Agua de Nieve (Novela) - 09

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Ayudándole Regina, inquiere:
--¿Qué sucedió cuando tú marchaste á Madrid y tu hermana al colegio de
Zallas?
«--No partimos ninguno de los dos--dice Carlos, ya dentro de su
pena.--Fuimos retrasando nuestra salida, porque mi madre, entonces,
mostró un aspecto de cansancio y hastío que nos preocupaba mucho. Ella
intervenía en todos los pormenores del laboratorio con trabajo
incesante. No sólo estaba á las órdenes del «dictador» en los materiales
trajines, sino que, además, copiaba escritos, leía en voz alta y hacía
dibujos... Después, velaba á la cabecera del sabio, que se dijo «enfermo
de fatiga»... Horas sin fin vagaba mi padre por la casa, mirándose la
lengua en todos los espejos, tomándose el pulso en todos los rincones,
maldiciente y desesperado, negro el humor, como un abismo. Seguíale su
mujer igual que una sombra esclava, sirviéndole á cada ralo manjares
preparados por ella, y que mi padre apuraba, protestando ruidosamente de
su calidad y condimento. A menudo, mezclándose á las voces de furor,
oíanse chasquidos de cacharros, y mi madre se adelantaba presurosa á
nuestras preguntas, diciéndonos que había dejado caer por torpeza el
servicio de la comida...
Una noche me pareció escuchar gritos lastimeros, sollozos y ayes. No
era la voz irascente, terror de nuestra casa, la que así me despertó á
deshora. Era un velado acento de mujer, una voz blanda como la de mi
madre. Me levanté de un salto á medio vestir, salí al corredor y todo
estaba obscuro y silencioso.--Habré soñado--me dije. Y atento á la paz
negra que me envolvía, aún escuché un suspiro, dudando si era caricia
del jardín ó desahogo de un pecho. Después llegó á mis oídos un susurro
como de brisa ó de oración, y en la ceñuda sombra vi encenderse una raya
de luz señalando el dormitorio de mi hermana. Fuime descalzo y cauteloso
hacia el hilo brillante y abrí la puerta. Ana María, sentada en su lecho
en actitud de quebranto y de insomnio, ahogó un grito de alarma.»
--¿Era ella la que te despertó gimiendo?--preguntó Regina.
--«No, al escuchar, como yo, la doliente quejumbre, se había desvelado
en ansiedad miedosa. Pero ante las sospechas de mis preguntas mostróse
calmada y rogó que me acostase sin hacer ruido, porque, seguramente,
éramos unos locos que soñábamos con llantos mientras todos dormían en el
_Robledo_. A medio convencer la obedecí, y aunque velé toda la noche,
con el amargor de tristes dudas, ningún alarmante suceso me volvió á
inquietar. Mas un ansia frenética de ver á mi madre me poseyó al
siguiente día. Con la aurora ya estaba yo vestido, paseando por mi
habitación en espera impaciente de que la casa se animase con los
acostumbrados rumores. Sentí que se abría la puerta del gabinete de
mamá. Salí corriendo y la puerta se cerró. Pero incapaz de contener mis
prisas y mis inquietudes, entré resueltamente en el aposento contiguo
al dormitorio matrimonial. Mi madre se estaba peinando, con el
larguísimo cabello flotante hasta las rodillas. Al verme en la luna de
su tocador, tornó hacia mí la cara llena de asombro y preguntóme
ansiosa:
--¿Estás malo?... ¿A qué vienes y por qué madrugas así?
Yo también la miraba con ansiedad creciente. Observé su enfermiza
palidez de encarcelada, y en los ojos agrandados por el sufrimiento, una
luz sombría que me causó espanto. El livor profundo de las ojeras y el
grave pliegue de la boca, daban á su rostro, siempre tan dulce, una
extraña expresión de locura.
--Tú sí que estás enferma--pronuncié sin saber qué decir, asustado por
la profundidad del dolor que su semblante traslucía.
Levantó ella los brazos maquinalmente, enlazándose el pelo de cualquier
traza, tal vez para ocultar sus ojos turbados por los míos. Entonces,
las mangas anchas y ligeras del peinador se le deslizaron hasta los
hombros, y en los brazos, de sedosa y peregrina blancura, le vi de
pronto, con terror indecible, varias señales negras y crueles,
extendidas como sacrílega profanación en la hermosa carne sagrada para
mí... Toda la tragedia bárbara de aquella vida se me reveló en tan
espantoso minuto. Pero aun quise dudar, ciego por el terror de creer. Y
tocando las mazadas huellas del suplicio, grité alocado:
--¿Qué es esto, dime; qué es esto?
Retiróse dolorida, se apartó los tenebrosos cabellos en ademán brusco, y
con una resolución desesperada señaló hacia el dormitorio y me dijo
únicamente:
--Ese hombre.
--¡Miserable!... ¡Miserable!--rugí. Toda mi ternura se deshacía en
sollozos y en maldiciones, cuando se presentó mi padre con estrépito,
medio desnudo, trágico y amenazador.
--Si no calláis os mato--regañó con fiereza.
--Acaba de una vez--respondió serena su víctima, con altivo desprecio.
Lanzóse furioso hacia la cama, buscó entre las ropas, y le vimos empuñar
un revólver:
--¡Os mato!--repetía.
Dos acentos agudos apagaron su voz:
--¡Mi madre!
--¡Mi hijo!
Y á un tiempo nos arrojamos á la defensa mutua contra el cañón negro del
arma. Yo la arrebaté de las manos cobardes que tantas veces con ella
apuntaron al pecho de una mujer. Pero aquellos feroces puños se
crispaban aún sobre la dolorosa que á mi lado sufría, y un torrente de
injurias brutales abrumó á la infeliz. Cegado por la indignación, blandí
el arma sin saber lo que hice, y amenacé:
--Disparo, si la tocas.
Al rozar los pálidos dedos de mi madre que desviaban el revólver, apreté
convulso el gatillo, y silbó una bala que se clavó en el techo...»
--¿Qué más?... ¿Qué más?--pide Regina, acuciosa y febril.
Carlos parece que está fuera del mundo, en nublada existencia de
visiones y pesadilla. Oye que le dicen otra vez: ¿qué más?, y murmura
estremecido:
«--¡Ah! sí, pues nada; una cosa ridícula. Mi padre dió muchas voces
pidiendo socorro; temblaba, quería huir. Tropezando en los muebles, á
tumbos, llegó hasta el lecho: le miró, nos miró, y zambullóse en él con
heroico arranque, en la actitud tremenda de quien se tira al mar. Se
subió el embozo hasta cubrirse la cara, y quedó mudo, inmóvil.
--Está loco--dije á mamá. Acerba, segura, replicó:
--Es un infame.
Y giramos hacia la puerta al escuchar el roce de un vestido. Ana María,
demudada, temblorosa, estaba allí.
Fué urgente que la prestásemos apoyo, porque la vimos desfallecer. Nos
miraba interrogante, trémula, y aunque la queríamos tranquilizar, rompió
en llanto, doliéndose:
--¡Qué vida nos espera ahora!
Pero yo no estaba para lamentaciones inútiles. Una actividad punzante me
consumía. Anduve á pasos inquietos el saloncito de costura donde nos
habíamos refugiado. Las dos mujeres, abrazadas en el sofá, tejían
lástimas y consuelos como si estuvieran duchas en tan amargos lances de
vergüenza y dolor.
Por fortuna, la servidumbre, escasa aquel día, trajinaba en el corral, y
nadie oyó el disparo, que apagó su estallido en la profundidad de las
habitaciones.
Pasamos la mañana en aflictiva sombra de pensamientos. Eran los míos tan
atropellados y confusos, que en un instante caía desde la más terrible
resolución á la impotencia más abrumadora. En un giro loco de tales
ideas, pregunté á mi madre airadamente:
--¿Por qué te casaste con _él_?
Dejó temblar su voz llena de lágrimas, y con infinita ternura repuso:
--Porque debíais nacer vosotros...
Estrechóse mi hermana contra ella, balbuciendo no sé qué frases y
caricias.
Yo, transido de gratitud y de emoción, me arrodillé á besar las manos de
la mártir. Y entonces suplicó, enérgica y dulce.
--Júrame que _le_ respetarás.
--No; le aborrezco--dije.
--Debes perdonarle. Es preciso que le perdones, como Ana María.
--¿Eres capaz de eso?--pregunté indignado á mi hermana.
--Hago lo que mamá quiere--confesó.--Me lo pide ella... Por servirla
llegaré á las cosas más difíciles del mundo.
Había tal esfuerzo en sus palabras, que enmudecí, juzgando mucho más
noble su obediencia que mi rebelión.
Mi madre insistía:
--Jura, Carlos...
Pero alcé los ojos á mirarla con tal angustia, vió en mi semblante el
tormento de tantas inquietudes sordas y crueles, que poniendo las manos
en mis hombros, me dijo, grave y digna:
--Jamás he merecido que _él_ me trate así. ¿Oyes, hijo mío? ¡Nunca!...
Por vuestro amor llevé la cruz de este suplicio en secreto espantoso...
Ana María conoció antes que tú la intensidad de mi desventura...
--Es un crimen--le interrumpí horrorizado--que sigas viviendo con ese
hombre.
--Ya no hay para qué--dijo--si tú sabes que no debo vivir con él; que
no puedo. ¡No, ya no puedo más!--sollozó desolada...»
Se contrae la voz del mozo en repentino quebranto. Regina, más atenta á
la curiosidad que á la compasión, apremia impaciente:
--¿Qué hicisteis, di?...
Ambos amigos están viviendo la fatal historia. El siente y sufre. Ella,
imaginando, saborea el estimulante amargor del drama y le apura con
trágica sed en los labios del joven, por lo mismo que él sazona con sus
lágrimas la relación...
Esplende la tarde, rútila y bella. Bajo el toldo quieto del robledal
gorjean y reclaman los pajarines, y en un ribazo florecido balitan unas
ovejas, enamoradas ó errantes.
Carlos Ramírez, borracho con el ácido licor de sus recuerdos, nada
escucha ni admira; arranca flores de la alfombra de césped donde se
recuesta, y sigue diciendo con traspasada lentitud:
«--Nada hicimos entonces. Formamos un haz de almas en tortura, hasta que
mi madre, de pronto, rompió el hechizo de nuestra pena con su palabra
persuasiva y valiente. Nos prometió redimirse de su esclavitud sin
retroceder ante ningún obstáculo. Iría en consulta á la capital aquella
misma tarde, para entablar la demanda de divorcio lo antes posible.
--Tendré que separarme de vosotros provisionalmente--dijo. Y ante
nuestra alarma dolorosa, añadió:
--Después que mi libertad se legalice, vendréis á mi lado sin abandonar
por completo á vuestro padre. Es preciso--insistía--que le compadezcáis
mucho, que le cuidéis. El os quiere y será bueno para vosotros.
Mi hermana se atrevió á decirle que ante la amenaza del escándalo y la
separación, tal vez el culpable prometería una absoluta enmienda, un
arrepentimiento lleno de compensaciones y humildades. Pero mamá dijo al
punto, con viva repugnancia:
--No, no. Es imposible. ¡Nunca, nunca!
Vimos en su rostro la firmeza de una inquebrantable resolución. Su
hermosura cobró un aspecto de altivez y poderío que jamás tuvo. Y hasta
en el dolor y el embeleso con que nos acariciaba creíamos sentir un aura
saludable y nueva, una fuerte expresión de dignidad y valentía. Me
pareció mi madre otra mujer. Su nimbo de dolorosa tomaba realces
gloriosos, resplandores de triunfo. Y, sin embargo, ¡cuánta amargura en
su acento, y en su sonrisa cuánta tristeza!
Casi todo el día estuvimos los tres juntos, en una intimidad tan
acordada y profunda, como no la disfrutamos hasta entonces.
El criado recibió con visible sorpresa la orden de servir á mi padre la
comida en la cama. Poco más tarde, suponiendo que nos interesaba mucho
la noticia, fué á decirnos «que el señor había comido muy bien, sin
rechazar ningún plato». Y como mi madre no manifestara interés por el
suceso, entre la breve servidumbre se inició un murmullo de asombro, al
ver á la señora libre de sus hábitos de esclava, á salvo de apuros y de
gritos.
Un silencio de tumba reinaba en las habitaciones conyugales, donde el
drama absurdo y brutal se deslizó en la sombra tantos años.
Ya vencido el día, acompañé á mi madre á la iglesia. Quiso hablar con
don Amador, y la dejé en el confesonario, mientras pedí un coche que
nos esperase en la carretera del _Robledo_. Mamá deseaba no hacer uso
del ferrocarril, temiendo que en la estación de Torremar la molestasen
con preguntas ó acompañamientos importunos.
--Iré desde casa en un coche--dijo--y aun me queda tiempo para ver hoy
al abogado. Mañana haré las diligencias más urgentes, y volveré á la
tarde.
Preguntábale yo, si no temía la actitud violenta que _él_ tomase por tan
decisivas resoluciones.
--Bajábamos por ese mismo sendero--señaló Carlos á Regina--; estaba así
la tarde, como ahora, tan espléndida y dulce. Mi madre respondió:
--No temo nada. Sólo es capaz de crueldades lentas, de infamias
silenciosas... "Ese hombre" es un caso estúpido de ferocidad sorda y
ruin, sin precedentes en cuanto yo sabía de crímenes humanos... Valido
de mi flaqueza y mi terror, me hubiera matado lentamente, gozándose en
atormentar mi alma y mi cuerpo en una bárbara cobardía de muchas horas.
Roto el secreto de sus perversidades, amparada yo de la ley, pedirá
perdón y llorará como un nene que delinque sin malicia ni consciencia,
maltratando su juguete favorito...
--¡Pobre Carlota!--lamentó Regina.--_Bella durmiente del bosque_,
encantada por el Ogro!...
Carlos vuelve un instante á la realidad, y contempla á la muchacha en
muda adoración.
Pero ella está tranquila, pendiente de la historia, deseando á la vez
que dure mucho y que se acabe pronto.
Y sin reparar en las emociones de su amigo, le apresura y le emplaza:
--Cuéntamelo despacio, y acaba en seguida.
--No acabaré nunca--se duele el mozo.--Y relata obediente:
«Después de la brevísima conferencia de mi madre con su confesor,
volvimos á la finca, dejando el coche allá abajo, en un cruce del
sendero y el camino real. En breve, mamá estuvo preparada. Entró en el
laboratorio, no sé si á despedirse de Manuel Velasco, ó á buscar alguna
cosa. Fué cuestión de un instante...»
--¿Manuel iba todos los días á vuestra casa?--pregunta Regina con vivo
sacudimiento de interés.
--Iba á estudiar con mi padre, y muchas veces trabajó solo horas
enteras, cuando el maestro, adolecido ó malhumorado en demasía, se
encerraba en sus habitaciones.
--Ese Velasco es un excéntrico, ¿no?
--¿Manuel?... Un hombre encantador para mi gusto: serio, paciente, de
carácter dulcísimo y simpático...
--Incasable, dicen.
--¿Por qué no tiene novia?
--Todos sus amores cuentan que los ha puesto en la biología.
Olvida Carlos su mirada entre los árboles, con evocadora expresión, y
responde:
--No lo creo... Manuel--continúa ferviente--es mi mejor amigo.
--¿Más que Adolfo, tu futuro cuñado?
--Mucho más que Adolfo.
--¿Y era también--inquiere la curiosa--un buen amigo de tu madre?
Enrojece Carlos. Sus doradas pupilas se hunden en el bosque, como en
persecución de algún secreto.
--Sí, porque había sorprendido toda la tragedia de nuestra casa. Durante
muchos años Manuel casi vivía con nosotros. Su admiración á la ciencia
de mi padre, sus aficiones al estudio y al trabajo, han sido poderosas
para retener esa juventud varonil dentro de las terribles salas donde se
han fraguado muchas tempestades de nuestro hogar... Manuel Velasco y mi
madre simpatizaban mucho.
--¿Y dices que se despidió de él?
--Lo supongo. Tengo tan presentes todos los pormenores de aquel día, que
nada olvido en esta crónica triste de mi corazón...
«Mamá salió del laboratorio más blanca que la nieve; en el dintel,
Velasco parecía un espectro; tan pálido y fúnebre le vi. Ocultándonos de
mi hermana marchamos en busca del coche y acompañé á mi madre hasta la
salida de Torremar. Cuando ella mandó detener el carruaje para que yo
bajara, sentí de pronto el miedo agudo de la irreparable separación. Y
aunque ambos dijimos «hasta luego», quedéme temblando como una hoja en
mitad del camino.
Allí, en el borde de la carretera, frente al mar, busqué el apoyo de un
arbusto. Me pesaban en los párpados los últimos besos de mi madre, con
dulzura nueva y solemne. La viajera, alejándose, alzaba su pañuelo entre
las cortinas del coche para decirme:--Adiós... Adiós... Pero sentí un
cansancio horrible, como si hubiera recorrido medio mundo; y en aquella
postración profunda no pude contestar... La noche ensombrecía ya la
costa, y los encendidos ojos del carruaje me miraban, me miraban de
lejos con tal fijeza y dolor, que tuve impulsos de correr para
apagarlos, para preguntarles por qué me perseguían con lívidos
resplandores de fatalidad, en una noche tan hermosa, á orilla del mar
azul... El traje claro de mi madre blanqueaba fugitivo, cada vez más
distante, y aún me pareció distinguir las oscilaciones de una mano que
decía siempre:--¡Adiós!...»
De nuevo Carlos Ramírez detiene su relato en un nudo de palabras
deshechas. Y también Regina, implacable, perentoria, repite:
--¿Y después? Anda, hombre, ya falta poco.
--Falta mucho... ¡Mi madre no volvió!...
--¡Ah!--se le ocurre á la niña por todo consuelo. Y al cabo de una
meditación audaz y silenciosa, pregunta:
--¿No sabrá de ella Manuel Velasco?
--Manuel sabe--dice el mozo con altivez--que mi madre es buena. Y
dolido, pávido, interroga:
--¿Lo dudas tú?... ¿Admites las calumnias que de ella se dicen en
Torremar?
Hay una inflexión ingenua y dulce en la voz que tranquiliza:
--¿Dudar yo de la virtud de tu madre? No, Carlos no... Escucha. Voy á
ser muy franca contigo, únicamente contigo, muchacho; ideas de este
calibre no las debe decir una moza casadera.
Y muy celosa, recatándose hasta de los robles y de los helechos, de los
pájaros y de los grillos, secretea la de Alcántara:
--Yo juzgo que siempre, en todos los casos de la vida, es lícito y...
«bueno» huir de un hombre odioso para querer á un hombre amable.
--¿Qué sospechas?
--¡Nada! Aseguro que Carlota, hoy ausente y libre es á mis ojos tan
interesante y digna como lo fué esclava en el _Robledo_.
--Gracias, gracias--murmura Carlos devoto,--tú haces por ella más que
Manuel y su madre, más que don Amador... La crees en pecado y la
perdonas.
--Si es que no califico de pecado... «eso» que tú supones...
Posa el mozo todo el sol de sus pupilas en los ojos negros de la mujer,
y turbándose profundamente, oye la consulta:
--Apela á tu propio corazón; dime la verdad: ¿la crees tú mala aunque la
juzgues culpable del delito de amar?
Obstinado, confuso, él repite:
--Mi madre es buena.
--Puede ser un ángel y estar enamorada.
--¿De quién?... Se marchó sola. Cansada de sufrir, no tuvo valor para
aguardar meses y meses, tal vez años, una sentencia oficial que rompiera
su cautiverio. Los trámites judiciales le causaron repugnancia y
bochorno. Así nos lo dijo en una triste carta de despedida... Sabe que
para ir en su busca abandonaríamos á nuestro padre, y ella lo quiere
evitar con el secreto de su retiro. Se alejó pobremente, con sus
pequeños ahorros y sus joyas... ¡Oh, madre mía!... ¡Es buena, es buena!
Los que la conocen bien, están seguros de ello.
--¿Lo has preguntado tú?
--Nunca. Es la primera vez que remuevo con la palabra estos pesares
míos; pero sé que la infeliz ausente tiene en Torremar tres defensores:
Manuel, su madre y don Amador.
--Tiene cuatro.
--¡Regina!
--Y yo, la más entusiasta, según tú dices.
--¡Vas tan lejos en tu bondad!
--En mi libertinaje.
--¡Por Dios!...
--Sí, Carlos. A la libertad del corazón y de los afectos, le llama
libertinaje medio mundo.
--¿Aunque sólo el espíritu se liberte?--averigua el joven con zozobra.
--¡Aun así!--quéjase la voz musical, con acento de rebeldía.
--Leyes serán del mundo, no del cielo... Mi madre, hermosa y pura,
muchos años martirizada, ¿no puede sacudir sus cadenas y disponer, á lo
menos, de su corazón?... Si eso fuese un delito, yo la absuelvo y la
perdono.
--Y en un caso de libertad... «absoluta», ¿te mostrarías inflexible con
esa mujer, sólo porque es tu madre?
Certera, desconcertadora, la interrogación da en medio de las
inquietudes de Carlos, que se defiende dudoso, tímido:
--Siento necesidad de creer en su virtud; su vida de sacrificios y
abnegaciones no me deja derecho á dudas... ¡Ha sufrido tanto!... ¡Fué
tan ruinmente atormentada!...
Como fruto de lentas consultas á la conciencia y al sentimiento, repite
el mozo unas palabras muy dulces, que de fijo Regina las conoce:
«--No se debe golpear á una mujer, ni siquiera con una flor...»
--Aunque la mujer sea mala; pero si es buena, si vale tanto como la
madre tuya... ¡Carlos, duendecillo de mis sueños de niña, no seas
cobarde en tus perdones!...
Roto un troquel de timideces y de nieblas al conjuro de la voz
tentadora, Carlos Ramírez se alza anhelante, hermoso en su ingenua
solemnidad:
--Sí, sí. «En todos los casos», yo perdono á mi madre, y creo que merece
ser libre y ser dichosa.
Con brusco transporte, ardiente en sus ojos una lumbre de afanes
juveniles, el muchacho exclama:
--Escucha, _Reina_... Tú eres la mujer de mi vida... ¡Te quiero, te
quiero!...
Y ella, en repentino abandono de la sensible narración, sonríe con los
labios abiertos al placer, ufanándose en la golosina de una lisonja
nueva. ¡Un niño gentil, que le dice amores entre lágrimas, con la voz
caliente de ternura!... La sombra de los ojos á la moza se le inflama de
luz.
--Carlitos, mi caballero--gorjea en triunfo,--me da mucha risa que me
quieras tanto.
--No te burles; este es un amor de verdad; amor de hombre. Y ya nunca,
¿sabes?, nunca podré amar á otra mujer.
--Así dicen, y hasta creen, todos los pretendientes enamorados.
--Yo no soy «como todos». Yo te quiero desde que supe de ti. Cuando tú
subías con Daniel á contarnos cuentos en la casuca, ya te quise. Después
he soñado mucho con tu belleza, con tu donaire, con el misterio de tus
ojos, con el encanto de tu palabra, con los dolores de tu corazón...
Desde que volviste te elegí por confidente única de mis penas. Adiviné
que me ibas á consolar, que _la_ ibas á defender... Y ahora, ¡siento por
ti una devoción, una gratitud!... ¡Quiéreme un poco, _Reina_, por
caridad!
Trocó Regina en lástima su regocijo ante el discurso ferviente, preñado
de anhelos y tristezas. Algo profundo y grande se estremeció en el pecho
de la veleidosa, creyendo que el nombre de Daniel había temblado como
una lágrima en el semblante deprecativo de aquella pasión tan dulce y
tan humilde. Pero lucha contra la flaqueza del enternecimiento; quiere
reir; hace una breve mueca de fastidio, y quédase absorta, con los ojos
húmedos y la risa en quebranto.
Una voz perlada y juvenil punza el silencio, desde el fondo del bosque,
y aparece donosa una dama, bajo el ramaje inmóvil.--¿Dónde
estáis?--viene preguntando.
Regina, como en la insensatez de un delirio, murmura:
--¡Carlota!
Y el mozo vuelve la cara con estupor, á punto de gritar:--¡Madre!
Pero es Ana María la que llega, la que averigua con celo y cariño:
--¿Qué os sucede?
--Nada...
--Nada...
--Parecéis disgustados.
Niegan ellos: el calor y el palique les detuvo allí, gustosos de la
frescura de los árboles, entretenidos en las memorias de la infancia.
La niña del _Robledo_ interrumpe aquellas explicaciones con dulce
enojo. Teda la tarde les aguardó impaciente, y hace más de una hora que
les busca en el jardín y en la arboleda...
Está allí Velasco, que quiere saludar á Regina.
--¿Dónde?--interroga la de Alcántara, poniéndose de pie con visible
azoramiento. Sacude su vestido y alisa sobre la frente la sérica mata
rubia.
Aquella ráfaga de inquietud invade á la novia, que manifiesta un leve
susto cuando dice:
--Venía detrás de mí.
Crujen las ramas menudas al firme paso del doncel, y se le recibe con
rara expectación, como si fuese extraño que llegara una persona á quien
se espera. Él avanza sonriente, despreocupado y festivo; pero ante la
actitud cortada de los otros, siéntese algo confuso y saluda á Regina
con etiqueta más cortés que afectuosa.
Resbalan desde un tallo hasta el suelo dos flores pálidas que Adolfo y
Carlos quieren levantar. La dama rubia pone sobre ellas su bota
elegante:
--No sirven para nada...--prorrumpe.
Los cuatro mozos, presa de inexplicable desazón, pasean lentamente,
hablan y sonríen con esfuerzo. Regina dice que es la hora de volverse á
su casa, y niégase á seguir hasta la de sus amigos, pretextando que aún
está lejos y se hará de noche antes que ella baje á Torremar.
--Te acompañaré--asegura Carlos.
Y Adolfo, muy galante, advierte:
--Yo también bajo ahora y estoy á sus órdenes. La llevaré hasta su casa
con mucho gusto.
En rápido asentimiento acoge Regina esta última oferta.
--Sí, es verdad--dice--; de ese modo no dejaremos sola á Ana María.
Hay una breve lucha de cumplidos porque Carlos insiste en bajar después
que acompañe á su hermana hasta el límite del bosque; y ella pretende ir
sola, asegurando que tiene muchas amistades con la paz de la selva y
ningún temor á sus caminos silenciosos.
Ante un reparo leve de Regina, cuenta Velasquín que muchas noches
retorna á pie á su casa, para hacer ejercicio, y sube luego un sirviente
por su caballo.---Hoy--sonríe galán--daré mi paseo con doble placer.
Óyese un repique de novena.
La de Alcántara se apresura á decir:
--Es tarde, es tarde.
Y ofrece que volverá al siguiente día, como aplazando las frases de
cordialidad, las efusiones que faltan en su vuelta al _Robledo_ después
de muchos años de ausencia.
Está parado el grupo en la cumbre del bosque, en dominio del hondo valle
donde la finca de los Velascos se extiende sin fin. Corre la pared en
línea atormentada, bajando, subiendo, codiciosa de campiñas y mieses, y,
señor de sus límites enormes, el palacio flamante se ufana de la tierra
con desdenes del mar, que ulula lejos, al otro lado de la colina.
La sombra del crepúsculo envuelve en fantásticos matices aquel vasto
panorama que la posesión señorea. Y de pronto, contemplativa y absorta
la dama rubia, siente un vértigo de codicias y admiraciones ante el
poder que atribuye al dueño de riquezas tales.
Tórnase hacia él, pálida y valiente, para ordenarle en son de reto:
--Vámonos.
La sigue el mozo sometido, casi sin volver la cara para decir adiós.
Y en la complicidad del paraje y de la noche, aquella extraña partida
toma el aspecto de un rapto ó de una fuga...
* * * * *
Se encienden las estrellas, altas y palpitantes, en un cielo de raso
azul. Carlos y Ana María, tristes y mudos, afrontan el camino penumbroso
del robledal. Distraídamente el muchacho recoge en la hierba una cosa
blanca y mustia; y al punto la niña extiende su mano hacia aquel objeto,
y balbuce:
--Son aquellas dos flores... «que no sirven para nada».
Ha sonado su voz profunda y tremorosa, delatando la valentía de una pena
que no quiere llorar. Un acento parecido, más sonoro, más grave,
compadece:
--¡Ah, sí! ¡Pobrecillas!...
Y las flores tornan al prado, colocadas con dulzura, como si pudieran
lastimarse y sufrir.
Con menos compasión de dos corazones amigos deja Regina de Alcántara las
cumbres del _Robledo_, llevándose en las redes de sus curiosidades y
ambiciones el drama de Carlota, el amor de Carlos y tal vez la felicidad
de Ana María.


VII
EL BALANDRO DE VELASQUÍN.--TEMPESTAD EN UN VASO DE AGUA.--NUEVOS APUNTES
PARA LA MORAL DE REGINA.

AGONIZA el otoño. ¡Qué triste y qué amarillo! La mar se mece turbia;
están pálidos el cielo y la costa; la playa desierta, el muelle en
quietud.
Los torremarinos desocupados no sienten la influencia pesarosa de esta
mañana gris, merced á una emocionante noticia que voló como ventada de
Noroeste, desde las mismas olas hasta la calle Real, los arrabales y la
Plaza Mayor, agitándose con ímpetu de borrasca en la botica «de abajo»,
sobre los pintados bigotes de don Celso y la plácida compostura de unos
papeles de sulfonal. Puso el químico seductor su más enigmática sonrisa
en la ambigua frase:
--Considero elocuente y luminoso que el balandro de Velasquín se llame
_Reina_.
--_Elocuente y luminoso..._ ¿Cree usted?...--subraya alusivo Paco
Ordóñez.
El vejete afirma perspicaz:
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