Agua de Nieve (Novela) - 08

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mía--dicho sea sin ofender á nadie,--los alados rizos de usted volverán
á su pristino color de oro.
--Sí, oro puro, eso es; digo, así era el pelo de mi hermana, porque yo,
todavía...--insiste ruborosa Filomena.
--Usted está admirable, como siempre,--adula el boticario--y muy joven;
no pasa día por usted.
Con el regocijo de poder aliñar chistes en su tertulia, á costa de la
Bernalda, don Celso mostróse decidor y pegajoso como las pastillas que
iba á comprar Filo. Y poco después salió de la farmacia la ilusa jamona,
llevando en los oídos un soniqueo de galantes chocheces, en la fantasía
la promesa de un tinte para las canas, y en el corazón las ilusiones de
una boda posible.
Aquella noche las de Bernaldo se acostaron con pañuelo á la cabeza,
untadas del betún que don Celso les envió discretamente, mientras en la
tertulia de la rebotica, unos señores ociosos reían la broma del
boticario viudo á la noble doncella Filo.
En tan leve suceso se infló pronto la suposición de unas relaciones
amorosas entre el químico taimado y la dama teñida. Ella, con sus
dengues y sonrojos, dió alientos á la fábula, y en la penumbra de la
vida social torremarina se comentó el asunto como si valiese la pena de
reirle ó de tomarle en serio, mientras los rizos de Filomena seguían
blanqueando, un poco mustios, ente el tizne y la grasa de la tintura
maravillosa...
De todo lo cual se enteró Regina con burlas y pormenores referidos en su
presencia durante el visiteo de la temporada.
Pero de cuantos lances supo la curiosa, con interés y fisga, desde su
nido averiguador, ninguno le interesa tanto como el misterio que
envuelve á sus amigos los de Ramírez. Secreto, dolor y amor; tales son
los estímulos mayores para el corazón intranquilo de la de Alcántara, y
los tres le subyugan á la par, en aquella familia breve y descollante,
donde parece refugiado el antiguo recuerdo de la «viajera rubia».
Muchas veces la dulce voz de Marta ha vuelto á anunciar en la puerta de
Regina:
--Don Carlitos Ramírez.
Pero el joven halló ocupado por otras personas el grato rincón de sus
íntimas confidencias, y siempre prolonga poco su estada allí, creyendo
notar que se interrumpen ó aplazan algunas conversaciones por causa
suya.
Receloso y susceptible, Carlos huye el peligro de que le moleste en
público la más ligera alusión ó indirecta al nombre de su madre. Y no
anda equivocado suponiendo que la triste historia de la dama es todavía
asunto que en la ciudad apasiona y ocupa á las mujeres. Por eso Regina
sabe que Carlota de Heredia se fugó enamorada... ¿De quién?... Algo
confuso queda este acertijo. La fuga realizóse en un barco que desde
Santander hizo rumbo á Francia. Como únicos pasajeros iban con la dama
un sacerdote, un anciano y un poeta...
--¿Cuál de los tres?--se preguntaba don Celso, que «como hombre de
ciencia» era algo volteriano.
Siguiendo la opinión general, Regina dice: el poeta. Esta perspicacia
adivinadora no aclara las negruras del percance. Porque ¿dónde y cuándo
conoció y quiso la fugitiva al incógnito rimador? Ella casó en los
albores de su juventud y parecía vivir muy á gusto en la solitaria
residencia de su esposo, la que no abandonaba ni para bajar al puerto.
¿De qué países fantásticos le llegó la cita amorosa y qué hechizos
fatales la indujeron á la tremenda aventura? Con las huellas de la dama
bórrase el camino de todas las suposiciones.
Afirman los curiosos que don Juan Ramírez no ha buscado á su mujer,
aunque vive en amarga desesperación, loco de pesadumbre, porque adora á
la ausente... Otros cuentan que Carlos, con sigilo y empeños, logró ya
descubrir á la fugada y procura convertirla hacia el triste hogar. Pero,
en resumen, nadie, á sabiendas, puede decir dónde está la señora de
Ramírez, por qué, ni con quién huyó. Ni aun es posible suponer la
actitud del abandonado esposo, retraído en el más absoluto aislamiento
después del drama, y desde años atrás casi en divorcio con la
población.
Una nota alegre rompe de improviso la obscura tristeza del _Robledo_.
Ana María se casa con Adolfo Velasco, _Velasquín_ como familiarmente se
le dice. Ya es casi oficial esta boda, que une á las dos familias más
pudientes y encumbradas de la ciudad. Y la noticia es causa de grandes
admiraciones en el vecindario. Sábese que la madre del novio es dama
austera de mucho recato y sólidas virtudes, y sorprende la seguridad de
que la rígida señora estimula con su patrocinio y simpatía la mutua
afición de los muchachos.--¿Cómo--dicen los chismes populares--la
displicente viuda acoge con regocijo, para nuera, á la hija de Carlota?
Mirando los sucesos al través de Torremar, también á Regina le extraña
el caso. Velasquín, mozo arrogante y distinguido, la primera figura
masculina de la juventud porteña, está emparentado con rancios linajes
españoles, y por sus méritos y posición, bien pudo él buscar novia tan
noble y adinerada como Ana María, sin que tuviese mácula en el nombre de
su madre...
Por cierto que los Velascos no han ido á visitar á la de Alcántara, y
sólo con unas tarjetas ceremoniosas hicieron los honores del regreso á
la interesante señorita. Lo está ella reflexionando con disgusto, cuando
se dibuja sobre aquel enojo el perfil encantador de Ana María. Todas las
memorias se obscurecen á la luz ideal de este semblante, lleno de
sencillez y de frescura.
No es «una belleza» la niña de Ramírez; pero tiene un conjunto armonioso
de juventud y de bondad, tan apacible y amable, que la admiran como
portento de hermosura cuantos ojos la contemplan, y los corazones se
van en pos de su gracia.
Sólo así se comprende que, teniendo la moza pocos años, rica dote y
gentil presencia, no sufra de enemigos ni de envidias en los angostos
límites de tan menuda ciudad.
Meditando la de Alcántara en estos privilegios de su amiga, murmura con
admiración un poco triste: «No sé qué hechizo es el suyo para cautivar
así.» Y la recuerda en el ademán de aquel abrazo con que anudó al cuello
de la repatriada un roto collar de infantiles memorias. Fué una de
aquellas tardes de expectación para Regina, cuando en su gabinete se
hizo más agitado y reverencioso el movimiento de saludos: llegó Carlos
Ramírez con su hermana, y ambos mostráronse tímidos un instante al
advertir la presencia de un gran cortejo. Mas de pronto, Ana María
dominó su cortedad en fuerte impulso de emoción, y abrazóse á la
compañera de su niñez, prendiéndola con un lazo de cálida ternura. ¿Qué
se dijeron las dos muchachas, juntos los labios y los corazones que
tantas veces compartieran sonrisas y latidos? Habláronse á media voz,
dulces y truncas frases de amistad y tristeza. En las palabras
vehementes de Ana María cantó el sentimiento una romanza cordial y
piadosa, mientras la rubia de los negros ojos pretende analizar sus
impresiones en aquel mismo instante, al calor de los halagos que recibe
y prodiga. De tan inusitada exploración saca la escéptica esta sola
conjetura:--La niña del _Robledo_--dícese--es hogaño mujer seductora que
hace honor á las gracias de su madre; pero nuestras caricias son
aparentes, de seguro; esta emoción que nos sacude no es más que
sorpresa, tal vez miedo... Entre dos mozas casaderas no cabe un cariño
desinteresado; no puede existir la pura amistad, ni la simpatía noble...
Estamos representando una comedia...
Y desde aquel momento la de Alcántara puso una triste suposición de
hipocresía y falsedad en su íntimo trato con la de Ramírez, y amargó las
frases y los besos de tan dulces relaciones, no mirando en Ana María á
la paciente compañera de su niñez, sino á la terrible rival de su
juventud.
Contribuyó á la malevolencia de estos juicios una casualidad muy
frecuente en semejantes asuntos; la moza recién llegada había pensado
elegir novio en el pueblo, y no supo sin sordas inquietudes que era el
novio de su amiga la flor de los galanes torremarinos.
Esta averiguación impulsaba hacia el _Robledo_, con empuje de lucha,
todos los instintos de Regina; era un excitante con que su vanidad y su
impaciencia despertaron, fuertes y belicosas, después del sueño de
aquella temporada.
Algunas sutiles inspiraciones detuvieron á la inquieta mujer antes de
lanzarse á buscar entre los de Ramírez, con arrebato ansioso, el drama
secreto de Carlota, el amor dulcísimo de Carlos, y tal vez la envidiable
felicidad de Ana María. Irresoluta un punto la de Alcántara, trató de
contener su insaciable apetito de emociones delante de aquellos dos
hermanos que desde niños la querían, y en quienes adivinaba, á despecho
de sus fatales ideas sobre la amistad, raras virtudes de adhesión. Acaso
por primera vez quiso Regina combatir el ciego ímpetu de su naturaleza
imperiosa. Y puso la atención nuevamente sobre el sencillo programa de
existencia que se trazó á sí misma en alegre amanecer de ilusiones,
cuando rememoró su vida y sus pesares al tocar tierra española, salvando
del naufragio de sus quimeras una firme esperanza de ventura. Este
sedante recuerdo amansó un poco la naciente agitación de su espíritu.
Sonrió á su ideal de vida humilde, entre la tierra y las olas, poseyendo
un jardín y un balandro; haciéndose querer de sus vecinos por la dulzura
y sencillez de costumbres; practicando habilidades caseras y devociones
religiosas, y esperando tranquilamente á la señora felicidad, que pasito
á pasito llegaría en la forma de un arrogante mozo. Las cinco hijas del
juez, portento de economía inverosímil, enseñarían á la novata á
inventar postres, bordados y vestidos; el viejo doctor, D. Fermín Pérez,
la sometería á un plan higiénico y saludable contra las aprensiones que
la mortificaban; y del bondadoso párroco don Amador Olmeda, aceptaría la
sabia dirección espiritual que con discreto interés le brindara desde su
primera visita aquel dechado de sacerdotes.
Débiles eran estos sanos propósitos. Como si su mantenedora les augurase
inutilidad y fracaso, abandonóse á ellos sin fervor y los puso en
práctica tibiamente...
Entorna Regina los ojos con resignación al murmullo de las
conversaciones, que se van haciendo pesadas para ella, en las tertulias
de su gabinete: compra libros de rezo y manto devoto; y, del bolsillo de
una falda manida, náufraga en el fondo de un baúl, extrae un rosarito,
que Eugenia abrillanta con afán, asegurándole á la señorita:
--Es el que usó tu madre para diario.
Aquel soplo efímero de piedades mueve en la casa un ligero vaivén
sentimental. Eugenia coloca sobre la cama de su niña un abandonado
lienzo donde se aparece la Virgen del Carmen con el Niño Dios en los
brazos. Marta, con disimulo y reserva, enciende á San Antonio una
mariposa en un altarcillo parroquial; y Regina manda hacer funerales por
sus difuntos, y pide con urgencia á Santander dos grandes ampliaciones
de los retratos de sus padres. Quiere colgarlas en el saloncito
dormitorio, allí donde piensa rezar y coser, glosando los amores de
Filomena y don Celso, con embustes de las de Estrada y sandeces de la
señora del alcalde, una dama que suele hablar de historia y literatura,
confundiendo á doña Juana la Loca con doña Beatriz de Galindo.
Lleva Regina sus planes discretos hasta suponer que será la tierna
confidente de Ana María, la fraternal camarada de Carlos y la devota
practicante de todas las novenas y congregaciones de Torremar.
Con esta sola hipótesis ya se juzga ella un prodigio de abnegación, una
heroína de la amistad y la misericordia.
Ya se siente crucificada en el más duro de los sacrificios; suspira con
aire pesaroso, y luego rompe á reir, pensando que todo aquello es una
broma irrealizable, una absurda ocurrencia reñida con el señorío
indominado de sus prácticas y sus gustos...
Pablo, el marino jardinero, siente la placidez de aquella bonanza
casera, y pide la nave que Regina le había ofrecido. A tiempo que el
futuro patrón y la señorita riegan las flores, á la caída de la tarde,
es cuando el mozo se atreve á recordar aquella halagadora promesa.
--Para las regatas de los Mártires--masculla enrojecido--ya puede estar
en el balandro aquí.
Oyó Pablo contar que en Inglaterra tienen los yates hechos, y que los
mandan á la medida, en cuanto se escribe.--Así lo consiguieron los
señoritos del Club, en un periquete.
Pone la dama su mano de lirio en el hombro medio desnudo del marinero, y
asegura su oferta con suavísimo agrado. El mozo se inmuta bajo la
presión sedosa de aquella manecita condescendiente, y la muchacha,
sonriendo y mirándole, le aturde hasta hacerle sudar y palidecer.
Quédase allá abajo quieto y confuso el paisaje marino. Cruzan el aire
como saetas dos golondrinas, y en un hermoso cielo de julio, muere la
luz del sol humildemente, sobre el repique grave de una campana y la
canción profunda de las olas.


V
EL ENSUEÑO DEL BALANDRO.--CORTE DE AMOR Y GALANTERÍA.--CABALLERO EN
BRIOSO ALAZÁN...

VEHEMENTE, bullidora como la espuma, como la espuma tornadiza y frágil,
pone la de Alcántara en sus proyectos el ímpetu de las cosas que no se
realizan jamás. ¡Con qué entusiasmo se entrega á los ardores de la
imaginación, sin perjuicio de abandonarse después á la indolencia y la
acritud, desmenuzando cruelmente las causas de sus recónditos
sentimientos! Todo se le vuelve tejer fantasías y destejer emociones,
como la sombra de Penélope.
Allá van ahora, con ínfulas de actividad, sus bellos planes de burguesa
urdimbre. Cosen las niñas del juez al lado de la extravagante moza,
mientras ella asegura que va á empezar un encaje «al día siguiente». Ha
decidido encargar su balandro á los _Talleres de San Martín_, en
Santander; tendrá de largo siete metros, y le costará unas doce mil
pesetas. «Mañana mismo» va á escribir pidiéndole, y dará mucha prisa
para que se le entreguen pronto.
_Timonel_, el viejo amigo de la señorita, está muy interesado en esta
compra, y tiene con la dama una conferencia sobre el negocio:
--Buen aparejo y buen personal para manejarle--recomienda prudente.
--¿Le parece bien Pablo?
El viejuco, con pertinaz guiño, como si escudriñase un horizonte
peligroso, mira hacia adelante en lenta pausa, y replica:
--Sí, Pablo me parece bastante bien.
Luego se ofrece á probar él la nave y el piloto para mayor seguridad. Le
preocupa á la muchacha el nombre que ha de ponerle; un nombre bonito y
raro... Alza los ojos como si le buscase por el techo; y á poco, las
niñas del juez, el marino, Eugenia y Marta, que están presentes,
levantan la cabeza, buscando también por allá arriba. Sólo encuentran
unas cuantas moscas que giran lentamente en un rayo de sol.
--«Eso»--alude _Timonel_, fallido--se discurre cuando el barco está
pronto. Y «hacemos» aquí el bautizo, que es cosa maja y divertida,
fiesta _solene_, con cura y todo...
--Velasquín--dice una de las aplicadas costureras--también tiene pedido
un balandro no sé adónde.
--¿Y sabéis cómo le va á llamar?--inquiere la de Alcántara.
Marta sonríe muy segura.
--Le llamará Ana María, como la novia.
Recae la atención en este noviazgo, tema favorito de _todas_ las
conversaciones en la actualidad. Y _Timonel_, luego que dedica algunos
pintorescos elogios á la gentil pareja, se despide, volteando la gorra
en sus manos endurecidas como raíces secas y ásperas. Es un viejo
sonriente y firme, que cuelga sobre el pecho, desnudo y velloso, los
nevados flecos de una barba hirsuta. Tiene cierta costumbre fina de
tratar con el señorío, y se paga mucho de su privanza con los marinos de
afición más ilustres en Torremar desde las tres generaciones últimas.
Al salir del gabinete deja _Timonel_ sobre la alfombra la huella vaga de
sus zapatos enormes, y en el aire un fuerte olor á marisco y á brea.
Quédanse las señoras conversando de Ana María y Velasquín. Las del juez
cuentan que el novio es riquísimo; que tiene automóviles, caballos,
caseríos, fincas rústicas y millones de pesetas.
--No exageréis--arguye Regina con gesto impertinente--.
Además--cuestiona--, Adolfo tiene un hermano.
--Sí, pero Manuel no se casará. Sólo piensa en los libros y en los
descubrimientos biológicos.
--Puede gastar su fortuna en bichos ó en rarezas.
--Adora á su hermano, que es el ídolo de la casa, y que disfrutará todo
el caudal, seguramente--afirma la del juez muy convencida. Las demás,
conocedoras de estos caudales y estas adoraciones, dicen que sí con
igual certidumbre. Y se dobla la frente de Regina opresa en la
meditación que surge de aquellos comentarios:--Poco--piensa--se ha
detenido Ana María en este gabinete recién abierto á la playa de nuestra
niñez. Con la disculpa de que el _Robledo_ está muy distante y de que
ella tiene graves obligaciones de ama de casa, reposa apenas en este
sofá que yo destino á íntimas confidencias... Casi nada me ha contado
de su novio, á quien ni de lejos he logrado ver. Tal incógnito y reserva
son indicios de que no hay sinceridad para mí en los halagos de esa
muchacha...
La sospechosa, súmese después en más gratas cavilaciones. ¡Carlos sí que
la quiere con fuerte cariño, seguro y grande!... Siéntese ella
acariciada por la ardiente adoración de aquel mozo sentimental y
extraño, que la envuelve en luces de sol cuando la mira y tiembla cuando
la saluda.
Una atracción secreta y curiosa impele á la de Alcántara hacia su
silencioso adorador. Lo mismo que de niña rompía los juguetes mecánicos
para ver lo que tuviesen dentro, así ahora quisiera quebrantar la
timidez de aquel corazón juvenil, para escuchar el grito ingenuo y
apremiante de un primer amor.
Alentado Carlos por las preferencias de Regina, allí donde, por verla
unos minutos, soportara la rivalidad de otros jóvenes torremarinos,
abrió su alma á las ilusiones más sonrientes, soñando una divina gloria
de venturas. Hizo versos eróticos; compuso al piano, con súbita
inspiración, sonatas delirantes y febriles; y todas las tardes rondó la
playa, subiendo y bajando, como el mar, á los pies de la casa de Regina.
Luego, al anochecer, buscaba el camino de la parroquia para ver el
perfil de la joven á la hora de la novena.
Comenzó á susurrarse en el pueblo que Carlitos Ramírez estaba locamente
enamorado de la señorita de Alcántara; ella sonrió alegre cuando la
dieron broma con él, y puso en incertidumbre á otros galanes atendiendo
á Ramírez entre todos.
Ya su dote y su belleza habían rodeado á Regina de una respetuosa corte
de amor. Fabricio Bernaldo, un hermano talludo de la amorosa Filomena,
aplacía tiernamente los ojos y las frases sobre aquel astro nuevo de la
dorada sociedad. El notario, un hombre muy triste, con cara de moro,
buena hacienda y ganancias apreciables, suspiraba también por Regina,
sin disimulo ni sosiego. Y la codiciaron con igual apetito, Felipe
Alonso, rubio y lánguido como un tenor de opereta; Paco Ordoñez, médico,
chiquitín y ocurrente, hijo único de viuda rica, y otros cuantos señores
casaderos y estimables, cuyos nombres no son de interés ni utilidad á
las páginas de esta historia verídica.
* * * * *
Cuando las dos niñas del juez, de turno aquella tarde en casa de Regina,
terminaron su labor, era la hora del rosario. Ciñéronse las muchachas,
como su huéspeda, unos velitos modestos sobre la frente, y se dirigieron
á la parroquia.
Ibase el día vencido á morir en el mar túmido y sollozante. En
lontananza serena se besaban las aguas y las nubes, ya obscuro el cielo
con el manto de sombra de la noche.
Por una leve senda que bajaba á la ciudad desde el _Robledo_, resonó el
trote firme de un caballo, y, delante de las tres niñas devotas, pasó,
jinete en brioso alazán, un mozo arrogantísimo, con la solapa florecida,
el puro en los labios, y un aire diestro y feliz, lleno de gracia.
--Es Adolfo, que viene de ver á la novia--anunciaron á Regina las del
juez, mientras que el caballero saludaba cortésmente sin hacer alto.
Quedóse la de Alcántara presa de un deslumbramiento indefinible. Aquel
rumbo, aquel porte del mozo, tan desenfadado y gentil, la recordaban los
grandes salones que con su padre había recorrido en los días felices de
triunfos y esperanzas, cuando desdeñó todas las dulces realidades del
mundo para correr detrás de los sueños y las fantasías.
Ahora se había vuelto muy práctica. Ya no se enamoraría de un bravo
explorador aventurero á quien los salvajes pudiesen hacer picadillo para
amenizar las diversiones de una selva virgen... Quería un novio seguro,
en tierra civilizada, un hombre elegante y alegre, acaudalado y noble...
como Velasquín, por ejemplo... Detrás de él marchó cautiva la atención
de la muchacha.
Lanzábase ya el caballo de Adolfo entre la melancólica polvareda de la
ciudad, bajo los árboles hojosos del camino y el fulgurante silencio de
la luna. Había pasado el jinete rápido y marcial, deslumbrador como una
estrella que brilla y huye, dejándole á Regina una ansiedad punzadora
clavada en el pensamiento.
Al salir de la novena y saludar ligeramente á los señores del pórtico,
fuese la de Alcántara hacia Carlos Ramírez con fácil familiaridad y le
contó, bajito:
--Mañana por la tarde os hago una visita. Espérame á las cuatro en la
entrada del bosque... Tienes tú razón; mi luto no reza con vosotros.
En la sorpresa de su gratitud sólo halló Carlos palabras triviales:
--¡Cuánto me alegro!... Haces bien... Ya te lo había yo dicho...
Ella, furtiva y sonriente, se puso un dedo en los labios con expresivo
ademán y echó á correr entre sus compañeras.
Cuando el muchacho subió á su casa, por aquel ondulante camino que
frecuentaba Adolfo, parecióle que nunca fuese la vereda tan suave y
halladiza. No vió como otras veces, la sombra triste de su madre en el
solariego robledal, porque prendió la luna en el bosque la caricia de su
luz y alzó la brisa tal rumor de besos, que se ahuyentaron los gimientes
fantasmas perseguidores del mozo.


VI
¡ADIÓS, LUTO!--«PETIT TRIANON».--PROSIGUE LA HISTORIA DE LA «BELLA
DURMIENTE».--LA MORAL DE REGINA.--TRAGEDIAS Y TERNURAS.--LAS FLORES QUE
NO SIRVEN PARA NADA.

A grandes pasos, como si todo el camino fuera suyo, cruzaba Regina el
arrabal, buscando la altura del _Robledo_. Se había ceñido un traje de
tul, calado en las mangas y el escote, impropio de su luto reciente; y
aun alegró la sombra de la tela con unas rosas blancas, prendidas en la
cintura. Salió anhelante, atropellada de vehemencias y de impresiones,
sin saber á punto fijo qué cosa fuese á buscar sendero arriba; pero
segura de que buscaba algo urgente y apetecible para su inquietud. Dejó
á Eugenia en el zaguán haciéndose cruces:--¿Adónde iba la niña con el
luto en alivio, sola y apresurada, ardiendo así la tarde?
--A divertirme. A salir de esta clausura donde ya me ahogo: ¿tiene algo
de particular?
Y sin esperar respuesta, viendo que acudían también Marta y Dolores, y
que Pablo se iniciaba sorprendido en el fondo del jardín, emprendió la
marcha con mucha resolución.
Ya en el sendero que conduce al robledal, se detiene y mira á todos
lados, con incierta sonrisa. Por allí subió muchas veces, rapaza
errante, libre como los pájaros, á encontrar á los amigos, á quienes
fascinaba y divertía con sus cuentos maravillosos. Siente la nostalgia
de aquellas horas, cuando en la ruda independencia de su niñez le era
tan fácil escalar un atajo y seducir unos corazones... Cautiva del mundo
y de sus convencionalismos, atormentada por la educación, acaso es un
delito repetir semejantes aventuras...
Así piensa Regina con despecho, posando sus ardientes ojos en la ciudad
menuda, que en la modorra de la tarde estival parece dormir, pobre y
cansada.
De pronto, en un límite confuso de la carretera, surge un tren
pequeñísimo y veloz, que se agranda y silba, que se retuerce en la
serpeadora línea blanca, y cruza la población y sube al arrabal. Es el
automóvil de los Velascos, el único del pueblo. Regina no distingue
quiénes van en él. Le ve ganar el soto sobre el cual se apoya la
flamante casa de tan ilustre familia montañesa. Las torres del
espléndido edificio asoman por detrás de la brava altura donde la casita
de Alcántara se yergue.
Muchas tardes Regina, desde su mirador que da al jardín, á espaldas de
la mar, contempla absorta aquella residencia de príncipes, palacio
moderno en el cual supone encerradas todas las exquisiteces del lujo y
el _confort_. ¡Ella tendría que gastar su fortuna sólo en la verja de
una finca semejante! Tienen razón las niñas del juez: ¡deben de ser muy
ricos los Velascos!...
La admirada mansión es de una arquitectura libre y voluptuosa, que,
indisciplinada contra las reglas, sabe introducir las comodidades y la
novedad, recordando las elegancias de Watteau, los refinamientos
versallescos, los extravíos finos y raros del siglo XVIII.
Sorprende á Regina que haya sido la acogedora de tales sutilezas una
dama devota y madura, consagrada al culto de los santos y de las flores.
Y se confunde con este asombro el recuerdo de Ana María, aceptada con
placer para nuera, por la viuda floricultora.--Tal vez--se dice--la
madre de Velasquín, á pesar de sus afanes piadosos y sus prácticas
severas, resulte, por dentro, una dama al estilo del pequeño Trianón...
Avanza Regina en su camino y en sus reflexiones, mirando siempre las
cúpulas de los Velascos y la parte alta del edificio que la observadora
descubre á medida que asciende; aquellos impacientes perfiles, aquellas
líneas ondulantes, toda la linda traza y el conjunto inusitado de la
construcción, ¡qué bien dicen las inquietudes y los refinamientos de la
vida moderna! Allí las horas correrán muelles y solazadas sin la
monotonía enervadora del vivir campesino... Regia instalación estival,
con un yate liviano, cómodos carruajes, rápidos automóviles, y un bello
amor, exótico y fuerte... En el invierno, Madrid, con su vida cortesana
y opulenta; triunfos de salón, regocijos de hogar... ¡Qué dichosa iba á
ser Ana María!...
Ya está la moza en la linde del bosque donde Carlos aguarda.
Manso el ramaje susurra débilmente, y por los desgarrones de la fronda
afila el sol las saetas de su luz hasta la hermosura brava de la selva
como un enamorado que con ojos atrevidos rasgase la pudorosa túnica de
codiciada mujer.
Sintiendo está Regina toda la belleza del agreste paisaje, cuando llueve
en la gasa de su ropa un puñado de flores. Sonríe la muchacha: registra
en torno con sus lentes y descubre á Carlos tendido en el suelo, en
actitud de lanzar otro puño de borrajas y margaritas. Cuando caen
aquellos olorosos proyectiles sobre la elegante blusa, sutil como la
niebla, Regina se detiene renovando con rara claridad la remota
impresión de un sueño que tuvo no sabe cuándo, en horas de fiebre: Era
en una espesura salvaje, huyendo, no se acuerda de quién; las flores le
sonrojaban el cuerpo desnudo cayendo en lluvia suave, como de caricias ó
de miradas... Vagamente murmura:
--¡Jacinto Ibarrola!... Fué un delirio, una ilusión...
Carlos ya está de pie, gozoso, esperanzado; y ella le saluda con la
memoria ausente y la sonrisa lejana.
A la apremiante solicitud del joven trata Regina de sacudir aquella
insólita enervación de su voluntad, y déjase caer en el mantillo de la
selva, bromeando y sonriendo. Quiere desechar á todo trance las memorias
tristes, porque sabe que le entorpecen su paso decidido y que turban su
corazón. Y arriesga la mirada en la penumbra del bosque, con la cobarde
ansiedad de esconder sus pensamientos á la sombra durmiente de los
árboles... Fué de veras que los escondió, porque del toldo umbrío,
rasgando los cendales de enredaderas y de helechos, vió Regina surgir la
imagen dulce de Carlota. Al punto, olvidada de todo lo que no fuese la
tragedia profunda del _Robledo_, volvióse hacia Carlos la muchacha, con
la curiosidad encendida en los ojos, y rogó, insinuante, hasta que el
joven, sentado á los pies de ella, ató el hilo de aquel drama sin
final.
--Después que me lo cuentes--dice conqueridora la de Alcántara,
buscaremos á Ana María.
Pero el mozo, que un minuto antes, ardiendo en ilusiones, estaba muy
lejos de aquella realidad, patulla torpe en su relato.
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