuesen más.
El cazador, satisfecho de su hazaña, volvió á ocultarse tras la
cortina de carrizos, seguro de que se bastaba él solo para acabar con
los pájaros del lago. Toda la mañana la pasó disparando, sintiendo
cada vez con más intensidad la embriaguez de la pólvora, el placer de
la destrucción. Tiraba y tiraba sin fijarse en distancias, saludando
con la escopeta á todos los pájaros que pasaban ante su vista, aunque
volasen cerca de las nubes. ¡Cristo! ¡Sí que era divertido aquello!
Y en estas descargas á ciegas, alguna vez tocaba su plomo á infelices
pájaros, que caían por obra de la fatalidad víctimas de una mano
torpe, después de haber escapado ilesos de los cazadores más hábiles.
Mientras tanto, _Sangonera_ permanecía invisible en el fondo de la
barca. ¡Qué día, _redeu_! El arzobispo de Valencia no estaría mejor
en su palacio que él en el barquito, sentado sobre la paja, con una
_pataca_ de pan en la mano y oprimiendo un puchero entre las piernas.
¡Que no le hablasen á él de las abundancias de casa de _Cañamèl_!
¡Miseria y presunción que únicamente podían deslumbrar á los pobres!
¡Los señores de la ciudad eran los que se trataban bien!...
Había comenzado por pasar revista á los tres pucheros, cuidadosamente
tapados con gruesas telas amarradas á la boca. ¿Cuál sería el
primero?... Escogió á la ventura, y abriendo uno se dilató su hocico
voluptuosamente con el perfume del bacalao con tomate. Aquello era
guisar. El bacalao estaba deshecho entre la pasta roja del tomate,
tan suave, tan apetitoso, que al tragar _Sangonera_ el primer
bocado creyó que le bajaba por la garganta un néctar más dulce que
el líquido de las vinajeras que tanto le tentaba en sus tiempos de
sacristán. ¡Con aquello se quedaba! No había por qué pasar adelante.
Quiso respetar el misterio de los otros dos pucheros; no desvanecer
las ilusiones que despertaban sus bocas cerradas, tras las cuales
presentía grandes sorpresas. ¡Ahora á lo que estábamos! Y metiendo
entre sus piernas el oloroso puchero, comenzó á tragar con sabia
calma, como quien tiene todo el día por delante y sabe que no
puede faltarle ocupación. Mojaba lentamente, pero con tal pericia,
que al introducir en el perol su mano armada de un pedazo de pan,
bajaba considerablemente el nivel. El enorme bocado ocupaba su boca,
hinchándole los carrillos. Trabajaban las mandíbulas con la fuerza
y la regularidad de una rueda de molino, y mientras tanto, sus ojos
fijos en el puchero exploraban las profundidades, calculando los
viajes que aún tendría que realizar la mano para trasladarlo todo á
su boca.
De vez en cuando arrancábase de esta contemplación. ¡Cristo! El
hombre honrado y trabajador no debe olvidar sus obligaciones en
medio del placer. Miraba fuera de la barca, y al ver aproximarse los
pájaros lanzaba su aviso:
--_¡Don Joaquín! ¡Per la part del Palmar!... ¡Don Joaquín! ¡Per la
part del Saler!_
Después de avisar al cazador por dónde venían las aves, sentíase
fatigado de tanto trabajo y daba un fuerte tentón á la bota de vino,
reanudando el mudo diálogo con el puchero.
Llevaba el amo derribadas unas tres _fòches_, cuando _Sangonera_ dejó
á un lado el perol casi vacío. En el fondo, adheridas á las paredes
de barro, quedaban unas cuantas hilachas. El vagabundo sintió el
llamamiento de su conciencia. ¿Qué iba á quedar para el amo si se lo
comía todo? Debía contentarse con una mojadita nada más. Y guardando
el puchero bajo la proa, cuidadosamente tapado, su curiosidad le
impulsó á abrir el segundo.
¡_Redeu_, qué sorpresa! Lomo de cerdo, longanizas, embutido del
mejor; todo frío, pero con un tufillo de grasa que conmovió al
vagabundo. ¡Cuánto tiempo que su estómago, habituado á la carne
blanca é insípida de las anguilas, no había sentido el peso de las
cosas buenas que se fabrican tierra adentro!... _Sangonera_ se
reprochó como una falta de respeto al amo despreciar el segundo
puchero. Sería tanto como manifestar que él, hambriento vagabundo,
no se enternecía ante las buenas cosas que guisaban en casa de don
Joaquín. Por una mojada más ó menos no iba á enfadarse el cazador.
Y otra vez volvió á acomodarse en el fondo de la barca, con las
piernas cruzadas y el puchero entre ellas. _Sangonera_ se estremecía
voluptuosamente al tragar los bocados: cerraba los ojos para apreciar
mejor su lento descenso al estómago. ¡Qué día, Señor, qué gran
día!... Parecíale que mascaba por primera vez en toda la mañana.
Ahora miraba con desprecio el primer puchero, metido bajo la proa.
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