Agua de Nieve (Novela) - 17

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y triste como el que antaño se celebró en la parroquia; también ha de
oficiar don Amador emocionado, y han de servir de padrinos una llorosa
dama y un caballero melancólico; también en la penumbra una mujer
llorará, de hinojos... Pero los desposados que se arrodillen entre doña
Mercedes y Carlitos, los novios de esta otra mañana decembrina, van á
recibir un sacramento con la frente serena y los corazones henchidos de
piedad y de amor: la sublime locura de la _Bella durmiente_, contenida
en íntimos sollozos, será ejemplo admirable de celsitud y sacrificio,
allí donde _la novia de Gabriel_ hubiera lamentado á voces su frustrada
felicidad. Y si otros pesares menos ocultos enlutan el recinto y mojan
de lágrimas las oraciones de la boda... bien sabe Regina quién los ha
provocado, y en qué pecho repercuten con gritos de expiación. El
matrimonio, en apariencia semejante al que la dama rubia conmemora en
cruel aniversario, sabe ella que es en el fondo muy distinto del suyo, y
admira con humildad sus nobles fundamentos: quiere Carlota partir con su
hijo para consagrarse á levantar el vuelo de aquel mustio corazón, en
saludable mudanza de horizontes; pero antes paga sus deudas de gratitud
á la ilustre familia de Velasco y ofrece á su hija la ventura, con
suprema generosidad, empujándola hacia el palacio del valle, donde
siembre sonrisas y consolaciones sobre la memoria de Velasquín;
consiente Manuel, devoto cumplidor de sus palabras y preclaro artífice
de bellas obras, y doña Mercedes abre sus brazos temblorosos para
abrazarse al «hada del _Robledo_» como á un providencial refugio...
Peregrinos y claros le parecen á Regina estos propósitos que apenas
trascienden, ocultos con humilde cautela, bajo la capa misteriosa del
destino. Se tiñen de rubor las mejillas de la joven al recordar que pudo
confundir lo malo con lo bueno; los intentos obscuros y egoístas, con
los altos y hermosos ideales. En las rutas determinadas y frías de
aquella alma, ya todos los rincones están llenos de luz; y hasta la
mariposa vacilante, pálida como un cirio, que alumbra el aposento de
Regina, adquiere una potencia singular á esta hora de confusiones y de
fantasmas, esclareciendo la vida entera de la dama rubia.


IX
EL VENTALLE DEL ÁBREGO.--LA RONDA DE LOS SUEÑOS.--UN CORAZÓN QUE
NACE.--LA SINFONÍA DE LA NIEVE.--¡AMOR!

AMANECE; desnieva; el ábrego sacude con ímpetu sus ráfagas de otoño;
baja de los montes desmelenado, furibundo, y al roce de su aliento la
costa y el valle se derriten en aguas bullidoras.
En el dormitorio de Regina, la débil mariposa, fácula de pensamientos
claros y tristes, crepita, tiembla y muere, mientras cauces y arroyos
dan curso á la corriente con sonoro cantar. Al cristalino son, ya
enervada y rendida, se adormece la dama: entran sus visiones en la
niebla del sueño, y aún las alumbra un rayo frío de razón y de luz; una
chispa de sol que da en la nieve; un eco de verdad que repercute en el
alma. Los seres familiares, mezclados en curioso rolde con otros de
fábulas y libros, huyen ante la ensoñadora, en fuga que acelera su
velocidad hasta producirle á Regina mareos horribles: al principio,
todas las imágenes descubre; pronuncia cada nombre del que pasa, y sabe
que al través de ellos sintió curiosidad, inquietudes y codicias...;
¿amores? Mueve la cabeza negando, y á este movimiento, un malestar
físico y cruel la punza en el estómago y las sienes... Tornan á girar
los semblantes de la ronda, cada vez más de prisa y más lejos;
gesticulan como si hablaran, pero ya la señora no los oye, y se tiene
que esforzar para distinguirlos: su madre, con el pálido rostro que
Regina conoce en un retrato, sonríe, sonríe... aquella expresión
resignada se borra al punto, y sólo queda un perfil triste que huye;
Jaime corre detrás altivo y hermoso, flotante la artística melena, y
recitando coplas; le siguen Daniel, llorando; Eugenia, cansadísima; y
Carlos Ramírez con dos flores mustias en el ojal: la «Bernalda joven» se
enlaza con don Celso Ortiz; y Ana María y Manuel van muy contentos junto
al comisionista de Alcoy, que lleva de la mano á la ninfa Aretusa, en
pos de lord Byron y la condesa Guiccioli... Pasan á escape Ibarrola, el
doctor Marín y Adolfo Velasco, riendo como unos locos...
Cuando el rolde quimérico da la última vuelta á los pies de la cama de
nogal, en una sombra cada vez más obscura, ya en el vertiginoso remolino
Regina sólo distingue á Daniel, que rompe la cadena danzante para llorar
á gusto: crece su llanto como una marejada, con rumores de manantial; de
pronto no es Danielín quien llora, sino doña Mercedes, con la misma voz
hialina, semejante á la de un río; y al cabo no es doña Mercedes
tampoco, sino «la novia de Gabriel», la que se lamenta, con lágrimas tan
copiosas que ya su rumor finge el torrencial estruendo de una
catarata... Al fin desaparece «la novia», pero los sones de su llanto
suben crecientes á los oídos de Regina; y ya semejan ecos del diluvio,
ya estrépitos del mar. Al formidable impulso de tantas aguas, la casita
montés se pone en movimiento, deslizándose suavemente, acaso por un río
apacible: tal vez por un lago melancólico. La dama rubia renueva sus
deliciosas navegaciones por el Rhin, por el Marañón y el Napo: un
momento, imagina tripular la piragua de Tlaloc, el dios benigno de las
cosechas y las lluvias. Pero de repente la nave toma un ímpetu loco,
salta, gira, va á hundirse en el abismo; ¡es el _Reina_ lanzado, con
todo el aparejo, entre las olas y el vendaval! La voz de Pablo, ronca y
difícil, clama:
--¡Orce, don Adolfo!...
Regina, nauseando, aterrada, tiende las manos con ademán de supremo
terror, y otras muy suaves, se las reciben, mientras una voz, limpia y
clara como el cristal de una fuente, murmura:
--¡Animos, hija mía!... Ya me ha dicho don Amador que sufres mucho y que
estás en camino de santificarte.
Levanta con fatiga sus párpados la joven: un rostro muy blanco y un velo
de luto se inclinan hacia ella.
--¿Yo--balbuce--yo santificarme?... ¡Si no tengo corazón!
--¡Si le tienes!--asegura con solemnidad la señora del velo.
--¿En dónde?
--En las entrañas. Escucha... Escucha...
--¡Ah, sí; un latido muy débil, como de un corazón chiquitín, que nace
ahora!...--pronuncia Regina, reconcentrándose y sintiendo un blando
pulso en lo más íntimo de su ser.--¿Es de verdad?--grita buscando á la
dama reveladora, que ha desaparecido.
Acude Eugenia:
--¿Qué te sucede? ¿Estás peor?
Sin contestar, pregunta:
--¿Ha venido Carlota á despedirse?
--Sí; un minuto... Dormías; te dió un beso y salió callandito... Ella y
don Carlos se irán en el tren de las once...
No quiere Eugenia comentar la boda que acaba de verificarse, ni remover
recuerdos que mortifiquen á su niña: descubre con angustia la palidez de
aquel amado rostro, y no sabe qué decir.
Ya están abiertos los postigos: un sol resplandeciente se derrama en el
aposento, arrastrándose humilde en la alfombra, escalando los muros,
juguetón, y besando los pies de la cama con muchísima finura. Ha cedido
el viento, y desnieva en un cándido susurro de aguas limpias y veloces,
como aquella que dijo en la musa de un vate castellano:
«Era pura nieve
y los soles me hicieron cristal.
Bebe, niña, bebe
la clara pureza de mi manantial.
Canté entre los pinos
al bajar desde el blanco nevero;
crucé los caminos,
dí armonía y frescura el sendero.
No temas que, aleve,
finja engaños mi voz de cristal.
Bebe, niña, bebe
la clara pureza de mi manantial.
Allá, cuando el frío,
mi blancura las cumbres entoca;
luego, en el estío,
voy cantando á morir en tu boca.
Tan sólo soy nieve,
no me enturbian ponzoña ni mal.
Bebe, niña, bebe
la clara pureza de mi manantial.»
En la voz de los cristalinos arroyos, escucha Regina invitaciones tan
delicadas como la del poeta; romances y arrullos, arpegios y estrofas
que tienen, á su parecer, el blando ritmo de un corazón inocente y
chiquitín, oculto en las entrañas de la nieve.
Y así pasa una hora; la dama está mecida por el compás dulce, por el
misterioso latido que siente palpitar en cuanto la rodea; silba un tren
en la estación del puerto, y el aviso lejano que tantas veces oye la
señora como un rumor cualquiera de la vida, la enternece y la turba, al
rodar hoy entre las pulsaciones de una fibra secreta, que ha empezado á
latir desde que la _Bella durmiente_ aparecióse junto al lecho de nogal
y dijo á la de Alcántara:
--Escucha... escucha...
Y cuando Eugenia, sorprendida de aquella inmovilidad, pregunta á la
señora:
--¿Qué haces?
Ella responde sencillamente, con maravillada expresión:
--Estoy escuchando.
Luego se ruboriza, se aturde, y declara que quiere vestirse. Pero Marta
asoma al gabinete su lindo rostro para anunciar con algún misterio:
--Aquí está el doctor.
Entra don Fermín con aire solemne, saluda y soliloquia:
--Vamos á ver... Vamos á ver...
Quédase mirando á Regina, que se ha puesto muy pálida; la pulsa, y
acariciando aquella mano temblorosa con paternal solicitud, trata de
entablar conversación para distraer á su enferma; refiere que el
temporal le ha impedido venir aquellos días; habla del reciente cambio
de temperatura, y cuenta que ha estado en la estación á despedir á
Carlota y á su hijo.
--Guapo mozo--medita--y tan adicto á su madre, que da gusto admirar cómo
la quiere. Por cierto--continúa, clavando los ojos en la joven--que
Carlota me ha preguntado por ti con grande interés en casa de doña
Mercedes... Corren por el palacio vientos favorables á tu gentil
persona; y has de saber que los han levantado la de Heredia y sus hijos;
buena gente, esa dama y esos mozos; ¡interesantes... muy
interesantes!...
Regina atiende con síntomas de emoción, tan raros en ella, que don
Fermín corta su monólogo de improviso, se levanta de la silla y repite:
--Vamos á ver... Vamos á ver...
Dirigiéndose á Eugenia, advierte:
--Separe usted los almohadones.
Saca luego del bolsillo un estetoscopio, retira alguna ropa de la cama,
y, tendida la enferma horizontalmente, la ausculta, primero, con la
mano; después, con el oído. A cada nuevo examen, asevera el médico
optimista y perspicaz:
--Muy bien... Perfectamente... Perfectamente...
Por último, fija el instrumento en un punto determinado, y dice:
--Helo aquí; el corazón de la criatura.
--¿De qué criatura?--gime la incrédula, todavía obcecada y absorta.
--¡De tu hijo, pardiez!--pronuncia don Fermín rotundamente.
--¡Bendito sea Dios!--balbuce Eugenia, con lágrimas en los ojos.
Regina ni se estremece ni habla, presa de un estupor inexplicable.
Diríase que ha reconcentrado toda su atención en un hilo que baja desde
el techo y en el cual bulle, afanosa, una araña chiquitina y rubia. De
pronto se quiebra el hilo, el insecto desaparece y don Fermín, al
retirarse un poco, permite al sol, que ha ido subiendo por la cama,
besar la frente de la madre. A ella se le mete en el pecho todo el calor
del astro, y se cubre los ojos, cobardes para resistir la refulgente
caricia. El doctor cree que llora.
--Sí, tu hijo--vuelve á decir, emocionado--. Y aquella frase va
descendiendo con el sol hasta el alma de Regina y la llena de amorosa
blandura. Se incorpora la joven sobre un brazo nervioso y moreno, abre
los ojos con intrepidez á la firmeza de la luz y averigua, con la voz
empapada de profundas inquietudes:
--¿Está usted seguro?
--Tan seguro--sonríe don Fermín--como de que naciste en mis manos.
Y haciendo algunas recomendaciones eficaces para la asistencia de la
dama, se despide muy placentero, con el orgullo de que sus palabras han
sembrado una alegría en aquella casa tan triste. Acompáñale Eugenia
hasta el portal, deteniéndole allí con minuciosas preguntas que brotan
como flores de la recién sembrada ilusión. Cuando la buena mujer sube y
entreabre la puerta del dormitorio, Regina se ha vestido sola y está de
hinojos junto al lecho, en tan reservada actitud, que Eugenia vuelve á
cerrar y con un dedo sobre los labios va á reunirse con Marta y Dolores.
Ante aquella señal de silencio, la casita montés quédase muda, envuelta
en el rumor de las aguas y en las caricias férvidas del sol, con un aire
de misterio dulce, de «escucho» peregrino. La fachada blanca y verde
nunca mostró tan vivos sus colores ni tan vigilantes los ojos de sus
puertas: un solo hueco estaba cerrado y ya se abrió al empuje de una
mano imperiosa.
* * * * *
Al salir el doctor del saloncito, el primer impulso de Regina fué
levantarse; necesitaba hallar en el movimiento una fuerza física donde
sostener su terrible emoción; el instinto de la maternidad le sacudía
bravamente las entrañas, desperezándose en ellas como un cachorro de
leona, hasta romper en un bramido bárbaro y alegre, voz del alma y de la
sangre, férvido anuncio de victoriosa encarnación: todo su ser se
desgarraba de golpe con una mezcla de angustia y deleite, de zozobra y
de júbilo; era el gran misterio de la vida, la suprema revelación de
todas las ternuras concentradas en el amor más grande de cuantos amores
humanos pueden sacudir el alma de una mujer.
Se vistió Regina maquinalmente y fué derecha á abrir el balcón, empujada
por el afán de asomarse al mar y al cielo, á todas las visiones que
pudieran ofrecerle un retrato de lo infinito.
El sol inundaba el firmamento, esclarecía los aires y descendía sobre la
tierra como las lumbres de un incendio glorioso. Deshacíase la nieve en
risas y lágrimas, cayendo por las vertientes y ramblares, por las
acequias de los huertos, reverberando con tanto brío como si los montes
fueran de plata y se fundieran todos en el crisol esplendente de la
atmósfera.
Hundió la muchacha los ojos en el paisaje, miró al cielo, á la tierra y
al mar con ansia de luz; y deslumbrada por los reflejos del sol encima
de la nieve, sintió que en su pecho se deshacía algo también. Irguió
entonces su espíritu, como un águila caudal, sobre las cumbres
congeladas, sobre las nieves muertas y derretidas, sobre los horizontes
flamígeros, al través de los espacios pulverizados de sol; recorrió de
nuevo, con la fantasía, los cuatro vientos de la rosa, los continentes y
los mares, las montañas y las riberas, los desiertos, las urbes
insignes; y por encima de las aguas, de las tierras, de los neveros,
sobre las selvas vírgenes, sobre las ciudades remotas, sobre la vida
bárbara de los yermos, de las estepas implacables, en lo más triste y
desolado del mundo, oyó el mismo grito, la misma palabra, el mismo
arrebatado sollozo: ¡Amor!
Sí; el amor era el grave secreto, el secreto á voces de la vida, el
motivo fundamental de todas las cosas, el sol que derrite todas las
nieves. ¡Con qué elocuencia se lo decían á Regina el temblor del
paisaje, el gozo de las aguas, las vibraciones de la luz; imágenes vivas
de su alma en aquel recio amanecer de todos los amores!
Volvió el rostro hacia su aposento, dió algunos pasos con sorpresa
inaudita, creyéndose otra mujer, mirando en torno suyo con asombrosa
novedad; la cara de su madre en el retrato adquirió seráfica dulzura,
mientras que en la fisonomía de Alcántara se extendía una tristeza
amorosa, algo parecido á un dulce reproche, mucho tiempo disimulado
detrás de la galante sonrisa. Abarcó la joven ambas imágenes con una
mirada nueva, teñida de ternura; pronunció interiormente en atropello y
confusión muchas frases cálidas y anhelosas; el hermoso nombre de su
madre:--¡Rosario!... ¡Rosario!...--Y luego:--¡Madre mía!--Y
después:--¡Mi poeta, mi amigo, mi padre!...--Sintió que una marea de
lágrimas subía por sus nervios, á borbotones, murmuró:--¡Adolfo!...
¡Perdón... perdón!...;--y cayendo de rodillas, quiso rezar; mas sólo
acudieron á sus labios convulsos las cándidas frases de aquella
jaculatoria infantil: _Con Dios me acuesto, con Dios me levanto..._ Y en
el hipo de las palabras tumultuosas rompió á llorar como si un bloque de
hielo se derritiera en su corazón. La nube de llanto arrastró á los
labios de Regina, en fecundo rocío, otra plegaria:--_Dios te salve,
Reina y Madre, Madre de misericordia_--y con asombro exquisito mezcló la
miel de este saludo á la confortable amargura de sus lágrimas,
repitiendo ferviente:--_Madre de Misericordia... Reina y
Madre_...--Pronunciaba cada sílaba con sublime entusiasmo, como si
descubriese las estrofas de un poema colosal.
Amaba, al fin, aquella mujer, plena y profundamente, con una maravillosa
terneza en los sentimientos y una anchura fluvial en el alma. Amaba y
creía, llorando por aquellos á quienes no supo amar bien; probando el
refinado goce de sufrir por amor y de gozar sufriendo. Y tantas divinas
novedades eran para la moza como el hallazgo de un mundo novísimo; como
la epifanía de muchos soles, juntos en una sola alborada; como un
despertar de alondras en el árbol del corazón...
Aquí está, lector, Regina de Alcántara: «la viajera rubia», de inverniza
juventud; la mujer sabidora y escéptica; _la curiosa impertinente_. Sus
yertos egoísmos, sus antojos, sus incertidumbres, naufragan en el río
tibio y oloroso del sentimiento, que ha quebrantado, al fin, los duros
témpanos de sus prisiones; aquí está en humilde postura de enamorada;
reza y llora á los pies de una imagen de la Virgen con el Niño en los
brazos, divino señuelo de redención y caridad; aquí está, escuchando
cómo late en sus entrañas un corazoncito, que ha llenado el mundo para
ella de inefables ecos.
Reminiscencias de cosas incoercibles y lejanas; atisbos de lo porvenir;
efusiones sentimentales, florecen ya con suavísima contrición en el
pecho y en los labios de Regina, ungiéndolos de lágrimas,
embalsamándolos de fe; y su voz y su lloro suenan á besos, á piedades y
á canciones, como la voz mansa y pura del agua de la nieve...

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