Cañas y barro: Novela - 15
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Aquel guiso era bueno como entretenimiento, para engañar el estómago
y divertir las mandíbulas. Lo bueno era esto; las morcillas, la
longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los dientes,
dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después,
sin tener nunca bastante.
Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero,
_Sangonera_ sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente
sus obligaciones, y siempre con las mandíbulas ocupadas, miraba á
todos lados, lanzando unos gritos que parecían mugidos:
--_¡Per la part del Saler!... ¡Per la part del Palmar!_
Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba
quieta la bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de
Neleta; y el rojo líquido parecía excitar su apetito, abriendo nuevas
simas en el estómago sin fondo. Sus ojos brillaban con el fuego de
una embriaguez feliz; su cara, en fuerza de colorearse, tomaba un
tinte violáceo, y los eructos ruidosos le conmovían de pies á cabeza.
Con sonrisa placentera se golpeaba el hinchado vientre.
--_¡Eh! ¿qué tal? ¿cóm va això?_--preguntaba á su estómago, como si
fuese un amigo, dándole palmadas.
Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre
bien comido que bebe en plena digestión: no la borrachera triste y
lóbrega que le acometía en su miseria cuando arrojaba copas y copas
en el estómago vacío, encontrando en las riberas del lago gentes que
le convidaban siempre á beber, pero nadie que le ofreciera un pedazo
de pan.
Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La
Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso,
parecía rasgarse con una sonrisa igual á aquella que le acarició
una noche en el camino de la Dehesa. Únicamente veía negro, con la
lobreguez de una tumba vacía, el puchero que guardaba entre las
piernas. Se lo había comido todo. Ni restos quedaban del embutido.
Quedó como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su
apetito le dió risa, y para pasar la amargura de la falta, empinó la
bota largo rato.
Reía á carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer
su hazaña, y con el deseo de completarla, probando todos los víveres
de don Joaquín, destapó el tercer puchero.
_¡Rediel!_ Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la
piel dorada y chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor,
sin cabeza, con los muslos unidos al cuerpo por varias vueltas de
tostado bramante y la pechuga saliente y blanca como la de una
señorita. ¡Si no metía mano á aquello no era hombre! ¡Aunque don
Joaquín le soltase un escopetazo!... ¡Cuánto tiempo que no probaba
tales golosinas! No había comido carne desde la época en que servía
de perro á Tonet y cazaban por bravura en la Dehesa. Pero pensando en
la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago, aumentábase el
placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la piel
dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por
la comisura de sus labios.
Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar,
mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si
estuviera empeñado en una apuesta.
De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de
alborotar y hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y
las arrojaba contra los pájaros que volaban lejos, como si pudiera
alcanzarlos.
Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le
había proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba
de tú con tranquila insolencia, y sin que se viera un ave en el
horizonte, bramaba con mugido interminable:
--_¡Chimo! ¡Chimo!... ¡Tira... que t’entren!_
En vano se revolvía el cazador mirando á todas partes. No se veía un
pájaro. ¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse
para recoger las fúlicas muertas que flotaban en torno del puesto.
Pero _Sangonera_ volvía á encogerse en la barca sin obedecer el
mandato. ¡Tiempo quedaba! ¡Ya iría después! ¡Que matase mucho era su
deseo!... En su afán de probarlo todo, destapaba ahora las botellas,
gustando tan pronto el ron como la absenta pura, mientras la Albufera
comenzaba á obscurecerse para él en pleno sol y sus piernas parecían
clavarse en las tablas de la barca sin fuerzas para moverse.
Á mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo
que le obligaba á permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano
sonaba su voz en el silencio.
--_¡Sangonera!... ¡Sangonera!_
El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba
fijamente, repitiendo que iba en seguida: pero continuaba inmóvil,
como si no lo llamasen á él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar,
le amenazaba con un escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie
tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola junto á sus
manos, y por fin comenzó á aproximarse lentamente.
Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas,
entumecidas por tantas horas de espera. El barquero, por su mandato,
comenzó á recoger los pájaros muertos; pero lo hacía á tientas, como
si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto ímpetu, que
varias veces hubiese caído al agua á no sostenerlo el amo.
--_¡Malaít!_--exclamaba el cazador--. _¿Es que estás borracho?_
Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada
estúpida de _Sangonera_. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y
mustia; las botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la
cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin miedo á que cayera
nada!
Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre
el barquero, pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con
asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo?... ¡Vaya un modo
de dar mojaditas que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta
cosa?... ¿Podía caber en estómago humano?...
Pero _Sangonera_, oyendo al enfurecido cazador, que lo llamaba pillo
y sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:
--_¡Ay don Joaquín!... ¡Estic mal! ¡Molt mal!..._
Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus
ojos que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían
sostenerse erguidas.
Enfurecido el cazador, iba á golpear á _Sangonera_, cuando éste se
desplomó en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja
como si quisiera abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota,
con dolorosas convulsiones que crispaban su cara, dando á los ojos
una vidriosa opacidad.
Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones,
pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía
asfixiarle con su peso.
El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje
á la Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía
condenado á coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia
el Saler, se apiadaron de sus gritos unos labradores de los que
cazaban sueltos por el lago.
Reconocieron á _Sangonera_ y adivinaron su mal. Era un atracón de
muerte: aquel vagabundo debía acabar así.
Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa
á prestar ayuda hasta á los más humildes, cargaron á _Sangonera_ en
su barca para llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba
con el cazador, satisfecho de servirle de barquero á cambio de
disparar su escopeta.
Á media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo en la
orilla del canal, con la inercia de un fardo.
--_¡Pillo!... ¡Alguna borrachera!_--gritaban todas.
Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto
como un muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente.
No era sólo embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía
decirse que su carne era de perro. Relataban aquel atragantamiento
portentoso que le ponía á morir, y las gentes del Palmar reían
asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas de
que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.
¡Pobre _Sangonera_! La noticia de su enfermedad circuló por todo
el pueblo, y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de
la barraca, asomándose á este antro, del que todos huían antes.
_Sangonera_, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en
el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de
dolor, como si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él
nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos á medio masticar.
--_¿Cóm estás, Sangonera?_--preguntaban desde la puerta.
Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de
posición para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el
pueblo.
Otras mujeres, más animosas, entraban, arrodillándose junto á él, y
le tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían
entre ellas sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que
habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban á ciertas
viejas acreditadas por sus remedios, que gozaban mayor respeto que
el pobre médico del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas
guardadas misteriosamente en sus barracas; presentábanse otras con un
puchero de agua caliente, queriendo que el enfermo se lo tragase de
golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz tenía _parada_ la
comida en la boca del estómago y había que hacer que _arrancase_...
¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una borrachera y él
estirando la pata de un atracón. ¡Qué familia!
Nada revelaba á _Sangonera_ la gravedad de su estado como esta
solicitud de las mujeres. Se miraba en la conmiseración general como
en un espejo y adivinaba el peligro al verse atendido por las mismas
que el día anterior se burlaban de él, riñendo á los maridos y á los
hijos cuando los encontraban en su compañía.
--_¡Pobret! ¡Pobret!_--murmuraban todas.
Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia,
le rodeaban, saltando sobre los residuos hediondos que salían á
borbotones de su boca. Ellas sabían lo que era aquello: tenía _un
nudo_ en las tripas; y con caricias maternales le decidían á que
abriese sus mandíbulas, apretadas por la crispación, haciéndole
tragar toda clase de líquidos milagrosos, que al poco rato devolvía á
los pies de las enfermeras.
Al cerrar la noche lo abandonaron. Habían de guisar la cena en sus
casas, y el enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo
la luz rojiza de un candil que las mujeres colgaron de una grieta.
Los perros del pueblo asomaban á la puerta sus hocicos y consideraban
largamente con sus ojos profundos al enfermo, alejándose después con
lúgubre aullido.
Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca.
En la taberna de _Cañamèl_ se hablaba del suceso, y los barqueros,
asombrados de la hazaña de _Sangonera_, querían verle por última vez.
Se asomaban á la puerta con paso vacilante, pues los más de ellos
estaban ebrios después de haber comido con los cazadores.
--_Sangonera... ¡Fill meu! ¿Cóm estás?_
Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de
inmundicias en que se revolvía el enfermo. Algunos, más animosos,
llegaban hasta él para bromear con brutal ironía, invitándolo á
beber la última copa en casa de _Cañamèl_; pero el enfermo sólo
contestaba con un ligero mugido y cerraba los ojos, sumiéndose de
nuevo en su sopor, cortado por vómitos y estremecimientos. Á media
noche el vagabundo quedó abandonado.
Tonet no quiso ver á su antiguo compañero. Había vuelto á la taberna,
después de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor,
rasgado á trechos por rojas pesadillas y arrullado por las
descargas de los cazadores, que rodaban en su cerebro como truenos
interminables.
Al entrar se sorprendió viendo á Neleta sentada ante los toneles, con
una palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como si
hubiese pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la
fuerza de ánimo de su amante.
Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se
sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad.
Después de larga pausa, ella se atrevió á preguntarle. Quería
saber cómo había cumplido su encargo. Y él contestó, con la cabeza
inclinada y los ojos bajos, cual si todo el pueblo le contemplase...
Sí; lo había dejado en lugar seguro. Nadie podría descubrirlo.
Tras estas palabras, cambiadas con rapidez, los dos quedaron
silenciosos, pensativos: ella tras el mostrador, él sentado en la
puerta, de espaldas á Neleta, evitando verla. Parecían anonadados,
como si gravitase sobre ellos un peso inmenso. Temían hablarse, pues
el eco de su voz parecía avivar los recuerdos de la noche anterior.
Habían salido de la situación difícil: ya no corrían ningún peligro.
La animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo se había
resuelto. Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su
sitio; nadie podía sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin
embargo, los amantes se sentían súbitamente alejados. Algo se había
roto para siempre entre los dos. El vacío que dejaba al desaparecer
aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba inmensamente, aislando
á los dos miserables. Pensaban que en adelante no tendrían más
aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo crimen.
Y en Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella
desconocía la verdadera suerte del pequeño.
Al llegar la noche se llenó la taberna de barqueros y cazadores
que volvían á sus tierras de la Ribera, mostrando los manojos de
pájaros muertos, ensartados por el pico. ¡Gran tirada! Todos bebían,
comentando la suerte de determinados cazadores y la brutal hazaña de
_Sangonera_. Tonet iba de grupo en grupo, con el deseo de distraerse,
discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito de
olvidar por medio de la embriaguez le hacía beber y beber con forzada
alegría, y los amigos celebraban el buen humor del _Cubano_. Nunca le
habían visto tan alegre.
El tío _Paloma_ entró en la taberna y sus ojillos escudriñadores se
fijaron en Neleta.
--_¡Reina!... ¡Qué blanca! ¿Es que estás mala?..._
Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la había dejado dormir,
mientras el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala
noche á la fuga inexplicable de su nieto. Después se encaró con
éste. Le había puesto en ridículo ante aquel señor de Valencia.
Su conducta no era digna de un barquero de la Albufera. Con menos
motivo había dado de bofetadas á más de uno en sus buenos tiempos.
Sólo á un perdido como él podía ocurrírsele convertir en barquero á
_Sangonera_, que había reventado de hartura apenas lo dejaron solo.
Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir á aquel señor. Dentro de
dos semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba
á ser su barquero. El tío _Paloma_, aplacando su cólera ante las
explicaciones del nieto, dijo que ya había invitado á don Joaquín
á una cacería en los carrizales del Palmar. Vendría á la semana
siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros. Había que contentar á
la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera siempre buenos
aficionados. Si no, ¿qué sería de la gente del lago?
Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir á la habitación
de Neleta se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se
buscó; parecían huir uno del otro, encontrando cierto alivio en su
aislamiento. Temblaban de verse juntos en la habitación. Temían que
resucitase el recuerdo de aquel ser que había pasado entre los dos
como el lamento de una vida inmediatamente sofocada.
Al día siguiente Tonet volvió á embriagarse. No quería verse á solas
con su razón: necesitaba embrutecerla con el alcohol para conservarla
muda y dormida.
Llegaban á la taberna nuevas noticias sobre el estado de _Sangonera_.
Se moría sin remedio. Los hombres habían vuelto á sus faenas y las
mujeres que entraban en la barraca del vagabundo reconocían la
impotencia de sus remedios. Las más viejas explicaban la enfermedad
á su modo. Se le había podrido el tapón de alimentos que cerraba la
boca de su estómago. No había más que ver cómo se le hinchaba el
vientre.
Llegó el médico de Sollana en una de sus visitas semanales, y lo
llevaron á la barraca de _Sangonera_. El jornalero de la ciencia
movió la cabeza negativamente. Nada quedaba que hacer. Era una
apendicitis mortal: la consecuencia de un abuso extraordinario que
llenaba de asombro al médico. Y por el pueblo repetían lo de la
apendicitis, recreándose las mujeres en pronunciar una palabra tan
extraña para ellas.
El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la
barraca de aquel renegado. Nadie como él sabía despachar á la gente
con prontitud y franqueza.
--_¡Che!_--dijo desde la puerta--. _¿Tú eres cristiá?_
_Sangonera_ hizo un gesto de asombro. ¿Que si era cristiano? Y
como escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca,
acariciando con arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que
se veía por los desgarrones de la cubierta.
¡Bueno, pues; entre hombres fuera mentiras! continuó el vicario.
Debía confesarse, porque iba á morir... Ni más ni menos. Aquel cura
de escopeta no usaba rodeos con sus feligreses.
Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su
existencia, llena de miserias, se le apareció con todo el encanto de
la libertad sin límites. Vió el lago con sus aguas resplandecientes;
la Dehesa rumorosa, con sus espesuras perfumadas, llena de flores
silvestres, y hasta el mostrador de _Cañamèl_, ante el cual soñaba,
contemplando la vida de color de rosa al través de los vasos... ¡Y
todo aquello iba á abandonarlo!... De sus ojos vidriosos comenzaron
á rodar lágrimas. No había remedio: le llegaba la hora de morir.
Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa celestial, de inmensa
misericordia, que una noche le acarició junto al lago.
Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó
en voz baja al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan
innumerables que no podía recordarlas más que en masa. Junto con
sus pecados revelaba sus esperanzas: su fe en Cristo, que vendría
nuevamente á salvar á los pobres; su encuentro misterioso de cierta
noche en la orilla del lago. Pero el vicario le interrumpía con
rudeza:
--_Sangonera, menos romansos. ¡Tú delires!... La veritat... digues la
veritat._
La verdad ya la había dicho. Todos sus pecados consistían en huir del
trabajo, por creer que era contrario á los mandatos del Señor. Una
vez se había resignado á ser como los demás, á prestar sus brazos á
los hombres, poniéndose en contacto con la riqueza y sus comodidades,
y ¡ay! pagaba esta inconsecuencia con la vida.
Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final
del vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la
iglesia, pero moría como un cristiano. Su enfermedad no le permitía
recibir al Señor, y el vicario le administró el último sacramento,
manchándose la sotana con sus vómitos.
Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban
por abnegación á amortajar á todos los que morían en el pueblo. En
la choza era insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y
asombro de la agonía de _Sangonera_. Desde el día anterior no eran
alimentos lo que arrojaba su boca. Era algo peor: y las vecinas,
apretándose las narices, se lo imaginaban tendido en la paja, rodeado
de inmundicias.
Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la cara
crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada
de oreja á oreja por las últimas convulsiones.
Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio,
sentían tierna conmiseración por aquel infeliz que se había
reconciliado con el Señor después de una vida de perro. Quisieron que
emprendiese dignamente el último viaje, y marcharon á Valencia para
los preparativos del entierro, gastando una cantidad que jamás había
visto _Sangonera_ en vida.
Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco
con galones de plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del
vagabundo.
Sus antiguos compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el
alcohol, conteniendo la risa que les causaba ver á su amigote tan
limpio, en una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte
parecía cosa de broma. ¡Adiós, _Sangonera_!... ¡Ya no se vaciarían
los _mornells_ antes de la llegada de sus dueños; ya no se adornaría
con las flores de los ribazos como un pagano ebrio! Había vivido
libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance de
la muerte sabía marchar al otro mundo con aparato de rico, á costa
de los demás.
Á media noche metieron el féretro en el _carro de las anguilas_,
entre los cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros
tres amigos, condujo el cadáver al cementerio, deteniéndose en todas
las tabernas del camino.
Tonet no se dió exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía
entre tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un
mutismo profundo. El miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar
demasiado.
--_¡Sangonera ha mòrt! ¡El teu compañero!_--le decían en la taberna.
Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los
parroquianos atribuían su silencio á la pena por la muerte del
camarada.
Neleta, blanca y triste, como si á todas horas pasase y repasase un
fantasma ante sus ojos, pretendía evitar que su amante bebiera.
--_Tonet, no begues_--decía con dulzura.
Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que
la contestaba el borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella
voluntad se había desvanecido. Algunas veces veía brillar en sus ojos
un odio naciente, una animosidad de esclavo resuelto á chocar con el
antiguo opresor, aniquilándolo.
No prestaba atención á Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles
de la casa. Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier
rincón, y allí permanecía como muerto, mientras la _Centella_, con el
dulce instinto de los perros, acariciaba su rostro y sus manos.
Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la
embriaguez comenzaba á desvanecerse, sentía una inquietud penosa.
Las sombras de los que entraban en la taberna, al proyectarse en el
suelo, le hacían levantar la cabeza con alarma, como si temiese la
aparición de alguien que turbaba sus sueños con el escalofrío del
terror. Necesitaba reanudar la embriaguez, no salir de su estado de
embrutecimiento, que le amodorraba el alma embotando sus sensaciones.
Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento,
todo le parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos
muchos años desde aquella noche pasada en el lago; la última de
su existencia de hombre, la primera de una vida de sombras, que
atravesaba á tientas, con el cerebro obscurecido por el alcohol. El
recuerdo de aquella noche le hacía temblar apenas se sentía libre
de la embriaguez. Solamente borracho podía tolerar este recuerdo,
viéndolo indeciso, como una de esas vergüenzas lejanas cuya evocación
duele menos perdida en las brumas del pasado.
Su abuelo vino á sorprenderle en este embrutecimiento. El tío
_Paloma_ aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín
para una cacería en los carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su
palabra? Neleta le instó á que aceptase. Estaba enfermo, le convenía
distraerse, llevaba más de una semana sin salir de la taberna. El
_Cubano_ se sintió atraído por la promesa de un día de agitación. Su
entusiasmo de cazador volvió á renacer. ¿Iba á vivir siempre lejos
del lago?
Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnífica escopeta
del difunto _Cañamèl_; y ocupado en esto bebió menos. La _Centella_
saltaba en torno de él, ladrando de alegría al ver los preparativos.
Á la mañana siguiente se presentó el tío _Paloma_, trayendo en el
barquito á don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador.
El viejo estaba impaciente y daba prisa á su nieto. Sólo quería
detenerse el tiempo preciso para que el señor tomase un bocado, y en
seguida á los carrizales. Había que aprovechar la mañana.
Al poco rato partieron: Tonet delante, llevando la _Centella_ en su
barquito como un mascarón de proa, y á continuación la barca del
tío _Paloma_, donde don Joaquín examinaba con asombro la escopeta
del viejo, aquella arma famosa llena de remiendos, de la que tantas
proezas se contaban en el lago.
Los dos barquitos salieron á la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo
perchaba hacia la izquierda, quiso saber dónde iban. El viejo se
asombró de la pregunta. Iban al _Bolodró_, la _mata_ más grande de
las inmediatas al pueblo. Allí abundaban más que en otros puntos los
gallos de cañar y las pollas de agua. Tonet quería ir lejos; á las
_matas_ del centro del lago. Y entre los dos barqueros comenzó una
empeñada discusión. Pero el viejo acabó por imponerse, y Tonet tuvo
que seguirle de mala voluntad, moviendo sus hombros como resignado.
Los dos barquitos entraron en un callejón de agua entre los altos
carrizos. La anea crecía á manojos entre los _senills_; las cañas
se confundían con los juncos, y las plantas trepadoras, con sus
campanillas blancas y azules, se enredaban en esta selva acuática
formando guirnaldas. La confusa maraña de raíces daba una apariencia
de solidez á los macizos de cañas. En el callejón, el agua mostraba
en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la superficie,
no sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos ó se
arrastraban sobre campos verdosos cubiertos por un débil cristal.
El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera,
que aún parecía más salvaje á la luz del sol: de vez en cuando un
chillido de pájaro en la espesura; un ruido de burbujas en el agua,
delatando la presencia de bichos ocultos entre las viscosidades del
fondo.
Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que pasasen los pájaros
de un lado á otro del espeso carrizal.
--_Tonet, dona una vòlta_--ordenó el viejo.
Y el _Cubano_ salió con su barquito á toda percha para rodar en
torno de la _mata_, sacudiendo las cañas á fin de que, asustados los
pájaros, se trasladasen de una punta á otra del carrizal.
Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar. Cuando volvió al
lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los pájaros que,
inquietos y asustados, cambiaban de guarida, pasando por el espacio
descubierto.
Asomábanse las pollas á aquel callejón desprovisto de cañas, que
dejaba su paso al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse,
pero por fin, unas volando y las otras á nado, pasaban la vía de
agua, y en el mismo momento alcanzábalas el disparo del cazador.
En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las
satisfacciones de un gran tirador, viendo la facilidad con que abatía
las piezas. La _Centella_ se arrojaba del barquito, alcanzaba á nado
los pájaros, todavía vivos, y los traía con expresión triunfante
hasta las manos del cazador. La escopeta del tío _Paloma_ no estaba
inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al parroquiano, adulándole
á tiros, como era su costumbre. Cuando veía un pájaro próximo á
escapar, disparaba, haciendo creer al burgués que era él quien lo
había derribado.
Pasó á nado una hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín
y el tío _Paloma_, desapareció en el carrizal.
--_¡Va ferida!_--gritó el viejo barquero.
El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las
cañas, sin que pudiesen recogerla...
--_¡Búscala, Sentella!... ¡Búscala!_--gritó Tonet á su perra.
_Centella_ se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal con gran
estrépito de las cañas, que se abrían á su paso.
Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el pájaro. Pero
el abuelo mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en
una punta de la Albufera, y como ganasen el cañar, iban á morir al
y divertir las mandíbulas. Lo bueno era esto; las morcillas, la
longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los dientes,
dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después,
sin tener nunca bastante.
Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero,
_Sangonera_ sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente
sus obligaciones, y siempre con las mandíbulas ocupadas, miraba á
todos lados, lanzando unos gritos que parecían mugidos:
--_¡Per la part del Saler!... ¡Per la part del Palmar!_
Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba
quieta la bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de
Neleta; y el rojo líquido parecía excitar su apetito, abriendo nuevas
simas en el estómago sin fondo. Sus ojos brillaban con el fuego de
una embriaguez feliz; su cara, en fuerza de colorearse, tomaba un
tinte violáceo, y los eructos ruidosos le conmovían de pies á cabeza.
Con sonrisa placentera se golpeaba el hinchado vientre.
--_¡Eh! ¿qué tal? ¿cóm va això?_--preguntaba á su estómago, como si
fuese un amigo, dándole palmadas.
Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre
bien comido que bebe en plena digestión: no la borrachera triste y
lóbrega que le acometía en su miseria cuando arrojaba copas y copas
en el estómago vacío, encontrando en las riberas del lago gentes que
le convidaban siempre á beber, pero nadie que le ofreciera un pedazo
de pan.
Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La
Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso,
parecía rasgarse con una sonrisa igual á aquella que le acarició
una noche en el camino de la Dehesa. Únicamente veía negro, con la
lobreguez de una tumba vacía, el puchero que guardaba entre las
piernas. Se lo había comido todo. Ni restos quedaban del embutido.
Quedó como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su
apetito le dió risa, y para pasar la amargura de la falta, empinó la
bota largo rato.
Reía á carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer
su hazaña, y con el deseo de completarla, probando todos los víveres
de don Joaquín, destapó el tercer puchero.
_¡Rediel!_ Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la
piel dorada y chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor,
sin cabeza, con los muslos unidos al cuerpo por varias vueltas de
tostado bramante y la pechuga saliente y blanca como la de una
señorita. ¡Si no metía mano á aquello no era hombre! ¡Aunque don
Joaquín le soltase un escopetazo!... ¡Cuánto tiempo que no probaba
tales golosinas! No había comido carne desde la época en que servía
de perro á Tonet y cazaban por bravura en la Dehesa. Pero pensando en
la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago, aumentábase el
placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la piel
dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por
la comisura de sus labios.
Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar,
mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si
estuviera empeñado en una apuesta.
De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de
alborotar y hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y
las arrojaba contra los pájaros que volaban lejos, como si pudiera
alcanzarlos.
Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le
había proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba
de tú con tranquila insolencia, y sin que se viera un ave en el
horizonte, bramaba con mugido interminable:
--_¡Chimo! ¡Chimo!... ¡Tira... que t’entren!_
En vano se revolvía el cazador mirando á todas partes. No se veía un
pájaro. ¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse
para recoger las fúlicas muertas que flotaban en torno del puesto.
Pero _Sangonera_ volvía á encogerse en la barca sin obedecer el
mandato. ¡Tiempo quedaba! ¡Ya iría después! ¡Que matase mucho era su
deseo!... En su afán de probarlo todo, destapaba ahora las botellas,
gustando tan pronto el ron como la absenta pura, mientras la Albufera
comenzaba á obscurecerse para él en pleno sol y sus piernas parecían
clavarse en las tablas de la barca sin fuerzas para moverse.
Á mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo
que le obligaba á permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano
sonaba su voz en el silencio.
--_¡Sangonera!... ¡Sangonera!_
El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba
fijamente, repitiendo que iba en seguida: pero continuaba inmóvil,
como si no lo llamasen á él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar,
le amenazaba con un escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie
tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola junto á sus
manos, y por fin comenzó á aproximarse lentamente.
Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas,
entumecidas por tantas horas de espera. El barquero, por su mandato,
comenzó á recoger los pájaros muertos; pero lo hacía á tientas, como
si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto ímpetu, que
varias veces hubiese caído al agua á no sostenerlo el amo.
--_¡Malaít!_--exclamaba el cazador--. _¿Es que estás borracho?_
Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada
estúpida de _Sangonera_. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y
mustia; las botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la
cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin miedo á que cayera
nada!
Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre
el barquero, pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con
asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo?... ¡Vaya un modo
de dar mojaditas que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta
cosa?... ¿Podía caber en estómago humano?...
Pero _Sangonera_, oyendo al enfurecido cazador, que lo llamaba pillo
y sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:
--_¡Ay don Joaquín!... ¡Estic mal! ¡Molt mal!..._
Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus
ojos que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían
sostenerse erguidas.
Enfurecido el cazador, iba á golpear á _Sangonera_, cuando éste se
desplomó en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja
como si quisiera abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota,
con dolorosas convulsiones que crispaban su cara, dando á los ojos
una vidriosa opacidad.
Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones,
pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía
asfixiarle con su peso.
El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje
á la Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía
condenado á coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia
el Saler, se apiadaron de sus gritos unos labradores de los que
cazaban sueltos por el lago.
Reconocieron á _Sangonera_ y adivinaron su mal. Era un atracón de
muerte: aquel vagabundo debía acabar así.
Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa
á prestar ayuda hasta á los más humildes, cargaron á _Sangonera_ en
su barca para llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba
con el cazador, satisfecho de servirle de barquero á cambio de
disparar su escopeta.
Á media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo en la
orilla del canal, con la inercia de un fardo.
--_¡Pillo!... ¡Alguna borrachera!_--gritaban todas.
Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto
como un muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente.
No era sólo embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía
decirse que su carne era de perro. Relataban aquel atragantamiento
portentoso que le ponía á morir, y las gentes del Palmar reían
asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas de
que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.
¡Pobre _Sangonera_! La noticia de su enfermedad circuló por todo
el pueblo, y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de
la barraca, asomándose á este antro, del que todos huían antes.
_Sangonera_, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en
el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de
dolor, como si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él
nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos á medio masticar.
--_¿Cóm estás, Sangonera?_--preguntaban desde la puerta.
Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de
posición para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el
pueblo.
Otras mujeres, más animosas, entraban, arrodillándose junto á él, y
le tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían
entre ellas sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que
habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban á ciertas
viejas acreditadas por sus remedios, que gozaban mayor respeto que
el pobre médico del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas
guardadas misteriosamente en sus barracas; presentábanse otras con un
puchero de agua caliente, queriendo que el enfermo se lo tragase de
golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz tenía _parada_ la
comida en la boca del estómago y había que hacer que _arrancase_...
¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una borrachera y él
estirando la pata de un atracón. ¡Qué familia!
Nada revelaba á _Sangonera_ la gravedad de su estado como esta
solicitud de las mujeres. Se miraba en la conmiseración general como
en un espejo y adivinaba el peligro al verse atendido por las mismas
que el día anterior se burlaban de él, riñendo á los maridos y á los
hijos cuando los encontraban en su compañía.
--_¡Pobret! ¡Pobret!_--murmuraban todas.
Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia,
le rodeaban, saltando sobre los residuos hediondos que salían á
borbotones de su boca. Ellas sabían lo que era aquello: tenía _un
nudo_ en las tripas; y con caricias maternales le decidían á que
abriese sus mandíbulas, apretadas por la crispación, haciéndole
tragar toda clase de líquidos milagrosos, que al poco rato devolvía á
los pies de las enfermeras.
Al cerrar la noche lo abandonaron. Habían de guisar la cena en sus
casas, y el enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo
la luz rojiza de un candil que las mujeres colgaron de una grieta.
Los perros del pueblo asomaban á la puerta sus hocicos y consideraban
largamente con sus ojos profundos al enfermo, alejándose después con
lúgubre aullido.
Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca.
En la taberna de _Cañamèl_ se hablaba del suceso, y los barqueros,
asombrados de la hazaña de _Sangonera_, querían verle por última vez.
Se asomaban á la puerta con paso vacilante, pues los más de ellos
estaban ebrios después de haber comido con los cazadores.
--_Sangonera... ¡Fill meu! ¿Cóm estás?_
Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de
inmundicias en que se revolvía el enfermo. Algunos, más animosos,
llegaban hasta él para bromear con brutal ironía, invitándolo á
beber la última copa en casa de _Cañamèl_; pero el enfermo sólo
contestaba con un ligero mugido y cerraba los ojos, sumiéndose de
nuevo en su sopor, cortado por vómitos y estremecimientos. Á media
noche el vagabundo quedó abandonado.
Tonet no quiso ver á su antiguo compañero. Había vuelto á la taberna,
después de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor,
rasgado á trechos por rojas pesadillas y arrullado por las
descargas de los cazadores, que rodaban en su cerebro como truenos
interminables.
Al entrar se sorprendió viendo á Neleta sentada ante los toneles, con
una palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como si
hubiese pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la
fuerza de ánimo de su amante.
Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se
sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad.
Después de larga pausa, ella se atrevió á preguntarle. Quería
saber cómo había cumplido su encargo. Y él contestó, con la cabeza
inclinada y los ojos bajos, cual si todo el pueblo le contemplase...
Sí; lo había dejado en lugar seguro. Nadie podría descubrirlo.
Tras estas palabras, cambiadas con rapidez, los dos quedaron
silenciosos, pensativos: ella tras el mostrador, él sentado en la
puerta, de espaldas á Neleta, evitando verla. Parecían anonadados,
como si gravitase sobre ellos un peso inmenso. Temían hablarse, pues
el eco de su voz parecía avivar los recuerdos de la noche anterior.
Habían salido de la situación difícil: ya no corrían ningún peligro.
La animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo se había
resuelto. Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su
sitio; nadie podía sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin
embargo, los amantes se sentían súbitamente alejados. Algo se había
roto para siempre entre los dos. El vacío que dejaba al desaparecer
aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba inmensamente, aislando
á los dos miserables. Pensaban que en adelante no tendrían más
aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo crimen.
Y en Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella
desconocía la verdadera suerte del pequeño.
Al llegar la noche se llenó la taberna de barqueros y cazadores
que volvían á sus tierras de la Ribera, mostrando los manojos de
pájaros muertos, ensartados por el pico. ¡Gran tirada! Todos bebían,
comentando la suerte de determinados cazadores y la brutal hazaña de
_Sangonera_. Tonet iba de grupo en grupo, con el deseo de distraerse,
discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito de
olvidar por medio de la embriaguez le hacía beber y beber con forzada
alegría, y los amigos celebraban el buen humor del _Cubano_. Nunca le
habían visto tan alegre.
El tío _Paloma_ entró en la taberna y sus ojillos escudriñadores se
fijaron en Neleta.
--_¡Reina!... ¡Qué blanca! ¿Es que estás mala?..._
Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la había dejado dormir,
mientras el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala
noche á la fuga inexplicable de su nieto. Después se encaró con
éste. Le había puesto en ridículo ante aquel señor de Valencia.
Su conducta no era digna de un barquero de la Albufera. Con menos
motivo había dado de bofetadas á más de uno en sus buenos tiempos.
Sólo á un perdido como él podía ocurrírsele convertir en barquero á
_Sangonera_, que había reventado de hartura apenas lo dejaron solo.
Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir á aquel señor. Dentro de
dos semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba
á ser su barquero. El tío _Paloma_, aplacando su cólera ante las
explicaciones del nieto, dijo que ya había invitado á don Joaquín
á una cacería en los carrizales del Palmar. Vendría á la semana
siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros. Había que contentar á
la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera siempre buenos
aficionados. Si no, ¿qué sería de la gente del lago?
Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir á la habitación
de Neleta se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se
buscó; parecían huir uno del otro, encontrando cierto alivio en su
aislamiento. Temblaban de verse juntos en la habitación. Temían que
resucitase el recuerdo de aquel ser que había pasado entre los dos
como el lamento de una vida inmediatamente sofocada.
Al día siguiente Tonet volvió á embriagarse. No quería verse á solas
con su razón: necesitaba embrutecerla con el alcohol para conservarla
muda y dormida.
Llegaban á la taberna nuevas noticias sobre el estado de _Sangonera_.
Se moría sin remedio. Los hombres habían vuelto á sus faenas y las
mujeres que entraban en la barraca del vagabundo reconocían la
impotencia de sus remedios. Las más viejas explicaban la enfermedad
á su modo. Se le había podrido el tapón de alimentos que cerraba la
boca de su estómago. No había más que ver cómo se le hinchaba el
vientre.
Llegó el médico de Sollana en una de sus visitas semanales, y lo
llevaron á la barraca de _Sangonera_. El jornalero de la ciencia
movió la cabeza negativamente. Nada quedaba que hacer. Era una
apendicitis mortal: la consecuencia de un abuso extraordinario que
llenaba de asombro al médico. Y por el pueblo repetían lo de la
apendicitis, recreándose las mujeres en pronunciar una palabra tan
extraña para ellas.
El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la
barraca de aquel renegado. Nadie como él sabía despachar á la gente
con prontitud y franqueza.
--_¡Che!_--dijo desde la puerta--. _¿Tú eres cristiá?_
_Sangonera_ hizo un gesto de asombro. ¿Que si era cristiano? Y
como escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca,
acariciando con arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que
se veía por los desgarrones de la cubierta.
¡Bueno, pues; entre hombres fuera mentiras! continuó el vicario.
Debía confesarse, porque iba á morir... Ni más ni menos. Aquel cura
de escopeta no usaba rodeos con sus feligreses.
Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su
existencia, llena de miserias, se le apareció con todo el encanto de
la libertad sin límites. Vió el lago con sus aguas resplandecientes;
la Dehesa rumorosa, con sus espesuras perfumadas, llena de flores
silvestres, y hasta el mostrador de _Cañamèl_, ante el cual soñaba,
contemplando la vida de color de rosa al través de los vasos... ¡Y
todo aquello iba á abandonarlo!... De sus ojos vidriosos comenzaron
á rodar lágrimas. No había remedio: le llegaba la hora de morir.
Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa celestial, de inmensa
misericordia, que una noche le acarició junto al lago.
Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó
en voz baja al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan
innumerables que no podía recordarlas más que en masa. Junto con
sus pecados revelaba sus esperanzas: su fe en Cristo, que vendría
nuevamente á salvar á los pobres; su encuentro misterioso de cierta
noche en la orilla del lago. Pero el vicario le interrumpía con
rudeza:
--_Sangonera, menos romansos. ¡Tú delires!... La veritat... digues la
veritat._
La verdad ya la había dicho. Todos sus pecados consistían en huir del
trabajo, por creer que era contrario á los mandatos del Señor. Una
vez se había resignado á ser como los demás, á prestar sus brazos á
los hombres, poniéndose en contacto con la riqueza y sus comodidades,
y ¡ay! pagaba esta inconsecuencia con la vida.
Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final
del vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la
iglesia, pero moría como un cristiano. Su enfermedad no le permitía
recibir al Señor, y el vicario le administró el último sacramento,
manchándose la sotana con sus vómitos.
Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban
por abnegación á amortajar á todos los que morían en el pueblo. En
la choza era insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y
asombro de la agonía de _Sangonera_. Desde el día anterior no eran
alimentos lo que arrojaba su boca. Era algo peor: y las vecinas,
apretándose las narices, se lo imaginaban tendido en la paja, rodeado
de inmundicias.
Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la cara
crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada
de oreja á oreja por las últimas convulsiones.
Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio,
sentían tierna conmiseración por aquel infeliz que se había
reconciliado con el Señor después de una vida de perro. Quisieron que
emprendiese dignamente el último viaje, y marcharon á Valencia para
los preparativos del entierro, gastando una cantidad que jamás había
visto _Sangonera_ en vida.
Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco
con galones de plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del
vagabundo.
Sus antiguos compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el
alcohol, conteniendo la risa que les causaba ver á su amigote tan
limpio, en una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte
parecía cosa de broma. ¡Adiós, _Sangonera_!... ¡Ya no se vaciarían
los _mornells_ antes de la llegada de sus dueños; ya no se adornaría
con las flores de los ribazos como un pagano ebrio! Había vivido
libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance de
la muerte sabía marchar al otro mundo con aparato de rico, á costa
de los demás.
Á media noche metieron el féretro en el _carro de las anguilas_,
entre los cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros
tres amigos, condujo el cadáver al cementerio, deteniéndose en todas
las tabernas del camino.
Tonet no se dió exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía
entre tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un
mutismo profundo. El miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar
demasiado.
--_¡Sangonera ha mòrt! ¡El teu compañero!_--le decían en la taberna.
Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los
parroquianos atribuían su silencio á la pena por la muerte del
camarada.
Neleta, blanca y triste, como si á todas horas pasase y repasase un
fantasma ante sus ojos, pretendía evitar que su amante bebiera.
--_Tonet, no begues_--decía con dulzura.
Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que
la contestaba el borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella
voluntad se había desvanecido. Algunas veces veía brillar en sus ojos
un odio naciente, una animosidad de esclavo resuelto á chocar con el
antiguo opresor, aniquilándolo.
No prestaba atención á Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles
de la casa. Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier
rincón, y allí permanecía como muerto, mientras la _Centella_, con el
dulce instinto de los perros, acariciaba su rostro y sus manos.
Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la
embriaguez comenzaba á desvanecerse, sentía una inquietud penosa.
Las sombras de los que entraban en la taberna, al proyectarse en el
suelo, le hacían levantar la cabeza con alarma, como si temiese la
aparición de alguien que turbaba sus sueños con el escalofrío del
terror. Necesitaba reanudar la embriaguez, no salir de su estado de
embrutecimiento, que le amodorraba el alma embotando sus sensaciones.
Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento,
todo le parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos
muchos años desde aquella noche pasada en el lago; la última de
su existencia de hombre, la primera de una vida de sombras, que
atravesaba á tientas, con el cerebro obscurecido por el alcohol. El
recuerdo de aquella noche le hacía temblar apenas se sentía libre
de la embriaguez. Solamente borracho podía tolerar este recuerdo,
viéndolo indeciso, como una de esas vergüenzas lejanas cuya evocación
duele menos perdida en las brumas del pasado.
Su abuelo vino á sorprenderle en este embrutecimiento. El tío
_Paloma_ aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín
para una cacería en los carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su
palabra? Neleta le instó á que aceptase. Estaba enfermo, le convenía
distraerse, llevaba más de una semana sin salir de la taberna. El
_Cubano_ se sintió atraído por la promesa de un día de agitación. Su
entusiasmo de cazador volvió á renacer. ¿Iba á vivir siempre lejos
del lago?
Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnífica escopeta
del difunto _Cañamèl_; y ocupado en esto bebió menos. La _Centella_
saltaba en torno de él, ladrando de alegría al ver los preparativos.
Á la mañana siguiente se presentó el tío _Paloma_, trayendo en el
barquito á don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador.
El viejo estaba impaciente y daba prisa á su nieto. Sólo quería
detenerse el tiempo preciso para que el señor tomase un bocado, y en
seguida á los carrizales. Había que aprovechar la mañana.
Al poco rato partieron: Tonet delante, llevando la _Centella_ en su
barquito como un mascarón de proa, y á continuación la barca del
tío _Paloma_, donde don Joaquín examinaba con asombro la escopeta
del viejo, aquella arma famosa llena de remiendos, de la que tantas
proezas se contaban en el lago.
Los dos barquitos salieron á la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo
perchaba hacia la izquierda, quiso saber dónde iban. El viejo se
asombró de la pregunta. Iban al _Bolodró_, la _mata_ más grande de
las inmediatas al pueblo. Allí abundaban más que en otros puntos los
gallos de cañar y las pollas de agua. Tonet quería ir lejos; á las
_matas_ del centro del lago. Y entre los dos barqueros comenzó una
empeñada discusión. Pero el viejo acabó por imponerse, y Tonet tuvo
que seguirle de mala voluntad, moviendo sus hombros como resignado.
Los dos barquitos entraron en un callejón de agua entre los altos
carrizos. La anea crecía á manojos entre los _senills_; las cañas
se confundían con los juncos, y las plantas trepadoras, con sus
campanillas blancas y azules, se enredaban en esta selva acuática
formando guirnaldas. La confusa maraña de raíces daba una apariencia
de solidez á los macizos de cañas. En el callejón, el agua mostraba
en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la superficie,
no sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos ó se
arrastraban sobre campos verdosos cubiertos por un débil cristal.
El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera,
que aún parecía más salvaje á la luz del sol: de vez en cuando un
chillido de pájaro en la espesura; un ruido de burbujas en el agua,
delatando la presencia de bichos ocultos entre las viscosidades del
fondo.
Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que pasasen los pájaros
de un lado á otro del espeso carrizal.
--_Tonet, dona una vòlta_--ordenó el viejo.
Y el _Cubano_ salió con su barquito á toda percha para rodar en
torno de la _mata_, sacudiendo las cañas á fin de que, asustados los
pájaros, se trasladasen de una punta á otra del carrizal.
Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar. Cuando volvió al
lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los pájaros que,
inquietos y asustados, cambiaban de guarida, pasando por el espacio
descubierto.
Asomábanse las pollas á aquel callejón desprovisto de cañas, que
dejaba su paso al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse,
pero por fin, unas volando y las otras á nado, pasaban la vía de
agua, y en el mismo momento alcanzábalas el disparo del cazador.
En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las
satisfacciones de un gran tirador, viendo la facilidad con que abatía
las piezas. La _Centella_ se arrojaba del barquito, alcanzaba á nado
los pájaros, todavía vivos, y los traía con expresión triunfante
hasta las manos del cazador. La escopeta del tío _Paloma_ no estaba
inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al parroquiano, adulándole
á tiros, como era su costumbre. Cuando veía un pájaro próximo á
escapar, disparaba, haciendo creer al burgués que era él quien lo
había derribado.
Pasó á nado una hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín
y el tío _Paloma_, desapareció en el carrizal.
--_¡Va ferida!_--gritó el viejo barquero.
El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las
cañas, sin que pudiesen recogerla...
--_¡Búscala, Sentella!... ¡Búscala!_--gritó Tonet á su perra.
_Centella_ se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal con gran
estrépito de las cañas, que se abrían á su paso.
Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el pájaro. Pero
el abuelo mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en
una punta de la Albufera, y como ganasen el cañar, iban á morir al
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