Cañas y barro: Novela - 06

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más á la taberna. Todo el Palmar se conmovió con la noticia del
matrimonio de _Cañamèl_, á pesar de que era un suceso esperado. La
cuñada del novio iba de puerta en puerta vomitando injurias. Las
mujeres formaban corrillos ante las barracas... ¡La mosquita muerta!
¡y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre más rico de
la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet. Habían
transcurrido seis años desde que partió, y raramente se volvía de
allá donde él estaba.
Neleta, al tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna,
por la que pasaba todo el pueblo y á la que acudían los menesterosos
implorando la usura de _Cañamèl_, no se enorgulleció ni quiso
vengarse de las comadres que la calumniaban en su época de
servidumbre. Á todas las trataba con cariño, pero interponía el
mostrador entre ella y las visitantes, para evitar familiaridades.
Ya no volvió á la barraca de los _Palomas_. Hablaba con la _Borda_
como con una hermana, cuando ésta iba á comprarle algo, y al tío
_Paloma_ le servía el vino en el vaso más grande, procurando olvidar
sus pequeñas deudas. El tío Tòni frecuentaba poco la taberna; pero
Neleta, al verle, lo saludaba con expresión de respeto, como si aquel
hombre silencioso y ensimismado fuese para ella algo así como un
padre que no quería reconocerla, pero al que veneraba en secreto.
Éstos eran los únicos afectos del pasado que vivían en ella. Dirigía
su establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa; sabía
dominar á los bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre
arremangados, parecían atraer á la gente de todas las orillas de la
Albufera; la taberna marchaba bien, y ella se mostraba cada día más
fresca, más hermosa, más arrogante, como si de golpe hubiesen entrado
en su cuerpo todas las riquezas del marido, de las que se hablaba en
el lago con asombro y envidia.
En cambio _Cañamèl_ mostraba cierta decadencia después de su
matrimonio. La salud y frescura de su mujer parecían robadas á él.
Al verse rico y dueño de la mejor moza de la Albufera, había creído
llegado el momento de enfermar por primera vez en su vida. Los
tiempos no eran buenos para el contrabando; los oficiales jóvenes
é inexpertos encargados de la vigilancia de la costa no admitían
negocios, y como de la taberna entendía Neleta mejor que _Cañamèl_,
éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba á estar enfermo, que es
diversión de rico, según afirmaba el tío _Paloma_.
El viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del
tabernero, y hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había
despertado en él la bestia amorosa, dormida durante los años en
que no sintió otra pasión que la de la ganancia. Neleta ejercía
sobre él la misma influencia que cuando era su criada. El brillo
de las dos gotas verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el
roce de sus brazos que se encontraban al llenar las copas en el
mostrador, bastaban para que perdiese la calma. Pero ahora _Cañamèl_
ya no recibía arañazos, ni al quedar abandonado el mostrador se
escandalizaban los parroquianos... Y de este modo transcurría el
tiempo. _Cañamèl_ quejándose de extrañas enfermedades; doliéndole
tan pronto la cabeza como el estómago; grueso y flácido, con una
creciente obesidad tras la cual se adivinaba la consunción de su
organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la
vida del tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante.
El tío _Paloma_ comentaba esta situación con cómica gravedad. La raza
de los _Cañamèls_ iba á reproducirse tanto, que llenaría todo el
Palmar. Pero transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre,
á pesar de sus fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su
posición, hábilmente conquistada, y darles en los morros, como ella
decía, á los parientes de la difunta. Cada medio año circulaba por el
pueblo la noticia de que estaba encinta, y las mujeres, al entrar en
la taberna, la examinaban con inquisitorial atención, reconociendo
la importancia que tendría este acontecimiento en la lucha de la
tabernera con sus enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.
Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la
posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente
en cualquier propietario de tierras de arroz de los que venían de los
pueblos de la Ribera y descansaban en la taberna; en algún cazador de
Valencia; hasta en el teniente de carabineros, que, aburrido de su
soledad de Torre Nueva, venía algunas veces á amarrar su caballo en
un olivo ante la casa de _Cañamèl_, después de atravesar el barro de
los canales: en todos, menos en el enfermizo tabernero, dominado más
que nunca por aquella furia insaciable que parecía consumirlo.
Neleta sonreía ante las murmuraciones. No amaba á su marido, estaba
segura de ello: sentía mayor afición por muchos de los que visitaban
su taberna, pero tenía la prudencia de la hembra egoísta y reflexiva
que se casa por la utilidad y desea no comprometer su calma con
infidelidades.
Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Tòni estaba en
Valencia. La guerra había terminado. Los batallones sin armas, con
el aspecto triste de los rebaños enfermos, desembarcaban en los
puertos. Eran espectros del hambre, fantasmas de la fiebre, amarillos
como esos cirios que sólo se ven en las ceremonias fúnebres, con la
voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos como una estrella
en el fondo de un pozo. Todos marchaban á sus casas, incapaces para
el trabajo, destinados á morir antes de un año en el seno de las
familias, que habían dado un hombre y recibían una sombra.
Tonet fué acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el
único del pueblo que volvía de allá. ¡Y cómo volvía!... demacrado
por la miseria de los últimos días de la guerra, pues era de los
que habían sufrido el bloqueo en Santiago. Pero aparte de esto,
mostrábase fuerte, y las viejas comadres admiraban su cuerpo enjuto y
esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie del raquítico olivo
que adornaba la plaza, atusándose el bigote, adorno viril que en todo
el Palmar sólo lo usaba el cabo de los carabineros, y exhibiendo la
gran colección de jipijapas, único equipaje que había traído de la
guerra. Por las noches se llenaba la taberna de _Cañamèl_ para oir su
relato de las cosas de allá.
Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba á
los pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano.
Ahora todos sus relatos eran sobre los americanos, los yanquis que
había visto en Santiago; unos tíos muy altos, muy forzudos, que
comían mucha carne y usaban unos sombreros pequeños. Aquí terminaban
sus descripciones. La enorme estatura de los enemigos era la única
impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el silencio de la
taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que uno
de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado
un pantalón antes de embarcar, pero tan grande, tan grande, que le
envolvía como una vela.
Neleta, detrás del mostrador, le oía, mirándolo fijamente. Sus ojos
eran inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se
apartaban un instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener
aquella figura marcial, tan distinta de las otras que la rodeaban y
que en nada recordaba al muchacho que diez años antes la tenía por
novia.
_Cañamèl_, tocado de patriotismo y entusiasmado por la extraordinaria
concurrencia que Tonet atraía á la taberna, chocaba la mano con el
soldado, le ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba,
enterándose de las modificaciones ocurridas desde el remoto tiempo en
que él estuvo allá.
Tonet iba á todas partes escoltado por _Sangonera_, que admiraba á su
compañero de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los
libros que le prestaban los vicarios. Las aficiones de su padre á la
vida errante y al vino habíanse despertado en él, y el cura lo arrojó
de la iglesia, cansado de las chuscas torpezas que cometía ayudándole
la misa en plena embriaguez. Además, _Sangonera_ no estaba conforme,
según afirmaba gravemente, entre las risas de todos, con las cosas
de los curas. Y aviejado en plena juventud por una embriaguez
interminable, roto y mugriento, vivía al azar como en su infancia,
durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y asomando á todos
los sitios donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si
marcaba en el suelo una raya de sombra.
Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir
en la taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el
relato llegaban los vasos.
El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso
y admiración. El Palmar parecíale ahora un lugar de delicias,
recordando las noches pasadas en la trinchera con el estómago
desfallecido por el hambre y la penosa travesía en el buque cargado
de carne enferma, sembrando el mar de cadáveres.
Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el
silencio de la barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre
y debía dar por terminadas las aventuras, pensando seriamente en
el porvenir. Él tenía ciertos planes, de los que deseaba hacer
partícipe al hijo, á su único heredero. Trabajando sin descanso, con
la tenacidad de hombres honrados, aún podían crearse una pequeña
fortuna. Una señora de la ciudad, la misma que le había dado en
arriendo las tierras del Saler, conquistada por su sencillez y
su afán en el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de
terreno junto al lago; un _tancat_ de muchas hanegadas.
No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que
el regalo estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos
trayendo muchas barcas de tierra, ¡pero muchas!
Había que gastar dinero ó trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué
demonio! no debían desmayar; así se habían formado todas las tierras
de la Albufera. Las ricas posesiones de hoy eran lago cincuenta años
antes, y dos hombres sanos, animosos y sin miedo al trabajo pueden
realizar grandes milagros. Mejor era esto que pescar en malos sitios
ó trabajar tierras ajenas.
Á Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto
cultivar los mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal
vez habría torcido el gesto; pero le gustaba batallar con el lago,
convertir en tierra laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas
donde coleaban las anguilas entre las hierbas acuáticas. Además, en
su ligereza de pensamiento, sólo veía los resultados, sin fijarse en
el trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las tierras, dándose
una vida de holgazán, que era su aspiración.
Padre é hijo se lanzaron á la faena, ayudados por la _Borda_, siempre
animosa para todo lo que diese prosperidad á la casa. Con el abuelo
no había que contar. El proyecto le había puesto de igual humor que
al dedicarse su hijo por primera vez al cultivo de tierras. ¡Otros
que querían achicar la Albufera convirtiendo el agua en campos! ¡Y
eran de su familia los que cometían tal atentado! ¡Bandidos!...
Tonet se entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de
escasa voluntad. Su deseo era llenar de un solo golpe aquel rincón
del lago donde su padre buscaba la riqueza. Desde antes del amanecer,
Tonet y la _Borda_ iban en dos barquillos á buscar tierra para
llevarla después, en un viaje de más de una hora, al gran espacio de
agua muerta cuyos límites marcaban los ribazos de barro.
El trabajo era penoso, aplastante, una tarea de hormigas. Sólo el tío
Tòni, con su audacia de trabajador infatigable, podía acometerlo sin
otro auxilio que su familia y sus brazos.
Iban á los grandes canales que desembocan en la Albufera; á los
puertos de Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla
arrancaban del fondo grandes pellas de barro, pedazos de turba
gelatinosa, que esparcía un hedor insoportable. Dejaban á secar en
las orillas estos jirones del seno de las acequias, y cuando el
sol los convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en los dos
barquitos, que se unían, formando una sola embarcación. Percha que
percha, tras una hora de incesante trabajo, llevaban al _tancat_ el
montón de tierra tan penosamente reunido, y la charca se lo tragaba
sin resultado aparente, como si se disolviera la carga sin dejar
rastro. Los pescadores veían pasar todos los días dos ó tres veces
á la laboriosa familia, deslizándose como moscas de agua sobre la
pulida superficie del lago.
Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su
voluntad no llegaba á tanto; pasada la seducción del primer momento,
vió la monotonía del trabajo y calculó con terror los meses y aun
los años que faltaban para dar cima á la obra. Pensaba en lo que
había costado de arrancar cada montón de tierra y temblaba de emoción
viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la carga, y después, al
aclararse, mostraba el suelo siempre igual, siempre profundo, sin la
más pequeña giba, como si toda la tierra se escapase por un agujero
oculto.
Comenzó á faltar al trabajo. Pretextaba cierto recrudecimiento de
las dolencias adquiridas en la guerra para quedarse en la barraca,
y apenas partían su padre y la _Borda_, corría en busca del fresco
rincón en casa de _Cañamèl_, donde nunca le faltaban compañeros para
un truque y el porrón al alcance de la mano. Á lo más, trabajaba dos
días por semana.
El tío _Paloma_, en su odio á los enterradores que descuartizaban el
lago, celebraba con risas la pereza del nieto. ¡Ji, ji!... Su hijo
era un tonto al confiar en Tonet. Conocía bien al mozo. Había nacido
con un hueso atravesado que le impedía agacharse para trabajar. De
soldado se le había endurecido, y no había que esperar remedio. Él
sabía la medicina única: ¡á palos se rompía aquello!
Pero como en el fondo le alegraba ver á su hijo sufriendo
dificultades en la empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta le
sonreía al verlo en casa de _Cañamèl_.
En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que
Tonet visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y
Neleta y él se miraban. La tabernera hablaba con Tonet menos que con
los otros parroquianos, pero en los ratos de poco despacho, cuando
hacía alguna labor sentada ante los toneles, cada vez que levantaba
sus ojos, éstos iban instintivamente hacia el joven. Los parroquianos
también observaban que el _Cubano_, al dejar los naipes, buscaba con
su mirada á Neleta.
La antigua cuñada de _Cañamèl_ hablaba de esto de puerta en puerta.
¡Se entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban á poner al
imbécil tabernero! ¡Entre los dos se comerían toda la fortuna que
había amasado la pobre de su hermana! Y cuando los menos crédulos
hablaban de la imposibilidad de aproximarse, en una taberna siempre
llena de gente, la arpía protestaba. Se entenderían fuera de casa.
Neleta era capaz de todo, y él un enemigo del trabajo que había dado
fondo en la taberna, seguro de que allí le mantendrían.
_Cañamèl_, ignorando estas murmuraciones, trataba á Tonet como á su
mejor amigo. Jugaba á la baraja con él y reñía á su mujer si no lo
convidaba. Nada leía en la mirada de Neleta, en los ojos de extraño
resplandor, ligeramente irónicos, con que acogía estas reprimendas
mientras ofrecía un vaso á su antiguo novio.
Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el
tío Tòni, y una noche, sacando éste á su hijo fuera de la barraca,
le habló con la tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente
contra la desgracia.
Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros
tiempos, nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era
un hombre: había ido á la guerra, y su padre no podía levantar sobre
él la mano como en otros tiempos. ¿No quería trabajar?... Bien; él
continuaría la obra completamente solo, aunque reventase como un
perro, siempre con la esperanza de dejar al morir un pedazo de pan al
ingrato que le abandonaba.
Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en
casa de _Cañamèl_, frente á su antigua novia. Podía ir si quería á
otras tabernas; á todas, menos á aquélla.
Tonet protestó con vehemencia al oir esto. ¡Mentiras, todo mentiras!
¡Calumnias de la _Samaruca_; aquella bestia maligna, cuñada de
_Cañamèl_, que odiaba á Neleta y no reparaba en murmuraciones! Y
Tonet decía esto con la energía de la verdad, afirmando por la
memoria de su madre no haber tocado un dedo de Neleta, ni haberle
dicho la menor palabra que recordase su antiguo noviazgo.
El tío Tòni sonrió tristemente. Lo creía: no dudaba de sus palabras.
Es más: tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias
todas las murmuraciones. Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran
miradas, y mañana, atraídos por el continuo roce, caerían en la
deshonra como consecuencia de este juego peligroso. Neleta siempre le
había parecido una casquivana, y no sería ella la que diese ejemplo
de prudencia.
Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero,
tan bondadoso, que impresionó á Tonet.
Debía pensar que era el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna
en sus negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción
en toda la Albufera.
Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición
al pecado. Además, _Cañamèl_ era amigo suyo; pasaban el día juntos,
jugaban y bebían como compañeros, y engañar á un hombre en estas
condiciones es una cobardía, digna de pagarse con un tiro en la
cabeza.
El tono del padre se hizo solemne.
Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como
un medio para mantenerse sin trabajar. Esto es lo que le irritaba; lo
que convertía su tristeza en cólera.
Antes ver muerto á su hijo que avergonzarse ante tal deshonra.
¡Tonet! ¡Hijo!... Había que pensar en la familia, en los _Palomas_,
antiguos como el Palmar: raza de trabajadores tan desgraciados como
buenos; acribillados de deudas por la mala suerte, pero incapaces de
una traición.
Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al emprender el
último viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta
los pies de su trono, mostrándole al Señor, á falta de otros méritos,
las manos cubiertas de callos como las bestias, pero el alma limpia
de todo crimen.


IV

El segundo domingo de Julio era para el Palmar el día más importante
del año.
Se sorteaban los _redolíns_, los puestos de pesca de la Albufera
y sus canales entre los vecinos del Palmar, ceremonia solemne y
tradicional presidida por un delegado de la Hacienda, misteriosa
señora que nadie había visto, pero de la que se hablaba con respeto
supersticioso, como dueña que era del lago y la interminable pinada
de la Dehesa.
Á las siete el esquilón de la iglesia había hecho correr á misa
á todo el pueblo. Solemnes resultaban las fiestas al Niño Jesús,
después de Navidad; pero no pasaban de ser pura diversión, mientras
que en la ceremonia del sorteo se jugaba al azar el pan del año y
hasta el riesgo de enriquecerse si la pesca era buena.
Por eso la misa de este domingo era la que se oía con más devoción.
Las mujeres no tenían que ir en busca de sus maridos, llevándolos
á empujones á que cumpliesen el precepto religioso. Todos los
pescadores estaban en la iglesia con gesto de recogimiento, pensando
en el lago más que en la misa, y con la imaginación veían la Albufera
y sus canales, escogiendo los puestos mejores por si la suerte los
agraciaba con los primeros números.
La iglesia, pequeña, con las paredes pintadas de cal y las altas
ventanas con cortinas verdes, no podía contener á todos los fieles.
La puerta estaba de par en par, y el público se esparcía por la
plaza con la cabeza descubierta bajo el sol de Julio. En el altar
mostraba su carita sonriente y su falda hueca el Niño Jesús, patrón
del pueblo; una imagen que no levantaba más de un palmo, pero á pesar
de su pequeñez, sabía llenar de anguilas, en las noches tempestuosas,
las barcas de los que conseguían los mejores puestos, con otros
milagros no menos asombrosos que relataban las mujeres del Palmar.
En las paredes se destacaban sobre el fondo blanco algunos cuadros
procedentes de antiguos conventos: tablas enormes con falanges de
condenados todos rojos, como si acabasen de ser cocidos, y ángeles de
plumaje de cotorras arreándolos con flamígeras espadas.
Sobre la pila de agua bendita, un cartelón con caracteres góticos
rezaba así:
Si por la ley del amor
no es lícito delinquir,
no se permite escupir
en la casa del Señor.
No había en el Palmar quien no admirase estos versos, obra, según
el tío _Paloma_, de cierto vicario, allá en los tiempos en que
el barquero era mozo. Todos se habían ejercitado en la lectura,
deletreándolos durante las innumerables misas de su existencia de
buenos cristianos. Pero si se admiraba la poesía, no se aceptaba el
consejo, y los pescadores, sin respeto alguno á «la ley del amor»,
tosían y escupían con su crónica ronquera de anfibios, deslizándose
la ceremonia religiosa en un continuo carraspeo que ensuciaba el piso
y hacía volver al oficiante su colérica mirada.
Nunca había tenido el Palmar vicario como el _pare Miquèl_. Decíase
que lo habían enviado allí de castigo, pero él parecía tomar su
desgracia muy á gusto. Cazador infatigable, apenas terminaba su misa
se calzaba las alpargatas de esparto, encasquetábase la gorra de
piel, y seguido por su perro, metíase Dehesa adentro ó hacía correr
su barquito por entre los espesos carrizales para tirar á las pollas
de agua. Había que ayudarse un poco en su miserable posición, según
él decía. El sueldo era de cinco reales diarios y estaba condenado á
morir de hambre como sus antecesores, á no ser por la escopeta, que
toleraban los guardas de la selva, y surtía de carne su mesa todos
los días. Las mujeres admiraban su energía de varón fuerte, viendo
cómo las dirigía casi á puñetazos. Los hombres no celebraban menos la
llaneza con que trataba las funciones de su ministerio. Era un cura
de escopeta. Cuando el alcalde tenía que pasar la noche en Valencia,
dejaba su autoridad en manos de don Miguel, y éste, satisfecho de la
transformación, llamaba al cabo de los carabineros de mar.
--Usted y yo somos las únicas autoridades del pueblo. Velemos por él.
Y salían de ronda toda la noche, con la carabina pendiente del
hombro, entrando en las tabernas para enviar las gentes á dormir,
deteniéndose en el presbiterio varias veces para beber una copa de
caña, hasta que apuntaba el día, y don Miguel, dejando el arma y su
traje de contrabandista, se entraba en la iglesia para decir la misa
á los pescadores.
Los domingos, mientras realizaba el sagrado acto, miraba con el
rabillo del ojo á los fieles, fijándose en los que escupían con
insistencia, en las comadres que charlaban murmurando de la vecina,
en los chicuelos que se empujaban cerca de la puerta; y al volverse,
irguiendo su arrogante cuerpo para bendecir á todos, miraba con
tales ojos á los culpables, que éstos se estremecían adivinando las
próximas amenazas del _pare Miquèl_. Él era quien había expulsado á
patadas al ebrio _Sangonera_, al pillarle por tercera ó cuarta vez
empuñando la botella de vino de la sacristía. En su casa sólo el cura
podía beber. El genio violento le acompañaba en todas sus funciones
sagradas, y muchas veces, en plena misa, al notar que el sucesor de
_Sangonera_ equivocaba las respuestas ó andaba tardo en trasladar el
Evangelio de un lado á otro, le largaba una coz por debajo de las
randas del alba, chasqueando la lengua como si llamase á su perro.
Su moral era sencilla: residía en el estómago. Cuando los penitentes
excusaban sus faltas en el confesonario, la penitencia era siempre
la misma. ¡Lo que debían hacer era comer más! Por eso el demonio
los agarraba al verlos tan flacos y amarillentos. Lo que él
decía: «Buenos bocados y menos pecados.» Y si alguien contestaba,
alegando su miseria, indignábase el cura, soltando un taco redondo.
_¡Recordóns!_ ¿Pobres y vivían en la Albufera, el mejor rincón del
mundo? Allí estaba él con sus cincos reales, y lo pasaba mejor
que un patriarca. Le habían enviado al Palmar creyendo hacerle la
santísima, y sólo cambiaba su puesto por una canongía en Valencia.
¿Para qué había criado Dios las becadas de la Dehesa, que volaban
en enjambre como las moscas, los conejos, tan numerosos como las
hierbas, y todos aquellos pájaros del lago, que no había más que
remover los cañares para que saltasen á docenas? ¿Es que esperaban
que la carne cayese ya desplumada y con sal en sus calderos?... Lo
que debían tener era más afición al trabajo y temor á Dios. No todo
había de ser pescar anguilas, pasando las horas sentados en una
barca, como mujeres, y comer carne blancuzca que olía á barro. Así
estaban de enmohecidos y pecadores, que daban asco. El hombre que es
hombre, ¡cordones! debía ganarse como él la comida... ¡á tiros!...
Después de Pascua Florida, cuando todo el Palmar vaciaba su saco de
pecados en el confesonario, menudeaban los escopetazos en la Dehesa
y en el lago, y los guardas iban locos de un lado á otro, sin poder
adivinar á qué obedecía este furor repentino por la caza.
Terminó la misa, y la muchedumbre se esparció por la plazoleta.
Las mujeres no volvían á sus barracas para preparar el caldero de
mediodía. Se quedaban con los hombres, frente á la escuela, donde
se verificaba el sorteo, el mejor edificio del Palmar, el único con
dos pisos, una casita que tenía abajo el departamento de los niños
y arriba el de las niñas. En el piso superior se verificaba la
ceremonia, y al través de las ventanas abiertas se veía al alguacil,
ayudado por _Sangonera_, arreglar la mesa con el sillón presidencial
para el señor que vendría de Valencia y los bancos de las dos
escuelas para los pescadores miembros de la Comunidad.
Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo retorcido y
de escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico
y antiguo, arrancado de las montañas para languidecer en un suelo
de barro, era el punto de reunión del pueblo, el sitio donde se
desarrollaban todos los actos de su vida civil. Bajo sus ramas
se hacían los tratos de la pesca, se cambiaban las barcas y se
vendían las anguilas á los revendedores de la ciudad. Cuando alguien
encontraba en aguas de la Albufera un _mornell_ abandonado, una
percha flotando ó cualquier otro útil de pesca, lo dejaba al pie del
olivo y la gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo reconocía
por la marca especial que cada pescador ponía á sus útiles.
Todos hablaban del próximo sorteo con la emoción temblorosa del que
confía su porvenir al azar. Antes de una hora iba á decidirse para
cada uno la miseria de un año ó la abundancia. En los corrillos se
hablaba de los seis primeros puestos, de los seis _redolíns_ mejores,
los únicos que podían hacer rico á un pescador, y que correspondían
á los seis primeros nombres que salían de la bolsa. Eran los puestos
de la _Sequiòta_, ó los inmediatos á ella, el camino que seguían
las anguilas en las noches tempestuosas, huyendo hacia el mar,
para encontrarse con las redes de los _redolíns_, donde quedaban
prisioneras.
Se recordaba con misterio á ciertos afortunados pescadores, dueños
de un puesto en la _Sequiòta_, que en una noche de tempestad,
cuando alborotada la Albufera se rizaba en ondas que dejaban al
descubierto el barro del fondo, habían cogido seiscientas arrobas
de pesca. ¡Seiscientas arrobas, á dos duros!... Brillaban los
ojos con el fuego de la codicia, pero todos se hablaban al oído,
repitiendo misteriosamente las cifras de la pesca, temiendo que les
oyese alguien que no fuera del Palmar, pues desde pequeño cada cual
aprendía con extraña solidaridad la conveniencia de decir que se
pescaba poco, para que la Hacienda (aquella señora desconocida y
voraz) no les afligiera con nuevos impuestos.
El tío _Paloma_ hablaba de los tiempos pasados, cuando la gente no
se multiplicaba como los conejos de la Dehesa, y sólo entraban en el
sorteo unos sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad.
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