Cañas y barro: Novela - 01

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CAÑAS Y BARRO


OBRAS DEL AUTOR

CUENTOS VALENCIANOS.
LA CONDENADA (cuentos).
EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes).
ARROZ Y TARTANA (novela).
FLOR DE MAYO (novela).
LA BARRACA (novela).
SÓNNICA LA CORTESANA (novela).
ENTRE NARANJOS (novela).
LA CATEDRAL (novela).
EL INTRUSO (novela).
LA BODEGA (novela).
LA HORDA (novela).
LA MAJA DESNUDA (novela).
ORIENTE (viajes).
LOS MUERTOS MANDAN (novela).
LUNA BENAMOR (novelas).
ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS (viajes).
SANGRE Y ARENA (novela).
LOS ARGONAUTAS (novela).
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS (novela).
PRÓXIMA Á PUBLICARSE
MARE NOSTRUM (novela).
ES PROPIEDAD.--Reservados todos los derechos de reproducción,
traducción y adaptación.--Copyright 1916, by Blasco Ibáñez.


Vicente Blasco Ibáñez
CAÑAS
Y BARRO
-- NOVELA --
35.000
[Ilustración]
PROMETEO
SOCIEDAD EDITORIAL
Germanías, F S.--VALENCIA


OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR

TERRES MAUDITES (Traducción de G. Hérelle), París.
FLEUR DE MAI (Traducción de G. Hérelle), París.
BOUE ET ROSEAUX (Traducción de Maurice Bixio), París.
CONTES ESPAGNOLS (Traducción de G. Menetrier), París.
DANS L’OMBRE DE LA CATHÉDRALE (Traducción de G. Hérelle), París.
TERRAS MALDITAS (Traducción de Napoleão Toscano), Lisboa.
A CATHEDRAL (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa),
Lisboa.
DIE KATHEDRALE (Traducción de Josy Priems), Zurich.
FLOR DE MAYO (Traducción de Josy Priems), Zurich.
ERDFLUCH (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
SCHILFUND SCHLAMM (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
DER EINDRINGLING (Traducción de J. Broutá), Berlín.
DE VLOEK (Traducción del doctor A. A. Fokker), Haarlem.
WAAR ORANJEBOOMEN BLOEIEN (Traducción del Dr. A. A. Fokker),
Amsterdam.
CHALUPA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
MARNÁ CHLOUBA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
AH, IL PANE!... (Traducción de F. Gelormini), Palermo.
HVAD EN MAND HAR AT GOVE (Traducción de Johanne Allen),
Copenhague.
VINNYI SKLAD (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
BODEGA (Traducción de K. G.), Petersburgo.
PROKLIATAC POLE (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
SOBOR (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
DUOYÑOY VISTREL (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
GELEZNODOROGNOY ZAIAZ (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
NALOGUIZA OBNAGNENAIA (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
ARÈNES SANGLANTES (Traducción de G. Hérelle), París.
LA HORDE (Traducción de G. Hérelle), París.
A CORTEZAN DE SAGUNTO (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes
Rosa), Lisboa.
O INTRUSO (Traducción de Carvalho), Lisboa.
L’INTRUS (Traducción de Renée Lafont), París.
A ADEGA (Traducción de E. Sousa Costa), Lisboa-Río Janeiro.
SUR LES ORANGERS (Traducción de G. Menetrier), París.
LES MORTS COMMANDENT (Traducción de Berta Delaunay), París.
SONNICA (Traducción de Frances Douglas), Nueva York.
THE BLOOD OF THE ARENA (Traducción de Frances Douglas), Chicago.
THE SHADOW OF THE CATHEDRAL (Traducción de Mrs. W. A. Gillespie),
Londres-Nueva York.
BLOOD AND SAND (Traducción de Mrs. W. A. Gillespie), Londres.
OBRAS COMPLETAS DE BLASCO IBÁÑEZ (en ruso). Edición en 16
volúmenes con un retrato del autor (Traducción de Taitiana
Herzenstein y otros), Moscou.
SANGUE E ARENA (Traducción de Ida Mango), Nápoles.
ORIENTE (Traducción de Ferreira Martins), Lisboa.
DIE HETARE VON SAGUNT (Traducción de W. Leydhecker), Berlín.
BLOED EN ZAND (Traducción de M. Van Raalte), Amsterdam.


CAÑAS Y BARRO


I

Como todas las tardes, la barca-correo anunció su llegada al Palmar
con varios toques de bocina.
El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de
puerta en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar á
los espacios abiertos en la única calle del pueblo, soplaba de nuevo
en la bocina para avisar su presencia á las barracas desparramadas
en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi desnudos seguía al
barquero con cierta admiración. Les infundía respeto el hombre que
cruzaba la Albufera cuatro veces al día, llevándose á Valencia la
mejor pesca del lago y trayendo de allá los mil objetos de una ciudad
misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla
de cañas y barro.
De la taberna de _Cañamèl_, que era el primer establecimiento del
Palmar, salía un grupo de segadores con el saco al hombro en busca de
la barca para regresar á sus tierras. Afluían las mujeres al canal,
semejante á una calle de Venecia, con las márgenes cubiertas de
barracas y viveros donde los pescadores guardaban las anguilas.
En el agua muerta, de una brillantez de estaño, permanecía inmóvil
la barca-correo: un gran ataúd cargado de personas y paquetes, con
la borda casi á flor de agua. La vela triangular, con remiendos
obscuros, estaba rematada por un guiñapo incoloro que en otros
tiempos había sido una bandera española y delataba el carácter
oficial de la vieja embarcación.
Un hedor insoportable se esparcía en torno de la barca. Sus tablas
se habían impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la
suciedad de centenares de pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles
gelatinosas, escamas de pez criado en el barro, pies sucios y ropas
mugrientas, que con su roce habían acabado por pulir y abrillantar
los asientos de la barca.
Los pasajeros, segadores en su mayoría, que venían del Perelló,
último confín de la Albufera, lindante con el mar, cantaban á gritos
pidiendo al barquero que partiese cuanto antes. ¡Ya estaba llena la
barca! ¡No cabía más gente!...
Así era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón
de su oreja cortada como para no oirles, esparcía lentamente por la
barca las cestas y los sacos que las mujeres le entregaban desde
la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas protestas: los
pasajeros se estrechaban ó cambiaban de sitio y los del Palmar que
entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas la rociada
de injurias de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia!
¡Tanto sitio que encontrasen en el cielo!...
La embarcación se hundía al recibir tanta carga, sin que el barquero
mostrase la menor inquietud, acostumbrado á travesías audaces. No
quedaba en ella un asiento libre. Dos hombres se mantenían de pie en
la borda, agarrados al mástil; otro se colocaba en la proa, como un
mascarón de navío. Todavía el impasible barquero hizo sonar otra vez
su bocina en medio de la general protesta... ¡Cristo! ¿Aún no tenía
bastante el muy ladrón? ¿Iban á pasar allí toda la tarde bajo el sol
de Septiembre, que les hería de lado, achicharrándoles la espalda?...
De pronto se hizo el silencio, y la gente del correo vió aproximarse
por la orilla del canal un hombre sostenido por dos mujeres, un
espectro, blanco, tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en
una manta de cama. Las aguas parecían hervir con el calor de aquella
tarde de verano; sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos
por librarse del pegajoso contacto del vecino, y aquel hombre
temblaba, chocando los dientes con un escalofrío lúgubre, como si
el mundo hubiese caído para él en eterna noche. Las mujeres que le
sostenían protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca
permanecían inmóviles. Debían dejarle un puesto: era un enfermo, un
trabajador. Segando el arroz había atrapado las fiebres, las malditas
tercianas de la Albufera, y marchaba á Ruzafa á curarse en casa de
unos parientes... ¿No eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡un puesto!
Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetía como un eco, con los
sollozos del escalofrío:
--_¡Per caritat! ¡per caritat!_...
Entró á empujones, sin que la masa egoísta le abriera paso, y no
encontrando sitio se deslizó entre las piernas de los pasajeros,
tendiéndose en el fondo, con el rostro pegado á las alpargatas sucias
y los zapatos llenos de barro, en un ambiente nauseabundo. La gente
parecía acostumbrada á estas escenas. Aquella embarcación servía para
todo; era el vehículo de la comida, del hospital y del cementerio.
Todos los días embarcaba enfermos, trasladándoles al arrabal de
Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de medicamentos, tenían
realquilados algunos cuartuchos para curarse las tercianas. Cuando
moría un pobre sin barca propia, el ataúd se metía bajo un asiento
del correo y la embarcación emprendía la marcha con el mismo pasaje
indiferente, que reía y conversaba, golpeando con los pies la fúnebre
caja.
Al ocultarse el enfermo volvió á surgir la protesta. ¿Qué esperaba
el desorejado? ¿Faltaba aún alguien?... Y casi todos los pasajeros
acogieron con risotadas á una pareja que salió por la puerta de la
taberna de _Cañamèl_, inmediata al canal.
--_¡El tío Paco!_--gritaron muchos--. _¡El tío Paco Cañamèl!_
El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre
hidrópico, andaba á pequeños saltos, quejándose á cada paso con
suspiros de niño, apoyándose en su mujer, Neleta, pequeña, con el
rojo cabello alborotado y ojos verdes y vivos que parecían acariciar
con la suavidad del terciopelo. ¡Famoso _Cañamèl_! Siempre enfermo
y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más guapa y amable,
reinaba desde su mostrador sobre todo el Palmar y la Albufera. Lo
que él tenía era la enfermedad del rico: sobra de dinero y exceso de
buena vida. No había más que verle la panza, la faz rubicunda, los
carrillos que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos ahogados
por el oleaje de la grasa. ¡Todos que se quejasen de su mal! ¡Si
tuviera que ganarse la vida con agua á la cintura, segando arroz, no
se acordaría de estar enfermo!
Y _Cañamèl_ avanzaba una pierna dentro de la barca, penosamente, con
débiles quejidos, sin soltar á Neleta, mientras refunfuñaba contra
las gentes que se burlaban de su salud. ¡Él sabía cómo estaba!
¡Ay Señor! Y se acomodó en un puesto que le dejaron libre con esa
obsequiosa solicitud que las gentes del campo tienen para el rico,
mientras su mujer hacía frente sin arredrarse á las bromas de los que
la cumplimentaban, viéndola tan guapa y animosa.
Ayudó á su marido á abrir un gran quitasol, puso á su lado una
espuerta con provisiones para un viaje que no duraría tres horas, y
acabó por recomendar al barquero el mayor cuidado con su Paco. Iba á
pasar una temporada en su casita de Ruzafa. Allí le visitarían buenos
médicos: el pobre estaba mal. Lo decía sonriendo, con expresión
cándida, acariciando al blanducho hombretón, que temblaba con las
primeras oscilaciones de la barca como si fuese de gelatina. No
prestaba atención á los guiños maliciosos de la gente, á las miradas
irónicas y burlonas que después de resbalar sobre ella se fijaban en
el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y respirando con
un gruñido doloroso.
El barquero apoyó su larga percha en el ribazo, y la embarcación
comenzó á deslizarse en el canal seguida por las voces de Neleta, que
siempre con sonrisa enigmática recomendaba á todos los amigos que
cuidasen de su esposo.
Las gallinas corrían por entre las brozas del ribazo siguiendo la
barca. Las bandas de ánades agitaban sus alas en torno de la proa que
enturbiaba el espejo del canal, donde se reflejaban invertidas las
barracas del pueblo, las negras barcas amarradas á los viveros con
techos de paja á ras del agua, adornados en los extremos con cruces
de madera, como si quisieran colocar las anguilas de su seno bajo la
divina protección.
Al salir del canal, la barca correo comenzó á deslizarse por entre
los arrozales, inmensos campos de barro líquido cubiertos de espigas
de un color bronceado. Los segadores, hundidos en el agua, avanzaban
hoz en mano, y las barquitas, negras y estrechas como góndolas,
recibían en su seno los haces que habían de conducir á las eras. En
medio de esta vegetación acuática, que era como una prolongación de
los canales, levantábanse á trechos, sobre isletas de barro, blancas
casitas rematadas por chimeneas. Eran las máquinas que inundaban y
desecaban los campos, según las exigencias del cultivo.
Los altos ribazos ocultaban la red de canales, las anchas _carreras_
por donde navegaban los barcos de vela cargados de arroz. Sus cascos
permanecían invisibles y las grandes velas triangulares se deslizaban
sobre el verde de los campos, en el silencio de la tarde, como
fantasmas que caminasen en tierra firme.
Los pasajeros contemplaban los campos como expertos conocedores,
dando su opinión sobre las cosechas y lamentando la suerte de
aquellos á quienes había entrado el salitre en las tierras,
matándoles el arroz.
Deslizábase la barca por canales tranquilos, de un agua amarillenta,
con los dorados reflejos del té. En el fondo, las hierbas acuáticas
inclinaban sus cabelleras con el roce de la quilla. El silencio
y la tersura del agua aumentaban los sonidos. En los momentos en
que cesaban las conversaciones, se oía claramente la quejumbrosa
respiración del enfermo tendido bajo un banco y el gruñido tenaz
de _Cañamèl_ al respirar, con la barba hundida en el pecho. De las
barcas lejanas y casi invisibles llegaban, agrandados por la calma,
el choque de una percha al caer sobre la cubierta, el chirrido de un
mástil, las voces de los barqueros avisándose para no tropezar en las
revueltas de los canales.
El conductor desorejado abandonó la percha, y saltando sobre las
rodillas de los pasajeros fué de un extremo á otro de la embarcación
arreglando la vela para aprovechar la débil brisa de la tarde.
Habían entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstruída de
carrizales é islas, donde había que navegar con cierto cuidado. El
horizonte se ensanchaba. Á un lado la línea obscura y ondulada de
los pinos de la Dehesa, que separa la Albufera del mar; la selva
casi virgen, que se extiende leguas y leguas, donde pastan los toros
feroces y viven en la sombra los grandes reptiles, que muy pocos
ven, pero de los que se habla con terror durante las veladas. Al
lado opuesto la inmensa llanura de los arrozales, perdiéndose en el
horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose con las
lejanas montañas. Al frente los carrizales é isletas que ocultaban el
lago libre, y por entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo
con la proa las plantas acuáticas, rozando su vela con las cañas que
avanzaban de las orillas. Marañas de hierbas obscuras y gelatinosas
como viscosos tentáculos subían hasta la superficie, enredándose en
la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación
sombría é infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro.
Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí
difícilmente saldría.
Un rebaño de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante
con la Dehesa. Algunos de ellos habían pasado á nado á las islas
inmediatas, y hundidos en el fango hasta el vientre rumiaban entre
los carrizales, moviendo con fuerte chapoteo sus pesadas patas. Eran
unos animales grandes, sucios, con el lomo cubierto de costras, los
cuernos enormes y el hocico siempre babeante. Miraban fieramente la
cargada barca que se deslizaba entre ellos, y al mover su cabeza
esparcían en torno una nube de gruesos mosquitos que volvía á caer
sobre el rizado testuz.
Á poca distancia, en un ribazo que no era más que una estrecha
lengua de barro entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en
cuclillas. Los del Palmar le conocieron.
--_¡Es Sangonera!_--gritaron--. _¡El borracho Sangonera!_
Y agitando sus sombreros, le preguntaban á gritos dónde la había
_pillado_ por la mañana y si pensaba dormirla allí. _Sangonera_
seguía inmóvil; pero cansado de las risas y gritos de los de la
barca, púsose en pie, y girando en una ligera pirueta se dió unas
cuantas palmadas en el dorso de su cuerpo con expresión de desprecio,
volviendo á agacharse gravemente.
Al verle de pie redoblaron las risas, excitadas por su bizarro
aspecto. Llevaba el sombrero adornado con un alto penacho de flores
de la Dehesa y sobre el pecho y en torno de su faja se enroscaban
algunas bandas de campanillas silvestres de las que crecían entre las
cañas de los ribazos.
Todos hablaban de él. ¡Famoso _Sangonera_! No había otro igual en los
pueblos del lago. Tenía el firme propósito de no trabajar, como los
demás hombres, diciendo que el trabajo era un insulto á Dios, y se
pasaba el día buscando quien le convidase á beber. Se emborrachaba
en el Perelló para dormir en el Palmar; bebía en el Palmar para
despertar al día siguiente en el Saler; y si había fiesta en los
pueblos de tierra firme, se le veía en Silla ó en Catarroja buscando,
entre la gente que cultivaba campos en la Albufera, una buena alma
que le invitase. Era milagroso que no apareciera su cadáver en el
fondo de un canal después de tantos viajes á pie, por el lago, en
plena embriaguez, siguiendo las lindes de los arrozales, estrechas
como un filo de hacha, atravesando los portillos de las acequias con
agua al pecho y pasando por lugares de barro movedizo donde nadie
osaba aventurarse como no fuese en barca. La Albufera era su casa. Su
instinto de hijo del lago le sacaba del peligro, y muchas noches, al
presentarse en la taberna de _Cañamèl_ para mendigar un vaso, tenía
el contacto viscoso y el hedor de fango de una verdadera anguila.
El tabernero murmuraba entre gruñidos al oir la conversación.
_¡Sangonera!_ ¡Valiente sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido
la entrada en su casa!... Y la gente reía recordando los extraños
adornos del vagabundo, su manía de cubrirse de flores y ceñirse
coronas como un salvaje apenas comenzaba en su hambriento estómago la
fermentación del vino.
La barca penetraba en el lago. Por entre dos masas de carrizales,
semejantes á las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión
de agua tersa, reluciente, de un azul blanquecino. Era el _lluent_,
la verdadera Albufera, el lago libre, con sus bosquecillos de cañas
esparcidos á grandes distancias, donde se refugiaban las aves del
lago, tan perseguidas por los cazadores de la ciudad. La barca
costeaba el lado de la Dehesa, donde ciertos barrizales cubiertos de
agua se iban convirtiendo lentamente en campos de arroz.
En una pequeña laguna cerrada por ribazos de fango, un hombre de
musculatura recia arrojaba capazos de tierra desde su barca. Los
pasajeros le admiraban. Era el tío Tono, hijo del tío _Paloma_, y
padre á su vez de Tonet el _Cubano_. Y al nombrar á este último,
muchos miraron maliciosamente á _Cañamèl_, que seguía gruñendo como
si no oyese nada.
No había en toda la Albufera hombre más trabajador que el tío Tono.
Se había metido entre ceja y ceja ser propietario, tener sus campos
de arroz, no vivir de la pesca como el tío _Paloma_, que era el
barquero más viejo de la Albufera; y solo--pues su familia únicamente
le ayudaba á temporadas, cansándose ante la grandeza del trabajo--iba
rellenando de tierra, traída de muy lejos, la charca profunda cedida
por una señora rica que no sabía qué hacer de ella.
Era empresa de años, tal vez de toda la vida, para un hombre solo. El
tío _Paloma_ se burlaba de él; su hijo le ayudaba de vez en cuando
para declararse cansado á los pocos días, y el tío Tono, con una fe
inquebrantable, seguía adelante, auxiliado únicamente por la _Borda_,
una pobrecilla que su difunta mujer sacó de los expósitos, tímida con
todos y tenaz para el trabajo lo mismo que él.
—¡Salud, tío Tono, y no cansarse! ¡Que cogiera pronto arroz de su
campo!
Y la barca se alejó sin que el testarudo trabajador levantase
la cabeza más que un momento para contestar á los irónicos saludos.
Un poco más allá, en una barquichuela pequeña como un ataúd, vieron
al tío _Paloma_ junto á una fila de estacas, calando sus redes para
recogerlas al día siguiente.
En la barca discutían si el viejo tenía noventa años ó estaba
próximo á los cien. ¡Lo que aquel hombre había visto sin salir de la
Albufera! ¡Los personajes que tenía tratados!... Y agrandadas por
la credulidad popular, repetían sus insolencias familiares con el
general Prim, al que servía de barquero en sus cacerías por el lago;
su rudeza con grandes señoras y hasta con reinas. El viejo, como si
adivinase estos comentarios y se sintiera ahito de gloria, permanecía
encorvado, examinando las redes, mostrando su espalda cubierta
por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro calado hasta las
acartonadas orejas, que parecían despegársele del cráneo. Cuando
el correo pasó junto á él, levantó la cabeza, mostrando el abismo
negro de su boca desdentada y los círculos de arrugas rojizas que
convergían en torno de los ojos profundos, animados por una punta de
irónico resplandor.
El viento comenzaba á refrescar. La vela se hinchó con nuevas
sacudidas y la cargada barca inclinóse hasta mojar las espaldas de
los que se sentaban en la borda. En torno de la proa las aguas,
partidas con violencia, cantaban un _glu-glu_ cada vez más fuerte.
Ya estaban en la verdadera Albufera, en el inmenso _lluent_, azul y
terso como un espejo veneciano, que retrataba invertidos los barcos
y las lejanas orillas con el contorno ligeramente serpenteado. Las
nubes parecían rodar por el fondo del lago como vedijas de blanca
lana; en la playa de la Dehesa unos cazadores seguidos de perros
duplicaban su imagen en el agua, andando cabeza abajo. En la parte
de tierra firme, los grandes pueblos de la Ribera, con sus tierras
ocultas por la distancia, parecían flotar sobre el lago.
El viento, cada vez más fuerte, cambió la superficie de la Albufera.
Las ondulaciones se hicieron más sensibles, las aguas tomaron un
tinte verdoso semejante al del mar, se ocultó el suelo del lago y en
las orillas de gruesa arena formada de conchas comenzó á depositar el
oleaje amarillentas vedijas de espuma, pompas jabonosas que brillaban
irisadas á la luz del sol.
La barca deslizábase á lo largo de la Dehesa y pasaban rápidamente
ante ella las colinas areniscas, con las chozas de los guardas
en su cumbre; las espesas cortinas de matorrales; los grupos de
pinos retorcidos, de formas terroríficas, como manojos de miembros
torturados. Los viajeros, enardecidos por la velocidad, excitados por
el peligro que ofrecía la embarcación arrastrando una de sus bordas
á ras del lago, saludaban á gritos á las otras barcas que pasaban
á lo lejos y extendían su mano para recibir el choque de las ondas
conmovidas por la rápida marcha. En torno del timón arremolinábase el
agua. Á corta distancia flotaban dos _capuzones_, pájaros obscuros
que se sumergían y volvían á sacar la cabeza tras larga inmersión,
distrayendo á los pasajeros con estas evoluciones de su pesca. Más
allá, en las _matas_, en las grandes islas de cañares acuáticos,
las fúlicas y los _collvèrts_ levantaban el vuelo al aproximarse
la barca, lentamente, como si adivinasen que aquella gente era de
paz. Algunos se coloreaban de emoción viéndolos... ¡Qué magnífico
escopetazo! ¿Por qué habían de prohibir los hombres que cada cual
cazase sin permiso, como mejor le pareciera? Y mientras se indignaban
los belicosos, sonaba en el fondo de la barca el quejido del enfermo
y _Cañamèl_ suspiraba como un niño, herido por los rayos del sol
poniente que se deslizaban bajo su sombrilla.
El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la
Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía,
rasgada á trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho
pastaba entre las malezas, y á su vista surgió en la memoria de los
hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.
Los de tierra adentro que volvían á sus casas después de ganar los
grandes jornales de la siega preguntaban quién era la tal _Sancha_
que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban
al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían
desde pequeños.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en
otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años
antes, ¡muchos!... tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían
en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío _Paloma_.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que
pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de
calma:
--_¡Sancha! ¡Sancha!..._
_Sancha_ era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba.
El mal bicho acudía á los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores
cabras, la ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de
sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los
carrizales y soplaba dulcemente, teniendo á sus pies al reptil, que
enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar
al compás de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se entretenía
deshaciendo los anillos de _Sancha_, extendiéndola en línea recta
sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía
á enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño
al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un
gozquecillo, ó enroscándose á sus piernas le llegaba hasta el cuello,
permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante
fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el
silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de
las que robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la _Sancha_ en
el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio.
Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin
miedo á los grandes reptiles que pululaban en la maleza. _Sancha_,
que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los
habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y
andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió
á pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar á tierra,
no gustaban de aventurarse entre los altos juncales que cubrían las
pestíferas lagunas. _Sancha_, falta de la leche con que le regalaba
el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.
Transcurrieron ocho ó diez años, y un día los habitantes del Saler
vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la
mochila á la espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con
las negras polainas hasta encima de las rodillas, casaca blanca con
bombas de paño rojo y una gorra en forma de mitra sobre el peinado
en trenza. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido.
Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia.
Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó á la
llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie.
Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave
zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los
sapos, asustados por la proximidad del granadero.
--_¡Sancha! ¡Sancha!_--llamó suavemente el antiguo pastor.
Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un
barquero invisible que pescaba en el centro del lago.
--_¡Sancha! ¡Sancha!_--volvió á gritar con toda la fuerza de sus
pulmones.
Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vió que las altas
hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como
si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos
ojos á la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada, moviendo
la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle
la sangre, paralizar su vida. Era _Sancha_, pero enorme, soberbia,
levantándose á la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la
maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
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