Agua de Nieve (Novela) - 15

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ni á ellas tuviera cosa alguna que responder. El acento pesaroso de
Velasquín es para la dama un ruido más, un rumor que se une al de las
olas y que envuelve y apaga con dulzura los estridentes gritos de
_Gabriela_...
Alarmado por tan singular actitud, Adolfo se confunde y entristece
porque no halla razón á la indiferencia extraña de su esposa. Cayendo la
noche tornan los dos al hogar mudo y áspero, donde las incertidumbres
del mozo vuelven á insinuarse, mientras el señorío de Torremar,
congregado en el paseo, celebra al aire libre una de sus veladas
domingueras, no ya en plácemes de boda como la anterior, sino en
derroche de vilipendios contra Regina de Alcántara, que otra vez sale de
aventuras á dejar en su camino una huella de escándalo. Y del coro de
vivas murmuraciones surgen con fuerte aroma exótico, entre mal
disimulados celos, un elegante perfil y un haz de cabellos rubios que
ondulan como bandera de rebeldía, malignos y seductores...


VI
FIN DE LA HISTORIA DE LA "BELLA DURMIENTE".

¡DÍA magnífico, día sublime para las musas trágicas de don Celso Ortiz;
día histórico de perpetua memoria en los anales de Torremar!
Apenas había el boticario augur abierto los ojos á la luz de aquella
mañana, entróse por la botica cierto rumor de catástrofe, que puso al
profeta del almirez en súbita vibración. Un mozo de la finca de Ramírez,
forastero sin duda, preguntaba por el domicilio de don Fermín. La
inquietud del emisario y la urgencia que mostraba, dieron margen al
interrogatorio:
--¿Ocurre alguna cosa?
--¡Vaya si ocurre!
--¿Hay enfermos?
--Lo que hay es un difunto. Y la señorita está muy maluca.
--Pero ¿qué ha sucedido?
--Pues que el amo... Al decir esto hízose el mozo, con el pulgar en la
garganta, una señal significativa.
--...¿Se degolló?
--Así parece.
Y mientras don Celso, pálido y tembloroso, dilatada la nariz y los ojos
brillantes, conmovía á la vecindad con la triste nueva, echó el mozo á
correr, calle abajo, en busca del médico.
* * * * *
Aconteció la víspera en el _Robledo_ que Ana María bajó al sótano para
hacer, como de costumbre, la renovación y limpieza del gran acuario
instalado allí. De algún tiempo á esta parte, sentíase la joven más
animosa para llevar las difíciles riendas de aquel laboratorio sin
labores, con vistas á un hogar arrecido. La inspección cotidiana del
acuario constituía para la moza un curioso divertimiento: gustábale
descubrir aquel fondo de mar en miniatura, que proyectaba, en la
obscuridad del sótano, perspectivas fantásticas y emocionantes; era un
vivo simulacro de la lucha por la existencia, un sutil remedo de la
jerarquía social, revuelto nansa donde también los peces grandes se
comen á los chicos...
Absorta Ana María, contemplaba aquella turbia caricatura del mundo,
cuando sintió pasos en la escalera:
--Será Manuel--pensó, enrojeciendo--. Teme que se me olvide soltar los
grifos y abrir las válvulas...
De pronto, una mano cayó con violencia en el hombro de la niña, y, tras
un grito de espanto, la voz de don Juan Ramírez rugió desatada:
--¡Carlota!... ¿Te escondes, eh?... ¡No te me escaparás, infame!
El sabio, el loco, sacudiendo á su hija con frenesí, levantó sobre ella
el puño. Pero no le llegó á descargar. Con las dos manos presas,
hallóse frente á Manuel Velasco, que le decía en pleno rostro:
--¡Cobarde!
Tras una ráfaga de vacilación y de miedo, Ramírez protestó:
--¿Qué buscas tú aquí? ¿A qué vienes?... Esa mujer es mía.
--Está usted equivocado.
--¡Es mía!
--Le digo á usted que se equivoca.
El discípulo entonces, soltando al profesor, le hizo mirar de cerca el
espavecido semblante de la niña. Próximo ya el crepúsculo, había crecido
la obscuridad por instantes, y en las altas rejas, leve soplo otoñal,
deshojador de rosas, parecía gemir sobre los gajos murientes de la luz.
El sordo murmullo de las aguas semejante á un lamento; las
reverberaciones del acuario, con su muchedumbre temblorosa de inquietas
vidas; todo el conjunto original del recinto, puso marco de imponente
emoción al terrible episodio.
--¡No es ella!--profirió don Juan, escudriñando con avidez la cara
llorosa de la joven. Quedó un punto perplejo, y con súbita audacia gritó
en seguida.
--Pero ésta me pertenece también.
--Me pertenece á mí--refutó Velasco, tranquilo y firme. El padre quiso
avanzar con la mano extendida, mas le detuvo, inmóvil y medroso, la
reciedumbre de otra mano, mientras añadía Manuel con reconcentrada
expresión:
--He adquirido derechos sobre ella á muy alto precio.
--¿Y pretendes tener en mi casa más derechos que yo?
--Sobre los corazones, sí.
--¿Qué me importan á mí los corazones?
--Por eso huyen de usted...
--No me hacen falta.
El mozo, endulzando su acento, murmuró, más compasivo que indignado:
--La vida es amor.
--Aborrezco la vida.
--¿Cómo quiere usted entonces dominarla?
--Con el odio.
--¡Pobre don Juan!--compadeció Velasco, doliéndose de aquella demencia
destructora que le desarmaba con la propia insensatez. Y Ramírez,
jadeante como si rindiese la jornada más penosa, giró en redondo, y
hundióse en la obscuridad, de donde había salido igual que un fantasma.
Iba regruñendo:
--¡Odio... odio!...
--Amor... amor...--aleteaba el corazón de Ana María, refugiándose en los
brazos defensores de Manuel. Al sentir el mozo los apremiantes latidos
de aquel pecho tan suyo, hízose un eco de la blanda querella,
confirmando:
--Sí; amor... amor...
Y después de una pausa en que la caridad y el sentimiento rehogaron en
el alma de Manuel los más nobles propósitos, añadió acariciando la
frente de la niña:
--Es menester sacarte pronto de aquí; lo resolveremos mañana mismo--. Se
la confió luego á Carlos con muchas precauciones, y bajó á su casa
impaciente.
Triste fué la velada del _Robledo_: don Juan se escondió en su alcoba
soliviantado, sin permitir que nadie traspasara el dintel; y junto á una
vidriera, ya cerrada al rocío del otoño, Carlos y Ana María recordaron
con angustia y sigilo todas las pesadumbres apuntadas en la memoria de
su corazón. El paisaje, pálido y confuso bajo la luz de la luna, parecía
penetrado de santidad y el rumor de las olas rodaba en el silencio como
enorme sollozo de la vida...
Al nacer la siguiente mañana, en el dormitorio de don Juan resonaron
quejidos, y piadosa Ana María, acudió con solicitud cerca de su padre:
un espectáculo horrible la clavó al pie del lecho, pávida de terror; el
sabio se debatía con la muerte, entre las sábanas húmedas y rojas, ya
sumidos los ojos en tinieblas. Habíase inferido en el cuello bárbaro
corte, valiéndose de una cuchilla sutil del laboratorio.
Pocos minutos después inclinábase don Amador con infinita piedad sobre
la tremenda agonía. Desde fuera, señores y criados escuchaban
distintamente el acento fervoroso del sacerdote, que, sobreponiéndose á
los ayes del moribundo, decía con solemne ternura:
--El odio mata y condena; el amor redime y perdona... Don Juan Ramírez:
espere usted en la misericordia divina; clame usted, con fe, desde el
fondo de su alma: ¡Jesús... Jesús... Amor... Amor...!
* * * * *
Aún vibraban resonantes y compasivos los comentarios del drama cuando
Velasquín se atreve á decir á su mujer:
--¡Si subieras al _Robledo_!... Allí no te guardan rencor. Pronto
seremos hermanos de Ana María, porque la boda se hará en breve.
Sin recordar por qué los de Ramírez habían de ser rencorosos para ella,
Regina maquinalmente pregunta:
--¿Has subido tú?
--El día del entierro... Carlos estuvo amable conmigo y su hermana me
preguntó por ti.
--Subiré hoy--dice la señora muy tranquila--; tú me irás á recoger
cuando anochezca.
Y por los mismos senderos tan paseados el año anterior con locas
ambiciones, la dama rubia, indiferente y desamorada, insensible y
fallida, fué ganando la cumbre aquella tarde, bajo un cielo plomizo,
entre las rachas del agorero vendaval.
Por consejo de Eugenia vistióse Regina un traje obscuro: ahora le es muy
fácil y cómodo seguir cuantas indicaciones se le hacen, como si no
tuviese voluntad, interés ni deseos para cosa alguna. Le ha dicho Marta
antes de salir:
--Abríguese bien, por Dios; hace mucho frío, «está cociendo nieve»...
Y la señorita se ha envuelto en su estola de piel con mucha docilidad:
cuando vence el atajo, ya en la linde de la selva deshojada, oye en el
camino real las campanillas de un carruaje; pero va ausente de cuanto la
rodea, y no se preocupa del coche que sube hacia el _Robledo_, á poco de
haber tocado un tren en la estación de Torremar.
En el escampo del bosque, Regina se detiene porque una sombra avanza con
aire majestuoso al encuentro de la visitante: es una dama vestida de
luto; sobre su albísima frente el velo de crespón semeja una
desgarradura de la noche caída en el dosel de la mañana.
Acércanse las dos mujeres, se miran á los ojos en silencio, y Regina
balbuce con una voz que no parece suya:
--¡Carlota!...
--¿Adónde vas, Regina?
La de Alcántara no responde, y en el estupor de una sonrisa atónita,
quédase mirando á la viajera, cuyo acento dulcísimo, al derramarse en la
desolación del robledal, juraría la joven que tiene resonancia
prodigiosa; porque, de pronto, los árboles ariscos, el aire helado, el
celaje adusto y su propio impasible corazón, le preguntan á un tiempo:
--«¿Adónde vas, Regina?»
Una sorpresa enorme la sacude, como si despertara de sueños ó de fiebres
y cayera de improviso en certidumbres espantosas. Mudamente se dice:
--¿Estoy muerta?... ¿Seré sonámbula?... No; ¡estoy viva!--asegura,
sintiendo agudo y potentísimo el dolor de vivir. Y bajo la zarpa de las
pasiones y el aguijón de la memoria, enrojece y se turba.
--¡No te guardo rencor!--dice benigna la señora del velo, al ver á la
muchacha vacilar en confusión tremenda. La moza repite:
--¡No me guarda rencor!--Sabe que esas palabras se las ha dicho también
Adolfo, refiriéndose á Carlos y Ana María: ya sus recuerdos no huyen
como antes; ahora punzan y duelen, y hasta los más lejanos retornan en
tropel dentro de un rayo de luz que ha caído en el alma de Regina desde
los ojos profundos de la viajera. Del tumulto de luminosas membranzas
toma con sagacidad la de Velasco unas partículas y compone esta frase,
evasiva y extraña, fuera de lugar:
--Ana María se casa con Manuel...
En el semblante hermoso de la enlutada cayó una sombra; ¿qué pretende
Regina con aquella importuna afirmación? ¿Trata de disculpar sus
traiciones, recordando que no impide el matrimonio de su amiga, ó conoce
el secreto de la madre y quiere atormentarla?...
Las dos señoras se miran otra vez, en sondeo tenaz, hasta que la de
Heredia murmura con voz firme:
--He venido á la boda.
--¿No la esperan á usted?
--Siempre me están esperando--sonríe la peregrina. Y continúa:
--Quise venir sin avisarles, porque sé que no daña la felicidad.
--Ana María estuvo enferma... de la impresión...--alude entonces Regina;
pero ya está valiente.
--Sí: también Carlos se muestra valeroso--asegura Carlota, evadiéndose
de comentar el suicidio y con acento que á la coqueta le parece una
acusanza.
Quedan mudas un instante, sin saber qué decirse, disimulando impulsos y
palabras bajo apariencias indiferentes. Al sentir memoria y corazón
sacudidos por recuerdos y emociones, la dama rubia advierte que nadie
espera su visita en casa de Ramírez; ya se lo ha demostrado la extrañada
pregunta de Carlota. Y el despecho vengativo hacia Velasquín, renace y
dicta á la mente torturada amargo insulto:
--¡Miedoso! No ha tenido valor para subir conmigo, y me envía sola,
ciega y torpe, á demandar clemencia... ¡Me he casado con un nene, con un
cobarde!
Alza los ojos y la voz la querellosa dama, y quiere explicar:
--Pues yo, venía por aquí á dar un paseo...
--¿Sola, en una tarde tan cruel?
No hay ironía en este comentario; la duda de Carlota está llena de
lástima. Y con dulce compasión, añade:
--¿No eres feliz?
Escucha la de Velasco, seducida por la entrañable suavidad de aquel
acento.
Sobre el luctuoso ropaje de la viajera, derrama el bosque, como una
caricia, el oro sutil de algunas leves hojas, y el viento, que no se
cansa nunca de rondar en las selvas otoñales, gime «escuchos»
tristísimos alrededor de las solitarias mujeres.
--¡Feliz!--exclama la joven amargamente.--Y ansiosa pregunta:
--Pero ¿existe la felicidad?... ¿Usted la conoce?
--¿Yo?--balbuce la enlutada;--yo conozco la alegría de mis penas... he
saboreado los frutos divinos del dolor.
La codicia pone un relámpago en los ojos audaces de la dama rubia.
--¿Y qué haré,--murmura subyugada--para poseer esos frutos y esas
alegrías?
--Sufrir y amar.
--Ya sufro...
--¿Y amas?
--No puedo... no sé. He conocido todos los amores y ninguno me
conmueve... ¡Tengo el corazón helado!
--¿Todos, dices que los probaste?--advierte incrédula Carlota.--Sin
remontarte al cielo, aún te falta uno, el más hermoso, el más grande...
--¡Ah, sí! Feto «ese»--aduce Regina--es superior á mis fuerzas... No
podría con el.
--«Ese», derritiendo la nieve de tus entrañas, te haría llorar mucho: te
salvaría.
--De modo, ¿que es preciso llorar para salvarse, llorar para ser feliz;
siempre llorar?
--Sí; es menester que llueva en los corazones para que fructifiquen.
--¿En dolor?
--Y en amor; en caridad, que es fuente de vida eterna... Pero ya me voy;
llevo mucha prisa... Me detuve á consolarte un poco.
--¡Oh, espere usted!... ¡Un minuto!... ¿Quién le dijo que yo era
desgraciada?
--Mi presentimiento.
--¿Porque fuí culpable?--confiesa Regina bajando la frente.
--La culpa--dice Carlota evasiva, para responder con más
piedad--engendra un dolor estéril, sin esperanzas ni compensaciones.
--Así es el mío--confirma la escéptica con amargura.
--Pues truécale por este otro, confiado y sonriente;--y Carlota señala
su corazón.
--Aguarde usted otro momento--suplica la joven al ver que la señora
trata de partir,--y dígame algo de ese corazón que usted me enseña.
--¿Tienes curiosidad?
--¡Tengo envidia!--Y con audacia añade:
--Yo conozco la vida de usted; sé que por esta selva, en este memorable
día de regreso, usted va hacia el más duro de los sacrificios: ¿por qué
va usted predicando la esperanza y el amor?
Carlota, palidísima, con voz de lágrimas, responde:
--Porque voy también al triunfo...
Levanta los ojos al cielo y á Regina se le van los suyos detrás de
aquella mirada. Se han partido las siniestras nubes y un jirón azul
asoma en el espacio como fugaz sonrisa del celaje.
--No me puedo detener--dice Carlota muy conmovida;--el más valiente, el
más puro de los amores humanos, me espera detrás de esos árboles...
Adiós.
--Respóndame usted--clama Regina asiéndola del velo.--Derroché mi
juventud al través del mundo, buscando la felicidad...
--No la busques. Busca el bien solamente y lo demás _te será dado por
añadidura_.
--Pero es que no lo encuentro; voy desorientada y loca; no me abandone
usted, que sabe los caminos...
Hay tal angustia en esta confesión, que la dama viajera se detiene; su
actitud, segura y apacible, contrasta de un modo original con el aspecto
inquietante de Regina. Sorprendiéndolas allí, en tan raro coloquio, se
las tomaría por imágenes de una fantástica historia; pudiera creerse que
la joven peregrina, cobarde y sin rumbo, pregunta á la reina del Bosque:
--Dígame, por favor: ¿hay por aquí posadas y veredas hacia el _Buen
Paradero_?... ¿Habrá lobos y ladrones?
Y parece que responde, solícita, la señora del manto:
--¿Ves aquel caminuco lleno de abrojos? Sigue por él... Andarás,
andarás; si te hieres, no grites; llora en silencio y ofrece á Dios tus
tribulaciones. A la derecha, siempre á la derecha, se ensancha la ruta,
el suelo se ablanda y se toca el final del camino; el descanso, el
triunfo...
En realidad lo que hablan las dos mujeres tiene mucho parecido con eso.
--Amar es recrearse con el bien de otro--dice Carlota--; es sufrir por
el ser amado y olvidarse de sí mismo... Obrar el bien es tener la
caridad por norma de nuestras acciones.
--Me seducen las palabras de usted, aunque no las entiendo--afirma la de
Velasco--; tienen música y miel, tienen aroma... ¿Cuándo volveré á
verla? ¿No querrá usted aparecérseme en este bosque, como una princesa
encantada?
--No, no--sonríe la del velo--; al contrario; huiré de estos lugares
apenas coloque la mano de mi hija en la de su esposo.
--¿Dónde vivirá usted?
--En un rincón sereno, donde la Virgen me ayude á curar á Carlitos.
--¿Cree usted en los milagros de la Virgen?
--Si los podemos hacer las madres buenas, ¿qué no hará la mejor de las
madres?... Adiós; ten muchos ánimos y sigue tu camino. Para huir de
lobos y de ladrones, no lo olvides; siempre subiendo, á la derecha;
siempre sobre espinas y zarzas, hasta el _Buen Paradero_...
La moza, con las manos en cruz, á punto de llorar, pregunta:
--¿Y me perdona usted?...
--Con toda mi alma--interrumpe la viajera, consagrando el perdón en una
caricia. Después se obscurece entre los árboles, y con los perfiles del
manto se borra la luz y el hechizo de la singular aparición, mientras
Regina, casi de hinojos, echa á volar un beso, y murmura:
--Adiós, _Bella durmiente del bosque_... Un abrazo al hada benéfica y al
duendecillo gentil... ¡Adiós, Carlota!...
* * * * *
Clavada en el camino, temblando de emoción, Regina escucha; le parece
que el bosque va á repetir, con fervorosos murmullos, las palabras
admirables de Carlota; mas, como si ésta se hubiese llevado en pos de sí
el silvestre cortejo de rumores, calla el robledal y se entolda, cada
vez más sombrío, según la tarde avanza. Aquellas nubes que sonrieron un
instante, han volado hacia el mar, y sobre el cielo torvo muere la luz
cansada y triste.
Regina se recobra de su éxtasis, alarmada por el silencio que la rodea,
y busca el senderillo del atajo para volver á la ciudad. Bajo aquel
traje señoril que ondula en las yertas campiñas, late con ansia el
veleidoso corazón, bien advertido de que no es la virtud _un nombre
vano_, de que hay en el mundo torrentes de caridad, y de que todos estos
divinos amores tienen la voz muy dulce y la sonrisa muy bella. Podrá la
dama rubia no estar en sus cabales y ver visiones á menudo; pero Carlota
no es una ilusión; es una mujer de carne y hueso, dechado tangible de
aquellas heroicas virtudes del sacrificio, que la visionaria tomó
siempre por utopías. Enfrente del cruel escepticismo, razonador de
sentimientos, impuro manantial de negaciones; por encima de los placeres
infructuosos que rozaron la epidermis de la muchacha en su existencia
frívola, el corazón anuncia que ha llegado la hora de sentir. Pero este
latido cordial, que se inició con arrogancia, fluctúa con timidez,
paralizado por el frío interior del espíritu, donde ya no fulguran los
ojos de Carlota.
Cuanto de esta mujer supo Regina, parecióle un hermoso cuento, igual que
tantos otros imaginados ó leídos: desde las suaves nieblas de la
infancia hasta los presentes días obscuros, de congelado abandono, fué
la imagen de la _Bella durmiente_ para la joven «erudita» una especie de
símbolo, de conseja moral, tan fantástica como las leyendas que la
embelesaron en el Rhin cuando empezó á recorrer el mundo. La sublimidad
de Carlota, liberta de su cruel esclavitud por el amor, y esclava, por
el amor mismo, en un convento, resultábale á Regina tan misteriosa y
vaga como el impulso de «la novia de Rolando», cautiva de sagrada
clausura por creer á su amante víctima de la guerra. El drama del
_Robledo_, más sensible para la curiosa que aquellos otros aprendidos en
papeles y viajes, cayó en las penumbras de la fábula ante el incógnito
de la protagonista, que ama, padece y se inmola «desde lejos», igual que
en las novelas, lo mismo que en los romances y en las historias del
_Flos Sanctorum_...
Mas he aquí que la noble Musa de aquel poema de amores y piedades se
aparece á la incrédula, y despertándola de su sueño interior, la detiene
y la dice:
--«¿Adónde vas, Regina?...»
Y aunque por su hermosura y raras prendas tiene Carlota mucho parecido
con las heroínas de los cuentos, bien claro está que no bajó de las
nubes ni brotó de un arbusto, sino que llegó en un tren á Torremar y al
_Robledo_ en un coche, cruzando á pie una parte de la selva para acortar
camino.
Segura está Regina de que la _Bella durmiente_, con su traza de
aparición y sus frases de parábola, es una pobre mujer que lucha y gime;
pero también es cierto que la vió sonreir con placidez suavísima, y
levantar los ojos al cielo con divino arrebato, al través de la niebla
de sus lágrimas...
--¿De modo--pregúntase la razonadora,--que en el amor hay dolor y en el
dolor hay transportes de alegría?
Se detiene vacilante, desesperada, añadiendo:
--¿Y nunca podré amar?
Desdeña su mala condición; supone que hay una raza escogida de seres
enamorados y piadosos, á la cual no pertenece; pensando que está
condenada al martirio de la incredulidad, recuerda cómo otra vez bajó de
una cumbre, igual que ahora, huyendo del amor y del sacrificio, con
espanto de réproba; fué en los Andes, en la cima del mundo; creyó amar y
sufrir, y amores y dolores se le escaparon en un gemido de impotencia y
cobardía, delante de una cruz...
Pero al descender por la pendiente del _Robledo_, el temor de Regina es
menos trágico que en aquella fuga memorable; tal vez porque la cruz que
hoy vió en la cumbre se muestra más humana y el monte más asequible...
Celestial misericordia protege á la infeliz, que busca y huye, que
asalta con el duro análisis de su inteligencia las sagradas razones del
sentimiento y del corazón; se ha humillado con piedad infinita el
símbolo cuya grandeza majestuosa hizo temblar á la viajera rubia; y
desde la cordillera gigante donde parece que sólo Dios puede alcanzarla,
ha bajado la cruz, en forma sumisa de mujer, á un montecillo dócil y
extendiendo sus brazos de carne temblorosa, ha dicho con una voz muy
dulce, delante de la obsesa:
--«¿Adónde vas, Regina?...»
Quisiera responder la moza y mira al cielo, porque siente, aunque no se
lo explique, cómo baja de allí la solemne pregunta. Ya cae la sombra;
las nubes se han aligerado al roce del crepúsculo, con esa inconstancia
propia de los norteños celajes; y ha encendido la luna su pálido fanal,
que parece verter al mismo tiempo el silencio y la luz sobre la tierra.
Largos y obscuros los perfiles de los árboles, se inclinan reverentes al
paso de la rubia señora, que abre su alma al secreto de la noche,
sintiéndose presa de una fe que no cree en nada, y de una emoción sin
nombre ni rumbo, que ensancha su cauce poco á poco, bajo la nieve del
entendimiento.
En una vuelta del camino, ya cercano el arrabal, Velasquín detiene á su
esposa:
--Pero ¿no me esperabas?--interroga alarmado.
Y ella sorprendida, con el rostro encendido por súbita perplejidad, no
sabe qué decir; siente deseos de mostrarse cariñosa, y recuerda sus
ocultos reproches contra Adolfo... ¿Los merece?... En la duda benigna
que le asalta, decide callarlos, y aduce amable:
--No llegué á casa de Ramírez, porque he visto á Carlota.
--¿A Carlota?--Velasquín sospecha que su mujer no está en sana razón.
Pero Regina asegura:
--Sí; ha llegado esta tarde en el tren correo; cuando yo cruzaba la
selva la encontré; dejó el coche en el camino real para subir por el
atajo.
--Entonces no avisó la llegada.
--No; quería sorprender á sus hijos.
--¿Y hablaste con ella?
--Hablé mucho.
--¿Cómo la conociste?
--Apenas ha cambiado; siempre está hermosa... Ella me conoció
también.--Hay tanta dulzura en la expresión de estas frases, que Adolfo,
maravillado y crédulo, se siente muy feliz. La esposa continúa con
naturalidad:
--No era oportuno que hoy fuésemos de visita.
--¡Claro!... Pero es muy tarde para que vuelvas sola.
--Me entretuve... ¡y anochece tan pronto!
Quiere Regina cambiar de conversación; se apoya en el brazo de
Velasquín, y ambos sienten la dulzura de aquella intimidad. El
Cantábrico, movido y bullicioso, dice á la costa su amenaza bravía, y al
son de las airadas voces, la señora murmura:
--Ya no sales en el _Reina_...
--Porque todos los días se anuncia un temporal.
--¿Tienes miedo?
--¿Miedo?--protesta el joven sonriente.--¿Tú me juzgas miedoso?
Evadiendo la respuesta, dice Regina, irónica á pesar suyo:
--Me entusiasman los hombres temerarios.
Y flotan estas palabras, como señuelo de combate sobre el perfume de
amor y de ilusiones que va dejando en pos de si la elegante pareja.


VII
ENTRE EL CIELO Y EL MAR.--EL PLACER DEL PELIGRO.--LA MUJER Y LA
OLA.--ESPEJO DE NAUTAS Y DESENGAÑO DE GALANES.

VENTABA el Noroeste, con barruntos de galerna, cuando Velasquín salió de
su casa, huraño y triste, huyendo la melancolía de aquel hogar
enfermizo, donde la juventud y el amor tenían semblantes de fracaso, de
pesadumbre y de vejez. Los recios soplos del vendaval, saturados del
aura salobre; los aguileños perfiles del suburbio marinero, encaramado
con valentía en los zócalos y contrafuertes de la sierra; la anchura
majestuosa de los cielos y las aguas dieron súbita energía al corazón de
Adolfo, siempre dispuesto por los pocos años á recobrar los bríos de su
temple viril.
Para escuchar mejor los retumbos del oleaje, llegó al borde aspérrimo de
los cantiles y sentóse á horcajadas en un ingente colmillo de la roca,
bauprés inmóvil sobre las férvidas espumas, ariete formidable de los
vientos, heroico brazo tenso hacia el mar, como el reto de un dios...
Erguido en tan áspera silla, entre los aletazos del Noroeste y el ronco
son de las olas, imaginóse por un momento Velasquín llevado en furioso
galope, al través de las tormentas, sobre los duros lomos de un caballo
salvaje; oprimió con ansia la roca, igual que antaño su bridón, cuando
impaciente cabalgaba en busca del _Robledo_; mas una racha cruel,
cogiendo al mozo de improviso, estuvo á pique de dar con su vida y sus
sueños en el hondo sepulcro de las olas.
Temeroso del riesgo inútil, volvióse al arrabal y vió en la cumbre del
monte la casita blanca y verde, la casita triste, nido de amores y
desengaños. Allí, en el balcón del gabinete familiar, estaba la dama
rubia, siguiendo con los ojos los pasos de su marido, tal vez burlona,
compasiva tal vez... ¿Por qué raro engarce de pensamientos, por qué
misteriosa corazonada sintió Velasquín entonces, más fuerte que nunca,
la decepción de su esquivo matrimonio? ¿Por qué voluble asociación de
ideas imaginó mirando al mar y mirando á Regina, que ambas, la ola y la
mujer, eran igualmente bellas y peligrosas, atractivas y falaces? Movido
Adolfo por el ímpetu de su juventud, por el resorte de sus deseos,
hubiera querido ahora juntar en un solo abrazo á la mujer y al mar, y
hacerlos suyos para siempre, con absoluto dominio. Pero el mar y la
mujer estaban allí, como dos esfinges, sin descubrir el secreto de su
perfidia y de su hermosura.
Todo esto pensaba Velasquín muy vagamente, ó, mejor dicho, lo presentía,
mientras que se alejaba con lentitud del hogar montesino y triste,
acercándose al puerto con el ansia secreta de vencer al mar delante de
los ojos de la mujer. Desde las últimas atalayas de la costa contempló
la bahía rizada por el viento; la ciudad vetusta, mezcla de marinera y
labradora, diestra en el manejo del dalle y de las redes; las montañas,
de colores umbríos; el cielo, nuboso y gris; el mar, blanco de
espumas... El espectáculo de la naturaleza era un tónico para su
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