Agua de Nieve (Novela) - 01

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AGUA DE NIEVE


OBRAS DE CONCHA ESPINA

LA NIÑA DE LUZMELA (novela). (Segunda edición.)
DESPERTAR PARA MORIR (novela). (Segunda edición.)
AGUA DE NIEVE (novela). (Tercera edición.)
LA ESFINGE MARAGATA (novela). (Segunda edición.)
(Obra premiada por la Real Academia Española de la
Lengua.) Traducida al inglés.
LA ROSA DE LOS VIENTOS (novela). (Segunda edición.)
MUJERES DEL QUIJOTE. Traducida al italiano.
RUECAS DE MARFIL. (Segunda edición.) Traducida al italiano.
EL JAYÓN. Drama en tres actos. Traducido al italiano.

EN PREPARACIÓN
PASTORELAS.
EL METAL DE LOS MUERTOS.


CONCHA ESPINA
AGUA DE NIEVE
(NOVELA)
TERCERA EDICIÓN

MADRID
IMPRENTA DE JUAN PUEYO
Luna, 29, teléfono 14-30
1919


ES PROPIEDAD


A ISABEL CARRANCEJA

AMIGA _y señora: Recibid con buen semblante esta novela, nacida en noble
cuna, pues se escribió en vuestra casa al amparo de generosa
hospitalidad. Si la dulzura del asilo que me disteis y la grandeza de
esas marinas y paisajes montañeses no fueron parte á producir obra más
bella, cúlpese á mi pobre ingenio, harto ruin, que no supo recoger de
tantas hermosuras sino vedijas de niebla, pedazos de hielo y salitres de
la mar. Pero la lumbre de vuestro corazón, al reflejarse en estas
páginas, habrá de encenderlas con suavísimos resplandores, como sol de
Mayo, alegría del agua y de la nieve..._
CONCHA ESPINA


LIBRO PRIMERO
LA VIAJERA RUBIA


I
EN EL LAZARETO DE SAN SIMÓN.--REGINA DE ALCÁNTARA.--EL ESPEJO
TURBIO.--LOS MISTERIOS DE UNA NOCHE DE MAYO.--LA FELICIDAD DESCALZA.

TOCÓ el bote dulcemente en la tierra, tierra frondosa y húmeda que
emergía de las aguas como un jirón de los blandos vergeles submarinos.
Regina de Alcántara, moza elegante y gentilísima, de ojos negros y
cabellos rubios, desembarcó de un salto, rápida y leve, sin advertir que
un pasajero le tendía, solícito, la mano. Dió la muchacha algunos pasos
por la costa, con visible emoción, y, de pronto, hincándose de rodillas,
hundió en la hierba fragante el demudado rostro. Acarició la mullida
tierra con un largo beso y levantóse después; miró en torno suyo algo
confusa, y como el mismo pasajero se acercara á decirla:--¿Llora
usted?--ella, riendo, contestó:--No lloro... Es que la pradera me ha
mojado con sus lágrimas... Esta tierra mía del Norte siempre está
llorando...
Pero á Regina se le empañaba la voz al dar esta respuesta y le temblaban
las manos al enjugarse las mejillas con el pañuelo. Volvió á quedarse
quieta y muda, entre risueña y llorosa, mirando cómo desembarcaban en
bulliciosos grupos los demás viajeros: gente humilde, repatriados
pobres, de traza miserable algunos, espumas y relieves de la emigración
española, que arrojaba en la costa de Galicia aquel gran trasatlántico
_Iguria_, negro y humeante, presto á zarpar con rumbo á Francia. Los
recios perfiles del navío se recortaban á lo lejos sobre el fondo verde
obscuro del mar, bajo un cielo sereno, entoldado por gasas vacilantes de
niebla y de sol.
Una señora, de semblante dulce y triste, que acababa también de saltar á
tierra, cogía, de manos de un marinero, el equipaje menudo de Regina y
lo colocaba en el suelo á los pies de la absorta muchacha. Pronto el
«cabás» elegantísimo, la maletita de espeso correaje, el portamantas
abrazado á los abrigos, las cajas y estuches, formaron alrededor de la
señorita un copioso cerco. En el bote, donde los marineros aligeraban á
saltos la carga de pintorescos atalajes, se mecían, bien arropados en
sus fundas de lona, los enormes baúles de la interesante viajera.
Absorta estaba todavía, mirando al mar de hito en hito, cuando la señora
del semblante triste la tocó suavemente en el brazo, para decirle, como
quien despierta á un soñoliento:
--¡Eh!... ¡Que ya estamos en San Simón!
Volvió Regina la cara con lentitud, y pronunció vagamente:
Sí... ya lo sé...
Miraba á su lado con hastío, como si la necesidad de ocuparse en algo
práctico la produjese grave repugnancia. Vió que dos mozos del Lazareto
se le acercaban, serviciales, y confióles al punto los trebejos,
indicando que deseaban una de las mejores habitaciones del hotel.
--Podrá elegir la señorita, porque no hay pasajeros más que en el
pabellón de tercera--le replicaron.
Y siguiendo una vereda adoselada entre los árboles soberbios,
detuviéronse en un recodo del camino, ante una caseta rodeada ya por
buen golpe de repatriados.
---Tienen ustedes que «pasar por el médico»--advirtió un mozo.
En el dintel de la puertecilla, rotulada con el aviso, _Sanidad_,
aparecióse un empleado del Lazareto, que gritó:
--¡Pasajeros de primera! A ver... Por familias...
El caballero que antes habló á Regina, se acercó á ella sonriendo:
--Somos los únicos--dijo--; pasen ustedes.
Entraron las señoras, y un médico, joven y buen mozo, las pulsó
ligeramente y las hizo algunas breves preguntas, de pura fórmula, para
declarar que se hallaban en perfecto estado de salud. Un ayudante
confrontaba las listas de los pasajeros, y apuntando los nombres en su
libro, leía en alta voz: «Doña Regina de Alcántara, soltera, veinticinco
años, pasajera de primera clase para Vigo... Doña Eugenia Barquín,
soltera, cuarenta y ocho años, ídem ídem...» Les dieron á entrambas un
pequeño pasaporte que debían entregar al encargado del hotel, y fueron
despedidas cortésmente, no sin que Regina preguntase:
--¿Es verdad que no hay enfermos en la isla?
--Ninguno--respondióle el doctor, muy diligente.--Hubo, hace días, una
defunción entre el pasaje que vino del Brasil, y ustedes traen patente
sucia, por haber tocado en Río de Janeiro; pero sólo estarán aquí unas
horas, pues no desembarcó ningún enfermo declarado por la sanidad de á
bordo.
El empleado de las anotaciones murmuró, mientras escribía:--Daniel de
Alcántara, soltero, diez y nueve años, fallecido en la travesía, á la
altura de...
Regina volvió la cabeza, vivamente, al oir el fúnebre dictado.
Sorprendió el médico la actitud de la joven, y reparando en la igualdad
de los apellidos, preguntó:
--¿De la familia de usted?
--Mi hermano--balbució la muchacha. Y turbada y ligera salióse del
pabellón, seguida por los ojos del médico, inquisitivos y galantes.
Diez minutos después se destocaba Regina en su estancia ante un espejo
de infame luna, que hacía temblar las imágenes, desfigurándolas con
matices verdosos y alteradas líneas. Volvióse la joven con inquietud
hacia la señora que acomodaba el equipaje:
--Oye, Eugenia, mírame--exclamó.--¿Tengo la cara verde?
--No, mujer, ¡qué ocurrencia!
--Pues aquí me veo lívida.
--Será el reflejo de los árboles, ó la calidad del espejo; tú tienes
buen color.
--Ahora me he vuelto aprensiva... Es tan fácil enfermar... y morir en
plena juventud...
La señora, sin abandonar su trajín, respondía con razonada persuasión:
--Danielito estuvo siempre delicado... Acuérdate que desde pequeño era
un nene cativo, siempre en cuita; no tenía resistencia para
desarrollarse... Tú no pareces hermana suya; eres sana y fuerte.
--Sí; eso es verdad--declaró Regina con visible gozo. Irguióse
arrogante, se miró las manos y las uñas y giró hacia el espejo la
cabeza, pero sin atreverse á consultarle otra vez, señalósele á Eugenia,
diciendo:
--No te mires... Creerías que tienes ictericia, y, además, sentirías
náuseas y mareos, lo mismo que en el camarote.
Alzó los brazos para desprenderse las horquillas, y sobre sus hombros
gentiles, cayeron lánguidas, unas guedejas de pelo dorado, fino y débil,
en melena corta, como la de una niña. Aquel cabello sérico y laso, de
traza infantil, contrastaba, de manera singular, con los ojos negros y
apasionados de la moza y con toda su figura, fuerte y mimbreña, de
actitudes algo varoniles.
Con el cabello suelto y flotante acercóse Regina al balcón y,
abriéndole, se quedó recostada en la barandilla, acariciando con sus
ojos profundos y ardientes las arboledas, ya sombrías en la caída de la
tarde. Brotaba de la tierra una humedad fragante y deliciosa, el denso
olor de la campiña del Norte, dulce beleño del alma y de los sentidos;
el aire salobre de la mar, mezclándose con el perfume agreste, movía las
frondas suspirando.
Se oyó la voz de Eugenia desde el fondo de la estancia:
--Si te quieres arreglar, ya lo tienes todo dispuesto.
Pero la muchacha respondió, desanimada y negligente.
--Me duele un poco la cabeza, y me alivia tener el pelo libre de las
horquillas, así, al aire. Corre aquí un viento que es todo aromas. No
iré á cenar al comedor... Me acostaré temprano...
Quedó en silencio, en una bella postura de abandono que hacía resaltar
todos sus encantos. Era alta, delgada, la piel morena, los músculos
recios, desarrollados en una vida de ejercicios corporales, casi
continuos. Con el paso largo y marcial, el talle recto y el seno apenas
iniciado bajo su traje de corte inglés, algo masculino, pareciera un
doncel, á no serle propia cierta gentileza muy femenina, dulce y triste
á la par. Sus ojos, grandes y negros, fulguraban con intensa inquietud
de pasiones: en aquellos ojazos errantes y curiosos, se asomaban al
mundo, al través de la niebla de la miopía, misterios, ansias y fiebres
de un corazón nada tranquilo de mujer. Ojos eran que mostraban, á veces,
una tristeza sorda, un hastío, un desaliento conmovedores, y, á ratos,
una perfidia, una ambición diabólicas. Bajo el arco ligerísimo de las
cejas, en el rostro nimbado por los pálidos cabellos, los ojos
eclipsaban las demás facciones de Regina, no muy correctas, pero, en
conjunto, de expresión hermosa y profunda. Tenía la frente altiva, la
nariz un poquito gruesa, el mentón suave y redondo, la mano
aristocrática. Su boca sensual, propensa siempre á sonreir burlona,
pecaba de grande, pero enseñaba unos dientes blanquísimos y daba
noticias de una voz musical y elocuente, cuyas cadencias sonaban á
canción y á verso. Aquella voz cantora fluía en mágicas palabras llenas
de agudeza y donaire, revelando una cultura, muy rara en labios y
entendimiento de mujer. Su conversación, más todavía que su tipo,
demostraba un carácter fuerte y original.
Largo tiempo estuvo en la misma postura, mirando á la arboleda; pero
volvió sin duda á pensar en el espejo, porque con movimiento repentino
se acercó á los cristales del balcón, tratando de mirarse en ellos. No
estaban muy aseados ni parecían muy complacientes con la tenaz consulta
de la muchacha, que murmuró, al cabo, llena de enojo:
--En este gran hotel sanitario no encuentro ni un cristal limpio donde
mirarme.
Y pasaba el dedo por los vidrios, señalando una huella escandalosa,
mientras Eugenia se lamentaba:
--¡Qué soledad tan triste! Por toda compañía tenemos de vecino á ese
comisionista de Alcoy, tu pretendiente en la travesía. Los comedores y
las dependencias de la servidumbre están en otro edificio.
--No tengo miedo--replicó la muchacha, acodándose de nuevo en el balcón.
Caía la noche con languidez amorosa en el regazo florido de la isla,
entre el perfume de las rosas de Mayo y las frescas alas de la brisa
marinera. Mostraba el cielo todavía un fulgor del incendio que
circundara al sol en el ocaso; la fronda sostenía en cada rama un
susurro glorioso y peregrino; latía una fuente escondida en el huerto, y
un mirlo silbó dos veces, como un zagal oculto en la espesura.
--Parece que está la isla despoblada--murmuró Regina con asombro,--Acaso
nos han dejado solas con el de Alcoy... Eugenia: podías asomarte por
esos pasillos misteriosos, á ver si encuentras quien nos dé noticias del
comedor... Tengo sueño y quisiera acostarme pronto.
Diligente, la señora, se alejó por los obscuros corredores, y, al cabo
de un rato, volvió con una moza descalza y mal vestida, que hacía, por
lo visto, de camarera.
--Mande la señorita--dijo, ofreciéndose con humildad.
La miró Regina un largo rato, con señales de que empezaba á divertirla
aquel hospedaje pintoresco.
La moza bajó los ojos y se puso colorada. Entonces dijo la grata voz de
la señorita:
--¿Qué hay de cena, sabes?
--Hay muchas cosas--respondió la mozuela muy ufana.--Hay sopa, jamón,
pollos, pescado...
--Muy bien. ¿Y de postre?
--Dulce de cabello y fresas.
Regina palmoteó como nena antojadiza que ha logrado un capricho:
--¡Ah, fresas!... Pues yo no ceno más que fresas. Y quiero que me las
traigas aquí... Muchas, ¿oyes? Un plato grande, con leche y azúcar.
La zagala, que era garrida y graciosa, parecía reflexionar. Al cabo
dijo:
--Tendrá que pagar aparte, por servirla en el cuarto...
--Y mis raciones de jamón y de pollo, ¿no me las rebajaréis de la
cuenta?--preguntaba Regina, con una curiosidad llena de regocijo.
Risueña y astuta, escuchaba la moza sin responder, fingiendo ignorancia,
y cuando Regina le aseguró que pagaría lo que fuera menester por aquel
antojo, alejóse en la sombra del corredor con pasos blandos y lentos,
sin resonancia. Poco después volvió trayendo la silvestre cena, mal
presentada y peor servida; pero las fresas eran buenas, y muchas, y
tenían un penetrante aroma fresco y apetitoso.
Aderezó la viajera su manjar favorito con delectación refinada; en el
plato sopero, un poco descascarado por los bordes, exprimió la fruta y
la azucaró. Luego, despacito, vertió encima la leche densa y espumosa,
hasta colmar el plato, y después, muy satisfecha, inclinó la cara con
regalo para aspirar el aroma del singular banquete, poniendo en ello
tales bríos, que tocó la crema rosada con la punta de la nariz...
Mientras cenaba Regina lentamente, con expresión golosa, la zagala
camarera la estaba mirando, de pie al lado de la mesa, con los brazos en
jarras y una mueca simplona en el semblante. No había solicitado permiso
para amenizar con su presencia el refrigerio de la señorita, y calmosa,
esperaba por el menguado servicio para economizarse un paseo al comedor
lejano.
Después que la viajera apuró su golosina, encaróse con la moza, y
sonriente inquirió:
--¿Sirves en el hotel hace mucho?
La galleguita, según la costumbre negligente y lacónica del país,
respondió:
--Sirvo.
--¿Y estás contenta?
--Estoy...
--¿No sales alguna vez de la isla?
--No salgo, pero...--y tras breve indecisión añadió sonrojándose:--me
divierto aquí porque tengo novio.
--¿Gallego como tú?
--Gallego.
--Será guapo...
--Es.
Y la zagala, que había recogido los ligeros cacharros de la cena,
despidióse de la señorita muy amable, asegurándola que era deliciosa la
vida del Lazareto, espléndido el trato de la fonda, y que lo pasaría muy
bien en los dos días de cuarentena.
Respondióle Regina con benévola aquiescencia, y quedó sola en la
estancia, á la temblona luz de una bujía, ya caída la noche dulcemente
sobre el balcón abierto.
A instancias de la joven había emprendido Eugenia Barquín los
penumbrosos caminos del comedor, y cuando la moza camarera se confundió
en las espesas sombras del pasillo, en vano Regina tratara de sorprender
algún rumor de vida en el enorme edificio desierto y mudo. Tan callando
pasaba aquella hora, que la viajera oyó el tic-tac del tiempo,
latiéndole en las sienes y en los pulsos y palpitando en la silente
noche.
De pronto, en el corredor ululó el viento, arrastrando un profundo
sollozo de la marina; se dobló la llama de la vela, y el taque de una
persiana alzó un eco medroso. Quedó á obscuras el cuarto, y Regina se
refugió en el balcón, avergonzada de tener miedo, pensando vagamente en
su revólver, y conmovida, á pesar suyo, por la tristeza quejosa de aquel
soplo extraño, que apagó su luz y agitó su cabello, alejándose rápido y
solemne, como errante suspiro del mar. Miró al cielo Regina, y al fulgor
solitario de la luna, vió cruzar, rauda, una estrella que se abismó en
el fondo de la noche.
--_Es un alma que pasa_--dijo con el poeta.--Un alma que suspira--añadió
cavilosa y triste, sacudida por la ráfaga misteriosa.--Es el alma de mi
hermano... Es Daniel que desde el mar me besa; Daniel que llora, que
tiene miedo...
Convulsa y pálida, consultó las sombras del aposento y el suave
resplandor del paisaje. Parecía investigar con avidez, buscando por el
cielo y la tierra la escondida verdad de grave duda, y en la ardiente
claridad de sus ojos fulguraba una interrogación ansiosa.
Pero, como pasaron fugitivas la ventada por la tierra y el astro por el
cielo, así aquella intensa emoción de la dama huyó también fugaz, y una
escéptica sonrisa apagó la inquietud de los radiantes ojos.
Era que Regina, en un instante, al evocar la escena cruel de la muerte
de su hermano, se había sentido presa de una amargura penetrante y fría,
tan fría como el cuerpo de Daniel sepultado en las olas. Era que le
causaba siempre un helado estupor la imagen del enfermo, estremecido por
la dura congoja de la asfixia, dilatadas las pupilas por el miedo,
luchando mísero, unos minutos, para caer inerte y desvanecido, colgante
como un pobre muñeco de trapo dentro del sillón de mimbres mecido en la
cubierta del buque...
Aún sentía la muchacha en los labios el ardor de los besos con que quiso
colorear la lividez del amado rostro; aún vibraban sus nervios con la
fuerza de aquel abrazo en que alzó al muerto como á un niño, llamándole
á la vida con vehemente súplica... Daniel fué insensible á sus caricias
y á sus ruegos; él, tan apocado, tan espantadizo y cobarde siempre,
mostró impasible en su cara una sonrisa de cera, cuando desde la borda
le dejaron resbalar por el trágico tablón hasta el fondo del Océano...
En la presente espléndida noche, la primera noche española que
custodiaba la juventud de Regina, sintió la viajera que en su alma
hundía una vez más el desencanto su acero agudo. Y después del rápido
sacudimiento que la estremeció, creyente y enternecida murmuró con la
desilusión en los labios:
--No: el pobre Daniel, devorado por los peces, nada tiene que ver con
una estrella que corre, con una brisa que pasa... Mi hermano se acabó
para siempre; no me llama ni me sigue ni me necesita... Y es menester
vivir y gozar y defenderse todo lo posible de ese espantoso acabamiento
en que él cayó.
Rió la muchacha acerbamente cara á las estrellas pensativas, y
sacudiendo su melena infantil, libre y lánguida, sobre los firmes
hombros, tornó resuelta á su habitación, prendió la vela y empezó á
desnudarse con lentitud. Pensaba en la felicidad con una vaga mueca de
cansancio, mientras desabrochaba su levita y soltaba los automáticos de
su falda _tailleur_, corta y liviana.
--¡La felicidad!... exclamó codiciosa. Y con súbita inspiración,
acordándose de la doncellita del hotel, se le ocurrió que bien pudiera
consistir la felicidad de una moza en andar descalza y tener un novio
gallego... Pensar esto y descalzarse, todo fué uno. Curiosa y lista, se
lanzó á la experiencia, en su primera parte por de pronto, y anduvo por
la estancia, vagarosamente, en leves paseos silenciosos, inclinando la
cabeza con placer para mirar sus pies largos y ágiles, de fina piel
morena. Mas, á poco, se detuvo sintiendo la desagradable sensación del
tillo empolvado bajo sus plantas, y sentóse al borde del lecho para
sacudir con escrupulosidad ambos pies desnudos y mortificados...
Decididamente, la felicidad de la niña camarera no era semejante á la de
Regina.
En el pasillo, rumor de pasos y de voces rompió el silencio en que yacía
el hotel. Eugenia Barquín y el caballero alcoyano, se despedían
volviendo del comedor:
--Buenas noches.
--Muy buenas.
--A los pies de Regina.
--Desgracia doble para mis pobres pies--rezongó bajito la muchacha.
Y aún el de Alcoy taconeaba por el corredor cuando Eugenia, precavida y
cuidadosa, empujaba los baúles detrás de la puerta antes de acostarse.
Agonizaba la bujía, crepitante y tembladora, y á Regina, adormilada ya,
le rondaba el sonsonete de una popular oración, ingenua y simple, que
sin pedirle al alma licencia, repetía muchas veces su memoria, como un
eco de la infancia: _Con Dios me acuesto... con Dios me levanto..._
Rumores de la mar y de las frondas llegaban hasta el lecho, como acentos
de la inmensa plegaria entonada por la naturaleza al otro lado del
balcón, donde la luna rezaba con la noche.
...Blanqueaban apenas en el cielo las primeras luces de la aurora,
cuando Regina se despertó sobresaltada por sueños confusos é
inconscientes cavilaciones. Al abrir los ojos suspiró como aliviada de
congojas y pesadumbres. Ya su cama no se mecía en el mar, ni en su
cabeza rodaba isócrono y formidable el rumor del buque. En la quietud de
su lecho, en la silenciosa paz de la alborada, le pareció sentir la
maternal caricia de su noble tierra española. Mejor que entre el
palpitante resuello del barco llegaba ahora á sus oídos la voz dulce del
mar, que mansamente embatía en la ribera su espumoso oleaje. Al son de
las olas cantaban los pajarillos muy delicadas y sutiles melodías, á la
vez que se rizaba el follaje nuevo, tembloroso al recibir los primeros
rayos de la luz. Los árboles centenarios, desperezándose también,
modulaban con las lenguas de sus hojas un saludo cortés á la mañana.
Envuelta en los halagos de la tierra, la peregrina del mar sentíase
dichosa. Y con tan blando deleite se le llenó á Regina el alma de unos
deseos muy cándidos y sencillos. Soñaba ahora ser buena y humilde en un
rincón del mundo; un rinconcito plácido, semejante á Torremar, la ciudad
costeña cuna de sus mayores. Allí se casaría con un mozo hidalgo y
robusto, sano brote de la indomable raza montañesa, diestra antaño en el
uso de linajudos blasones y armas peleadoras, y le nacerían unos hijos
fuertes y hermosos, sonrisas vivientes capaces de realizar todos los
afanes de ventura que empujaron á la viajera ambiciosa por tan varios
caminos de la tierra.
La sonrosada luz de aquellas ilusiones mostrábale á Regina el cuadro
idílico de una nueva existencia: experimentaba la soñadora un bienestar
intenso al sosegar su agitado espíritu en una visión tan apacible y
balsámica. Torremar, la coquetuela ciudad donde nació, se le aparecía
como un gran lecho de silvestres flores, donde iba á dormir años
seguidos en la bella serenidad de un ensueño delicioso. Veía su casita
blanca y verde, asomando al Cantábrico la solana profunda, y
respaldándose en un cercado, mitad huerto, mitad jardín, donde
lozaneaban las sabrosas frutas sobre las aldeanas clavellinas y las
opulentas rosas de Jericó... Allí, entre la ciudad y el campo, entre el
mar y la sierra, con amor y salud, y con dinero, era seguro alcanzar la
dicha y esclavizarla, y poseerla plenamente, si de cierto en el mundo
podía lograrse... Ninguna memoria triste ahuyentaría de la casa blanca y
verde aquellas ambiciones; porque en su hogar sólo había llorado Regina
lágrimas triviales, de las que no dejan sombras en el espíritu ni
huellas en el rostro: todas sus penas nacieron y peregrinaron lejos de
Cantabria. De llantos duraderos y recias tempestades del corazón supo y
adoleció en lueñes playas, muy ajenas á la suya nativa; todos los
jirones de sus anhelos insaciables pendían en las zarzas de remotos
caminos...
De esta suerte razonaba la ilusa, nimbada por un cerco de optimismo
matinal. Pero en el fondo de tales razonamientos, nacidos con la suave
luz de la aurora, temblaba doliente la angustia de una vida llena de
lutos é incertidumbres, de equivocaciones y fracasos...
* * * * *
Mientras sueña en su lecho la protagonista de esta veraz historia, yo te
invito, lector, sobre sus páginas, á viajar conmigo en el raudo
Clavileño de la fantasía, para que «á vista de pájaro» contemples una
azarosa juventud de mujer. Por tan alado sistema, conocerás la vida y
milagros de la viajera rubia.


II
LA INFANCIA DE REGINA.--EL ÁRBOL DEL BIEN Y DEL MAL--EUGENIA
BARQUÍN.--LA VUELTA DEL PADRE PRÓDIGO--VIVA LA BOHEMIA.

CONTABA ocho años Regina cuando murió su madre. El cariño de aquella
dulce dama, enfermiza y risueña, de semblante infantil, quedó pronto
confuso en el voluble corazón de la niña y llegó á ser, más tarde, para
la ardiente púber, como una vaga sombra flotando en los recuerdos de los
días de infancia y primavera.
La ausencia prematura de los desvelos maternales, emancipó á Regina de
toda tutela familiar. Educóse en bravía independencia, bajo la guarda
liberal y tolerante de Eugenia Barquín, doncella de confianza de la
difunta señora. Mostraba la niña entonces un desenfado y una agudeza
impropios de su edad: antojadiza y vehemente, con bríos y audacias
varoniles, dióse á vivir sin ley ni freno, por campos y playas,
criándose á su sabor en el regazo amigo de la madre naturaleza. Merced á
este régimen de libertad é indisciplina, se acentuaron los rasgos de
aquel carácter indómito, adquiriendo á la par la altiva huérfana un
desarrollo físico admirable. Intrusa en el mar, con riesgo muchas veces
de su vida; exploradora temeraria de las sierras y de los bosques;
enamorada fuertemente de la emoción y del peligro; llena de precoces
curiosidades, Regina supo de la montaña y de la costa, de los peces y de
los nidos, de misterios y sorpresas, de juegos y burlas, tanto como el
chicuelo más pícaro de la marina.
Medró en tales holgorios la salud de su cuerpo cenceño y grácil--rubia
espiga en flor--y llególe con los primeros barruntos de lozana pubertad
un ansia nueva, una codicia de conocer y penetrar los secretos de las
cosas. Acontecíale á ratos quedarse como suspensa y triste, contemplando
el mar y el cielo y la profunda soledad de las campiñas, escuchando en
el silencio de los crepúsculos la sorda respiración de las aguas, las
pulsaciones inefables del corazón de la naturaleza. Toda el alma se le
henchía de voraces preguntas, de confusos deseos, de misteriosas
revelaciones, y aquella muchacha tan robusta y alegre, que apenas sabía
de lágrimas ni de penas, lloró muchas noches sin saber por qué...
Bajo la dura epidermis de su infancia libre y torcaz, sin consejos ni
ternuras, empezó á latir blandamente, como un río de savia, el hondo
sentimiento femenino, la voz íntima y dulce del sexo, á punto ya de
florecer. Apartóse Regina por instinto de sus joviales camaradas,
cultivó con más delicadeza los cuidados y placeres del hogar; sintióse
mujer al cabo, y fué adquiriendo poco á poco un aire saladísimo de
gravedad señoril.
Pero la vida sedentaria y monótona, entre un aya ignorante y un niño
melancólico, lejos de satisfacer las ansias nuevas de Regina, las empujó
por ásperas rutas de silencio y de tristeza. Juntamente con la fuerza
juvenil se le habían desarrollado las fuerzas todas del espíritu: el
agudo entendimiento, la fértil imaginación, la mal educada voluntad, el
deseo imperioso de vivir y de saber. Encendiósele en el alma una sed
abrasadora de emociones y novedades, una curiosidad violenta de cuanto
veía y adivinaba en torno suyo, en la tierra y en el cielo. Mas recluída
en un rincón provinciano, y un poco refractaria, por su genio
desapacible, al trato de las gentes, cayó en una especie de melancolía,
con trazas de incurable dolencia moral.
Abandonada á su albedrío, en esta profunda crisis de su ardiente
naturaleza, dióse á la lectura sin freno, devorando cuantos volúmenes
había en la olvidada biblioteca familiar. Las trece primaveras de
Regina, inclinadas precozmente en voraces indagaciones, sobre todos los
misterios de lo humano y lo divino, asaltaron como ladrones rapazuelos
las viejas ramas del árbol de la ciencia. Gustaron primero los sabrosos
frutos de la poesía, lindos como racimos de cerezas; luego las novelas
de amor, agridulces como los nísperos; más tarde, las narraciones de
viajes y de historia, las tragedias reales ó imaginadas, de recio sabor
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