Cañas y barro: Novela - 07

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¿Cuántos eran ahora? En el sorteo del año anterior habían figurado
más de ciento cincuenta. Si continuaba creciendo la población, serían
más los pescadores que las anguilas y perdería el Palmar las ventajas
de su privilegio de los _redolíns_, que le daba cierta superioridad
sobre los otros pescadores del lago.
El recuerdo de estos _otros_, de los pescadores de Catarroja, que
compartían con los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía
nervioso al tío _Paloma_. Los odiaba tanto como á los agricultores
que roían el agua creando nuevos campos. Según decía el barquero,
aquellos pescadores que vivían lejos del lago, en las afueras de
Catarroja, mezclados con los labradores y trabajando la tierra cuando
se pagaban bien los jornales, no eran más que pescadores de ocasión,
gentes que venían al agua empujadas por el hambre, á falta de cosas
más productivas en que ocuparse.
El tío _Paloma_ tenía clavado en el alma el orgullo de estos
enemigos, que se consideraban los primeros pobladores de la Albufera.
Según ellos, eran los de Catarroja los pescadores más antiguos,
aquellos á quienes el glorioso rey don Jaime, después de conquistar
Valencia, dió el primer privilegio para que explotasen el lago, con
el gravamen de entregar la quinta parte de la pesca á la corona.
--¿Qué eran entonces los del Palmar?--preguntaba irónicamente el
viejo barquero. Y se indignaba recordando la respuesta que daban los
de Catarroja. El Palmar llevaba este nombre porque era remotamente
una isleta cubierta de palmitos. En otros siglos bajaba gente de
Torrente y otros pueblos que se dedicaban al comercio de escobas;
se establecían en la isla, y después de hacer provisión de palmitos
para todo el año, levantaban el vuelo. Poco á poco fueron quedándose
algunas familias. Los escoberos se convirtieron en pescadores, viendo
que esto daba mayores ganancias, y más listos y avezados por su vida
errante á los progresos del mundo, inventaron lo de los _redolíns_,
consiguiendo para éste un privilegio de los reyes y perjudicando
á los de Catarroja, gente sencilla que nunca había salido de la
Albufera...
Había que ver la indignación del tío _Paloma_ al repetir las
opiniones de los enemigos. ¡Los del Palmar, los mejores pescadores
del lago, descendientes de unos escoberos y viniendo de Torrente y
otros lugares, donde jamás se había criado una anguila!... ¡Cristo!
Por menores motivos se mataban los hombres en cualquier ribazo con la
_fitora_. Él estaba bien enterado, y le constaba que todo era mentira.
Siendo joven lo nombraron una vez Jurado de la Comunidad, y se
llevó á su casa el tesoro del pueblo, el archivo de los pescadores:
un cajón repleto de librotes, ordenanzas, privilegios de reyes y
cuadernos de cuentas, que pasaba de un Jurado á otro á cada nuevo
nombramiento, y llevaba siglos rodando de barraca en barraca, siempre
guardado bajo los colchones, como si pudiesen robarlo los enemigos
del Palmar. El viejo barquero no sabía leer. En su época no se
pensaba en estas cosas y se comía mejor. Pero cierto vicario amigo
suyo le había descifrado por las noches el contenido de las patas de
mosca que llenaban las páginas amarillentas, y él lo retenía en su
memoria con gran facilidad. Primero el privilegio del glorioso San
Jaime, el que mataba moros, pues el barquero, en su respeto por el
rey conquistador, que regaló el lago á los pescadores, creía poca
cosa la realeza y le quería santo. Después venían las concesiones
de Don Pedro, Doña Violante, Don Martín, Don Fernando, todos reyes
y unos benditos siervos de Dios, que se acordaban de los pobres; y
quién el derecho á cortar troncos de la Dehesa para calar las redes,
quién el privilegio de aprovecharse de las cortezas del pino para
teñir el hilo de las mallas, todos regalaban algo á los pescadores.
Aquellos eran otros tiempos. Los reyes, excelentes personas, con la
mano siempre abierta para los pobres, se contentaban con el quinto de
la pesca: no como ahora, que la Hacienda y demás invenciones de los
hombres se llevan cada tres meses media arroba de plata por dejarles
vivir en un lago que era de sus abuelos. Y cuando alguien le decía
que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de
plata, el tío _Paloma_ rascábase con indecisión la cabeza por debajo
del gorro. Bueno: aceptaba que fuese más; pero no se pagaba en dinero
y se sentía menos.
Tras esto volvía á su manía contra los demás habitantes del lago. Era
verdad que al principio no existían otros pescadores en la Albufera
que los que vivían á la sombra del campanario de Catarroja. En
aquellos tiempos no se podía hacer vida cerca del mar. Los piratas
berberiscos amanecían á lo mejor en la playa, arramblando con todo,
y la gente honrada y trabajadora tenía que guarecerse en los pueblos
para que no le adornasen el cuello con una cadena. Pero poco á poco,
en tiempos más seguros, los verdaderos pescadores, los puros, los que
huían del trabajo de las tierras como de una abdicación deshonrosa,
se habían trasladado al Palmar, evitándose así todos los días un
viaje de dos horas antes de tender las redes. Amaban al lago y por
eso se quedaron en él. ¡Nada de escoberos! Los del Palmar eran tan
antiguos como los otros. Á su abuelo le había oído muchas veces que
la familia procedía de Catarroja, y aún debían quedarle por allá
parientes, de los que nada quería saber.
La prueba de que eran los más antiguos y los más hábiles pescadores
estaba en la invención de los _redolíns_: una maravilla que los
de Catarroja nunca habían podido discurrir. Aquellos desdichados
pescaban con redes y anzuelos; los más de los días tenían que
hacerse una cruz en el estómago, y por bueno que se presentase
el tiempo no salían de pobres. Los del Palmar, con su sabiduría,
habían estudiado las costumbres de las anguilas. Viendo que durante
la noche se aproximan hacia el mar, y en la obscuridad tempestuosa
juegan como locas, abandonando el lago para meterse en los canales,
habían encontrado más cómodo cerrar las acequias con barreras de
redes sumergidas, colocar junto á ellas las bolsas de malla de los
_mornells_ y _monòts_, y la pesca por sí sola iba á colarse en el
engaño, sin más trabajo para el pescador que vaciar el seno de sus
artefactos y volver á sumergirlos.
¡Y qué admirable organización la de la Comunidad del Palmar! El tío
_Paloma_ se entusiasmaba hablando de esta obra de los antiguos. El
lago era de los pescadores. Todo de todos; no como en tierra firme,
donde los hombres han inventado esas porquerías del reparto de la
tierra, y la ponen límites y tapias, y dicen con orgullo «esto es
tuyo y esto es mío», como si todo no fuese de Dios y como si al morir
se pudieran poseer otros terrones que los que llenan la boca para
siempre.
La Albufera para todos los hijos del Palmar, sin distinción de
clases; lo mismo para los vagos que se pasaban el día en casa de
_Cañamèl_, que para el alcalde, que enviaba anguilas lejos, muy
lejos, y era casi tan rico como el tabernero. Pero como al dividir
el lago entre todos, unos puestos eran mejores que otros, se había
establecido el sorteo anual, y los buenos bocados pasaban de mano
en mano. El que hoy era un miserable, mañana podía ser rico: esto
lo ordenaba Dios, valiéndose de la suerte. El que había de ser
pobre, pobre quedaba, pero con una ventana abierta para que entrase
la Fortuna si sentía el capricho. Allí estaba él, que era el más
viejo del Palmar, y pensaba cumplir el siglo si el demonio no se
metía de por medio. Había entrado en más de ochenta sorteos: una vez
sacó el quinto puesto, otra el cuarto; nunca había conseguido el
primero, pero no se quejaba, pues había vivido sin sufrir hambre ni
calentarse la cabeza para desnudar á su vecino, como la gente que
llegaba de tierra adentro. Además, al finalizar el invierno, cuando
en los _redolíns_ terminaban las grandes pescas, el Jurado ordenaba
una _arrastrá_, en la que tomaban parte todos los pescadores de
la Comunidad, juntando sus redes, sus barcas y sus brazos. Y esta
empresa en común de todo un pueblo barría el fondo del lago con su
gigantesco tejido de redes, y el producto de la enorme pesca se
repartía entre todos por partes iguales. Así deben vivir los hombres,
como hermanos, para no convertirse en fieras. Y el tío _Paloma_
terminaba diciendo que por algo el Señor, cuando vino al mundo,
predicaba en lagos que eran, poco más ó menos, como la Albufera, y no
se rodeaba de cultivadores de campos, sino de pescadores de tencas y
anguilas.
La muchedumbre era cada vez mayor en la plaza. El alcalde, con sus
adjuntos y el alguacil, estaba en el canal aguardando la barca que
traía de Valencia al representante de la Hacienda. Llegaban los
personajes de la contornada para consagrar con su presencia el
sorteo. La gente abría paso al teniente de carabineros, que venía de
su soledad de Torre Nueva, entre la Dehesa y el mar, al galope del
caballo, manchado del barro de las acequias. Presentábase el Jurado
seguido de un mocetón que llevaba á cuestas la caja del archivo de la
Comunidad, y el _pare Miquèl_, el belicoso vicario, con el balandrán
al hombro y el gorrito ladeado, iba de grupo en grupo asegurando que
la suerte volvería la espalda á los pescadores.
_Cañamèl_, que no era hijo del pueblo y carecía de derecho para
participar del sorteo, mostrábase tan interesado como los pescadores.
Nunca faltaba á aquella ceremonia. Encontraba allí su negocio para
todo el año, que le compensaba de la decadencia del contrabando. Casi
siempre, el que conseguía el primer puesto era un pobre, sin otros
bienes que un barquito y algunas redes. Para explotar la _Sequiòta_
necesitaba grandes artefactos, varias embarcaciones, marineros á
sueldo; y cuando el infeliz, anonadado por su buena suerte, no sabía
cómo empezar, se le aproximaba _Cañamèl_ como un ángel bueno. Él
tenía lo preciso; ofrecía sus barcas, las mil pesetas de hilo nuevo
que se necesitaban para las grandes barreras que debían cerrar el
canal y el dinero necesario para adelantar jornales. Todo como ayuda
á un amigo, por el afecto que el agraciado le inspiraba; pero como
la amistad es una cosa y el negocio otra, se contentaría á cambio
de sus auxilios con la mitad de la pesca. De este modo los sorteos
eran casi siempre en beneficio de _Cañamèl_, que aguardaba con
ansiedad el resultado, haciendo votos por que los primeros puestos no
correspondiesen á los vecinos del Palmar que tenían alguna fortuna.
Neleta también había acudido á la plaza atraída por aquel acto,
que era una de las mejores fiestas del pueblo. Iba endomingada,
parecía una señorita de Valencia, y la _Samaruca_, su feroz enemiga,
se burlaba en un corro hostil de su moño alto, del traje de color
de rosa, del cinturón con hebilla de plata y de su olor de _mujer
mala_, que escandalizaba á todo el Palmar, haciendo perder la calma á
los hombres. La graciosa rubia, desde que era rica, se perfumaba de
un modo violento, como si quisiera aislarse del hedor de fango que
envolvía al lago. Se lavaba poco la cara, como todas las mujeres de
la isla: su piel no era muy limpia, pero jamás faltaba sobre ella una
capa de polvos, y á cada paso sus ropas despedían un rabioso perfume
de almizcle, que hacía dilatar el olfato con placentera beatitud á
los parroquianos de la taberna.
En la muchedumbre se marcó una gran ondulación. ¡Ya estaba allí!...
¡la ceremonia iba á comenzar! Y pasaron ante el gentío el alcalde
con su bastón de borlas negras, todos sus adláteres y el enviado
de la Hacienda, un pobre empleado al que miraban los pescadores
con admiración (imaginando confusamente su inmenso poder sobre la
Albufera) y al mismo tiempo con odio. Aquel lechuguino era el que se
tragaba la media arroba de plata.
Todos fueron subiendo con lentitud por la estrecha escalerilla de
la escuela, que sólo podía contener una persona de frente. Una
pareja de carabineros, fusil en mano, guardaba la puerta para
impedir la entrada de las mujeres y los chicuelos, que alteraban las
deliberaciones de la reunión. De vez en cuando la curiosidad de la
gente menuda pretendía arrollarlos, pero los carabineros presentaban
las culatas y hablaban de dar una paliza á toda la chiquillería, que
con sus gritos turbaba la solemnidad del acto.
Arriba era tanta la aglomeración, que los pescadores, no encontrando
sitio en los bancos, se apiñaban en los balcones. Unos, los más
antiguos, llevaban el gorro rojo de los viejos habitantes de la
Albufera; otros cubrían su cabeza con el pañuelo de largo rabo de los
labriegos ó con sombreros de palma. Todos iban vestidos de colores
claros, con alpargatas de esparto ó descalzos, y de esta muchedumbre
sudorosa y apretada surgía el eterno hedor viscoso y frío de los
anfibios criados en el barro.
Sobre la plataforma del maestro estaba la mesa presidencial. En
el centro el enviado de la Hacienda dictando á su escribiente el
encabezamiento del acta, y á sus lados el cura, el alcalde, el
Jurado, el teniente y otros invitados, entre los que figuraba el
médico del Palmar, un pobre paria de la ciencia, que por cinco
reales venía embarcado tres veces por semana á curar en bloque á los
tercianarios pobres.
El Jurado se levantó de su asiento. Ante él tenía los libros de
cuentas de la Comunidad, maravillosos jeroglíficos, en los que no
entraba ni una sola letra, estando representados los pagos por
figuras de todas clases. Así lo habían inventado los antiguos
Jurados, que no sabían escribir, y así continuaba. Cada hoja contenía
la cuenta de un pescador. Nada de inscribir su nombre en la cabecera,
sino la marca que cada cual ponía á su barquito y sus redes para
reconocerlos. Uno era una cruz, el otro unas tijeras, el de más allá
un pico de fúlica, el tío _Paloma_ una media luna, y así se entendía
el Jurado, no teniendo más que mirar el jeroglífico para decir: «Ésta
es la cuenta de Fulano.» Y después, en el resto de la página, rayas
y más rayas, significando cada una de ellas el pago de un mes de
impuesto.
Los viejos barqueros alababan este sistema de contabilidad. Así
cualquiera podía revisar las cuentas, y no había trampas como en esos
librotes de números y apretada escritura, que sólo entienden los
señores.
El Jurado, un mocetón avispado, de cabeza rapada y ojos insolentes,
tosió y escupió varias veces antes de hablar. Los invitados, que
ocupaban la presidencia, echaron el cuerpo atrás y comenzaron á
conversar entre sí. Iban á tratarse primeramente los asuntos de la
Comunidad, en los que ellos no podían intervenir. Eran cosas que
debían arreglarse entre pescadores. El Jurado comenzó su peroración:
«_¡Caballers!_...»
Y paseó su mirada imperiosa sobre el concurso, imponiendo silencio.
Abajo, en la plaza, chillaban los chicos como condenados y la charla
de las mujeres subía con molesto zumbido. El alcalde hizo salir al
alguacil, saltando por entre la gente para imponer silencio y que el
Jurado siguiera su discurso.
Caballeros, las cosas claras. Á él lo habían hecho Jurado para
cobrar á cada uno su parte y entregar todos los trimestres á la
Hacienda cerca de mil quinientas pesetas, la famosa media arroba de
plata de que hablaba todo el pueblo. Pues bien; las cosas no podían
seguir así. Muchos se retrasaban en el pago, y los pescadores mejor
acomodados tenían que suplir la falta. Para evitar en adelante este
desorden, proponía que los que no estuviesen al corriente en el pago
no entrasen en el sorteo.
Una parte del público acogió con murmullos de satisfacción estas
palabras. Eran los que habían pagado, y al quedar excluídos del
sorteo muchos de sus compañeros, veían aumentada la probabilidad de
conseguir los primeros puestos. Pero la mayoría de la reunión, la de
aspecto más mísero, protestaba á gritos, poniéndose de pie, y durante
algunos minutos el Jurado no pudo dejarse oir.
Al restablecerse el silencio y ocupar todos sus sitios se levantó un
hombre enfermizo, de cara pálida, con un resplandor malsano en los
ojos. Hablaba lentamente, con voz desmayada; sus palabras se cortaban
á lo mejor por un escalofrío. Él era de los que no habían pagado:
tal vez nadie debía tanto como él. En el sorteo anterior le tocó uno
de los últimos puestos y no había pescado ni para dar de comer á su
familia. En un año había perchado dos veces hacia Valencia, llevando
en el fondo del barquito dos cajas blancas con galones dorados, dos
monerías que le hicieron pedir dinero á préstamo... Pero ¡ay! ¡qué
menos puede hacer un padre que adornar bien á sus pequeños cuando
se van para siempre!... Se le habían muerto dos hijos por comer
mal, como decía el _pare Miquèl_, allí presente, y después él había
pillado las tercianas trabajando, y las arrastraba meses y meses. No
pagaba porque no podía. ¿Y por esto iban á quitarle su derecho á la
fortuna? ¿No era él de la Comunidad de pescadores, como lo fueron sus
padres y sus abuelos?...
Se hizo un silencio doloroso, en el que podía oirse el sollozar del
infeliz, caído sin fuerzas en su asiento con la cara entre las manos,
como avergonzado de su confesión.
--_¡No, redeu, no!_--gritó una voz temblona con una energía que
conmovió á todos.
Era el tío _Paloma_ que, puesto de pie, con el gorro encasquetado,
los ojillos llameantes de indignación, hablaba apresuradamente,
mezclando en cada palabra cuantos juramentos y tacos guardaba en su
memoria. Los viejos compañeros le tiraban de la faja para llamarle la
atención sobre su falta de respeto á los señores de la presidencia;
pero él les contestaba con el codo y seguía adelante. ¡Valiente cosa
le importaban tales peleles á un hombre como él, que había tratado
reinas y héroes!... Hablaba porque podía hablar. ¡Cristo! Él era el
barquero más viejo de la Albufera, y sus palabras debían tomarse
como sentencias. Los padres y los abuelos de todos los presentes
hablaban por su boca. La Albufera pertenecía á todos, ¿estamos? y
era vergonzoso quitarle á un hombre el pan por si había pagado ó no
á la Hacienda. ¿Es que esa señora necesitaba para cenar las míseras
pesetas de un pescador?...
La indignación del viejo animaba al público. Muchos reían á
carcajadas, olvidando la impresión penosa de momentos antes.
El tío _Paloma_ recordaba que él también había sido Jurado. Bueno
era tener el puño duro con los pillos que huyen del trabajo; pero á
los pobres que cumplen su deber y por ser víctimas de la miseria no
pueden pagar había que abrirles la mano. _¡Cordones!_ ¡Ni que fuesen
moros los pescadores del Palmar! No; todos eran hermanos y á todos
pertenecía el lago. Esas divisiones de ricos y pobres quedaban para
la tierra firme, para los _labradores_, entre los cuales hay amos y
criados. En la Albufera todos eran iguales: el que no pagaba ahora ya
pagaría más adelante; y los que tuvieran más que supliesen las faltas
de los que nada tenían, pues así había ocurrido siempre... ¡Todos al
sorteo!
Tonet dió la señal de la baraúnda aclamando á su abuelo. El tío Tòni
no parecía muy conforme con las creencias de su padre, pero todos
los pescadores pobres se abalanzaron sobre el viejo, demostrándole
su entusiasmo con tirones de la blusa y cariñosas palmadas, tan
vehementes, que caían sobre su nuca arrugada como una lluvia de
cachetes.
El Jurado cerró sus libros con expresión de desaliento. Todos los
años ocurría lo mismo. Con aquella gente antigua, que parecía siempre
joven, era imposible poner en orden los asuntos de la corporación. Y
con gesto aburrido fué escuchando las excusas de los que no habían
pagado y se levantaban para explicar su morosidad. Tenían enfermos en
su familia; les había tocado un puesto malo; estaban imposibilitados
para el trabajo por las fiebres malditas, que al anochecer parecían
espiar desde los cañaverales la carne de pobre para clavar en ella
las garras; y toda la miseria, la vida triste de la laguna insalubre,
iba desfilando como un lamento interminable.
Para cortar esta exposición infinita de dolores se acordó no excluir
á nadie del sorteo, y el Jurado depositó sobre la mesa el bolsón de
piel con las boletas.
--_Demane la paraula_--gritó una voz junto á la puerta.
¿Quién deseaba hablar para nuevas y abrumadoras reclamaciones? Se
abrieron los grupos y una gran carcajada saludó la aparición de
_Sangonera_, que avanzaba gravemente, frotándose sus ojos enrojecidos
de borracho, haciendo esfuerzos por mostrarse en su apostura digno de
tomar parte en la reunión. Viendo desiertas todas las tabernas del
Palmar, se había deslizado en la escuela, y antes del sorteo creyó
necesario pedir la palabra.
--_¿Qué vòls tú?_--dijo el Jurado con mal humor, molestado por una
intervención del vagabundo que venia á colmar su paciencia después de
las excusas de los deudores.
¿Qué quería?... Deseaba saber por qué causa no figuraba su nombre
en los sorteos de todos los años. Él tenía tanto derecho como el
que más á gozar un _redolí_ en la Albufera. Era el más pobre de
todos; pero ¿no había nacido en el Palmar? ¿no le habían bautizado
en la parroquia de San Valero de Ruzafa? ¿no era descendiente de
pescadores? Pues debía figurar en el sorteo.
Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red
y prefería pasar á nado los canales antes que empuñar una percha,
pareció tan inaudita, tan grotesca á los pescadores, que todos
prorrumpieron en carcajadas.
El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, _maltrabaja_!
¿Qué le importaba á la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido
honrados pescadores, si su padre abandonó la percha para siempre
dedicándose á la holganza, y él no tenía de marinero más que el
haber nacido en el Palmar? Además, su padre no había pagado nunca
el impuesto y él tampoco: la marca que en otros tiempos llevaban los
_Sangoneras_ en sus aparatos de pesca hacía muchos años que había
sido borrada de los libros de la Comunidad.
Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes
risas del público, hasta que intervino el tío _Paloma_ con sus
preguntas... Y si entraba por fin en el sorteo y le tocaba uno de los
mejores puestos, ¿qué haría de él? ¿cómo lo explotaría, si no era
pescador ni conocía el oficio?
El vagabundo sonrió maliciosamente. Lo importante era conseguir el
puesto; lo demás corría de su cuenta. Ya se arreglaría de modo que
trabajasen otros para él, dándole la mejor parte del producto. Y en
su cínica sonrisa vibraba la maligna expresión del primer hombre que
engañó á su semejante, haciéndolo trabajar para mantenerse en la
holganza.
La franca confesión de _Sangonera_ indignó á los pescadores. No hacía
más que formular en voz alta el pensamiento de muchos, pero aquella
gente sencilla se sintió insultada por el cinismo del vagabundo y
creyó ver en él la personificación de todos los que oprimían su
pobreza. ¡Fuera! ¡fuera! Á empujones y pellizcos fué conducido hasta
la puerta, mientras los pescadores jóvenes movían ruido con los pies
y remedaban entre risas una riña de perros y gatos.
El vicario don Miguel se levantó indignado, avanzando su cuerpo de
luchador, con la cara congestionada por la ira. ¿Qué era aquello?
¿Qué faltas de respeto se permitían con las personas graves é
importantes que formaban la presidencia?... ¡Á ver si bajaba él del
estrado y le rompía los morros á algún guapo!...
Al hacerse instantáneamente el silencio, el cura se sentó, satisfecho
de su poder, y dijo por lo bajo al teniente:
--¿Ve usted? Á este ganado nadie lo entiende como yo. Hay que
enseñarles el cayado de vez en cuando.
Más aún que las amenazas del _pare Miquèl_, lo que restableció la
calma fué ver que el Jurado entregaba al presidente la lista de los
pescadores de la Comunidad para cerciorarse de que todos estaban
presentes.
Cuantos hombres tenía el Palmar dedicados á la pesca estaban en ella.
Bastaba ser mayor de edad, aunque se viviera al lado del padre, para
figurar en el sorteo de los _redolíns_.
Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de
los llamados contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción,
por estar el vicario presente. Algunos, enemigos del padre Miguel,
respondían «_¡Avant!_», gozando con el mal gesto que ponía el vicario.
El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo como
la Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas
huecas de madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con
el nombre del sorteado.
Uno tras otro eran llamados los pescadores á la presidencia para
recibir su boleta y una tira de papel en la que habían puesto el
nombre, en previsión de que no supiera escribir.
Eran de ver las precauciones que una astucia recelosa hacía adoptar
á la pobre gente. Los pescadores más ignorantes iban en busca de
los que sabían leer para que viesen si era su nombre el que figuraba
en el papel, y solamente después de muchas consultas se daban por
convencidos. Además, la costumbre de ser designados siempre por el
apodo les hacía experimentar cierta indecisión. Sus dos apellidos
sólo salían á luz en un día como aquel, y titubeaban como faltándoles
la certeza de que fuesen los suyos.
Después venían las grandes precauciones. Cada uno se ocultaba
volviendo el rostro á la pared, y al introducir su nombre en la
bellota metía con el papel arrollado una brizna de paja, un fósforo
de cartón, algo que sirviera de contraseña para que no cambiasen
su boleta. El recelo les acompañaba hasta el momento en que la
depositaban en el saco. Aquel señor que venía de Valencia despertaba
en ellos esa desconfianza que inspira siempre el funcionario público
á la gente rural.
Iba á comenzar el sorteo. El vicario don Miguel púsose de pie
quitándose el birrete, y todos le imitaron. Había que rezar una
salve, según antigua costumbre; esto atraía la buena suerte. Y por
largo rato los pescadores, con el gorro en la mano y la vista baja,
mascullaron la oración sordamente.
Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que
se mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como
lejana granizada. Avanzó hasta el estrado un niño, pasando de brazo
en brazo por encima de los pescadores, y metió la mano en el bolsón.
La ansiedad era grande; todos tenían la vista fija en la bellota de
madera, de la que iba saliendo penosamente el papel arrollado.
El presidente leyó el nombre y se notó cierta indecisión en la
concurrencia, habituada á los apodos y torpe en reconocer los
apellidos, nunca usados. ¿Quién era el del número uno? Pero Tonet se
había levantado de un salto, gritando: «¡Presente!...» ¡Era el nieto
del tío _Paloma_! ¡Qué suerte la del muchacho!... ¡Alcanzaba el mejor
puesto en el primer sorteo á que asistía!
Los más inmediatos le felicitaban con envidia, pero él, con la
ansiedad del que no cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al
presidente... ¿Podía escoger el puesto? Apenas le contestaron con un
signo afirmativo, hizo la petición: quería la _Sequiòta_. Y cuando
vió que el escribiente tomaba nota, salió como un rayo del local,
atropellando á todos, empujando las manos que le tendían los amigos
para saludarle.
En la plaza la multitud aguardaba con tanto silencio como arriba.
Era costumbre que los primeros agraciados bajasen inmediatamente á
comunicar su buena suerte, tirando el sombrero en alto como signo
de alegría. Por esto, apenas vieron á Tonet bajar casi rodando la
escalerilla, una aclamación inmensa le saludó.
--_¡Es el Cubano!... ¡Es Tonet el del bigòt! ¡Te el ú! ¡te el ú!..._
Las mujeres se abalanzaban á él con la vehemencia de la emoción,
abrazándolo, llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena
suerte, y recordando á su madre. ¡Cómo se alegraría la pobre si
viese aquello! Y Tonet, revuelto entre las faldas, enardecido por
la cariñosa ovación, abrazó instintivamente á Neleta, que sonreía,
brillándole de contento los verdes ojos.
El _Cubano_ quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas
y cervezas á casa de _Cañamèl_ para todas aquellas señoras: que
bebiesen los hombres cuanto quisieran: ¡él pagaba! En un instante la
plaza se convirtió en un campamento. _Sangonera_, con la actividad
siempre despierta cuando se hablaba de beber, había secundado los
deseos de su generoso amigo, trayendo de casa de _Cañamèl_ todas las
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