Agua de Nieve (Novela) - 13

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brote del paisaje, un brazo nervudo y fibroso de la costa, que alcanzaba
las nubes con los dedos de su mano brusca. De repente, Velasquín
enrojeció al poner su alma en contacto con una multitud de recuerdos
penetrantes y dulces. Un cendal de la niebla entre los robles fué la
cortina que en el espíritu del visionario se alzó entre la conciencia y
la memoria: el jirón intangible dióle la semejanza de un traje femenino,
y tuvo luego en la excitada mente de Adolfo la silueta gentil de una
persona y el ritmo grave y lento de un paso de mujer.
--¡Ana María!--murmuró Velasquín con involuntaria emoción--. Y en el
amable nombre palpitaban todos los gérmenes de sus remordimientos...
Era la niña de Ramírez imán de muchas ilusiones en la ilustre y opulenta
casa del muchacho. La madre y los dos hijos no acertaban, en los últimos
tiempos, á encender esperanza alguna donde la imagen de la moza no
surgiera, como un resplandor alegre del porvenir...
Pero aquella mañana invernal en que un recién casado mira al _Robledo_
con el corazón oprimido, ¿dónde están las felices promesas, la arrogante
y hermosa actitud de Adolfo, realizando ilusiones de dos familias, largo
tiempo inclinadas á unirse en una?
Esto se preguntaba el mozo, doliéndole en el alma que la realización de
aquellos planes sonrientes no hubiera podido navegar en el río de fuego
de sus amores.
¿Por qué, de improviso--se decía--, un afán más duro que todas mis
fuerzas ha tirado de mí, lejos de tales propósitos?
Y estremecíase, confuso de haber hecho daño sin poderlo remediar, de
haber sido causa de dolor y de vergüenza para su madre, tan tiernamente
amada, para sus mejores amigos, para su hermano, á quien Adolfo quería
con entusiastas devociones. ¡Que la roja lumbre de la pasión no pudiese
arder junto á la llama apacible de los cariños familiares!... Porque
Adolfo pensaba en la niña del _Robledo_ con ternura sedante y
confortadora, llena de adivinaciones y deleites, como los que gozaba en
el santuario de su propia familia.
Bajo el dominio de una amarga tristeza, envolvió en amplio ademán el
amigo paisaje, aludiendo acerbamente:
--¡Todo se acabó!
Y volvió las espaldas al bosque deshojado, á la marina brumosa, al
pueblo ceñudo, horizontes en querella con su porvenir. Siguió andando
hacia la sierra salvaje, hacia la costa brava, como quien busca senderos
piadosos, confines indulgentes para norte de su destino. En la tortura
de una ondulación, la serranía dejó ver el camposanto, con su pálida
toca de nubes sobre los graves maderos en cruz; y con brusco temblor
cayó el mozo en la cuenta de que por allí sólo se iba al abismo de la
muerte, más negro que la noche. De aquel lado agonizaba el sol. Toda la
desgarradora tristeza de los crepúsculos norteños, se condensaba en el
remoto confín del argomal bravío, entre las aguas grises y el cielo
melancólico. Parecía que el mundo se acababa en aquel jirón de la sierra
hincado en el mar, allí donde el tiempo hacía su fuga trágica en los
atardeceres, galopando sobre un plantel de cruces que el humano dolor
puso en la tierra...
* * * * *
Vuelve sobre sus pasos Velasquín, perseguido por la penosa sensación de
infinita soledad que reina en el alto paraje, allí donde parece que se
acaba el mundo.
La costumbre y el cariño llevan al muchacho, por detrás de la casita que
ya es suya, hacia el hondo valle en tendal junto á la población
marinera. ¡Pero también de aquí le espantan los temblores de su corazón!
Señora del valle la casa de Velasco, extendiendo sus límites con poderío
solemne, infunde al mozo un respeto nunca por él sentido desde las
amigas veredas. Toda la traza noble de su palacio parece que le acusa:
huyen los linderos bajo la neblina que deshilacha el monte; las mieses,
yermas, baldías, ondulan tiritando; el boscaje, desnudo y agresivo sobre
un fondo de nubes aborregadas, ofrece la impresión medrosa de lanzas y
monstruos, brazos sin cuerpos y cuerpos sin cabeza, fugitivos y
amenazadores. En la fábrica elegante y jovial del edificio todos los
huecos duermen con mueca de indignación y enojo; diríase que el palacete
versallesco está vacío y sólo guarda los secretos de una tragedia
impune. Pero bien sabe Adolfo Velasco de dos almas que allí padecen
silenciosas desde el momento en que el ingrato mozo, poseído de la
pasión súbita y recia, rasgó leyes de hidalguía, quebrantó resoluciones
familiares é impuso, tras una escena dura y triste, el juramento de
casarse con la de Alcántara. Y harto sabe también que no traspasará
Regina los umbrales de aquel palacio soñoliento y fuerte, cerrado á
todas las traiciones. Persuadido de todo ello, retrocede Adolfo con la
pesadumbre del fracaso, caídas las alas del espíritu; nada busca ya,
puesto que tiene la certeza de haber perdido muchas cosas...
Su mocedad y su buen ánimo le traen de pronto una esperanza firme: se
yergue con altivez y valentía y sacude sus cobardes pensamientos.
Considera que si todo lo que ama y pretende fuera de la casita del
arrabal se le resiste huraño, él sabrá vivir para su gran pasión...
Razonando de esta suerte pone unos sonoros pasos sobre la tosca ruta,
con la cabeza muy alta, orgulloso y apremiante, hacia el amor de su
mujer. La convencerá de que deben partir para una larga excursión. Si
aquí toda grata apariencia huye entre sus manos de novios, ellos se
bastan á sí mismos para ser felices: irán lejos de mudos reproches y
semblantes severos, hasta desbordar el triunfo de su corazón en un himno
de juventud y de independencia...
Pálido y risueño, Adolfo silba un aire montañés cuya letra campesina y
jactanciosa, desgrana mentalmente:
«La flor del romero
la van á cortar...
Si la cortan que la corten,
á mi lo mismo me da,
porque la flor del romero
para mí no ha de faltar...
La flor del romero
la van á cortar...»
Por el atajo que le lleva á su casa en pocos minutos, un arroyo que baja
de la finca de Ramírez sale al encuentro del joven. Ha llovido, y el
agua, crecida y mugiente, rompe su margen y balbuce, sabe Dios qué
remotas tristezas.
Pero Velasquín silba con ímpetu su tonada, para acallar el rumor de
aquel llanto que viene del _Robledo_ y cruza el valle, en querella
lastimosa.
Salta el mozo sobre el gemido de la corriente; las espumas le salpican y
le tiembla en los labios la canción... Cuando se acoge al portal de su
casa, aún le persigue, en tumulto, la muchedumbre de pesares que
vislumbró al otro lado del dintel; y como resumen de todo lo que pierde
y abandona á la parte de allá, un nombre se impacienta en su corazón:
¡Ana María!
Es inútil. Adolfo no quiere caer en más ansiedades: alegre y
desesperado, canta, á voz en grito, al subir las escaleras:
«... porque la flor del romero
para mí no ha de faltar...
La flor del romero
la van á cortar...»
Todo está en la casa igual que dos horas antes. Mientras en la cocina se
oye trastear con acompañamiento de suspiros, en el jardín Pablo hace un
hoyo profundo que parece una sepultura; cava que te cava con afán, casi
con furor, las caídas de la herramienta en el suelo repercuten al borde
de la pared: pun... pun... con eco sordo y triste.
En una sala del piso bajo, Eugenia, oculto el rostro en la sombra de un
cofre abierto, apila vestidos, estuches y papeles, con trazas de
preparar un gran equipaje. Pero no debe de ser así, porque la voz, un
poco empañecida de la trajinadora, repite:
--Son recuerdos... recuerdos...
Allí al lado, atisba Marta con mucha curiosidad las cajas en forma de
ataúd, los trajes en desuso, los legajos prendidos en pálidas ligaduras,
que trascienden á perfumes añejos y á historias olvidadas. En algunos
manuscritos, los renglones cortos acusan cantares; y atrevida, la
muchacha, tiende su mano hacia el archivo yacente, con la tentación de
cantar las coplas.
--Serán del difunto don Jaime--alude en voz queda.
Los ágiles dedos han desplegado ya un papel.
--¡Pero, chiquilla!--censura la que está hincada junto al cofre. Y se
arma de respetuosa solemnidad, previniendo:
--Son «autógrafos» del pobre señorito...
Con la unción de quien reza en un libro santo, Marta se inclina
palpitante para leer:
¡Qué noche más triste,
qué noche más larga!
¡Soledad y silencio... El insomnio...
las horas que pasan
dejando una pena, dejando un vacío
y un sabor de ceniza en el alma!...
Dios de los amores,
oye mi plegaria:
enciende en los cielos
tu luna de plata;
desata la voz de los vientos;
que corran veloces las aguas;
tiende en lo infinito
la secreta escala,
y haz que venga á mis brazos la dulce
prenda de mis ansias...
--¡Qué precioso!--murmura la moza. Regina, que despacito y sin objeto
entró en la estancia está allí escuchando, presa del hastío que á veces
la sobrecoge en medio de su inútil actividad.
--Dame eso--dice á Marta, con el brazo extendido hacia el papel.
En cuanto la muchacha, confusa y diligente, la complace, sube la
señorita, y se repliega en el sofá de su breve salón, donde ya se ha
encogido escalofriada y temblorosa, en varias crisis de estéril
cansancio, desde que salió Adolfo. Apenas si dirige una mirada á los
versos de su padre, que tiene en la mano. ¿Para quién serían?
Esto es lo único que se le ocurre en aquel instante en que la musa
paternal roza su oído, al través del tiempo.
--¿Para quién serían?--repite.--Y vuelve los ojos hacia el retrato del
poeta, que desde el muro responde á la curiosidad con una sonrisa
enigmática.
--Para mi madre, no--prorrumpe la monologuista con despecho, iniciando
una protesta de mujer casada contra el libertinaje de los maridos. Mas,
á poco, sonríe con desdén y con mofa: ¿Qué valor, qué virtud tiene en el
mundo la fidelidad?... Sólo quien ama es fiel. Y, ¿hay quien ame, en el
sentido espiritual y elevado de la palabra?... Regina lo duda. Aquel
escepticismo tiene aire y forma en el desquiciado camarín de los
novios; allí dentro de las vidrieras cerradas, alrededor de los muebles
en desorden, un precioso ramo de camelias está en la alfombra marchito,
y la Venus que decora la estancia, cubre su hermosura con un chal de
Regina, mientras que Jaime, desde el retrato, riela en torno una sonrisa
de muerto, y su esposa hunde en la pared de enfrente la cansada
expresión, desde otra pálida fotografía. Este incrédulo matiz plañe con
el sordo grito de las cosas:--Como no se cree en el alma de las flores,
no se aguarda á que agonicen en un vaso piadoso; como no se cree en la
belleza de la escultura, ofende su desnudez con sensación de frío; por
desprecio á la estética, los muebles danzan, desorientados y hostiles;
porque se duda del cielo, los difuntos se asoman á sus imágenes para
sonreir con inquietud, para mirar con angustia...
Y el colmo de la incredulidad pone su trágica nota en la palidez
caliente de la desposada, que no cree en el amor, y que suspira viendo
morir sus postreras ilusiones en la misma aurora del tálamo...
Aún tiene la dama los versos á su alcance, y aún dice
maquinalmente:--¿Para quién serían?
Busca en la composición algún indicio, con ese falso interés de los
ociosos que tratan de engañar su aburrimiento:
...dejando una pena, dejando un vacío;
y un sabor de ceniza en el alma...
--¡Miente, miente mi padre!--prorrumpe con ímpetu, casi con
crueldad:--«El vacío, la pena, la amargura», quedan en el alma después
de ese goce bárbaro que tiene el dulce nombre de amor... Ya nada me
promete la vida, porque ya conozco todos los amores del mundo...
¡Mienten los poetas!--grita iracunda.
Pero su voz es apagada por otra, sentimental y varonil, que sube por la
escalera, cantando:
«Si la cortan que la corten,
á mí lo mismo me da...
La flor del romero
la van á cortar...»
Y al asomarse Adolfo al saloncito, con la sonrisa y el cantar en los
labios, quédase mudo ante la actitud de su esposa, que no ha hecho nada
y tiene un aire de cansancio triste.
Ella le ve tan perplejo, que se compone el rostro con una mueca gentil,
y dice, á guisa de explicación:
--La Venus y yo, tenemos frío...
--¡Es singular!--piensa él, hallando mucha semejanza entre la mujer y la
escultura: el mismo semblante helado, igual sonrisa yerta, y un aire
impasible, una quietud inerte dentro del chal obscuro...
Yace un papel á los pies de la desposada, y Velasquín le recoge,
advertido por ella: Son versos de mi padre...
El mozo, muy aficionado á las sentimentales poesías, lee á media voz,
con interés:
Gustar quiero en mis labios ardientes
de tus labios la miel regalada,
sentir en mi carne la dulce caricia
de tu carne en amor inflamada,
mientras en mi oído tu boca murmura
un «escucho» dulcísimo. El alma
sedienta de amores
con fatal calentura se abraza...
¡Reina, dame un beso,
de esos besos largos que nunca se acaban!
Al extinguirse el acento, ligeramente conmovido, el lector se vuelve
insinuante hacia su mujer, y sonríe:
--Parecen de actualidad.
Estalla en los labios de ella una risa loca.
--Ya sé, ya sé para quién fueron--alude--. No se me había ocurrido:
¡Para Silvia!
--¿Quién era Silvia?
--Una «reina» del boulevard, íntima de mi padre.
Y sigue riendo la dama, nerviosa hasta el punto de romper en sollozos.
Supone el marido que la emoción de los recuerdos sugiere aquella crisis
de risas y llantos, y acude hacia el sofá con tan amable impulso, que
Regina presiente la repetición de la estrofa: _¡Reina, dame un beso!_...
y prorrumpe amarga, casi violenta:
--No heredo yo la «sed de amores del alma» que mi padre sentía.
Adolfo retrocede. El también tiene frío. Un frío penetrante que le
taladra el corazón.


IV
LUCES DE OCASO.--LOS ACHAQUES DE REGINA.--TINIEBLAS DE UN NAUFRAGIO
MORAL.--LA ISLA DE LAS ROSAS PÁLIDAS.

NO sin grande asombro advirtió doña Mercedes que la niña del _Robledo_
se consolaba del fracaso de su boda con excesiva prontitud. En la
indiferencia de la muchacha al afrontar la conversación sobre este
suceso; en el modo digno y prudente con que aludía á la pesadumbre de
Carlos sin mentar la propia, adivinó la dama un altivo sentimiento,
mezcla de piedad y desdén, que la llegó á herir. ¿No merecía Adolfo
siquiera ni el tributo de una lágrima?
Olvidando un instante el dulce cariño de Ana María, irguióse en el pecho
clemente de la señora el orgullo maternal. Repitió aquella pregunta
delante del primogénito, y entonces Manuel, con viva elocuencia,
refirióle á su madre la peregrina historia; analizó, á fuer de agudo
psicólogo, los sentimientos de la muchacha; expuso claramente cómo en su
inexperto corazón había ella confundido el afecto fraternal, la antigua
simpatía que Adolfo le inspiraba, con la fuerza latente de otro amor más
hondo y entrañable, y, sin más rodeos, añadió que había jurado hacer
feliz á la hija de Carlota.
--Ya lo sabe ella--dijo por fin.
--¿Ella? ¿Quién es ella?--inquirió la viuda estupefacta.
--¡Ella!--repitió Velasco también. Y con la voz un poco temblorosa
corroboró al punto:
--Ella es la madre... pero yo he renovado á la hija mi juramento.
Fué menester que se explicara con más claridad para que doña Mercedes le
comprendiera; y así que la dama hubo entendido cuanto Manuel se
proponía, quedó absorta, contemplando á su hijo con ternura y
admiración. Apareciósele en aquel momento como un ser providencial, como
una especie de caballero andante que tenía la noble misión de traer al
_Robledo_ auras de libertad para la _Bella durmiente_, anuncios de
castigo para el _Ogro_ y certidumbres de ventura para el _Hada gentil_.
Y para que todo fuese milagroso y sublime, el amor de Ana María se
revelaba de súbito, como un premio de Dios á su elegido.
Arrobada y gozosa, doña Mercedes sintió, sin embargo, un ligero escozor
en la conciencia, al comprender que con la nueva alianza se excluía en
absoluto á la pobre ausente de todo pacto posible con la felicidad. Pero
una idea luminosa hizo sonreir á la señora de Velasco.--«Ella es la
madre»--, pensó, repitiendo mentalmente unas palabras que se le habían
quedado en la memoria, clavadas allí por la fuerza de un agudo
sentimiento. Y se puso á escribirle una carta á su amiga Carlota,
insinuando, entre muchas confidencias maternales, exhortos blandos y
tímidos sobre amores y deberes: indicaba, con prudentes alusiones, que
la felicidad de los hijos, por buenos que ellos sean, se cumple casi
siempre á costa del sacrificio de los padres, y concluía en términos de
muy delicada sinceridad... El resplandor de una vida feliz puso en aquel
pliego luces alegres de ocaso: á la anciana señora le parecía fácil y
sabroso que una madre abdicara en sus hijos las más íntimas ilusiones, y
la tremante pluma instiló en el papel toda la suavidad de un corazón
envejecido entre caricias y dulzuras; apacible corazón que nunca supo la
tormenta espantosa de aquel otro á quien consultaba, joven y pujante,
constreñido entre un pasado de angustias y el secreto de un trágico
presente.
Carlota hizo su renuncia tácita y plena al porvenir con grave
sencillez:--«Si antes daba con gozo mi hija á un niño bueno, ¿cómo no
dársela con gratitud al mejor hombre del mundo?»--Así escribió. Y los
rasgos de su letra, fina y elegante, no se estremecieron con el vendaval
que en el pecho de la mujer soplaba, deshojando la abierta rosa de la
juventud hasta dejar el tronco, perenne y vivo, de espinas erizado...
Grande júbilo sintió doña Mercedes con esta carta, y viendo disiparse
las dóciles nubes de su cielo, puso mayor diligencia en las
negociaciones de paz iniciadas con Adolfo poco después de su boda. La
costumbre de ser feliz no daba espacio en la dama al rigor de la madre;
érale menester que volviese pronto al hogar el hijo pródigo, y para
lograrlo impuso la sola condición de no admitir á la intrusa, á la
gentil diablesa que con sutiles artificios arrebató al caro Benjamín de
la amistad y compañía de sus deudos.
Manuel sirvió de parlamentario, muy complacido; pero Velasquín, lleno de
gratitud hacia quienes le tendían aquel grato puente de reconciliación,
temió ofender á Regina excluyéndola en absoluto de las futuras paces.
Decidióse al fin á explorar el ánimo de su esposa, con mucha delicadeza,
y no sin asombro le halló conforme á cuanto doña Mercedes exigía.
Así volvieron á su acostumbrada intimidad los de Velasco. Adolfo
concurría á la casa de su madre, sin mentar nunca á su mujer, y los dos
hermanos, cazando juntos, departiendo de intereses y negocios,
procuraban no aludir en sus conversaciones á los de Ramírez, apartados
siempre en su esquivo robledal. Sobre los secretos dolores del hogar
amigo derramaba la piadosa vejez de doña Mercedes la luz de su sonrisa
inextinguible, dulce puesta de sol, dorada lumbre de crepúsculo en un
campo de tragedias silenciosas.
Pasaba mientras el tiempo sin que Velasquín pudiese emprender con Regina
el proyectado viaje. Cayó la esposa en languidez extraña y profunda;
atribuyendo Adolfo á trastornos de salud aquellas inquietudes y
endebleces, llamó á don Fermín, y éste dió, por casualidad, un dictamen
conforme á la opinión del marido: impresiones violentas, luchas y
anhelos del presente, venían sobre las amarguras de lo pasado á
determinar una perturbación nerviosa, reflejo, tal vez, de otras ya
padecidas. Y el achaque ofició de piadoso velo para que Velasquín no
advirtiera las sombras de un corazón que juzgaba suyo. Eugenia dijo que
ya en dos ocasiones había caído su niña febril y delirante, con «mal
cansado», como si estuviese hechizada; pero, el médico, sonriente,
aseguró que las dolencias de señoritas mimosas se curaban siempre al
año del casorio, cuando el amor florecía...
Después que Adolfo erró en sus emociones de recién casado, como en selva
tenebrosa, una paz algo triste, pero confortable, descendió á su
espíritu optimista; amoroso y creyente, halló razón de sus crueles
sorpresas en el repentino quebranto de salud que le entregaba para la
intimidad una mujer distinta á la novia que le sedujo; esforzábase él en
cumplir las prescripciones del doctor, suponiendo que al sanar la esposa
hallaría de nuevo á la vehemente enamorada, acaso convertida en madre
para mayor ventura. Y ella se dejó asistir, felicitándose de aquel
pretexto que la permitía sumirse en sus fracasos definitivos, sin
malograr las ilusiones del esposo. Le vió tranquilizarse, después de las
primeras alarmas, y se esforzó entonces en sostener la felicidad de
Adolfo con un débil conato de misericordia.
En la total quiebra de ambiciones y propósitos, la dama rubia no salvó
más que los indicios de sus energías: el tenue hervor de la conciencia
sólo alcanzaba á producir burbujas fugaces de contradictorios
sentimientos en la helada superficie de aquella perezosa voluntad; el
hilo de la compasión, casi roto, ataba flojamente el recuerdo de Carlos
Ramírez, y entonces, una ola indecisa de carmín sonrojaba el rostro de
la coqueta, que con villanos manejos aprisionó al enamorado mozo; si la
pobre fibra de la gratitud palpitaba un instante por Velasco, juguete de
la ambiciosa, las náuseas del tedio entorpecían aquel graciable
instinto, y apenas si un impulso de bondad y un hábito de educación
lograban contener en la boca de Regina frases ó gestos crueles contra
Adolfo; y si amables visiones de la infancia hacían temblar en aquellos
labios el nombre de Ana María, el amor propio y la soberbia alzaban
contra el generoso remordimiento su aguijón cobarde y fino, como punta
de alfiler. En aquel naufragio moral quizá pugnasen, con un poco de
ansia, el orgullo y la codicia, para salir á flote: la certeza de haber
triunfado sobre otra mujer de rumbo y donaire, era asomo de ilusión que
sobrenadaba en el grave hundimiento de muchas ilusiones, y la esperanza
de asirse todavía á la felicidad, por algún cabo suelto del destino,
trepidaba con barruntos de fe en el roto cordaje de la ambición.
Pero era tan sorda y tímida la lucha de aquel ser tundido por las
decepciones más violentas, que la ruin marejada no rompía el hielo de la
indolente postura que Regina tomó en su nuevo estado.
Al conseguir sus propósitos, con burla del sufragio popular, y sobre la
oposición de una familia poderosa, hallóse la de Alcántara presa en los
brazos de un hombre á quien no quería. La misma facilidad con que le
sedujo, fué para la seductora causa de menosprecio: no era su tipo aquel
muchacho sonreidor y gentil, que se dejaba encantusar igual que un nene.
Adolfo no tenía «aspectos»; de una sola vez se le veía en todas sus
fases, porque no cambiaba nunca su expresión ingenua y plácida, galante
y dulce.
Así pensaba Regina, estableciendo con fría censura, comparaciones en que
su marido quedaba siempre desairado.
--Carlitos--meditaba--es más hombre que Adolfo, y ofrece otras
sorpresas, otras seducciones; en sus pupilas arde un fuego triste, un
sol de drama que penetra hasta el corazón.
Y al llegar á la parte conmovedora de sus monólogos íntimos, reía en
carcajadas estridentes y agudas, amargas como la hiel.
--¡El corazón!--decíase--; ¡qué de alusiones sentimentales para ese
músculo que funciona á instancias de la materia, exactamente igual que
el resto del organismo!... ¡El corazón! ¡Qué mote tan precioso, para un
pedazo de carne donde la sangre afluye, con todas sus perversiones y
averías! En metáfora, mi pobre corazón es una tierra floja en la cual
ningún sentimiento echa raíces...
Y sintiéndose completamente desasida de cuanto puede atar al mundo una
existencia, irritábase al ver que su destino estaba ya trazado, que
todos los senderos de su porvenir tenían en el horizonte el yugo del
matrimonio, la cadena del amor... ¿Del amor?
Esta pregunta era de una tristeza desgarradora al rebosar en labios de
Regina. Para ella, la esperanza del amor yacía con las alas rotas,
inerte, imposible...
Y á cada inquieta consulta, los descubrimientos de la recién casada
respondían obstinados y crueles:--El amor es carne, es instinto, como
fruto del corazón.
La clara inteligencia de la moza arrojaba su luz tímidamente sobre
tantas obscuras negaciones. Si la vida no cumplía ninguno de sus
ofrecimientos, si todo era fugaz y mentiroso en el mundo, ¿cómo una
parte inmensa de los seres humanos sembraba optimismos uno y otro día,
cosechando, al fin, realidades y venturas?... ¿Por qué el mito de la
felicidad subsistía al través de las generaciones?
En sus vagos discursos, deshilvanados y tristes, Regina escuchaba como
un eco obsesionante la confusa advertencia: _El bien es el placer; el
mal es el dolor..._ Pero ¿el dolor que ella sufría, se originaba de
algún mal, ó existía un mal como consecuencia de su dolor?... Estaba á
punto de saltar hecho pedazos aquel entendimiento, en la esclavitud de
tales indagaciones.
Presa en el círculo vicioso de sus lecturas, la dama balbucía delirante:
_El bien es el placer..._ ¿Cómo se entiende? ¿Cuál es el primero, el
originario?... ¿Será preciso obrar el bien para ser feliz, ó ser feliz
para obrar el bien? Y se oprimía las sienes, estallantes de dudas y
sutilezas, concluyendo por confesar:--_Sólo sé que no sé nada..._ Ella
vivió buscando placeres con ciego frenesí, y á lo largo de su juventud
todos los goces amargaban con el ácido sabor del mal de la vida. _Cuanto
más elevado es el ser, más padece_, recordaba la filósofa á este
propósito. Y trataba de engreirse con frágil orgullo, débil hasta en sus
vanidades. Así se hundía en las nieblas de un dañino apocamiento, con
trazas tan decadentes, que nadie puso en duda su enfermedad.
Se atormentaba Adolfo con las prisas de poner correctivos eficaces á la
extraña dolencia. Alejada de los novios, como era de razón, la corte de
amigos que la dama tuvo, sin familia y sin relaciones, era menester
buscarle rutas alegres fuera de allí.
El marido, que ya frecuentaba los acostumbrados lugares en la ciudad,
gozando como siempre la supremacía de su linaje y fortuna, achacaba un
poco el retraimiento de su mujer á la violenta situación en que ambos
estaban frente á los de Ramírez, y á la expectante curiosidad del
vecindario. Pero en vano insistía en hacer aquella excursión, base de
olvidos y mudanzas; siempre que él hablaba de partir, suspiraba la
señora con tal pesadumbre, que el viaje quedábase en suspenso, mientras
la vida conyugal languidecía en actitud impaciente, supeditados á la
resolución de la dama todos los planes del nuevo matrimonio. Estaba
convenido que en ausencia suya se hiciesen obras de consideración en la
casita del arrabal y que los excursionistas trajeran un mobiliario á su
gusto para aquel breve estuche de los primeros años de amor. Andando el
tiempo, Adolfo no desconfiaba de ver entrar á su esposa, con todos los
honores que le correspondían, en el palacio del valle.
Después de apremiantes instancias, Regina dijo que marcharían cuando
llegase su ajuar de novia, encargado por Velasquín con mucho boato. Fué
un pretexto para detenerse aún, asustada por la idea de lanzarse otra
vez al mundo, tan inútilmente paseado por la viajera rubia. En sus
enormes decaimientos surgían de pronto afanes infantiles, caprichos
inocentes como los de una niña. Dió en suponer que entre su ropa blanca
pudiera llegar de París alguna solución milagrosa para sus graves
conflictos. Y aquella criatura, tan profundamente decepcionada en
cientos de agudos desengaños, estuvo pendiente del arribo de un baúl que
entre lazos y blondas alumbró unas prendas vulgares de íntimo uso.
Mientras acomodó Marta en los armarios el flamante equipo, lloraba
Regina, como si en su horizonte se hubiera puesto para siempre el
sol...
A menudo Adolfo, compasivo y amante, hablaba á su mujer de una inmediata
aurora de venturas.
--Te pondrás buena... tendremos un hijo--murmuraba en fervientes
«escuchos».
Y ella fingía un asomo de complacencia, que rebosaba amargo desdén.
¡Tener un hijo! !Bah! Aquella ambición era insoportable á la flaqueza de
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