Agua de Nieve (Novela) - 05

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Al atravesar las cumbres soberanas de los Andes hallaron los viajeros
una enorme cruz, erguida como símbolo de paz en la brava frontera de dos
repúblicas hermanas. Alzó Regina las tinieblas de sus ojos hacia los
brazos redentores, bañados en la luz alegre de una tarde de sol, y al
punto aterró sus miradas con el desaliento de quien, rendido por sed
abrumadora, viese el codiciado manantial muy lejos, donde nunca llegar
pudiera.
La majestad de aquella cruz que parecía cobijar el mundo y ofrecerle un
inmenso abrazo de misericordia, la dejó confusa y aniquilada.
Sentíase Regina en una de esas situaciones de ánimo en que todas los
grandes ideas aplastan nuestro pequeño entendimiento. Atravesaba una de
esas horas cobardes y estrechas de la vida, en que la consideración de
toda magnificencia nos causa un insoportable esfuerzo del espíritu; hora
mezquina y deprimente en que sobre las luces divinas de las almas caen
turbias y cegadoras las cenizas de la materia terrenal.
Con la cabeza humillada y el cerebro oprimido; con los pies esclavos del
monte; en una actitud de absoluto enervamiento, recordó vagamente una
anhelante querella que se compadecía:--_¿quién me diera alas como á la
paloma, para echar á volar y hallar reposo?..._
Mas sin alas, sin nido y enferma con el mal incurable de la vida, sólo
tuvo energías para huir de la cruz colosal que la causaba el asombro
martirizador de una quimera insondable, de una esperanza imposible.
Torturada por ideas de acabamiento y fugacidad, padeció de repente, con
desatinada violencia, el vértigo de la altura, y todo su ser, apasionado
y voluble, sintió la atracción indefinible y repentina de los cauces
hondos y de los surcos opresores. ¿Cómo había subido, ciega y rauda, la
carga de su hastío y su dolor hasta la cumbre del mundo? Ya no se
acordaba de que era aquel alto sendero de su fuga el paso para el país
adonde maquinalmente se había señalado ella misma el camino. Volvióse á
mirar en derredor. Eugenia y Daniel, mustios de cansancio y desaliento,
la contemplaban casi con tanta indiferencia como los guías y los
mulos...
Mísera como nunca se encontró la joven en la breve caravana de viajeros,
en aquel grupo indeciso y callado, sin relieve y sin vigor debajo de la
cruz gigantesca y del celaje infinito. Era una impotente, una casi
invisible representación de la humanidad peregrina, que se arrastraba
torpe y lamentable, con movimiento tardío y esforzado, sobre las
espaldas soberbias de aquellos montes augustos... ¡Magníficos el paraje
y el horizonte, qué pequeños, qué tristes los caminantes!
A esta consideración que se hizo Regina de una sola ojeada, recrudecióse
acerbamente la impulsiva tendencia que la estaba arrebatando hacia los
hondones y los abismos, y el punzador deseo de borrar de aquella
excelsa cumbre la miserable huella de sus pasos.
La mujer bella y moza, de continuo atormentada por el terror de la
muerte, dejóse poseer de una súbita tentación de exterminio y se lanzó
por la vertiente de la cordillera en rápido descenso sembrado de
escollos, con mortales exaltaciones, cuya arrogancia era una forma
enfermiza de orgullo y de espanto. Como si hubiese subido á la cumbre
andina con la sola idea de espeñarse desde la ufana altura, así trató de
acometer la bajada, en un bárbaro intento de rodar y desaparecer, de
hundirse, de acabarse. Se negaban los guías indios á correr á la par de
ella, teniéndola por demente ó por suicida, y la muchacha, huraña y
tenaz, tomaba la delantera por la arisca ruta, sin volver la cabeza
hacia sus compañeros. El instinto y la mansa condición de la bestia que
la conducía la fueron salvando de una en otra jornada fatigosa hacia los
profundos valles de Chile, mientras la conturbada razón de la viajera
murmuraba implacable: _Querer sin motivo, padecer siempre, luchar
siempre y luego... morir..._
Por primera vez en su vida Daniel de Alcántara tiene una decisión y un
arranque...
--Aquí me quedo--dice.
Y había tan inusitada seguridad en su acento, que las dos mujeres le
miraron perplejas.
--¿Por qué?--pregunta Regina poco acostumbrada á la contradicción.
--Porque no puedo más y no quiero morirme en un camino.
¿Morir? Esta palabra buscada y huída constantemente por la viajera
rubia, tiene el privilegio de contenerla en tímida zozobra. Contempla á
su hermano con un interés que hace muchos días no tienen sus ojos para
aquella lánguida existencia, cuyo límite aparece siempre cercano por
irónica mueca de la juventud. Y ve Regina, con remordimientos y pesares,
que Daniel tiene hundidas las ojeras, demacradas las facciones y estuosa
la piel como en los días más desventurados de su lastimada existencia.
¿Otra muerte? ¿Otra tumba?--piensa con espanto la miedosa que ayer mismo
se dejaba arrastrar por la sugestión de la tierra desde la espléndida
altura vecina de los cielos...
Se detiene Regina en aquel extravagante nomadismo. Se detiene con la
solicitud y terneza que había olvidado prodigar á Daniel durante los
últimos meses de infortunio. Están en Santiago de Chile, y allí se
quedan en largas semanas de inquietud para las dos mujeres y de
creciente debilidad para el triste mozo que se apabila en rápida
consumación.
En vano Regina lucha denodada otra vez contra el destino, y de nuevo,
enérgica y dominante, reta á la muerte á la cabecera del enfermo,
escudándole con sus brazos codiciosos. La muerte avanza con glacial
sonrisa delante de aquellos escrutadores ojos negros donde tiembla en
oculto sigilo la sombra funeral de un ciprés.
Las eminencias médicas acuden al llamado angustioso de la joven y
pronuncian su última palabra: el mal que mina aquel pecho juvenil no
tiene remedio humano y ha llegado al período postrero.
Un doctor especialista en la traidora enfermedad extrae de su caletre
una receta muy compasiva para sí mismo y acierta á librarse de un triste
espectáculo de dolor ajeno y de impotencia propia, diciendo á la
muchacha:
--Tal vez una larga travesía por mar, y después los aires nativos...
--¿Si? Usted cree...--indaga febrilmente Regina.
--Yo espero... confío murmura el doctor entre egoísta y piadoso.
Y la señorita de Alcántara hace sus preparativos de viaje en pocos días
y huye con Daniel, que apenas pregunta:
--¿Dónde vamos á parar, en Asia, en Oceanía?
--No, hijo mío; en Torremar, en nuestro pueblo, para que te cures...
El muchacho sonríe, vuelto á la dulce pasividad de su carácter infantil
y sumiso. Y Eugenia se alegra profundamente, alentada por la ilusión de
lograr en la patria remota el apacible bienestar de sus niños amados y
la propia compensación de un definitivo descanso después de aquellos
tiempos azarosos.
Salen de Santiago buscando la costa en demanda de un buque, llevando las
dos enfermeras á Daniel entre sus brazos como una frágil preciosidad.
Regina, mimándole, olvidada de todo lo que no sea aquella ansiada salud,
repite: «¡Hijo mío, hijo mío!», con ternura que nace de sus entrañas de
mujer, de los latidos maternales de su corazón.
La mísera mocedad del hermanito, triste como su infancia doliente, ha
inspirado á Regina ráfagas de pasión y de misericordia, reveladoras de
ocultas raíces sentimentales. En las perturbaciones de su espíritu se
despiertan de pronto los instintos de amor y lástima hacia el pobre
atormentado, que se extingue al lado suyo con inmensa humildad; y toda
su alma femenina se exalta en aquella dulcísima frase, compendio de
caricias y votos: _¡Hijo mío!_ Al pronunciarla siente en sus labios de
doncella las mieles amargas de un sublime cariño que la enciende en
compasiones y desvelos de madre.
La tensión vibrante de aquellos sentimientos da lugar á un episodio raro
y fuerte que nunca olvida la viajera rubia. Ya cerca del gran puerto de
Valparaíso se detiene en un cruce el tren que lleva á los de Alcántara,
y en el convoy ascendente se alborota un jovencito, custodiado en un
coche especial. Le llevan á un manicomio. Padece la locura de amor, que
es la más triste de todas, según cuentan los sabios en locuras. Va el
infeliz pidiendo á gritos:--¡Un beso, un beso! ¡Uno solo, por
piedad!...--Oye Regina el desgarrador plañido; inquiere la razón de
aquellos lamentos, y le dicen:--No hay razón; es un loco que pide un
beso á una mujer. ¿A qué mujer?--pregunta.--A cualquiera, si es joven y
hermosa--le responden--; está enamorado de un ensueño, y padece un
horrible delirio de belleza y amor.--Impulsada entonces la viajera por
una bienhechora actividad exenta de prejuicios y reflexiones, baja de un
salto á la vía, sube al estribo, sobre el cual asoma su desmedrado busto
el jovenzuelo demente, alarga el cuello flexible y le presenta los
labios. El aplica los suyos con ansia de sediento en los frescos corales
de aquella boca, y los besa largamente, vorazmente, silabeando:--¡Ah,
eres tú!...--Luego pronuncia:--Gracias.--Y ahíto de felicidad, sacio y
trémulo, se hunde en los divanes del coche. La generosa donante baja de
aquel estribo y sube al otro, serena y alegre, sin enrojecer ante las
curiosas miradas de todos los viajeros de ambos trenes, asomados á las
ventanillas.
En el paisaje liso y árido de la costa volcánica, este singular suceso
de piedad y dolor halla un escenario frío y silencioso. Tal vez en
España, en el mismo caso, los viajeros espectadores hubieran aplaudido
con apasionada admiración el rasgo noble de la moza enlutada y bella.
Pero en aquel llano camino de América, abierto para el tráfico
cosmopolita y mercantil, sólo quebró el silencio de tan tierno
espectáculo el chasquido ferviente de ambos besos y el sollozo de
gratitud con que el loco ahogó sus imploraciones satisfechas.
Partieron ambos trenes. Eugenia se enjugó los ojos llenos de lágrimas;
estrechó Daniel las manos de su hermana, musitando:--Dios te lo
pague.--Y sin duda se inicia un vago murmullo de comentarios á lo largo
de los vagones caminantes, mientras Regina repite al oído de su pobre
enfermo: _¡hijo mío!_ con un desbordamiento de piedades y dulzuras que
alcanzaban al demente consolado y se extendían á toda la triste
humanidad, huérfana de consuelos.
* * * * *
--¡Si pudiera dejar aquí todo lo que me entristece!--piensa Regina antes
de embarcar. Está enojada contra sí misma porque le crecen en el pecho
compasiones profundas hacia todas las pálidas cosas que sonríen con
dolor en la vida, y se le oprime el corazón con extraños pesares.--No
quiero sentir--exclama--; no quiero llorar ni quiero saber.--Y se golpea
las sienes estallantes de ideas, y se enjuga unas lágrimas que en lenta
rebeldía mojan su rostro, mientras cerebro y corazón, unidos con raro
acorde en su gentil persona, laten al compás de unos recuerdos
tentadores y amargos.--¡La huérfana de Alcántara, la viuda de
Ibarrola!--piensa y siente en íntima consternación. Mas luego protesta
con enojo, casi con brutalidad, murmurando:--Ni una cosa ni otra; el
poeta, el amigo, el protector á quien lloro con el sentimiento egoísta
de mi soledad, fué mi padre, más por el acaso que por el amor; yo fuí su
camarada y su compañera mucho más que su hija, y ahora debo decirle,
únicamente, con el espíritu sereno y el corazón mudo: «Adiós, Jaime;
búscame en otras vidas si volvemos á nacer; quisiera ser siempre amiga
tuya»; y mientras él duerme en este mundo joven, yo voy á ver si en el
viejo mundo hallo un poco de felicidad... En cuanto á Ibarrola--conviene
la viajera en su escéptico soliloquio--no era nada mío, nada; sólo le he
visto en sueños y en retratos; no he podido quererle, me equivoco; me
confundo á cada paso que doy buscando cosas imposibles; el amor... la
dicha...; si existieran estas dos ansias de mi juventud, no he de
lograrlas juntas, según sospecho. El placer es la ausencia del dolor;
por eso la felicidad es placentera; pero el amor duele; luego la
felicidad y el amor son enemigos... ¡Si un amago, un atisbo del amor me
ha hecho padecer, huir, llorar!... Adiós, Ibarrola, mártir ó loco;
quimera hermosa que me has servido de tortura; quiero olvidarte...
¡Adiós!
Y Regina, exaltada y arrogante en medio del fatalismo obscuro que la
amedrenta, esconde sus vestidos de luto en el fondo de sus cofres, y con
joviales adornos de primavera se despide de la costa americana,
alardeando ante sí misma de que deja allí sus desengaños y sus miedos,
sus pesimistas augurios, todas las raíces de futuros dolores.
Pero cuando huye la orilla, cuando el buque se engolfa en las pálidas
aguas del Pacífico, sólo sabe de cierto la viajera que Daniel está allí,
bajo su amparo con una veleidosa mueca de alegría en el semblante.
--Tal vez la muerte se quedará también en la ribera--piensa en zozobras
calladas la fugitiva. Y hurgan sus ojos negros el paisaje ya lejano y
sutil de la tierra abandona. Ondulan lueñes y rojas las colinas
chilenas, y tórnase tan vago el horizonte á la luz del crepúsculo, que á
la muchacha se le cansan los ojos de mirar y los cierra, humedecidos por
ese sentimiento desgarrador de las despedidas.
--¿Llora usted?--la pregunta solícito un viajero que ha de hacerle esta
misma interrogación el día del desembarco. Y molesta porque han
sorprendido su dolor, desesperada porque ella misma le descubre,
responde:
--Es un llanto material. Mirando con fijeza á un mismo sitio, durante
largo rato, á cualquiera se le saltan las lágrimas...
* * * * *
Desde que Regina vió la muerte á bordo, entre sus brazos, y sintió que
en un instante le arrancaba sin piedad, con sobrehumano poder, lo único
que le quedaba en el mundo, ya nunca más pensó en huir de ella.--Está en
todas partes--dijo.--¡Está en la vida!--Y con una impavidez
martirizadora empezó á verla en el cabrilleo de la luna sobre las aguas,
en los rizos del oleaje, en los cendales del cielo, en los astros, en
las sombras, en los perfiles de la tierra aparecidos en lontananza, y
hasta en su propio cuerpo vigoroso y juvenil. Quería familiarizarse con
ella; empezaba á comprender que en el fondo del espanto y del odio que
la inspiraba podía brotar una semilla de conformidad.--_Morir...
dormir... soñar acaso..._--repetía, tratando de asir alguna esperanza
que la amistase con «la traidora»; y por fin murmuraba con supremo
hastío:--¡Descansar, á lo menos!...
Ya al final de la navegación, cuando los pasajeros se agrupan en la
borda atalayando el horizonte, interroga Regina:--¿España?--Y la
contestan:--Sí, Galicia, _la costa de la muerte..._--¡Ah! ¡Qué
admirable!--dice, clavando en ella sus gemelos, con amor y terror al
mismo tiempo. Y repite:--España... Galicia... _¡la costa de la
muerte!..._ ¡Qué hermosura!...
Un sacudimiento poderoso de aquella pujante juventud devuelve al
espíritu de Regina los bríos y las audacias que antaño la hicieron
explotadora de realidades y de ilusiones al través de dos mundos. Y así
salta en hispana tierra, conmovida por afanes nuevos, subyugada por los
éxtasis de la vida moza, con vehemencias indefinibles que la causan
alegre turbación.


VIII
AURORA DE MAYO.--CRUCES Y NAVES.--CENTELLICA DE AMOR.--¡AH DE LA RIBERA!

LA alborada radiante de aquella mañana española vino á encender con
luces nuevas los fantaseos de Regina. Pegada al lecho, con perezosa
delectación, en el aposento desnudo y frío del hotel, mira la ilusa
desfilar por los muros de la estancia los acontecimientos tumultuosos de
su rápida existencia.
Fatigada al cabo de tanto caminar, pretende ahora Regina trazarse con
decisión una línea divisoria entre lo pasado y lo presente, y tomar un
apacible rumbo hacia lo porvenir. Quiere ser otra de aquí en adelante:
una señorita burguesa que descuelle por sus dineros y sus gracias, que
pueda elegir marido y acomodarse lindamente en la sociedad; una mujer
comedida y discreta, que saboree con tino y descanso todos los goces...
La voz previsora de Eugenia interrumpe la blanda meditación:
--¿Estás despierta, Regina?... Pensaba yo que hay que sacar del
equipaje los vestidos negros... Los plancharé para que estén listos á la
tarde cuando salgamos para Vigo...
Siente la muchacha cómo lo pasado tira cruelmente de sus propósitos en
aquella advertencia, y responde con un suspiro:
--Bueno...
Al cabo de una hora, Regina, vestida de blanco, furtiva y sola, con el
aire infantil de un párvulo que «hace novillos», se lanza al campo y al
sol, resguardando la cabecita rubia bajo el dosel de una elegante
sombrilla azul. Y así camina, ondulante y ligera, á grandes pasos, como
guiada por el hilo invisible de una ilusión, embriagándose en la
placidez de aquella mañana de Mayo que la fué á despertar con tan
pacíficos sentimientos.
En los claros del añoso parque, las flores orillan los senderos, frescas
y lozanas, con algo de selvática hermosura, y desde los ribazos
enverdecidos, cara al mar y á la costa, ve Regina cómo tiembla el
paisaje bañado de luz.
Liviana, lo mismo que un céfiro, recorre aquellos vergeles la gentil
madrugadora. Se ha enflorecido los cabellos con unas rosas pálidas y le
relumbran los ojos amorosamente.
Su traje blanco sonríe en la espesura, y su sombrilla semeja un errante
jirón del cielo, que asoma entre los desgarrones de la selva.
Es cierto que Regina parece otra, y por la grata expresión de su
semblante, diríase que está muy contenta de parecerlo. Sí; ella quisiera
ser siempre, como en estos momentos de olvido y de esperanza, en que se
la podría tomar por una niña vestida de primera comunión, creyente y
venturosa...
En el recodo de un sendero encuentra al joven doctor, que llega con la
gorra en la mano y la galante sonrisa en el saludo. La muchacha acoge,
placentera, á su reciente amigo, y con esa sencillez natural de las
costumbres campestres, comienzan á charlar. Él la cuenta un poco de la
vida del Lazareto, mezclado con algo de su propia vida; es andaluz, y
solicitó aquel destino en San Simón, por estarle indicado el clima á su
mujer, enferma desde su último alumbramiento.
--¿Es usted casado?--pregunta Regina con alguna sorpresa.
Viudo... «Ella» murió, cuando aún tenía yo confianza de que se curase
aquí...
Sólo entonces reparó la señorita de Alcántara en que el médico estaba
vestido de luto. Y sonaba algo roto en la voz de Regina, alegre hacía un
momento cuando murmuró:
--¡La muerte está en todas partes!--Pero queriendo, la muchacha
resistirse á la invasora amargara de la conversación, y como para
endulzarla, interrogóle con amable interés:
--Tiene usted hijos, ¿verdad?
Una parejita--contestó el caballero, levantando la cabeza que tenía
inclinada.
El paseo se prolonga, la plática se enciende en confidencias cordiales y
juveniles, y el doctor y la niña son ya íntimos amigos, merced á esa
recíproca simpatía de dos caracteres francos que se encuentran en una
hora sentimental.
Ya sabe Regina de memoria la vida de su nuevo amigo; ya se puede decir
que «le conoce» y le juzga.
--Es un hombre apasionado y sencillo--piensa.
Por su parte, el doctor la examina con amables ojos, sin atreverse á
definir más que una cosa:
--¡Linda y rara mujer!...
Ella le ha contado con llaneza y sinceridad algo de su historia y de sus
sentimientos; pero sólo ha conseguido admirarle y confundirle.
A este punto de intimidad, acaso intensa porque va á ser breve, llegan
los paseantes á una tapia florecida que cierra el terreno en declive
hacia el mar.
Alza Regina sobre el muro su cabeza rubia, mientras dice el doctor:
--Es el cementerio.
Un tímido plantel de cruces levanta al cielo sus brazos entre cipreses y
siemprevivas, y al fondo muestra el mar el abismo de su azul hermosura.
Algunos mástiles de lejanas embarcaciones que se dibujan entre las
cruces quietas, balancean sus finos perfiles sobre los callados
sepulcros. Mirando los inmóviles maderos, que á su vez parecen clavados
en el mar como arboladuras náufragas.--¡Han zozobrado!--piensa Regina,
mientras la brasa ardiente de sus ojos busca en cada sepulcro una forma
de nave.
Aquel breve descanso junto á la tapia en flor, queda atravesado por la
saeta de una melancolía; mas, luego, el caballero y la muchacha tornan
hacia el hotel, sin cesar de contarse muchas cosas. Ella sigue
rebelándose contra el asalto de la «gran tristeza» que por todas partes
la persigue. Y aunque en sus más ocultos senos tiembla y ruge el
insuperable pavor, todas las energías de aquella alma están vigilantes
en acecho de la felicidad.
--Me conformo--dice interiormente,--me resigno á morir; pero mientras
llega mi hora, quiero gozar, lo quiero á todo trance...
Pasea con altivez su belleza rubia, nimbada con el toldo celeste de la
sombrilla, en tanto que el bosque todo calla con solemnidad de templo.
El doctor embroma á la muchacha con el viajero de Alcoy que durante la
travesía la cortejó sin tregua.
--Anoche me habló mucho de usted...
Y era cierto. Con esa locuacidad española, tan expansiva y frecuente, el
pasajero, prendado de Regina le contó al médico los episodios dramáticos
de la navegación, en los cuales tuvo la de Alcántara dolorido papel.
Evita el doctor ahora recordar á su amiga la tragedia. Contempla al lado
suyo á la moza, sonriente y despreocupada, y sólo se le ocurre
entretenerla con frívolas frases, por más que le conmueven los súbitos
silencios de ella y la palpitación de astros con que tiemblan sus
pupilas húmedas cuando enmudece el cristal de su voz.
--¿Por qué ríe, si parece que tiene ganas de llorar?--se pregunta
perplejo.
De esta guisa llegan los dos á las inmediaciones del hotel, donde los
empleados del Lazareto conversan con los únicos viajeros alojados en el
pabellón de primera clase.
Eugenia aguarda á Regina para almorzar, y el señor de Alcoy, que es un
joven adocenado y presentuoso, recibe á la muchacha con exagerados
homenajes, que ocultan mal su celosa sorpresa de hallarla tan amistada
con el médico. Ella responde levemente á sus saludos.
En un senderito de la fronda blanquean dos trajes infantiles, y el
doctor dice señalándolos:
--Mis nenes...
Son dos criaturillas frescas y graciosas, que llegan asidas de las
manos.
El niño, con calzones y melena, curioso y charlatán, parece un angelote.
La niña, que se suelta á andar con timidez, es menos fuerte que su
hermanito, y responde á las caricias con una sonrisa incierta y suave.
Los toma Regina en sus brazos á los dos con alborozo, y pide la gracia
de que se los dejen hasta el momento de partir. Otorgada la merced con
sumo agradecimiento del papá, vase la niñera detrás de la señorita y
murmura el de Alcoy al oído del médico, mientras se aleja el grupo:
--Coqueta, ¿eh?
--Interesantísima--contesta el interrogado con fervor.
* * * * *
Declina la tarde, dorada y silenciosa.
Regina de Alcántara, vestida ya de luto, al lado de su compañera,
aguarda en el muelle el instante de partir. La despide el doctor, que
lleva de la mano á sus hijos.
Había jugado Regina con ellos, sentada en la pradera colmándoles de
caricias, tejiéndoles coronas de flores y durmiendo á la niña en su
regazo al son de dulcísimos cantares.
Mientras la arrullaba de esta suerte, componían ambas un grupo blanco y
delicioso en el cual la propia Regina se estuvo complaciendo. En la
albura de sus vestidos se posaban como fatales mariposas negras los
lazos de luto de la niña; pero agitó la moza sus ágiles dedos matando la
señal triste de un tirón, y echó á volar las negras mariposas entre las
cadencias de un villancico:
_La virgen lava pañales
y los tiende en el romero
y los pajaritos cantan
y el agua se va riendo..._
Pero una gran tristeza de caridad se deslizó en el alma de Regina.
--¡Pobre nena sin madre! murmuró.
Y tomóla en sus brazos con tan vivo transporte de compasión que la niña,
asustada, echóse á llorar...
La viajera está pensando ahora en todos estos menudos detalles de aquel
día de regreso y de patria que tan hermoso y clemente amaneció para su
espíritu. El doctor la contempla con una admiración un poco ansiosa.
Acaba de embarcarse el pasajero de Alcoy, el enamorado de Regina. Va
solo y ceñudo, abrumado por el desdén glacial de una despedida que
condena sin apelación sus amorosas pretensiones.
--¿No le da á usted lástima?--pregunta el médico á la desdeñosa,
señalando la fugitiva estela.
Ella clava la honda fulguración de sus ojos en la nave, que se
empequeñece sobre las olas como otras tantas visiones desvanecidas en
el oleaje de la existencia. Luego replica:
--Me da lástima de estos niños, porque tienen que ser mayores.
Y los besa con ternura, suplicando al doctor que le dé alguna vez
noticias de ellos. Pero el papá esta emocionado, y sin prometer nada, se
atreve á preguntar:
--¿No se ha enamorado usted nunca?
--No he podido--responde ella sencillamente después de una leve
vacilación. Y ataja otras averiguaciones que tal vez adivina, diciendo
seria y triste:
--Quisiera ser amiga de usted mucho tiempo, porque me interesa la suerte
de estos niños que he encontrado en un día memorable para mí... Yo soy
voluble... olvido pronto... Mi vida es un naufragio de recuerdos.
Olvidaría esta misma noche la amistad de usted á no ser por los nenes...
¡Tengo una memoria tan flaca y un carácter tan indeciso! Padezco una
especie de anemia espiritual; los sentimientos más fuertes y cordiales
se agitan un momento en mi corazón y en seguida se aflojan y se
desvanecen como el humo... Por otra parte, me da pereza el sentir
demasiado y rehuyo el querer como un ejercicio violento... Soy perezosa
y egoísta... Ni siquiera puedo ni sé tener amigos... A veces, en un
instante de vehemencia, quisiera amarlos y abrazarlos y hasta morir por
ellos... mas, poco á poco los olvido y los mato y los sepulto en los
abismos de mi corazón... Ya ve usted que me conozco á mí misma... que no
soy buena.
Quédase pensativa al decir esto y añade después:
--Pero tampoco soy mala... Cuando algo me despierta de este sueño del
corazón, me arrepiento de mis culpas... se recrudece el recuerdo de mis
pasados errores y laten con fuerza en mi alma los sentimientos más
dulces y afectuosos... ¡Ah! ¡Si yo tuviera fijeza y constancia! Es
posible que me muriera de amor... como una heroína de novela... Pero
no... no sé cultivar amistades ni amores, ni creo que aún pueda
sentirlos nunca...
Al llegar aquí, Regina se confunde, se arrepiente de sus largas y
contradictorias razones, y concluye diciéndole á su amigo:
--¡Cualquiera diría que me estoy confesando con usted!
Hay una pausa. El médico pugna por decir algo que le tiembla en el
corazón. Pero Regina, cambiando de tono, añade:
--En fin, basta de psicologías y de confidencias. Prometo ser constante
en esta ocasión y ser amiga de usted y de estos niños, si usted promete
darme noticias de ellos á menudo.
Desea hablar el padre de los nenes, balbuce algunas palabras conmovido,
pero enmudece ante la actitud súbita y reservada de la joven, que le
tiende la mano, repitiendo:
--¿Quiere usted?
Y él, con semblante retraído, sin ocurrírsele otra frase, responde:
--Con muchísimo gusto.
--Adiós, doctor.
--Adiós, señorita.
Murmuraba el bosque con soñoliento murmullo, y los caminos se asomaban á
la costa cubiertos de penumbra y soledad. Rodaba en el cielo un
luminoso cuarto creciente; el mar tenía irisaciones de plata y mansa voz
de remotas canciones...
Algo fenecía con acendrada tristeza en el regazo maravilloso de aquella
tarde moribunda. Acaso uno de esos fugaces amores, relámpagos intensos
que las tempestades de la juventud alumbran en los corazones abiertos á
la vida.
La de Alcántara cambió con el médico su breve tarjeta, orlada de luto,
por una cartulina negra, que decía en letras blancas: _Rafael
Marín.--Doctor en Medicina._
De un denso grupo de pasajeros pobres, que aguardaba el momento de
embarcar, acercáronse algunos á las señoras en traza mendicante. Había
mujeres desharrapadas y niños casi desnudos. Varias voces, evocando al
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