Agua de Nieve (Novela) - 07

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peregrina del mundo, que ha sondeado los abismos de la tierra, que
conoce las desolaciones del desierto y la llanura de los mares...
¡Cuánto no sabrá de vidas tristes! De seguro es su corazón un torrente
de misericordia...
Así piensa el cautivo de Regina, mirando al suelo. En el vertiginoso
volar de sus esperanzas le punzan con lacerante escozor los agravios que
persiguen á su madre. Nadie se la nombra, como si fuese una vergüenza
definitiva y segura que al hijo le quisieran perdonar; y los rumores
hostiles que se acallan delante de él, por lástima ó por miedo,
repercuten á su alrededor, sordos y agudos; le duelen, le sofocan; le
han llevado, en instantes de espiritual cobardía, al borde de la
demencia y del suicidio.
Sabe el muchacho de una sola mujer en Torremar que no culpa á Carlota
de Heredia, que no atribuye delito ni sonrojo á su desaparición; pero es
dama de muchos años y respetos á quien Carlos no se atreve á decir ni
una palabra de la ausente. Hay un sacerdote en el pueblo que también por
sus frases y actitudes demuestra caridad y ternura á la desaparecida
señora, mas los hábitos y las canas de este varón piadoso sellan en la
boca de Carlos la ansiada confidencia. Finalmente, un señor joven, muy
amigo de la familia de Ramírez, es seguro que tributa á Carlota leal
admiración y que la supone limpia de pecado. Aunque así lo comprende el
hijo de la dama, motivos poderosos le retraen de tratar con el caballero
las penas que le afligen. Y se conforma con sentir hacia aquella
trinidad compasiva una profunda gratitud.
Así los años han corrido sin que logren refugio apropiado los anhelos
del mozo: él quisiera verter del alma suya la piedad y el amor en la
memoria de su madre; limpiar de dudas y de sombras el nombre amado;
erguir la bella imagen de la ausente en un trono de lágrimas y duelo,
puro y noble, donde se pudiera leer: «Fué desgraciada y buena»... Pero
se siente amordazado por la inverosimilitud de muchas cosas que él solo
sabe, que acaso nadie creerá cuando las diga; le detienen mil escrúpulos
de íntimo pudor familiar; le amedrenta, sobre todo, la triste convicción
de que sus palabras no hallarán en el pueblo ecos amigos ni piadosos
rumores. No; su madre, la esposa de un hombre ilustre entregado toda la
vida á su ciencia y á su hogar, es una mujer joven y hermosa... «que se
ha fugado»... ni más ni menos... Solamente el corazón de Ana María
conoce la tragedia en toda su magnitud. Y la moza también calla,
también sufre, sin protestas ni alardes, el obscuro pesar, la negra
desventura.
Pasa el tiempo, frío bálsamo de las cuitas humanas, y no acorta los
afanes de Carlos. Tal vez olvidaría á su madre muerta, mas no la puede
olvidar perdida sabe Dios dónde, loca ó desesperada por el mundo. La
aflicción del hijo se convierte en un largo tormento. Trata de partir
buscando las borradas huellas, el olvido ó la muerte; quiere padecer en
el anónimo; lanzarse á una emigración pobre y suicida. Pero su hermana
le persigue, cargados los grandes ojos de zozobra, y ruégale á menudo,
con las manos en cruz:
--¡No me abandones!
Carlos se detiene conmovido, preso en las cadenas de enamorada caridad.
¿Qué haría sin él la dulce criatura, en las soledades de un rincón,
siempre de luto?--Aguardaré--decide--hasta que ella se case. Y aguarda,
romántico y triste, cuando aparece Regina como un astro, encendiendo
promesas en los sombríos horizontes de aquella atormentada juventud...
Allí están los dos amigos, á la vez juntos y solos, ausentes en bien
distinta ruta de pensamientos. Es ella la más pronta en regresar del
imaginario viaje; pliega las alas de sus meditaciones, y segura de que
tiene Carlos en sazón su discurso, le dice previsora:
--Espera.
Sale un momento y vuelve para tranquilizarle:
--Advertí á Marta y no vendrán á molestarnos. Ya puedes--añadió con
aquella blandura persuasiva que su acento solía tomar--decirme tus
pesares; que el relato brote desde lejanas horas, sincero y seguro del
interés que me produce: muéstrame vida y corazón imagino que tus dolores
son de los que se alivian compartiéndolos y tengo esperanzas de poder
consolarte cuando me los confíes. No son así los míos--dijo aún entre
dientes con repentina acidez;--por eso los oculto.
Alzó el muchacho la cabeza, y puso largamente los ojos en su amiga, con
afanes y devoción:
--Sí;--pronuncia--te voy á contar todo lo que yo sé de mi madre;
recuerdo que ella te quería mucho.
--Yo guardo la memoria de su triste hermosura y no olvido que me inspiró
profunda simpatía. Siempre la llamé por su nombre, Carlota, como si
fuese otra chicuela de mi edad. Tenía el aire juvenil de una colegiala.
--Los forasteros creyeron muchas veces que éramos hermanos, cuando yo la
acompañaba por la calle--añora el mozo con melancolía.
Y la muchacha, con la imaginación ya ardorosa, insiste:
--Anda, Carlitos, cuenta...
Un breve silencio inicia la relación, y Regina escucha antes de que su
amigo comience:
«Se me va la memoria detrás de mi madre, sufriendo siempre sumisa las
tremendas borrascas del hogar. El genio violentísimo de mi padre
conturbaba en agitaciones febriles la tristeza de nuestra vida...
¡Porque nuestra vida familiar era bien triste! Yo lo sentí, en cuanto la
brasa dulce de otros hogares amigos me calentó el alma. Jamás entre
nosotros amaneció una de esas alegrías generosas que todo lo besan y lo
contagian de ilusión, desparramadas en risas y cantares. Teníamos
dinero y salud, teníamos inteligencia y corazones, ¡y nos faltaba por
entero la felicidad! El carácter irascible de mi padre, su trato huraño
y brusco, eran como una torva nube que se cerniese sobre nuestro
destino, negándonos la luz pacífica de toda íntima ventura. Bajo aquel
ceño sombrío y dominador, vivía la casa en silencios angustiosos, sólo
quebrantados por las crisis violentas del genial, fiero y hostil, que
nos hacía esclavos. Nuestro _Robledo_, la finca mejor puesta de
Torremar, altiva entre el bosque y la playa, libre y rebelde en la
altura, me ha parecido toda, desde que siento y discurro, clavada con
puñales de tristeza. La obscura masa del robledal tiene una inquietadora
perspectiva...»
El relato se quebranta:
--¿No te has fijado? Acércate. Desde tu balcón se ven sus perfiles
medrosos que ponen un gesto amargo en la casa, el huerto y el jardín.
¡Mira, mira qué desolada se yergue mi arboleda!
--Es verdad--asiente Regina, llevada por Carlos á la contemplación del
alto bosque,--¡parece que clama al cielo!
Y vuelta al donoso conferenciante, sonríe:
--Oye: caes en lirismos agudos y me contaminas. Tu _Robledo_ te hace
poeta...
--Cursi, ibas á decir.
--Sentimental, que no es enteramente lo mismo. Hablas casi en verso.
--No te burles, por Dios. La historia rara y secreta que trato de
contarte, me adiestró los sentimientos y hasta la palabra. A fuerza de
escudriñar eternas horas en la negrura espesa de este dolor, he dado en
la manía de escribirle; y en un cuaderno le he extendido con todos sus
detalles y observaciones, para afinarle y medirle, destilado, gota á
gota, como en un filtro, á ver si de mi análisis resulta algún rastro
luminoso.
--¿Y no encuentras?...
--Nada. Siempre la impenetrable densidad del misterio...
--Pero has conseguido hacerte orador y adornar tu drama con divagaciones
líricas que me están impacientando. Volvamos al sofá y al asunto de
nuestra confidencia, y acuérdate de que yo no sé esperar; esa virtud la
sigo desconociendo como antaño.
Entre dolorido y sonriente, Carlos reflexiona:
--Mi drama, sí; este «es mi drama».
Y dócil, se sienta junto á Regina, en tanto que el camarín se tiñe con
resplandores de púrpura, como si en él reflejase su haz de llamas un
incendio poderoso.
Es que el sol ha caído moribundo en el mar y su sangrienta agonía
inflama en rojos destellos la sierra y el Cantábrico.
Exaltados en aquella luz de tragedia, Regina atiende sin interrumpir, y
el narrador sentimental continúa:
«Las morbosas intolerancias de mi padre, crueles en ocasiones, solían
tener sorpresas para mi hermana y para mí, porque se trocaban, de
pronto, en arranques de ternura pegajosa y hasta un poco teatral. Esto
sucedía precisamente cuando mamá nos juzgaba merecedores de alguna
reprimenda ó prohibición. En tan inesperado momento, un melodrama
paternal nos favorecía con descargos y mimos. Y á fuerza de ser injustos
aquellos arrumacos, los reíamos en calladas burlas, á espaldas del
autor y comediante. Si mamá sorprendía nuestra crítica irrespetuosa,
decíanos con severidad:--Eso está mal hecho. ¿No _le_ queréis?...
Bajábamos la frente en grave confusión. A menudo yo le pregunté á mi
hermana:--_¿Le_ quieres tú? Y con la cabeza me contestaba que sí, muy
despacio... Pero no era verdad. Mi padre nos inspiraba, únicamente,
miedo ó risa. En él sólo veíamos dos aspectos ingratos: el de la tiranía
y el de la ridiculez. La grande fama de sus científicos méritos, nos
pareció siempre una leyenda en la cual pudiera tener fe todo el mundo,
menos los hijos del naturalista ilustre. Manuscritos, dibujos y
colecciones de que él se enorgullecía con vanagloria intolerable, fueron
para nosotros una máquina infernal de suplicios. La servidumbre giraba
ensordecida por voces y juramentos, en torno á los peces raros que el
biólogo conserva, muertos ó vivos, en complicadas vasijas de cristal.
Toda una instalación difícil de agua salada y de agua dulce; frágiles
tubos, tendidos en forma de cañería al través de los vasos,
desinfecciones, limpiezas, graduación varia de temperaturas en las
diferentes salas del museo; cuanto se relaciona con los cuidados
prolijos del laboratorio, corría mil azares en manos profanas, y era
pretexto para que en aquel santuario de la ciencia estallasen borrascas
terroríficas. Incapaz de sacrificarse á la enseñanza, y sin ideales de
compañerismo, servíase mi padre de asalariados torpes, con tal que le
permitiesen abrir curso sin freno á su mal humor. No atreviéndose al
manejo de un látigo, pretendía, siquiera, fulminar á su antojo las
amenazas y los improperios. Pero los criados pasaban como exhalaciones
por el embudo de aquellas leyes tiránicas, y en huelgas tales, se
quedaba mamá, sola y valiente, blanco de todas las iras y de todas las
faenas. Viéndola soportar sin reproches las violencias del sabio,
hablarle con dulzura y servirle con solicitud, decíame: ¡Ella sí que le
quiere!--Pero me sublevaba contra aquella suposición. Yo empezaba á
discernir y á razonar.--¿Por qué le ha de querer?--discutía conmigo
mismo. ¿Acaso yo le quiero?--Después, arrepentido de mis ocultas
rebeliones, optimistas y benévolo, pensaba:--Sin duda le admira porque
es un hombre eminente y excepcional...--A escape, la más despiadada
lógica daba gritos en mi conciencia.--Entonces--decía su voz--tú que
eres sangre de ese hombre insigne, también debes admirarle...--Sí, le
debo admirar, á lo menos,--medité, piadoso, muchas veces. Y á poco, la
resonancia de una soez interjección, el ludir violento de una puerta,
anunciando la presencia del déspota, me hacían estremecer y
confesar:--No, no; ¡mentira!
Aquella lucha, tensa y martirizada, iba labrándome una sensibilidad
precoz y depositando en el fondo de mi carácter franco y vivo, ácidos
sedimentos de melancolía. Empecé á sentir por mi madre pungente
compasión, y tanto supe aguzar mis dotes de psicólogo, que, de cuantas
sospechas me atormentaban, hice seguridades en plazo breve. Entonces,
con la triste carga de mis descubrimientos, fuí donde Ana María, deseoso
de romper entre los dos el tímido ropaje de los disimulos; ya éramos
«mayores», y se hacía urgente una alianza que nos pusiera á la
defensiva, cerca de mamá.
En este paso, que me pareció una proeza varonil, sentíame orgulloso, á
pesar mío, suponiendo que mi hermana, con dos años más que yo, iba á
experimentar profundísimo asombro ante mis expertas revelaciones. La
hallé sola, bordando, reflexiva como siempre. Me miró con los mismos
ojos de mi madre y sonrió como ella, con esa expresión que, á veces,
descubre en ambas un pliegue oculto del pensamiento, un signo de remoto
desdén ó de pía benignidad... Cuando sonríen así, no se sabe si
noblemente acusan ó perdonan... En aquel gesto dulce y conocido, tropecé
de pronto con serias dificultades para iniciar mi discurso. Jamás de
acuerdo habíamos lamentado la suerte dolorosa de nuestra madre. Una
cortedad infantil, llena de azoramientos y de alarmas, nos cerró el
camino de la fraternal confidencia. Sentíamos rubor y timidez para
declararnos en posesión del amargo secreto. ¡Era que nos dolía la pena y
el bochorno de tener que acusar á nuestro padre!
Cautivo una vez más en aquellos reparos, á despecho de mi arranque
viril, me enardeció la pregunta adivinadora:
--¿Qué vienes á decirme?
Torpemente relaté mis averiguaciones; y, al cabo, con alguna arrogancia,
expuse mis filiales intentos:
--Hay que «defenderla»--aludí, brioso, para convencer á mi hermana, que
parecía perpleja en su actitud. Como un eco repitió:
--¡Hay que defenderla!
Pero aquella exclamación me sonó á lamento. Ana María se mantuvo absorta
y muda, sin mirarme. Cuando con una caricia la hice volverse hacia mí,
amapolada y trémula, se quiso cerciorar:
--En resumen: ¿qué es «lo que sabes» y lo que pretendes?
Sin pronunciar nombre alguno, le dije al oído:
--No _le_ quiere... ¡Nada!... ¡Nada!
--¿Y qué más?
--No _le_ admira.
--¿Eso es todo?--inquirió ansiosa.
--Sufre mucho y es preciso que pongamos remedio á su tortura.
--¡Sufre... sufre!... ¡Oh, cuánto!--gimió Ana María sobre mi corazón.
Y al morder un sollozo, lamentaba:
--¡Si yo fuera hombre!
--Pero yo lo soy--dije altanero.--Ella me ha defendido muchas veces de
castigos y amenazas. Ahora, seré su defensor.
Enjugóse mi hermana los ojos con presteza, y endulzando sus frases me
contuvo razonadora:
--Olvida lo que dije--suplicó.--Ser hombre es mostrar cordura... Sólo
podemos «ayudarla» á llevar la cruz. También somos hijos de _él_... Sé
prudente y humilde.
--No, no,--insistí con guapeza;--hay que hacer algo...
--Obedecer y callar--suspiró Ana María.--Tú irás á Madrid, dentro de un
mes, á estudiar leyes. Yo--dijo con la voz temblorosa--iré á Zalla un
año, á perfeccionar mi educación.
Quise alzarme en gallardas razones, sosteniendo bellas actitudes contra
la idea cruel de separarnos de mamá cuando la podíamos servir de más
consuelo y aun de fuerzas y refugio.
Pero mi hermana me aseguró, dolida:
--Ella lo busca; tiene afán de estar sola. Con difíciles y largos
artificios ha logrado que papá decrete nuestra marcha.
--¿Y por qué? ¿No lo sabes? ¿No te sorprende?--interrogué confuso.
Se encogió de hombros, reprimiendo el llanto; y suplicante, presa de
repentina zozobra, me hizo prometer una ciega sumisión á mi destino...
--Sigue, sigue--encareció Regina--al represar Carlos su palabra
fluyente.
--Es que se hace de noche.
--No importa. Estoy ardiendo en el interés de tu relato. ¡Qué bien
cuentas, chiquillo! Hundes la palabra en el corazón, y sabes construir y
repentizar como un artista.
--Será el dolor de un buen maestro--responde, un poco vanagloriado el de
Ramírez. Y á su vera, ya nublada en la obscuridad, Regina se duele:
--Pues aquí tienes una condiscípula, que no le honra mucho.
--¿Tú?...
Carlos deshojaría, galante, algunas flores cándidas en el regazo amigo,
si la voz penumbrosa no dijera, empapada en recuerdos:
--Como á la luz del sol, se me ilumina la memoria, según estás contando
tus pesares. Sois aquellos Ramírez de mi infancia á quienes nunca pude
olvidar, porque vi en vosotros no sé qué raros síntomas dramáticos y
tristes que hicieron huella en mi voluble imaginación. El pueblo no os
conocía bien. Decíase entonces que tu padre, hombre de estirpe sabia,
era un misántropo, enfermo de ciencia. Y que, celoso de la hermosura y
juventud de su mujer, la esclavizaba por amor. De ella, todos sabíamos
virtudes y primores singulares. Se la creyó algo altiva, y muy
admiradora de su marido... Desde aquí abajo parecíais felices en vuestro
_Robledo_ señorial, casi divorciados de la población, tejedores de una
existencia un poco extravagante, á la sombra dos veces grata del oro y
la sabiduría.
--Miel sobre hojuelas--apuntó Carlos irónico.
--Por aquel tiempo ya gastaba yo opiniones propias, tan pintorescas y
atrevidas, que las guardé para mi uso particular, ocultas siempre como
un delito.
--Y opinabas de nosotros...
--Unas cosas muy raras.
--A ver, á ver.
--Os envolví en un cuento fantástico y emocionante. «El
_Robledo_--imaginaba yo--es el castillo donde un ogro, don Juan
Ramírez...» No te ofendas.
--Ni pizca--sonríe con resignación el joven.
--Bien: «pues el ogro tiene encantada á la princesa Carlota. Ana María
es un hada gentil y vigilante, que sirve á «la hija del Rey» y la
deleita en su cautiverio... Un duende muy mono, que conoce el encanto de
la dama, la protege con ímpetus de libertador; usa «botas de siete
leguas», igual que _Pulgarcillo_, y en artes de brujería siente las
hierbas nacer. Este brujo, benéfico y sagaz, se llama Carlos «por mal
nombre»; tiene dorados los ojos y aguda la inteligencia... promete
mucho».
Sin levantarse, toca Regina un conmutador y queda la estancia en baño de
apacible luz. Ingeniosa y festiva, la juglaresa pone al cuento un final
inseguro:
--Creí que el hada y el duende libertarían á la princesa Carlota...
--El duende--alude Carlos pesaroso--duda que sea posible en la tierra la
redención de esclavos.
Aquel dolorido comento, añorante de humanas liberaciones, sacude la
versátil memoria de Regina.--¿Creerás--dice--que se me había escapado tu
drama un minuto?
--Ya es tarde--anuncia el mozo poniéndose de pie. Consulta su
reloj:--Cerca de las nueve.
--¿Y piensas dejarme loca de curiosidad?
--Hace más de dos horas que te acompaño... ¡Para ser la primera
visita!...
--¿La primera? El duendecillo del _Robledo_ estuvo en «esta tu casa»
cientos de veces. Supongo que no irás á tratarme como si nos acabásemos
de conocer.
--Claro que no.
--Somos viejos amigos, aunque la mocedad nos sonríe. Acuérdate cuando
asaltaba vuestro cercado para sorprenderos en la casuca del bosque,
donde solíais jugar. Yo era la mayor de los tres y exigía «la
presidencia» en los enredos de aquellas tardes felices. Pero tuve, á
menudo, tal cansancio y hastío de otras desenfrenadas diversiones por
serranías y mieses, que permanecíamos sosegados mientras yo os relataba
historias de mi fantástica invención, sólo por engreirme con la quietud
halagadora del auditorio... ¡Ya el pedantismo afilaba las uñas en mi
orgullo!... A la hora de la merienda iba tu madre á darnos golosinas y
besos. Viéndola aparecer entre los árboles, tan hermosa y tan triste
camino de la casuca, me decía yo: _Es la princesa encantada, la bella
durmiente del bosque._
Se ha levantado Regina para retener á Carlos pero, enfrascada en los
infantiles recuerdos que entre los dos evocan, enhebra una felicidad,
que ya pasó con la presente cuita de su amigo, y le turba, al referir:
--Sí; Carlota me quería, es cierto. Sus ojos, cuajados de éxtasis, se
posaban en los míos con blandura maternal. Largo tiempo me acompañó por
el mundo la impresión de aquella mirada...
Carlos balbuce:
--Es tarde... Adiós, Regina.
Ella, con la memoria en fuga, le detiene y dice:
--Tanto así levantabas del suelo, y ya con ribetes de erudito y de
galante, traducías mi nombre al castellano. Me llamabas _Reina_.
Devoto, murmuro el doncel:
--Todavía te nombro como entonces, con el pensamiento y con los labios,
callandito: ¡_Reina_ de Alcántara! ¿Te gusta?
--¡Vaya!... Me enamora; no lo olvides.
Y vuelta al presente, desde la suave niebla del pasado, pulsa Regina las
varias emociones de su amigo, y trata de explorar hasta el fondo aquel
espíritu en tormento y vibración.
--Acaba de contarme la historia--encarece--; no sales de aquí sin
decirme tu secreto.
Le estrecha las manos, que se encogen como las de un niño cobarde. Toda
la juventud del mozo queda estremecida en aquella amistosa intimidad, y
doblando las firmes pestañas sobre las ojeras azules, se defiende de su
turbación, sonriendo:
--Ya volveré; practica la virtud de la paciencia... Esperar es un
placer.
Dice Carlos con tal fuego las últimas palabras, que Regina, de pronto,
asiente caprichosa:
--Sí; esperar es acaso un placer. Tener paciencia--añade con
travesura--, quizá sea muy divertido.
--Entonces, quedamos en eso.
--Quedamos, ya que te empeñas. Eres irresistible; me gustas, y te cruzo
mi paladín en Torremar.
En traza de broma le hizo con los dedos una cruz encima del corazón.
Salió el mozo de la estancia, radiante y fascinado:
--Adiós, _Reina_.
--Adiós... _duendecillo_. Un beso á Ana María, y que venga pronto.
* * * * *
Marta, al despedir en la cancela al caballero, murmura:
--Larga fué la visita de don Carlitos Ramírez.
Y el rumor de los pasos del visitante se confunde con el murmullo del
mar, que en la playa interroga á los graves misterios de la noche.


IV
LAS ALEGRES COMADRES DE TORREMAR.--«ESTRADUCA».--LA «NOVIA DE
GABRIEL».--IDILIO DEL BOTICARIO Y LA JAMONA.--LA NIÑA DEL
«ROBLEDO».--RÁFAGAS DE PIEDAD.

VIÓ Regina crecer la primavera sin tedio ni desilusiones. Aquel amago de
precoz hastío en que la sorprendió Carlos Ramírez no tuvo, por fortuna,
continuidad, porque todas las tardes, á la plácida hora del crepúsculo,
surgía del pueblo inmóvil un grupito endomingado y vistoso que llamaba á
las puertas de la recién venida ciudadana, y que, en el gabinete por
ella preferido, hacía historia menuda de los más íntimos secretos de la
población.
No se escapó á la de Alcántara ni una mueca, ni un retintín, ni una
frase, en aquel desfile de visitas, soldadura de relaciones y efusión de
saludos. Y entre sonrisas y reverencias hizo, con muchísimo donaire,
todos los descubrimientos que se le antojaban.
Ya está Regina al cabo de Torremar como quien dice. Contagiada por la
chismosa fiebre pueblerina, deja un punto en descanso sus propios
anhelos para divertirse con ajenas aventuras, y en solaces curiosos,
muy femeninos, va ordenando sus averiguaciones, según hemos de dar breve
noticia en el presente capítulo.
Sabe la aprendedora que son las de Estrada dos mocitas arrogantes y
jacareras, con muchas ínfulas y poco dinero, y que, por competir en lujo
y aparato con las encumbradas familias de la ciudad y los contornos,
hacen á su padre andar de cabeza, enredado en trampas, muriéndose de
fatigas y sofocones... Quiere aquí Regina hacer memoria sobre esta gente
tan sonada y visible, pero sólo recuerda que es de linaje ilustre,
nativo de Asturias; que las niñas de Estrada eran ya de pequeñas muy
ostentosas, y que vivían en una casa con balcones esquinados y
ventrudos, semi-palacio de blasón y rejas saledizas, radicante en la
Corredera. La mamá de estos dos pimpollos que tanto ruido meten en el
pueblo, fué una mujer revoltosa y linda, que se murió de susto ante la
bancarrota de su fortuna, y el esposo de la dama sensible, ha sido
siempre un cuitado, preso antes en la imperativa voluntad de su
consorte, mártir después de las trapacerías y locuras de sus retoños,
Palmira y Jacoba; por donde el bueno y triste don Victoriano Estrada
degenera en prototipo del «pobre hombre» inconsciente y lastado, ya
viejo y miserable, en el total hundimiento de su flaca personalidad. Al
través de los cristales obscuros que guarecen la cobardía de sus ojos,
don Victoriano ve á una luz de panorama lívido todas las cosas del
mundo: rostros, senderos, fiestas, jardines, astros y horizontes, cuanto
mira aquel hombre infeliz, tiene un tinte amarillo de vergüenza y
pesadumbre, un color trágico de bosque en deshoja, de cielo en
borrasca. Estraduca suelen decirle, en son de caridad ó de altivez, al
ruinoso caballero.
Y pronuncia Regina lentamente este diminutivo, con sonrisa lastimera,
cuando salta de pronto otra imagen en aquella evocación complicada y
rebuscadora: es _la novia de Gabriel;_ una mujer tristísima, siempre de
luto, que va con frecuencia al camposanto, que reza sin reposo y llora
sin consuelo; su edad es indefinible, su dolor incurable. Ya casi no se
recuerda su nombre en Torremar; la conocen por _la novia de Gabriel_;
algunos la dicen solamente _la novia_, otros _Gabriela_. Su figura
atribulada es, desde varios lustros, la nota fúnebre del mujerío
porteño; pocos torremarinos oyen su voz, nadie su risa. Se cuenta que
_la novia_ hace mal de ojo, y los pacatos ó ignorantes huyen de ella con
supersticioso disimulo. El glacial enlosado de la parroquia conoce los
perseverantes duelos de esta mujer, que debió de ser bella porque aún
tiene en los ojos, entre lágrimas y obscuridades, una ardiente lumbre de
hermosura amorosa.
Cuando Regina corrió por los campos montañeses, rapaza y traviesa, ya
_la novia de Gabriel_ se amustiaba, fatal, en los rincones del templo;
ya el perfil de la doliente, esquiciado un instante en los holgorios
festivos, producía inquietud y desazón, como los revuelos de la
_nétigua_ sobre los valles, y los giros de las gaviotas en la ribera. Ya
entonces Gabriel, un adorado novio, abonaba con su carne varonil el
pedazo de tierra bendita donde el llanto de aquella mujer había de regar
muchas primaveras de flores.
Tiene esta figura femenina un profundo atractivo para la demandante
soñadora. _Gabriela_, con su ropaje de viuda, su encanto de esfinge y
su aspecto funeral, causa á Regina asombros de misterio y de abismo.
Porque esta febril admiración la atormenta un poco, rechaza el luctuoso
recuerdo y acude á buscar otros menos inquietantes.
Aparecen al punto en su memoria las señoritas de Bernaldo. La más
pequeña de las dos hermanas, una «pequeña cincuentona» y relamida,
supone que la idolatra con propósitos matrimoniales el boticario don
Celso Ortiz, señor que entretiene sus sesenta otoños machacando en la
rebotica drogas y chismes, para ofrecer sus amasijos á los clientes, ora
en píldoras, ora en revelaciones, siempre delante de una sonrisita
dulce, que pueda quitar el amargor de sus cuentos y sus «preparados». Es
ya notorio que don Celso tiene grande predilección por los ingredientes
ácidos para componer medicinas, y por los noticiones picantes en
tragedia, que él sabe inventar ó corregir, á la par de sus específicos.
Con una carcajada tendida y alegre comenta Regina el misterioso lazo de
amor que une al boticario con la Bernalda «joven», y que tiene una
historia «química» muy interesante. Observó la dama, de nombre Filomena,
que don Celso conservaba incólume la negrura juvenil de su cabello, más
ó menos poblado; y padeciendo ella el terror á la nieve en sus rizos de
rubio origen, finos y enredadores, se llegó un día á la botica con
disculpas de comprar pastillas de goma para un pícaro constipado de su
hermana. Bien recuerda Filo que don Celso lucía, aquella tarde, rara
travesura en sus ojos gitanos; que estábase envuelto en un chal escocés,
de alegres colores, y calzaba escarpines de paño marrón. No puede la
enamorada olvidar la hora solemne, cuando ella, «como quien no quiere la
cosa», va y le dice:--Diga usted, don Celso: ¿conoce, «por casualidad»,
alguna tintura inofensiva que conserve el color de los cabellos? Es para
mi hermana, ¿sabe usted? Pero no quisiera preguntar en la droguería,
porque aquellos chicos tienen tan poco fuste, que, á lo mejor, creerán
que trata una de pintarse... ¡Figúrese usted!... Todavía no está una en
ese caso.
El farmacéutico, chispos los ojos de placer, sacó la lengua, se relamió,
y repuso, en son de gran secreto:
--Yo le mandaré á usted una cajita con una untura. Se da por la noche,
al acostarse, y se envuelve la cabeza en un paño para no manchar las
almohadas. A pocas aplicaciones de este maravilloso ungüento, invención
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