Agua de Nieve (Novela) - 14

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Regina. Le hacía daño pensar en cosas fuertes, y arrojaba con terror
aquel grandioso pensamiento, que le dolía en la cabeza con peso
irresistible. Sintiéndose impotente y acabada, le parecían una burla á
su incapacidad las dulces ilusiones del marido...
Desde el mes nebuloso de la boda corrieron otros cuatro, y aún Regina
respondía á las instancias de Velasquín:
--Saldremos la semana que viene...
Ya florecía la primavera. Las tardes, crecientes y apacibles, se
extasiaban sobre el cielo y el mar, y la dama rubia avizoraba el celaje
benigno, con la vaga expresión de quien no sabe por dónde ha de venir
una sonrisa de la esperanza. En la quietud de aquella triste demora,
hasta el paisaje inmóvil parecía esperar algún suceso.
Adolfo llegó un día á su casa muy alegre, portador de tan grata noticia,
que imaginó llevar con ella la salud á su mujer.
Doña Mercedes había hecho partícipe de sus nuevos planes de felicidad al
hijo pródigo, y sintiéndose él consolado y tranquilo en el corazón y en
la conciencia, supuso que ofrecía iguales beneficios á su esposa,
comunicándola el raro secreto.
Habló impaciente, con el aire misterioso y las palabras en tumulto:
--¿No sabes?... Ana María es novia de Manuel.
Fué como una puñalada aquel repentino informe, que dejó convulsa el alma
de Regina. Sin darse exacta cuenta de lo que estaba oyendo, interrogó:
--¿Novia de tu hermano?
Y ya, penetrándose de la noticia, se asió á la duda con zozobra:
--¿Es de veras?
--De veras... Mi madre cree que se casarán pronto.
--¡Ah!... Se casarán pronto...
El eco de aquella frase silbó en los labios de la dama y dejó en aquella
boca contraída la huella cruel de una burla doble y terrible.
--¿Qué dirá Carlota... y qué dices tú?
--¿Cómo?
--La novia de Manuel se iba á casar contigo hace poco tiempo... Y su
madre huyó, locamente enamorada de tu hermano.
--¿Tú sabías?...
--Carlos, sin darse cuenta de ello, me ha contado la historia del drama
y de la fuga.
--¡Ah, sí; pobre mujer!... También yo supe, hace poco, muchas tristezas
del _Robledo_.
Se quedó el mozo meditabundo. Su madre, para conmoverle, para uncirle á
su compromiso con Ana María, habíale iniciado en los amores y dolores de
la silenciosa tragedia. Pero en aquel tiempo, Velasquín, borracho del
licor de sus antojos, no percibió el perfume de aquellas rojas flores de
pasión y tormento que ahora, de improviso, tomaban alto y puro relieve
en su conciencia.
La vigorosa juventud de Adolfo penetraba en el devastado corazón de
Carlota con más sigilo y certidumbre que la ancianidad de doña Mercedes.
Y con profunda lástima pensó el caballero en aquella hermosa mujer, sola
en lo alto de la vida, cerrando voluntariamente los ojos á la única
estrella de su camino. La conducta hidalga de Manuel hallaba dulce
premio en el amor de un ángel: Ana María Ramírez era un espléndido
regalo para el hombre más descontentadizo. Seguro de ello, Velasquín,
imaginó que mientras á su hermano le sonreía tan apetecible recompensa,
Carlota ahogaba detrás de sus labios sonrientes un sollozo en que rugían
la soledad y el desconsuelo, con todo el humano poder de una pasión que
asaltaba á la pobre criatura en el desamparo de su peregrinaje, como
animal dañino que acecha al inerme viajero.
Cuantas sublimes resistencias pudiesen existir en el corazón de una
madre, le parecían al mozo insuficientes para conllevar el sacrificio de
Carlota. Y sobre estas cavilaciones, en que Velasquín sentía rodar un
imaginario rumor de lágrimas, se alzó la voz inquieta de Regina. Creyó
la dama adivinar los pensamientos del esposo, y extraviándose en sus
conjeturas, fulminó un dicaz comentario:
--Pues ya «estábais» lucidos tú y la fugitiva...
Pero el joven murmuró con fervor, únicamente:
--Carlota es una santa.
Cambiando de tono, obsesionada y envidiosa, dijo entonces la mujer, como
si hablase consigo misma:
--Las santas son felices.
Adolfo ya miraba á su interlocutora con más atención.
--¿Felices?--interrogó admirado.--Ella padece enorme desventura.
--¿Porque sufre? ¿Porque ama? Eso es gozar, es sentir, y comerse la vida
á mordiscos amargos y dulces... Lo terrible es no tener creencias, ni
amores, ni rumbos, ni hambre ó sed de cosa alguna, y fracasar siempre y
no saber de quebrantos ni de gozos, hasta morir de hastío, sin pena ni
gloria.
El joven, sentado cerca del balcón, alzóse con miedo; su mujer hablaba
sordamente, blanco el semblante y sombríos los ojos como nunca.
Un chispazo de luz quiso alumbrar en el corazón del esposo la torva sima
abierta debajo de aquellas frases; mas el rostro de la habladora tomó un
cariz tan lastimero y doliente, que al punto Velasco, enternecido, se
acercó á ella con piedad.
--Te exaltas, hija mía--pronunció,--cálmate; ya hablaremos despacio de
todas esas cosas.
Ella, viéndole crédulo y niño, engañado por dos mujeres con tanta
facilidad, le vibró de soslayo su desdén en una mirada, y se encogió de
hombros con suma indiferencia. Pensaba que era inútil dar calor aparente
de vida á los ecos de una tumba: sus palabras, audaces y fuertes, á ella
misma le habían hecho daño; tuvieron la resonancia sepulcral de un
recinto donde no hubiese más que el polvo de un cadáver...
Sintió que Velasquín la arropaba en el sofá, besándola con dulzura en
los cabellos. Y quedó sola, inmóvil, dudando si aquella quietud que la
invadía era el anuncio de una buena hora para dormir ó para morir. La
breve y dura plática le causó profundo cansancio y dejó en su boca una
estela salobre, como si la hubiera acariciado la brisa del mar; aquel
triunfo orgulloso sobre otra mujer, única satisfacción positiva de sus
errores, hundíase de repente con inesperada burla, y el marido que á
Regina le quedaba entre los brazos perdía su único valor para ella,
puesto que dejaba de ser el codiciado botín de una victoria.
Bajo la inmovilidad de la dama se alzó una impotente cólera contra Ana
María, y subió hacia Velasquín la marejada de los desdenes, como si
ambos jóvenes arrebatasen con traición su presa á la triunfadora: pecaba
Adolfo--según tales argucias--en valer menos que su hermano, y Ana María
en fingir que lo ignoraba, para inutilizar á una rival temible y
emprender sin peligros la valiosa conquista del Velasco de más fuste,
del hombre original sobre cuya cabeza interesante había nevado en pleno
estío. Aquellas prematuras canas de Manuel adquirían, de súbito, un
altísimo precio para Regina; y la adusta indiferencia que su cuñado la
demostraba, fué de pronto un estímulo que le obligó á admirarle.
Pero rendida en aquel sordo y leve pugilato de odios y admiraciones,
dejóse hundir entre las nieblas del sueño. Poco después, bajó sus
párpados caídos, á una luz indecisa, como de tarde moribunda, imaginó
ver en casa de Ramírez el salón principal del laboratorio convertido en
escenario de muy extraña comedia: don Juan vociferaba, con los puños
crispados, amenazador y furioso, pero su expresión de voluptuosidad y de
placer daba la certidumbre de que era muy feliz de semejante guisa;
Carlitos, en un extremo de la sala, lloraba en los brazos de su madre, y
sobre los humanos relieves de la piedad y de la pena, tenía el grupo tal
aroma divino de amores y de gozos, que á la visionaria le dieron mucha
envidia aquellas dos criaturas tristes; allá, en otro rincón, Manuel y
Ana María se hablaban en secreto: el rocío del llanto y la santa ciencia
del sacrificio daban á la hermosura de la niña un aire de madona, tan
solemne y tan noble, que Manuel de seguro la quería por aquel tinte de
bondad y excelsitud, en tanto que ella se inclinaba con respeto y
ternura hacia los surcos que el dolor y las vigilias pusieron en la
frente del mozo.
Flores muertas, animales disecados, fósiles y moluscos, esqueletos y
plantas, parecían descansar en cómodas posturas, á lo largo de las
paredes, bienhallados con sus apariencias de vida, y con ojos invisibles
abiertos á la escena; mientras los peces vivos, en sus casas de cristal,
formaban en torno al cuadro una cinta de trémulos colores.
--Pues, señor,--decíase Regina con despecho--aquí todos gozan, todos
tienen un destino y un fin, una pasión, un impulso...
Y al sentirse fallida y miserable en aquel raro centro de actividad, fué
quedándose inerte, petrificada, con sensación de frío y de reposo, como
si fuera á morirse.
Pero la muerte así, no era medrosa ni cruel; al contrario, muy
tranquila, muy suave, bajaba desde la cabeza, destrenzando á la dama los
cabellos y echándole en los ojos la pálida sombra de un cipresal;
después la besaba en los labios, con una ráfaga de hielo que extinguía
dulcemente la voz y los suspiros de la moribunda; y, por fin, le hacía
un pequeño tajo en el corazón, por el cual se le escapaban á Regina los
residuos de sus odios y sus amores, en flujo apacible y benéfico... ¡Qué
descansada se quedó!... ¿Era aquello estar muerta, como Daniel, como
Jaime, como todos los huéspedes del camposanto, tendido en el
argomal?... ¿Estaría disecada, igual que los peces del laboratorio?...
Un átomo vivo de la memoria fluctuó en la rubia cabeza desmayada, y, de
repente, aquel punto animado del pensamiento se arrebató con locos
terrores:--¿Qué habrá detrás de los cipreses, al otro lado de la sombra
y del frío, de la quietud y el descanso?--gritó el minúsculo vigía de la
inteligencia.--Y la voluntad, alarmada por la terrible pregunta,
estremecióse toda y despertó.
--Señorita, el correo--anunciaba Marta, presentando una bandeja.
Regina tardó un rato en reconocerse. Examinó los muebles y la estancia,
y, hallándose al abrigo del sofá, entre edredones y cojines, fué
recordando cómo se había muerto, después de una sorprendente
conversación con Adolfo... Sí, era verdad: la hendedura del corazón
prevalecía; rencores y cariños, aun aquellos tan leves y menudos que le
quedaban como un poso de sus luchas para vivir y amar, se derramaron
totalmente durante aquel sueño indefinible. Sintióse ligera y helada,
igual que una vedija de nieve.
--Morir, ¿no es soñar?--se dijo.--¿No podría suceder que yo estuviese
muerta y que soñara pasajes de mi vida?
--¿La señora no quiere abrir sus cartas?--insinuó la doncella.
--Sí quiero; dámelas--respondió la «difunta» con grato acento.
Extendiendo la mano, recogió los sobres, uno de los cuales, con orla de
luto, llamó su atención.
--Letra del doctor Marín--dijo.
Y para su «mortaja» (que era un vestido muy elegante), meditó:
--¡Si estaré viva!... Parece que reconozco la escritura de las gentes;
que hablo acorde; que tengo agilidad y memoria... ¿Habré resucitado?
Se echó á reir, y el oro de su voz sonó con hechizo de metal puro,
estremeciendo á Marta, que no presentía aquella explosión alegre.
--¿Está peor la señora?--interrogó sorprendida, temiendo que delirase.
--Al contrario; estoy muy bien--dijo ella, asombrada de escuchar su
propia voz y entender sus razones. Y rasgando el sobre de luto inclinó
los ojos tranquilamente hacia la carta del doctor Marín, mientras la
doncella salía del aposento.
Por el balcón penetraba un perfumado soplo de la tierra, henchida ya de
brotes en la preñez fecunda del verano, y las horas, cuajadas de sol, se
mecían con deleite sobre el infinito desdoblamiento del mar.
La escritura, un poco difícil, ocupaba el pliego que extendió Regina y
aun cruzaba la página postrera formando cuadritos. Bien conocía esta
costumbre la lectora, porque el galeno amable complacióse en escribirle,
varias veces, atravesados renglones en cuya confusión clareaba su antojo
por la moza andariega, camarada y confidente un día del consolado
viudo. A una sola carta contestó Regina, y la más fogosa epístola del
doctor cruzóse en el camino con un lacónico impreso en que la viajera
rubia participaba su celebrado enlace... Ahora decía Rafael Marín que él
también se casaba: una prima suya, cordobesa, mujer de mucho ángel y
rica dote, hacía tiempo esperaba aquella decisión del primo viudo.
Dábase el mozo importancia con su brillante boda, muy picado por los
desdenes de Regina; y este anuncio feliz iba á modo de epílogo al final
de otra nueva muy triste: la niña del doctor se había muerto; al nacer
la primavera comenzó á entristecerse, y cuando las rosas abrieron sus
capullos cerró la nena para siempre los ojos. Quedábase allí en el
cementerio lindante con el mar, dormidita debajo de una cruz. El doctor
se trasladaba á Córdoba con su hijo, á establecer el hogar nuevo.
Una ráfaga de remota tristeza pasó por el semblante de Regina, como si
le llegara de muy lejos, de otro mundo quizá, aquel papel fechado la
víspera en San Simón.
Parecióle á la dama haber amado en otra vida á la pobre nena del doctor
Marín, y hasta haber sido novia de un mozo enlutado y sonriente, único
poblador de una isla admirable, con árboles muy viejos y rosas muy
pálidas.
Y entornando los ojos como para retener fugitivas imágenes, vió Regina
al médico diciéndola adiós, á la triste hora del crepúsculo, con los
niños de la mano, mientras ella bogaba hacia la costa buscando la
felicidad.
¡Tampoco estaba en la ribera!--se duele al recordar que persiguió la
ilusión de ser feliz al través de los mares y de los mundos. Y sin dolor
ni amargura se quedó pensando en la isla verde y florida, desde la cual
demandó á la costa patria un refugio placentero, sabe Dios cuándo, tal
vez en época ilusoria.
En la imaginación doliente de la dama es la isla un vergel abandonado,
un plantío de cipreses y cruces donde duerme la niña de Marín, mientras
su padre corre detrás de una ilusión.
Por aquel escenario de fuga y abandono pasa tranquilamente una moza
descalza, muy contenta, con un dedo sobre sus labios rojos, en señal de
silencio. La reconoce Regina, y, al verla sonreir con vivo gozo piensa
que esta criatura es digna de guardar el vergel de los sueños, la isla
de las ilusiones; porque va pisando, sin ruido y sin alardes, rosas de
felicidad deshojadas bajo sus pies desnudos...
La dama rubia no tiene envidia como antaño, ni humor para hacer
experiencias inverosímiles, como cierta noche primaveral en que se
descalzó persiguiendo un mito. Pero le queda la memoria de sus
ambiciones de ventura; tiende la mirada al paisaje, suspira y repite:
--¡La felicidad no estaba en la ribera!...


V
AMOR CON AMOR SE CURA.--EL PROFETA DEL ALMIREZ.--MENTIDEROS
TORREMARINOS.--UN CORAZÓN POR BLANCO.

ARDE el estío. Murmura el robledal con tumulto de tenues rumores, y
Carlos Ramírez pasea bajo la fronda en solitaria meditación. Parece más
alto; inclina la cabeza como si le pesara la corona de la juventud;
suspira y se detiene á menudo. El amor le duele como un mal de la vida,
y el desengaño le agobia; pero sus pensamientos, que vuelan por el
bosque á la par de los malvises, son tranquilos. Es que la dura
pesadumbre del mozo tiene una alegría: Carlota ha resucitado en la
impenetrable ausencia, al saber que su hijo no gime como adolescente,
sino que sufre como hombre, iniciado en la ciencia trágica del amor.
Sabia en amar la madre y en sufrir, fué clemente doctora para disponer
los remedios al herido de amores; y á maternal milagro trascendía la
convaleciente actitud que tomó el muchacho apenas sus lágrimas cayeron
sobre las cartas benéficas de Carlota. A la pobre ausente le sirvió de
ocupación divina consolar á su hijo; en la dulce tarea hallaba algún
recurso la propia desventura, porque el secreto amoroso de aquella
triste alma se derretía en halagos y promesas, derramándose en el papel
como en un cauce bienhechor. La piedad y el sentimiento vibraron de tal
modo en la pluma de Carlota, que, bajo el influjo de la eficaz medicina,
Carlos sintióse renacer, lo mismo que si su madre le alumbrara á otra
existencia más consciente y profunda; y la maravillosa caridad sostuvo
al mozo en tan confortable sosiego, que no se atrevió á pedir goce
mayor, cual si temiera romper con su codicia el hechizo de aquel
hallazgo. Pero la ausente ofreció, pródiga, más bellas realidades,
vertiendo en sus renglones la esperanza de entrevistas futuras y de una
felicidad posible. Y Carlitos espera también animoso, porque la dicha de
su hermana se proyecta como un sol nuevo en el horizonte amaneciente del
muchacho.
Al resplandor suavísimo de aquella aurora que en su cielo sonríe, el
doncel siente resucitar los fervores de su infancia; cree en los
milagros celestiales y en las compensaciones providentes; reza y confía.
Como si Carlota pudiera descender desde las nubes, volviendo hacia sus
hijos con luminosa traza de aparición, le gusta al muchacho peregrinar
por las cumbres de la selva, absorto en santos consuelos, seguro de que
un día las virtudes de su madre resplandecerán sin una sombra, con la
diadema doble del mérito y el infortunio...
Ya entre el vecindario «se corre» que la dama fugitiva ha parecido, y
que vive, en olor de santidad, en un convento francés.
Don Celso Ortiz asegura esta especie con sones cavernosos, mientras
prepara un específico sensacional contra la polilla.
--Aquí hay un conato de crimen, una coacción inicua--murmura, dale que
dale en el almirez.
--Esa señora--afirma, estornudando al mezclar alcanfor en su
menjurje--no se ha recluído de tan extraño modo por la propia voluntad,
exponiendo fama y dicha... Aquí existen vestigios de secuestro, rastros
de monomanía religiosa ó síntomas de terror insuperable...
--Una _perra_ de cerato simple--le interrumpen. Él despacha, cobra, tose
y augura:
--La familia del _Robledo_ no puede acabar bien. Tiene una vena
dramática en pugna con el sentido común.
Felipe Alonso, que abre unos ojos tristísimos sobre los manejos del
charlatán, suspira resignado. Suele sentarse en la rebotica cuando no
encuentra á quién colocar algún discurso altisonante; y allí se encoge
pasivo, en actitud de oyente, seguro de que don Celso no le deja
intervenir en su peroración. Después, el bello Alonso toma justa
venganza del humillante mutismo, apropiándose las invenciones y hasta
las frases del boticario, para hincharlas y lucirlas al través del
puerto. Estos dos rivales de la oratoria popular se temen y se buscan,
se odian y se necesitan: don Celso crea; Alonso propala; el anciano echa
á volar la fantasía con inventos peregrinos, desde la cárcel de su
laboratorio, y el joven vagabundo difunde aquellas imaginaciones; pero
aunque goza éste las primicias de la pública emoción, no sabe disimular
en sus _speechs_ el sello originario, un rojo tinte de volcán y
tragedia, que hace á las gentes decir:
--«Eso» ha salido de la botica...
Entonces el inventor gusta sus triunfos, porque los curiosos acuden á la
fuente madre de los chismes, y pierden interés las divulgaciones que
siembra Alonso en el Casino y en las demás tertulias.
Mas ahora tardará el boticario novelero en sentir los halagos de la
popularidad: sus pronósticos ofrecen dudas, á fuerza de no cumplirse;
sus noticias se han desacreditado, como cierto betún para las canas,
completamente fallido; y durante los calores estivales, la botica,
situada á pleno mediodía en el chicharrero de la calle Real, no goza el
favor de los desocupados, aunque el aburrimiento profundo de Felipe
Alonso caiga en aquel cuchitril ardiente, lleno de moscas y de mareantes
perfumes, donde el mármol y el cristal hacen más visible la ausencia del
aseo. La facundia del químico se derrocha esta vez sin esperanzas;
conoce él sus fracasos, y sabe que en las filas disidentes de sus
adeptos esgrime armas victoriosas la Bernalda «joven», mustia y
frenética por la broma del amor y del barniz.
Pero la inventiva del boticario es tenaz, y sube con la temperatura,
como el barómetro; así, el viejo proporciona á su agente y enemigo
augurios y revelaciones acerca de lo que vuelve á ser «cuestión
palpitante»; y aunque no vendrá igual que antaño la ronda de curiosos á
indagar el origen de tales rumores, en risueña parranda, el farmacéutico
sonríe complacido y arremete con ímpetus á su preparación contra la
polilla, de enorme utilidad en la canícula.
Mientras funciona el almirez ilustre de la calle Real, vase el
declamador buen mozo á predecir, con voces misteriosas, graves sucesos
en la familia de Ramírez: mas en vano gesticula en actitud interesante,
y finge alarmas, y augural balbuce:
--«Según tengo entendido»...
La gente mira incrédula al _Robledo_, y ni los más inclinados á la
catástrofe y á la fatalidad, advierten que en la serena fronda se inicie
drama alguno: adormecida está en la altura, con beatitud amable, como si
prestara oído á la solemne respiración del Cantábrico; y el cantar de
las aguas corrientes brota de las entrañas de la selva con tan mansos
rumores, que hasta los más pesimistas y agoreros oyen en su voz un
romance de paz.
Si la señora de Ramírez se apareciese allí donde su hijo ambula
esperándola, de seguro el vecindario sonreiría con benevolencia,
creyendo á Carlota un ángel en quien Dios hacía gala de prodigios.
Indulgentes brisas de caridad rondan el bosque, y el rumor de que ha
devolver la dama del _Robledo_, tiene una dulzura placentera que Felipe
Alonso no puede amargar con los vaticinios del boticario...
En esto, las de Estrada descubren una tarde el grupo significativo y
alegre de la viuda de Velasco--casi nunca vista en la población
--apoyándose en la niña de Ramírez, y con la escolta galante de
Manuel. Van de compras: cruzan la plaza, y bajo los portalones se hunden
en la tienda más rica de la ciudad.
Cuando aparecen otra vez al sol, todos los visillos del trayecto están
atacados de epilepsia contagiosa, encima de los cristales.
Manuel mira hacia los balcones con sabia sonrisa, como si penetraran sus
ojos al otro lado del fino cendal que cubre á las señoras, arrodilladas,
impacientes y febriles.
Y al sorprender la risueña observación de Velasco enrojece Ana María, y
se turba.
Ya no es preciso más para que cuenten aquella noche las de Estrada que
otra vez hay barruntos de boda en el _Robledo_: asienten las de
Bernaldo; las del juez aseguran, y ármase un guirigay estrepitoso, del
cual llegan rumores á cada paseante de la alameda, donde el estío reune
á la gente de buen humor. A coro acciona y comenta el grupo mujeril:
--¡Iban tan entusiasmados!...
--Ella se puso muy encarnada...
--¡Está monísima!
--¡Qué buen mozo es él!
--Las canas le favorecen.
--Es tan arrogante como Adolfo...
--Y más formal.
La alcaldesa dice que los Velascos son de una raza de caballeros tan
cumplidos, que de seguro Manuel quiere enmendar la culpa de ingratitud
cometida por Velasquín.
--Pues hay pocos hombres de ese temple--exclama Filomena Bernaldo.
Ordóñez toma parte en la conversación:
--Con mujeres como Ana María, ya puede ser Velasco un caballero.
--Adolfo no lo fué--murmura Jacoba Estrada, que se muere por el doctor.
Pero él replica impávido:
--Un caso de locura no se repite con frecuencia.
--¡Buen desfacedor de agravios tenemos aquí!--ríe muy relamida la
celosa.
Y el joven se conduele agresivo:
--¡Si no estuviera «tan alto» el _Robledo_!...--Después lanza, burlón,
una pregunta al corro:
--¿No compran ustedes las bolas que vende el boticario para defender
terciopelos y lanas?
Todos sonríen mirando á Filo; la sensible doncella, dándose por aludida,
responde con mucho desdén que ya es viejo ese específico... «de la calle
Real», porque el año anterior puso ella unas cuantas bolas en la piel...
¡y se le picó toda!...
--¿Se le ha picado á usted la piel?--compadece Estraduca, tímido y
desolante, asomando la nariz por detrás de sus hijas.
--Sí, señor. La tengo completamente picada.
--¡Pobre criatura!... Pero ¿y de qué, de qué?
--Pues de la polilla.
--¿Es posible? ¿de veras?
--¡Si era de nutria, hombre!--advierte Jacoba con un codazo
irrespetuoso. El regocijo gárrulo de las mujeres empapa la vocecilla
tremante, que gime aún, con la obsesión del duelo:
--¡Pobre Filomena!...
Cuando agoniza la velada, ya es público en Torremar el hidalgo proceder
con que los Velascos saben cumplir compromisos de amor; y la imaginada
boda presta al _Robledo_ un relieve de tales proporciones, que, mediante
absurda suposición, cuéntase á la de Heredia enclaustrada por un voto y
se dice que la merced pontificia está á punto de volverle su
libertad... ¡Tal eficacia tuvieron una sonrisa burlona en labios de
Manuel y una llama de rubor en el rostro gentil de Ana María!...
* * * * *
Ligera y fugaz como una sombra, desde que «resucitó» con el corazón
exhausto en el blando nicho de chales y almohadones, camina la de
Alcántara con inconsciente rumbo, igual que si le hubiesen puesto una
venda en los ojos. En su propia casa, al tropezar á sus familiares,
sonríe con la misma dulzura á Pablo y á Velasquín; tal sonrisa es
perenne, yerta y remota, como la de un retrato, ó de una estatua. Ya la
joven sale en el _Reina_; cruza la playa; monta á caballo, y asiste á
misa. Adolfo está muy contento viéndola así, por más que á veces sienta
una vaga inquietud vislumbrando en los ojos de su mujer el frío detrás
de la penumbra, como si aquellos cristales tenebrarios franquearan un
sepulcro. Hay una triste sensación de ausencia en las pupilas de la
dama: diríase que duerme con los párpados abiertos ó que vela con el
espíritu en fuga. Velasquín está receloso y le dice á menudo:
--¿Sufres?... ¿Qué sientes?
Regina responde:
--No sufro nada. No siento nada... ¡nada!--corrobora con un ligero
espasmo de extrañeza.
Y en Torremar produce grande asombro el aspecto apacible y saludable de
aquella dama que se recobra al mundo cuando todos la creían achacosa y
doliente.
No ha pasado la primera semana sobre la singular resurrección, y una
tarde Regina se entretiene en tirar al blanco en pugna con Velasquín,
desde el rudo camino de la costa: en palique y en chanza, agujereando un
papel prendido en los matorrales del argomal, suben al cementerio, y
junto á la cerca, Adolfo propone á su mujer colocar desde allí, á
porfía, una bala en un pino solitario de la otra linde; tira el
caballero, y acierta; la señora apunta y dispara: una cruz del plantel
cruje; un grito amargo y desgarrador emerge de las flores que rodean al
herido leño.
Velasquín, pálido y afanoso, empuja la puertecilla y avanza entre losas
funerales; Regina corre detrás, sin miedo ni susto, rauda y leve como
una pluma, que el aire lleva; al llegar los dos al pie de la cruz, el
marido incorpora á una mujer, inerte en el suelo, y la esposa distingue
entre los brazos del símbolo piadoso un nombre: ¡Gabriel!
Cuando la triste desmayada vuelve en sí, mediante la asistencia de ambos
jóvenes, mira á la cruz y prorrumpe en lamentos:--¡Gabriel!
¡Gabriel!--murmura.--¡Está sangrando!... ¡Le han herido en el corazón!
Y furiosa de repente, arranca puños de flores y se los echa al rostro á
la culpable. Luego, huye veloz y frenética, gritando su desventura.
Absorta Regina, la ve correr, la oye gritar, contempla el agujero de la
cruz, repara en la palidez de su marido, y sacudiéndose los pétalos de
rosas que le salpican el traje, sonríe con absoluta indiferencia.
Los ayes de _la novia_ repercuten en el acantilado bravío, mezclándose
al rumor de la marejada en el silencio augusto del anochecer; y cuando
Velasquín y su esposa llegan á la población, ya en el alto argomal las
florecillas silvestres entornan con sueño los dorados ojos. Se duele el
joven del percance, culpándose de no hacer prevenido el posible error de
aquel disparo; aún se figura contemplar la cruz, temblorosa y traspasada
sobre las imploraciones de la suplicante; y un estremecimiento piadoso
le sacude, conmovido, en mitad de la senda: teme que el espanto de la
loca alborote á la gente, y que en la desenfrenada fantasía popular
adquiera visos de profanación aquel suceso fortuito; pero Regina escucha
sus palabras como si llegasen de muy lejos, como si no le concerniesen
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