Agua de Nieve (Novela) - 03

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Bellosguardo, allí donde el mártir Galileo leyó en los mundos siderales,
y gustar en Florencia, patria de tantos artistas próceres, un saludable
reposo bajo el pálido verdor de las encinas, viendo correr el Arno entre
laureles.
También quiere subir al Etna, que le inspira mucho respeto, ya que data
nada menos que de Píndaro el relato de sus pujanzas destructoras.
Mas llegando á Sicilia ha de buscar la playa donde se abre un túnel en
ruta desconocida. Sonríe la muchacha con desdeño, asegurando que el
misterioso túnel corre por debajo del mar hasta la Elida, hasta el sitio
donde Diana convirtió en fuente á la ruborosa Aretusa para sustraerla á
las persecuciones de Arfeo, el dios río...
--Pero fué el caso--añade Regina--que Arfeo juntó sus aguas con las de
su amada ninfa, y el doble caudal desapareció para siempre, perdiéndose
en las arenas con secreto de amor... ¡Qué preciosa leyenda!... ¡Amar
como los dioses y como las aguas, evaporarse como el rocío en el seno de
la naturaleza! ¡Convertirse en fuente y en nube, en tierra y en flor!
¡Qué maravilla!
La andariega española, que á la postre no sabe qué busca ni qué quiere,
concluye por cansarse de Italia. Ya los museos la aburren, la
contemplación de los tesoros del arte y de la historia la causan un
tedio y una fatiga que no se atreve á confesar. Atenta sólo á las
superficies doradas de las cosas, no acierta á discernirlas, amarlas ni
comprenderlas. El corazón permanece intacto y glacial bajo la calentura
constante de la imaginación y de los sentidos.
Embriagada de luz y de color, en la tierra madre de la raza latina,
busca ahora, por contraste, los cielos norteños, los países románticos
de Noruega y Alemania. Ecos de los antiguos trovadores del Rhin le dicen
leyendas de amor y de muerte, estupendos lances de pasión heroica,
memorias perdurables prendidas en dramáticos jirones en los sombríos
abetos de la Selva Negra. Ríos y afluentes que bajan tranquilos entre
praderas lozanas para dar nombre á risueños valles; torrentes espumosos
que rugen desmelenados en hondos desfiladeros y salvajes rocas, todas
las aguas de la Selva, madre del Danubio, tuvieron para Regina lenguas y
voces, antiguas imágenes y romancescas tradiciones.
Aquí estuvo el castillo que edificó Rolando para vivir en austera
soledad, frente al monasterio donde su amada, creyéndole muerto, se
encerró niña y hermosa... Allí la cima del Dragón, donde Sigfredo mató
al monstruo que robara á la hija de Auderico... Más lejos, la montaña de
la Nube, con la historia sangrienta de la esposa infiel, y entre
visiones de sílfides y gnomos, surge de las aguas la poética relación de
la doncella de Eherenthal. Regina está á punto de batir palmas como en
el teatro de Torremar, durante aquella inusitada representación de _El
oro del Rhin_.
Opera fantástica le parece también á la niña este paseo por el gran río
alemán; cantan las aguas, cantan los bosques, desfilan los valles á
manera de decoraciones peregrinas; y en la inquietud de las ondas, en
las penumbras del paisaje, flota la tradición, viven y sienten las
imágenes legendarias... ¡Rolando! ¡Qué nombre tan varonil!... Es un
caballero fuerte y hermoso que vuelve de la guerra con marciales
arreos...
--Aquí estoy, amor mío, exclama la imaginación de Regina.--No es cierto
que me haya metido monja... No creí en tu muerte nunca... ¡Llévame á tu
palacio de mármoles y bronces!
Y la mocita navegante extiende hacia la ribera sus brazos y dilata con
emoción sus ojos de sonámbula.
Es ella la novia fiel, la dulce prometida. Rolando la espera para
desposarla en su castillo mágico...
Pero la soñadora enamorada se asusta un poco de amores tan serios y
definitivos. Impresionable y golosa, quisiera un placer á flor de labio,
que no se adentrase mucho en el corazón.
Ved por cuánto el territorio de la Selva Negra está lleno de ricos y
perfumados fresales que cubren de flores y frutos las faldas de las
montañas y la ondulación de las praderas; que acosan las ciudades, los
pueblos, las cabañas; invaden los caminos, patios y jardines, y trepan
por las rocas, á lo largo de los muros, ofreciéndose entre las piedras
con prodigiosa fecundidad...
Excitados el apetito y el asombro de la supuesta novia, sus labios «de
fresa» buscan el fruto que tanto se les parece, con repentino abandono
de Rolando el guerrero.
Y todas las leyendas del Rhin se eclipsan en la sabrosa realidad de
aquella golosina predilecta...


IV
EL NIÑO ENFERMO.--ORIENTE.--SPA.---LA MUJER CABEZA.--LA MEDIA
LUNA.--¡VÁMONOS Á AMÉRICA!--EL MAR.

CUATRO años de holgorio por Europa no bastaron á satisfacer la
insaciable curiosidad de Regina. El espectáculo del mundo, atisbado en
tan múltiples formas, superficiales y rápidas, no hacía sino excitar su
apetito de emociones; todo quería verlo y sentirlo en su ruta, sin tener
paciencia para detenerse á comprenderlo y amarlo. De cuantas cosas
percibía no le quedaba luego más que un tropel de sensaciones
contradictorias.
La naturaleza, el arte, la historia y la leyenda, íbanla llamando por
diversos caminos; pero una dolorosa irritabilidad de su imaginación la
obligaba á devorar las impresiones con estímulo impaciente de otras
distintas, como si le faltase tiempo para saborearlas, como si alzase
Dios sobre tan desbocadas ansiedades el castigo de no poder gustar los
frutos de la vida, la maldición de desflorar todos los goces en una
carrera anhelosa y penitente.
Las cuitas de Daniel obligaron á la viajera á muchas detenciones
imprevistas. Con frecuencia el niño necesitaba reposo, y era siempre su
hermana la primera en notarlo y prescribirlo.
En las forzosas paradas del errabundo peregrinaje, muchas eminencias de
la medicina auscultaron el pechito endeble de Daniel. Aquellos sabios
doctores mecieron la cabeza, conpungidos, diciéndole al padre inquieto:
--Muy lento desarrollo... Estrechez de la cavidad torácica... Pobreza de
sangre...
Y algunos, más desengañados ó menos piadosos, añadieron cruelmente:
--Candidato á la tuberculosis...
La amenaza siniestra quedó flotando sobre los alegres nómadas como una
ironía de su buena fortuna.
Joven y hermoso el padre; la hija moza y gentil; robusta y agraciada la
doncella, iban por el mundo, derrochadores, sin pena ni gloria, y era
Daniel á su lado la triste nota del humano dolor, la sombra de la
fatalidad, que no perdona á los felices.
Amaba Regina á su hermano con pía ternura; le mimaba como á un
chiquitín; tenía para él condescendencias protectoras y entrañas
maternales. Pero desde que vió esquiciarse el señuelo de la Avara en los
ojos velados y dulces de Daniel, padeció rudas crisis de terror y
misericordia.
Si el pobre sentenciado se amortecía silencioso y febril, en horas
turbias, era Regina siempre su más infatigable compañera. Apostábase
junto al lecho del paciente, inflamada en temerarios rencores,
avizorando, en traza de reto, el sutil avance de la Intrusa. Con el
frescor saludable de sus bellas manos, acariciaba Regina las manitas
madorosas del niño, y erguía el lozano busto como troquel adversador
contra la enemiga invisible. En esta defensora actitud hablaba á
Danielín alegremente, ocultando en la maravilla de sus gorjas los hilos
de una voz que temblaban rotos de miedo.
Como el muchacho solía animarse con estos halagos, Regina se altivecía
entonces, suponiendo que disputaba, triunfadora, su presa á la muerte.
Otras veces, medrosa del silencio en sus velatorios, entonaba una dulce
cantilena, mientras se adormecía el niño en la quieta oscuridad de la
alcoba. Viéndole ya en reposo, iba á besarle, pero al advertir que
estaba desfallecido en profundo sopor, después del acceso febril,
sentíase á punto de lanzar un grito, helado como la frente del
enfermo... Allí estaba la Astuta, la Invencible... Se removía en la
estancia el toldo de la sombra con rumores macabros, tal vez de
mandíbulas crujientes ó de áspera guadaña, y Regina, en un esfuerzo
viril de angustia y de valor, alzaba los brazos sobre Daniel como
queriendo defenderle.
Cuando el hermanito recobraba algunas fuerzas y volvía, con arrestos
fugaces, á la vida, en vano la moza pretendía arrebatar de aquella
existencia amada el halo de mortal sufrimiento con que se inclinaba
hacia la tierra. Imaginando que el niño se dejaba vencer por cobardía;
que se dejaba morir, como su madre, en la dilatación de una sonrisa
humilde pretendía aleccionarle, fortalecerle, henchirle de esperanzas y
rebeliones.
Mirábale á los ojos con hipnótica fijeza; le soplaba en los labios el
cálido aliento de la florida boca; le sacudía fervorosamente con sus
brazos recios y hermosos, como si se creyera dotada de un poder
sobrenatural para repetir en la carne marchita de Daniel el divino
milagro:
--¡Levántate y anda!...
Reía el niño con diversión, tomando á juego los arrebatos de su hermana,
mientras Jaime se conmovía en aquellas escenas rápidas y crueles, y
Eugenia suspiraba, disimulando sus temores.
De aquellas luchas entre el cariño y el espanto, á la vera de Daniel, le
quedaban á Regina un amargor y un tedio, contra los cuales buscaba
defensa en furiosa renovación de placeres.
Apenas su hermano se animaba con aparentes destellos de salud, la
madrecita delegaba en Eugenia sus obligaciones, y eligiendo un lugar
sano y cómodo para la doncella y el niño, disponíase á tramontar
volcanes, resucitar mitos, registrar monumentos y ruinas y perseguir
sombras y musas. La acompañaba su padre, amante y orgulloso, aliviando
su corazón de la presencia lastimosa de Daniel, con una facilidad acaso
ligeramente egoísta.
Los dos, solos y juntos, sentíanse consolados y felices, llenos de la
fuerza alegre que dan la juventud, el talento y la hermosura. Ligeros y
engreídos, formaban una linda pareja de ambulantes, á quienes se tomaba
por matrimonio, con gran contento por parte de la niña y halago juvenil
para el papá. De esta guisa posaron su fugitiva planta en cientos de
parajes raros y bellos, sin que Regina renunciase á uno solo de sus
caprichos de exploradora, por costoso y difícil que pareciera. Cantó
frente á Estambul la _Canción del pirata_ en homenaje á Espronceda, su
compatriota, y navegó sobre el Mármara y el Bósforo, deteniéndose á
saludar la _Torre de la Doncella_, donde la infiel sacerdotisa de Venus
adoraba en románticas citas á su heroico Leandro, náufrago de amor en
las furias del Helesponto... Quiso buscar las huellas de Shakespeare en
su tierra natal, cabe el Avon, y recitar las baladas de Walter Scott, á
orillas del Tweed... Quiso dormir en los lagos de Suiza y deslizarse en
raudo trineo sobre el Neva helado, envuelta en ricas pieles de
Astracán... Erró, sabia y curiosa, entre los viejos mármoles de Atenas,
y sus ojos aventureros navegaron por la azul bahía de Eleusis, á la hora
melancólica del crepúsculo, cuando los centenarios bosques de mirtos se
inclinan hacia el mar en lánguido suspiro...
Jaime y Regina habían llegado á olvidar un poco el adolecido rostro de
Daniel; pero una fecha vino á decirles que había llegado el tiempo de
llevarle á las aguas salutíferas de Spa, según prescripción de un médico
ilustre.
Y allí precisamente, al pie del famoso manantial, promesa de salud,
sintió Regina, por paradoja, su primer malestar físico. Era un mareo
doloroso, con punzadas en las sienes; una profunda fatiga del espíritu,
que hacía pesadas y enormes todas sus ideas, y mezclaba sus memorias en
extravagante confusión. Inapetente y desmayada, sentía necesidad de
cerrar los ojos á cada momento, con la rara sensación de que todo su
cuerpo era cabeza.
A las alarmas de su padre, contestó, queriendo burlarse de sí misma.
--Tengo náuseas en la frente...
Y era verdad. Sentía ascos y bascas en la cabeza, en la cabeza
monstruosa que le bajaba hasta los pies y le crecía sobre los hombros
hasta dar en el techo de su cuarto. Se acostó entelerida. Dentro del
miembro disforme que había tomado posesión de su persona entera,
bailaban los recuerdos gigantescos y confusos, veloces, disparatados...
Un beso devoto que dió Regina en Ruan al _Corazón de León_ de Ricardo I,
mirábale ahora, sangriento como una herida, impreso en el rostro de
Juana de Arco, la cual se paseaba tranquilamente por la plaza donde la
quemaron, en la propia ciudad de Normandía.
A este punto llega Schiller, con su peluca rubia y su casaca con puños
de encaje, dando voces, pretendiendo que se aplace el suplicio mientras
él compone su drama _La doncella de Orleans_. La gran plaza se llena de
soldados ingleses, de sacerdotes, de gente curiosa y vocinglera; pero de
pronto se disipan todas las imágenes y se abre en el fondo un agujero
inmenso, negro como la boca de un sepulcro. Lanza Regina un grito, y las
tinieblas se deshacen; aparece el mar y en el mar unas islas blancas y
sonrosadas, como mármoles al sol... Luego un paisaje bellísimo, todo
sembrado de ruinas; al fondo se dibuja una gigante acrópolis de airosas
columnas y labrado friso... Un tropel de garzas reales huye á esconderse
en las orillas de un lago azul... Son los dioses fugitivos, que,
añorantes de Grecia, se disfrazan á menudo para visitar los sagrados
lugares de su antigua dominación... Al cabo, Regina, vestida de
tirolesa, baja del Monte Rosa, pisando con blandura la nieve. Atraviesa
valles y ríos con suma facilidad: se detiene en la isla Bella, bajo los
opulentos toronjales, y se pone á hacer un lindo ramo de adelfas,
blancas y rojas...
De repente se le echa encima la rígida sombra de un enorme ciprés, y
Regina se siente presa en tupida maraña de siemprevivas. Todas estas
flores de cementerio muestran unas caritas llorantes y resignadas, y
parecen miniaturas de la cara angustiosa de Daniel.
Medrosa y contrita la muchacha, quiere rezar por su hermano, pero no se
acuerda de ninguna plegaria. En vano pugna por hallarla en su corazón.
Su corazón no existe. Regina sigue siendo toda cabeza... Busca que te
busca, bajo el cráneo fenomenal, encuentra la infeliz muchas imágenes,
algunas ideas enrevesadas, unos pensamientos que se encogen y se
estiran, como larvas temblorosas... ¡oraciones, ninguna! Las caras de
muchos Danielitos chiquitines la acosan en todos aquellos brotes de
sepultura que aciagos crecen en la fecundidad de la isla Bella, entre
bálsamos, orquídeas y limoneros... Quizá su hermanito abandonado la
llama y la acusa; tal vez se está muriendo el triste, solo y mísero...
Regina quiere, á todo trance, pedir clemencia al cielo.
--¡Una oración! ¡una oración!--grita desesperada. Su terrible cabeza se
arrodilla, y con esfuerzo desgarrador, entre unos labios secos y duros,
pronuncia maquinalmente una voz melodiosa:
--_Con Dios me acuesto... con Dios me levanto..._
--Hija mía, ¿qué dices?--pregunta alarmado Jaime, á la cabecera de la
cama.
La enferma abre los ojos.
--Estoy rezando--murmura. Y sonríe con gozo repentino, al sentir en la
almohada su cabeza de tamaño natural, y al advertir que su cuerpo,
bienlogrado y armonioso, obedece á la cabecita rubia en movimientos
fáciles.
Alcántara la observa con ansiedad creyendo que delira, y la muchacha se
coloca una mano sobre el corazón acuciando sus latidos con un resto de
inquietud y pidiéndole todavía una plegaria, más supersticiosa que
ferviente.
El buen corazón, pronto siempre á conceder cuanto le piden, contesta sin
tardanza:
--_Padre nuestro, que estás en los cielos..._
Regina cerró los ojos con dulzura y adormecióse en aparente serenidad,
con la desusada oración entre los labios, que sonreían y rogaban en una
vaga mezcla de beatitud y divertimiento.
Tal vez aquel benéfico reposo gustaba á medias de la santidad de una
deprecación confortadora y de la fantasmagoría de unos sueños
enrevesados y sorprendentes...
Poco después, en su visita de la noche, el médico pulsó á la enferma
cuidadoso, sin despertarla, y aseguró á Jaime que había remitido la
fiebre nerviosa que aquejaba á la niña, y que en unos descansados días
de Spa quedaría sana y alegre.
Y fué verdad que muy pronto, curada y placentera, inventaba Regina
nuevas caminatas, aburriéndose ya en el famoso paseo de _Las siete
horas_, donde Meyerbeer compuso sus más bellas partituras; pero le
habían probado tan bien á Danielito las aguas y los aires del balneario
belga, que en obsequio al muchacho se detuvieron allí los viajeros
cuanto la impaciencia pesquisadora de Regina lo pudo permitir.
Ya en traza de ruta, aquella impaciencia señaló audazmente el camino de
Africa. Ningún obstáculo puso Jaime á tan imprevisto derrotero; mas ante
la flaqueza de Daniel y el semblante estupefacto con que Eugenia recibió
tal noticia, la señorita y el papá resolvieron dejarlos á los dos en un
célebre sanatorio, donde el chico afirmase su naciente mejoría al lado
de la solícita doncella, mientras ellos hacían con libertad y soltura la
expedición africana.
Y así la emprendieron. Los abrasados países del Profeta, el misterio
sensual de la vida mahometana atraían á la moza como un objeto de
suprema curiosidad. Sus últimos sueños de inquietud y de neurosis se
habían balanceado sobre un inmenso campo rojo, lleno de esbeltos
alminares, bajo el arco gracioso de la media luna... Ansiaba conocer las
orillas del Nilo y los restos ciclópeos del Egipto legendario; las
tierras salvajes y escondidas, el desierto, las minas del oro y del
diamante, cuanto había desflorado en los libros de su ardiente
adolescencia.
Pero hubo de contentarse con un breve paseíto por tierra de moros, y al
tornar dos meses después el poeta y su musa al sanatorio suizo, tuvieron
la fortuna de hallar á Daniel muy repuesto de salud.
Al punto concibieron la perdida esperanza de lograrle, firme en la vida
por una de esas prodigiosas evoluciones de la voluble pubertad. Infante
caedizo se aparecía el muchacho, aun en aquel efímero gentilear de sus
catorce abriles. «Su niño» le llamaban siempre con halago de protección
Regina y Eugenia, y «el nene» le nombraba su padre todavía.
En los ojos claros y melancólicos de Danielito flotaba siempre una
niebla de timidez infantil; toda la endeblez de su persona lánguida y
menuda tenía un aspecto enfermizo y contristado que pedía ternura y
caridad. Cuando una ficticia llamarada de vigor se le encendía en las
mejillas y en los ojos y calentaba sus miembros, libertándolos de su
habitual laxitud macilenta, Daniel, con su cabello dorado y rizo, sus
pupilas pesarosas y su delicado perfil, era un bello adolescente, una
interesante figurita que hubiera estado en carácter con hábitos de
terciopelo y gorguera encrespada, como regalado pajecillo de una reina ó
modelo de un cuadro de Van-Dyck.
El padre y la hermana hallaron al doncel sonriendo á una de aquellas
mentiras de salud y de belleza con que los verdes años engañarle solían.
Los peregrinos de Africa se dejaron encantar por la ficción acariciadora
que había pintado rosas falaces en la cara del muchacho y que á su voz y
á sus ojos diera brío y calor.
Regina entonces, infatigable y resuelta, dirigió á su padre unas
palabras sembradas largo tiempo en su imaginación, y que lo mismo podían
ser una consulta que un ruego, ó tal vez un designio.
--Vámonos á América.
Y Jaime, como un eco, sin vacilar ni discutir, con sugestión ferviente,
repitió:
--Vámonos...
Eugenia y Daniel, que tenían ya el presentimiento de aquellas palabras
en los sedientos labios de Regina, también dijeron sumisamente:
--Vamos--con lentitud en que temblaban la curiosidad y el miedo, en
sigilo emocionante.
Y se fueron. En un puerto francés tomaron pasaje para Cuba, primera
tierra americana que deseaba conocer la hija del poeta cubano...
--¡El mar, el mar!... Las azules llanuras pacíficas; las llanuras grises
y espumosas; las naves lejanas, hendiendo la infinita soledad del
horizonte con una vela blanca y fuyente, con una bandera que saluda y se
borra... Las castas bodas inmensas del celaje con las aguas; un pez que
vuela; un monstruo que asoma; un ave que pasa; una estrella que gira...
El peligro acechante; la tempestad inclemente, la dulcísima bonanza...
Estaba Regina loca de contenta con el regalo de tantas novedades, apenas
adivinadas por ella en sus breves navegaciones; y toda la codicia de sus
ojos negros se derramó, febril, sobre la sábana enorme del Océano,
mugiente y abismal...


V
TRES AÑOS DESPUÉS.--EL ÚLTIMO SONETO.--LA SEGADORA.--LOS SUEÑOS DE UNA
NOCHE DE CALENTURA.--EN LAS ALAS DE UN CÓNDOR.

PASÁRONSE tres años desde que la aventurera familia desembarcó en San
Cristóbal de la Habana, con grande escolta de ilusiones y recuerdos,
hasta el instante en que volvemos á encontrar á Regina en otra playa de
América, al lado de un tímido mozalbete y de una pensativa señora, ambos
vestidos de luto...
Delante de aquel mozo eternamente niño, señalado ya por el dedo
inexorable de la Muerte, cayó Jaime de Alcántara, el ufano caballero,
cuando más ovante y feliz gozaba de la vida en la cumbre.
Hallábanse en la Argentina, descansando de aquellas frenéticas jornadas
por el Nuevo Mundo, y de pronto dió Jaime inesperado fin á sus viajes y
emprendió el de la obscura eternidad.
Murió lo mismo que había vivido, fácil y blandamente, sin miedo y sin
dolor, reclinando la hermosa cabeza, vestida de ensortijados cabellos,
sobre un pedazo de papel donde comenzara á escribir un soneto precioso
«A la felicidad»... Dejó iniciada en sus labios frívolos cierta sonrisa
gentil y en sus ojos una mirada burlona, como si una vez más le
preguntase á Regina dulcemente:
--¿Y ahora, ¿adónde vamos?
La muchacha, loca de terror ante la irónica y fúnebre consulta, clamó,
asida al cadáver, con insensata rebeldía:
--¿Adónde vas, adónde, frío, insensible y mudo?... ¿Adónde vas?...
¡Dímelo; quiero saberlo; quiero detenerte!... ¡No consiento que te vayas
de esta espantosa manera, solo y ciego, por un fatal camino
perpetuamente obscuro!...
Pero Jaime se había ido, á pesar de todo. Su arrogante figura de artista
y hombre mundano, su romántica melena, sus ilusiones infantiles, cayeron
allí bajo la tierra joven y floreciente de la costa del Plata.
Danielito le vió marchar sin grande asombro, con una especie de suave
resignación que parecía decir:
--Hasta luego...
Largo tiempo le miró difunto, con fascinados ojos, y después, sin
llorar, sin hablar, lanzó un suspiro y bajó la cabeza, como si á su vez
ofreciese el dócil cuello á la hoz de la eterna Segadora.
Eugenia, apiadada y confusa, rezó y gimió calladamente, hasta que olvidó
su pena para cuidar á Regina, enfebrecida y postrada, á punto de
fenecer. Pasados los primeros días de estupor, después de aquella
catástrofe imprevista, la joven, que había tomado una apariencia de
estólida insensibilidad, sintióse de improviso enferma y náufraga en
mares de amarguras y congojas indefinibles. Su dolencia, aguda y
alarmante, tenía un punto de semejanza con la antigua fiebrecilla
nerviosa padecida en Spa. Lo mismo que entonces, Regina sentía náuseas
cerebrales y padecía delirios monstruosos. Todas las impresiones
copiosas y aceleradas de sus lecturas y sus viajes le fabricaban en la
imaginación estupendas fantasías, con dolor y quebranto de alma y
cuerpo. Soñaba á gritos, despierta y espantada, ó soñaba dormida, quieta
y silenciosa, sin otro síntoma de la quimera mortificante que alguna
furtiva lágrima, densa y ardiente rodando por el rostro impasible, y
algún apagado sollozo henchido de angustia. En aquellas crisis de acerba
insensatez, cuantas figuraciones son posibles bajo una frente ahita de
imágenes y de membranzas surgían volanderas en tropeles, fingiéndole á
la visionaria una existencia de pesadilla y desatino, entre luces y
sombras, entre delicias y torturas. ¡Qué de cosas leídas ó adivinadas;
qué de sucesos peregrinos, fantasmagorías y novelas urdidas al azar en
noches de fiebre! Ya son las impresiones de viajes, revueltas y
agigantadas, encendidas en el lienzo de la imaginación por el pincel de
fuego de la calentura; ya las letras de molde y las estampas de los
libros, fingiendo absurdos garabatos, rojas quimeras, insectos
fabulosos... Rotas las leyes de la gravedad y de la vida, la triste
soñadora vuela de astro en astro, como un ánima en pena; se sumerge en
el mar y hace su lecho entre las algas; corre por la tierra lo mismo que
un antílope; siente palpitar en el corazón toda la muchedumbre de los
seres y de las cosas...
Condenada como el judío errante á vagar por el mundo sin reposo y sin
término, anda y anda y anda... muerta de cansancio y de sed. Abolidas
las distancias para siempre, tan pronto pisa las arenas del desierto
como hunde la planta en los remotos glaciares. Desde una isla de
palmeras y bambúes, que se refleja en el mar como un paisaje de abanico,
sube de repente al cono del Orizaba, de la mano de los volcaneros
indios, y desgarra sus pies en las aristas de la roca. Luego registra
con afán los despojos de un cementerio tolteca donde halla la estatua de
una divinidad benigna: el dios de las cosechas y de las lluvias, Tlaloc
el compasivo.
Entonces empieza á llover con mansedumbre y las montañas enverdecen bajo
el dosel de púrpura del sol levante. Van creciendo las aguas del plácido
diluvio hasta formar con su recial corriente un río inmenso, tal vez el
Napo, quizá el Marañón.
La estatuilla del dios indio se anima por ensalmo, y Tlaloc el bueno,
tripulando una piragua, conduce á la viajera en repentino desliz sobre
las ondas, sin que la muchacha logre descubrir en las orillas rastro
alguno de las bellas amazonas legendarias... Aquel río veloz obra el
prodigio de subir faldeando ásperas y rígidas cordilleras, de cumbres
rojas con fuego de volcanes, y desde la cima hirviente, desciende la
piragua de Tlaloc en vorágine espantosa hasta el fondo profundo de las
hoces. Regina hubiera querido morir pronto en aquella tragedia de los
elementos, porque le dolía cruelmente la cabeza, herida sin piedad por
los colmillos de un monstruo, y le causaba un asco intolerable el
amargor de las aguas en la boca. Pero una mano varonil la levanta en
vilo, salvada por azar del naufragio, y la joven, con una venda en la
frente, trémula de frío y de terror, se encuentra delante de un hombre
osado y apuesto que le dice con una cortesana reverencia:
--Jacinto Ibarrola, para servir á usted.
¡Es Ibarrola! El famoso explorador vasco, de quien Regina se supone un
poco enamorada. Iba ella á corresponder con efusión á su saludo, cuando
un súbito rubor la detiene, presa de terrible azoramiento: está desnuda,
y el explorador vasco la mira con una complacencia sonriente y
triunfal...
Huyendo la codicia de aquellos ojos, llega Regina en absurda carrera
hasta una hermosísima selva colombiana: las cañas de bambú mecen sus
airosas cabelleras verdes entre una corte ufana de bejucos; inmensos
árboles indígenas hunden en la virginidad del suelo las colosales
raíces, asomando á flor de tierra sus tramos retorcidos; los troncos de
los cedrelos, tapizados con hojas nervadas de rubí, se yerguen entre los
luengos y odoríferos estambres de las ingas; cañas bravas, altas cañas
dísticas, aparecen enguirnaldadas por lianas, sutiles como cabellos, ó
gruesas como mástiles, que entre el follaje se encabestran de mil modos,
y que en la altura ostentan con orgullo sus campanillas purpúreas y
azuladas; columnas arborescentes, artísticas y firmes como las de una
catedral gigantesca, elevan un oquedal esquivo á los rayos del sol; vela
la atmósfera misteriosa penumbra, y la silente paz de las llecas duerme
sobre los cálices rojos y erizados, sobre las corolas retorcidas y
doradas, de infinidad de plantas tropicales en plena ostentación de sus
glorias.
De estas bóvedas divinas, cae sin cesar sobre la errante moza una lluvia
de flores; y cada uno de aquellos pétalos odorantes y blandos, al
acariciar su carne desnuda, la avergüenzan y la estremecen, como si
fueran ojos ó besos atrevidos.
Huye y llora Regina sintiendo sobre su espalda la maldición que hace al
pueblo judío vagar sin patria y sin sosiego por las patrias ajenas,
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