Agua de Nieve (Novela) - 10

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--Hace ya tiempo que yo barrunto esa traición.
--¡Pero es inaudito!
--En materia de amores no hay nada que me asuste.
--Tiene usted buen olfato... Yo confieso que Adolfo no me hacía sombra.
--Pues les va á dejar á ustedes con tres cuartas de narices.
--Mal cambio hace--critica Ordóñez en lamentable tono.
--¿Malo?... Están de enhorabuena entonces los mocitos
pretendientes--insinúa dicaz el farmacéutico.
Se enfrasca el doctor en graves meditaciones y hace volatines en el
sofá, sentenciando:
--Es una monada esa chiquilla del _Robledo_, una criatura _sans pareil_,
guapa, seria, lista, dulce, con dote, con ángel...; ¡pero esa
historia!...
--¿De la mamá?
--¡Claro, hombre!... Y luego, si Adolfo «la planta», yo aseguro que se
queda para vestir á la Virgen.
--Atrévase usted...
El doctor sacude dos dedos, que triscan; sonríe, pasea y responde:
--¡Cualquiera se atreve!
--¿No dice usted que Adolfo «hace mal cambio»?
--Y lo creo... Pero así es el mundo. La de Alcántara tendrá siempre más
partido, porque es asequible, coqueta, independiente... Ana María,
aparte «lo que sabe usted», causa un poco de susto por sí sola. ¡Se
esconde tan lejana, tan sombría, entre un padre loco y un hermano
altivo!...
--Carlos ahora se había humanizado mucho.
--Hasta el extremo de parecer otro. Bajó de su torre de marfil,
enamorado de Regina, y todos le teníamos por rival con fortuna; pero...
¡si usted acierta!...
--Y predigo un sangriento desenlace--efunde don Celso con voz
cavernosa--. El Ramírez ése, con su aire infantil y romántico, es un
mozo de grandes pasiones, un impulsivo atroz, y tomará en Adolfo doble
venganza. Se avecinan sucesos sensacionales; hay en la atmósfera
saturación de odios... de amores... de crímenes...
El médico da un salto casi mortal, y á orilla de la vidriera escruta el
horizonte en cómica actitud.
Pero la mañana torremarina no ofrece síntoma alguno de trágicas
aventuras; la escoba de un barrendero traza en el desigual empedrado
fugaces surcos de limpieza; un chiquillo haraposo vende los diarios de
la corte y _La Voz de Torremar_; una moza desgreñada sacude alfombras en
la casa vecina...
Aquel matiz tristón y anodino de vida provinciana ofrece tal contraste á
los augurios de don Celso, que Paco Ordóñez rompe á reir.
--Ya vendrá mi tocayo, el tío de la rebaja...
Mas el célebre inventor de específicos no admite bromas ni sospechas
contra sus predicciones. El está seguro de la que anuncia; tiene
antecedentes y datos que acrediten sus profecías.
Y el mediquín, mozo placentero y amable, enemigo de la discusión,
asiente sin más resistencia á las certidumbres dramáticas de don Celso;
y mientras se calza los guantes, gesticula en faz de asombro:
--¡Menudo lío!...
Luego silba, tararea, se encoge escalofriado, y al fin se despide, en el
preciosa instante en que don Celso recluye los papeles de sulfonal en
una caja de color de rosa.
Ya está Ordóñez en la puerta cuando el químico le persigue aún.
--Vaya á ver el balandro por sus propios ojos.
--¿Le ha visto usted?
--Sí. Anoche, «á las altas horas», supe, «confidencialmente», que el
yate de marras estaba en la bahía con el «nombre fatal» en el costado...
Y al amanecer acudí á cerciorarme... Vaya usted, amigo mío, y medite en
la versátil mudanza de los humanos sentimientos; en las traiciones, en
los perjurios de la juventud.
El mozo rubio y festero ahueca la voz para decir, muy compungido y
lúgubre:
--Iré á «la visita» por el muelle...
Da algunos pasos, y otra vez le asedia el farmacéutico, que cambia, de
rostro, y plácido interroga:
--Muchas enfermedades, ¿eh?
--Algo de grippe.
--¡Eso es bueno!
--Cosa benigna...
--¡Válgame Dios!...
Con un suspiro, á sordas zancadas, el boticario desaparece detrás de la
vidriera, dejando en el húmedo dintel señales puntiagudas de sus luengos
escarpines.
Muerde Paco Ordóñez su risa retozona á espaldas de don Celso, sube la
calle, cruza la Plaza y toca la ribera bajando por la rúa Mayor.
Menudo y saltarín, el médico se confunde con algunos golfillos que á la
orilla del muelle vivaquean, sucios y haraganes. Y pronto uno de ellos
apunta entre las embarcaciones fondeadas en la bahía al grimpolón azul
del balandro nuevo.
--Aquel es, don Paco.
Contempla Ordóñez un hermoso «diez metros», de construcción reciente: su
casco blanquísimo no parece tener sino un punto de contacto con el agua;
sus lanzamientos de proa y popa son airosos y elegantes como dos
flechas; alto de guinda, yergue su palo mayor de pino del Canadá, entre
la finísima jarcia, y sólo considerando la enorme cantidad de plomo que
forma el «bull», oculto bajo las olas, puede comprenderse cómo aquel
armazón estrecho y de tan poco puntal, soporta la altura del palo.
Absorto el médico en estas observaciones admirativas, oye una voz
varonil que amargamente censura:
--_¡Reina!_... ¡Se llama _Reina_!...
El indómito acento emerge de la granada boca de Felipe Alonso, otro
pretendiente desdeñado por Regina. Bello y lánguido muy _poseur_ y algo
cursi, el galán perora en trágica postura y balbuce crueles palabras de
vilipendio y sorpresa, delante de aquel nombre mecido en la bahía con la
altivez de una revelación que el mar hiciese á la costa: «Sí,
señores,--parece decir el rótulo negro sobre el casco níveo--; Adolfo
Velasco y Regina de Alcántara son novios; se entienden; se adoran; se
van á casar. No escandalicen ustedes ni pongan el grito en el cielo: á
pesar de Ana María, prometida esposa de Adolfo, y á pesar de Carlos,
cortejante preferido de Regina... ¡el balandro de Velasquín se llama
_Reina_!...» Y ante las voces mudas de aquel letrero, mientras Paco
Ordóñez ríe consolado y voluble, Felipe Alonso entona hacia el mar su
lírica declamación; habla de «felonías y de sangrientas burlas», y pone
á los elementos por testigos de «aquella infamia». Diríase que goza en
lamentarse, teatral y seductor, con los ojos en blanco y la palabra
conmovida.
De pronto Ordóñez, que ha vuelto la cara, advirtiendo cómo la gente
acude á la contemplación del _Reina_, ve agitarse un lienzo blanco y
copioso en el mirador de las de Bernaldo. Es que Fabricio les hace señas
con una toalla, acaso con una colcha. El talludo galán está frenético,
al parecer, y los dos mozos cruzan el tablado del muelle y pasan veloces
á la acera. Sorprendido en su crisis declamatoria, el orador va
ensartando periodos retumbantes que á don Celso le harían muy feliz.
Pero ya Ordóñez se aburre un poco de tal comedia, y puesto que Fabricio
y sus hermanas servirán admirablemente de auditorio á los discursos del
amigo, puede el médico escaparse á la «visita». Saluda hacia el mirador,
donde ya otean curiosas las dos Bernaldas, deja que Alonso se les arroje
en el portal con frenesí.
* * * * *
Bajo los visillos temblorosos de las señoritas de Estrada, detrás de los
cristales por donde se atisbó á Regina la noche de su regreso,
suscítase, también, con violentas discusiones, el notición del día.
Juntas están aquella tarde allí las más parleras y desocupadas señoras
de la vecindad, y todas á un tiempo charlan y censuran, se indignan y
compadecen: «¡El balandro de Velasquín se llama _Reina_!...»
Esta frase, que ha volado sobre la bahía como una gaviota en augurio de
tempestad, tiende ya sus alas por todo el recinto ciudadano, y anida en
cada reunión donde los chismes son pasto del aburrimiento.
Gloriándose de adivinadoras, casi todas las mujeres que hacen coro á las
de Estrada, cuentan que sospecharon siempre de la lealtad de Regina. Su
carácter veleidoso, sus extravagancias, sus ideas, no están de acuerdo
con los cánones de la educación y costumbres que allí se usan... Por eso
la dejaron sola con sus caprichos y osadías; sola con sus predilectas
amistades...
Y aquí aparece la herida de amor propio que la de Alcántara causó en
muchos de aquellos corazones femeninos. Incapaz de disimulos ni de
reparos que estorbasen sus intentos, Regina «dejó solas» á las damas que
ahora se precian de haberla abandonado. Ella fué la que, en rebeldía
contra la quietud y el encierro, licenció de un modo brusco y ejecutivo
á la voluntaria corte de amor formada en su gabinete. Una tarde estival,
cuando aquel mixto ejército de conquista, subió, valiente, á divertir á
la de Alcántara, supo con sorpresa y enojo que el astro nuevo se
declaraba en eclipse:--La señorita ha salido--anunció Marta, únicamente,
sin más explicaciones ni disculpas. Y era de ver el trueque de
voluntades y de sentimientos que envolvió desde aquella hora á la
insurrecta muchacha, capaz de infringir en un arrebato jactancioso todas
las leyes firmes de la buena sociedad torremarina. Densa nube de
comentarios agresivos descargaba sobre la reputación de la moza.
Sordamente, en público y en secreto, pero siempre á espaldas de la
víctima, satirizaron unos y otros:--Sólo quiere amistad con los de
Ramírez porque seduce al pobre Carlos para esclavizarle á todas sus
locuras; se casará con ella y será infeliz...--Ya no gasta luto...--Se
prende rosas ¡y usa unos escotes!--Sube al _Robledo_ todas las tardes, y
baja de noche con Carlitos... ¡del brazo!--No «lleva trato» con las
señoras porque las tiene envidia...--Ya no va á la iglesia.--Ni sabe
rezar...--Dicen que es protestante...--La hemos visto en su jardín, de
rodillas junto á Pablo el marinero...--¡besando una flor!--Tiene libros
prohibidos...--¡Sabe Dios «lo que habrá sido de ella por esos
mundos»...!
A la provocadora de tales iras se le ocurrió cierta mañana detenerse con
unos señores conocidos que rendidamente la saludaron. Hablóles muy
cordial y les convidó á tomar café. Eran pretendientes más ó menos
platónicos de la damisela, y desde aquel día recobraron esperanzas de
triunfar en el corazón de la hermosa, que se les mostró afable como
nunca.
Reanudáronse las tertulias en casa de Regina, pero más amplias y
alegres. Desertora audaz de todo vínculo esclavo, la muchacha se engolfó
en sus gustos y tendencias. Holgóse con amistades varoniles, mantenidas
por ingeniosos «flirteos», y ya en completa indisciplina, olvidados los
antiguos planes, tornó á sus hábitos de aventurera y de rebelde.
No tuvo intención ninguna de molestar con su desdén á las porteñas
damas; la aburrieron, la estorbaron y emancipóse por hastío del culto
que antes buscase por curiosidad. Pero ya puesta en franquía la
encallada nave de su independencia, Regina, hábil pirata de antojos y
emociones, no guardaba rencor ni menosprecio á las causantes de su breve
esclavitud.
Al contrario, feliz con el estímulo de nuevas luchas sentía compasión
hacia las pobres mujeres enjauladas en la rutina y en el sacrificio,
como aves prisioneras, codiciosas de cielo azul y de horizontes lejanos.
Y al encontrarlas en la calle, al verlas pasar desde su jardín, les
hacía un saludo cariñoso, un poco tímido, algo triste. La mayor parte de
aquellas señoras, vestidas por el mismo patrón, peinadas de igual modo,
murmurantes y oracioneras, acompasadas en sociedad como en un teatro,
dejaban en el espíritu disconforme de Regina la sensación del grillete y
las esposas, en los libres miembros de un cuerpo robusto y belicoso. En
cuanto á ellas, desde las del juez, timoratas y obscuras, á las de
Estrada, llamativas y refiloteras, un poco en discordia con la severidad
de aquel régimen educativo, ninguna se atrevió á negar el saludo á la
señorita intemperante. Casi todas la envidiaron mucho y hacían esfuerzos
por volver á su gracia y á su trato, aunque á mansalva la zahiriesen con
heroica furia.
Por inversión de razones, la insurgente moza era para las torremarinas
una imagen tangible del vuelo errante en liberación de la jaula; de las
cadenas truncas lejos de la cautividad. Y volvían hacia la joven los
ojos deslumbrados, al trasluz de visillos temblorosos y de mantillas
devotas, con la esperanza de sorprender un graciable signo de acuerdo, y
presumir ellas también de anchura y de modernidad.
Para mayor encanto y más tormento de la torva falange femenina, cuando
la de Alcántara, con fácil victoria, volvió á reunir en torno suyo á los
donceles de más fuste, inicióse entre los tales un grato impulso de
fervor hacia la singular muchacha; y acordes convinieron en que Regina,
además de ser encantadora por su trato y su físico, tenía un fondo de
nobleza y de bondad en el corazón, un poso de dulzura y benevolencia en
el carácter. Arreció esta piadosa corriente ensalzando las virtudes de
la dama, en apariencia mustias desde que los enojos populares se
escandecieron sobre ellas. Y muy pronto, en la pública devastación de
aquel jardín moral, un aura de lozanía irguió en triunfo las débiles
flores, á despecho de murmuradoras y agraviadas.
Unidos y separados, los contertulios de Regina le cantaban loores. Para
ellos, las libertades de la moza rubia, lucían un fuerte matiz de
honestidad; aquella mujer pensaba alto, sentía ligeramente, era
ingeniosa, franca, voluble. En su palabra, ingenua y prócer, hialina
como arroyo cantarín, nunca advirtieron el amargor dañino de la
murmuración...
Estas alabanzas martirizaron la femenina epidermis de Torremar con ascua
de cauterio. Pronto agudas voces mujeriles designaron á los amigos de
Regina con el intencionado remoquete de la _Junta de defensa_. Se
comentaban en fragmentos menudos los más leves detalles de las
excursiones y holgorios en que la de Alcántara se entretenía, y túvose
por cierto que no llevaban otro camino que la conquista matrimonial de
Carlos Ramírez.
Entretanto, la revolucionaria doncella no perdonó ninguno de sus
placeres predilectos, por insólito que allí resultase. Montaba á caballo
vestida de amazona, con sombrero calañés y flotante cendal, escoltada de
jinetes; mecíase sobre las olas, en traje de balandrista, entre los
_yatchmen_ del club, sin haber amanecido aquel «mañana» en que debiera
escribir encargando su esquife; salía de caza á deshora, con audaces
bombachos y masculinos arreos, y supo cobrar gentil fama de valiente en
todos los deportes que inició.
Era Carlos asiduo en estas lides, con mimo y preferencia por parte de
Regina. Todo hacía presumir que ella le amaba; pero á la perspicaz
observación del grupo pretendiente, no pasaba oculta la implacable nube
de tristeza de aquellos ojos dorados, que el joven no alzaba por
completo, cual si temiese delatar su inquietud.
Esta muda elocuencia de un dolor amante sostenía las ilusiones de los
demás candidatos, entre los cuales el nombre latino de la muchacha se
había hecho familiar y devoto, como una breve oración. Al llamarle
_Reina_, á ejemplo de Ramírez, cada uno de aquellos cortejantes
imaginaba rendir un tributo de soberanía.
Rara vez iba Adolfo mezclado á la corte de la dominadora. Solía verla en
casa de Ramírez casi todas las tardes, y algunas noches la acompañaba,
como en aquella primera entrevista que tuvo forma de secuestro. Pero el
extraño poder de fascinación que ejercía en los hombres la rubia moza,
fué, desde el primer instante, decisivo en Adolfo, que no supo razonar
la causa del encanto.
Mocero y vehemente, Velasquín había pulsado toda la lira del amor y
conocido todas sus emociones, sin perder nunca en absoluto el dominio de
su apuesta persona. Hasta en el hondo afecto que desde la niñez
profesaba á Ana María, hubo siempre una plácida serenidad, que le hacía
sonreir con la beatitud del hombre llegado á la plena posesión de la
dicha por sendero sin curvas ni abrojos, ancho y florido á la faz del
sol.
Súbitamente, las claras acciones y los designios apacibles del muchacho,
quedáronse en tinieblas cuando el brusco deseo de Regina se le clavó en
los ojos como un puñal.
Obra de maleficio parecía aquella loca y fuerte pasión que daba al
traste con la lucidez y la nobleza de Velasquín. Lanzóse en un vértigo
de torturas y de ardores, sin ver más que un punto luminoso en el
repentino caos de su conciencia: era una lumbre roja y cruel que
iluminaba como un fanal gigante el nombre de Regina.
Los violentos latidos del corazón no le dejaron al muchacho escuchar lo
que pasaba en torno suyo; ni la voz solemne de su madre, que hablaba muy
contenta de la boda, ni el firme acento de Manuel, explorando con ansia
en la torcida voluntad del novio... Ni siquiera el blando son de una
palabra que jamás dejó de conmoverle: los gorjeos amantes de Ana María
sonaban ya en los oídos de Adolfo como una música remota que se
extingue, que se apaga en lejano confín. Poseído, alucinado, dejábase
arrebatar en la recial corriente de aquel amor brujo, y apenas si un
vago esfuerzo de la pobre voluntad cautiva, lograba entre los de Ramírez
cubrir las apariencias de la traición amorosa.
Desde su primer triunfo con Adolfo, en la altura brava del _Robledo_,
Regina recordó, con frases juguetonas, que de niños se habían tuteado, y
él mordió sonriente la dulce licencia de una intimidad, que no pudo
sorprender á quienes ya sabían de aquellas antiguas amistades; así el
roce entre ambos, corrió pronto los graves riesgos de la ternura y de la
confianza.
Una noche, agonizante ya el otoño, los dos amigos bajaban del _Robledo_,
y de repente Regina se detuvo, mirando adusta á Velasquín.
--No me debes acompañar--dijo con sorda rabia.
Asustado de la inesperada prohibición, obseso y transido, él protestó:
--¡No quieres tú!
--Sí quiero; pero Ana María sufre y la gente murmura.
Silbaron las palabras candentes y angustiosas, aunque el doncel sólo
oyera un himno de esperanza:--_Sí quiero... ¡Sí quiero_, había dicho
Regina!...
En la arquitectura inquieta del celaje rodaban las nubes hacia el mar, y
los impetuosos sentimientos de aquel hombre rodaron á las plantas de la
mujer. Fué allí, oscilante en la rápida pendiente, de hinojos en la
alfombra agostiza, donde Velasco derramó en tumulto sus declaraciones y
promesas. La provocada confesión, resbalando en el silencio campesino,
pobló el aura nocturna de notas crepitantes como chispas de un volcán; y
Regina, más soberbia que dichosa, tuvo desde entonces en sus manos, lo
mismo que un juguete, el porvenir de Adolfo.
Después de aquella noche blanca y triste, como abandonada novia, la
existencia de los dos muchachos atravesó un obscuro sendero de mentira y
traiciones, en pugna con las hostilidades del destino; fingieron,
burlaron, y nadie supo su ardiente y silencioso amor, que logró, apenas,
breves y temerosas entrevistas, saturadas con los encantos del misterio
y del peligro. En cartas vibrantes de impaciencia y de inquietud,
dijéronse sus propósitos y se juraron fidelidad mil veces. Tímido
Velasquín para arrostrar el escándalo de la situación, le propuso á su
amada una fuga, seguida de la boda; pero en la negra trama de aquel
enredo, el más fuerte acicate de Regina fué siempre el seducir al mejor
mozo de Torremar, y rendirle á discreción allí mismo, ante la estúpida
sorpresa de sus paisanos.
Era un empeño cruel, una perfidia refinada y aguda que poseyó á la
muchacha con halago y martirio al propio tiempo. Porque el solo afán de
su existencia se redujo á la persecución de aquella victoria, y, sin
embargo, en la dura masa de tales ambiciones, corría un hilo de lástima
y de pena, un oculto manantial tenue y piadoso, henchido á las veces,
cual si anhelase hendir el bloque de helada sabiduría que le esclavizó.
Túmida y verberante la pía corriente, se fué labrando un lecho ya más
amplio y más firme entre las rocas de la inteligencia, y el son de aquel
arroyo alzábase infantil en el alma de Regina, aguzando un humilde
cantar contra las voces sabias del entendimiento y los malos arranques
del instinto. ¡Y no era mucho que los ojos graves de Ana María y las
doradas pupilas de Carlos hiciesen temblar á la seductora! Todos la
acusaban, menos los de Ramírez. Hasta Eugenia y Dolores dijeron:
--¡Qué mal hace!
Pero las dos víctimas de la maquinación temblaron mudas, sin atreverse
siquiera á compartir el mutuo sobresalto. Vagamente advertían á su
alrededor un cerco invisible, una niebla opaca, algo que les produjo
singular zozobra. Diríase que Regina y Velasquín frecuentaban el
_Robledo_ con disfraz de amigos, con apariencia de leales, para mejor
encubrir algún obscuro propósito.
Ya Regina se cansó de aquella equívoca conducta. No más rubores
azorantes, cuando los de Ramírez la miraban hasta el fondo del corazón,
con una débil lumbre de sospecha; no más placeres fraguados en la
obscuridad como los robos... Si logró la soñada victoria, ¿por qué no
estar alegre?
Velasquín la enorgullecía; sentíase curiosa de amor, impaciente como
ante el secreto de una puerta entornada... Era preciso beber la copa
llena de felicidad hasta los bordes.
Y Regina, achacando las amarguras de su conciencia á lo anómalo de las
circunstancias, decidió poner fin al incógnito de sus amoríos y darles
la consagración pública de la boda.
--No hago mal--decíase. Y como quien recita una lección que no pasa de
la memoria ni de los labios, repetía con uno de sus filósofos:
--«El bien es el placer; el mal es el dolor.»
Aun para encruelecerse, sintiendo hervoroso en las entrañas el crecido
caudal de su ternura, con ronca voz, ahuecándola para que sonase firme,
rezaba como de carretilla:
--«Dolor es todo lo que pone obstáculo al placer. El hombre es un lobo
para el hombre, y la vida una cacería incesante donde cazadores y
cazados se disputan su presa... Cada uno tiene el mismo deseo que los
demás y sólo el fuerte sale vencedor en esta batalla de todos contra
todos...»
Y aplicábase las terribles lecciones:
--Yo quiero lo que Ana María quiere... Soy una loba con más poder que el
suyo, y le arrebato su botín...
De súbito, en la hueca resonancia de tales sofismas, rodaba gimiente el
arroyo de la misericordia, y la escéptica se apretaba el corazón con las
dos manos, confusa y rebelada contra unas «vulgares emociones» que no
razonan los filósofos, ni los materialistas definen. Nada, en resumen;
ecos febles de acentos muy distantes, en mezcla con la voz de Daniel
apagada y triste, igual que un sollozo; la gentil imagen de Carlota
junto á la de una dama que á Regina, de lejos, le pareció su madre...
¡Su madre!... ¡Cosa más singular!... Nunca se le había aparecido; ya no
se acordaba de ella. ¿Fué bonita?... ¿Fué inteligente?... Tuvo un nombre
piadoso: Rosario... ¡Qué nombre tan español y tan dulce: Rosario!...
Y Regina sintió en el pecho una blandura muy grande, como si algo se
derritiera al calor de aquella palabra que pronunció con alegre asombro,
entre el tumulto de infantiles memorias. La pálida visión de su niñez se
extendía, como liviano cendal, delante de una hora solemne en su
juventud. Y al sentirse cegada y perseguida por imágenes tan endebles,
quiso reir ó cantar en broma, y sólo se le vinieron á los labios
oraciones deshojadas por la costumbre, y aun jaculatorias tan simples
como aquella: _Con Dios me acuesto..._
Pero la muchacha se irguió ruborosa, y entonó arrogante la postura. Ella
no sería víctima, jamás, de aquel sentimentalismo ramplón y cursi que le
había mojado los ojos un momento... ¿Qué tenían que ver su infancia ni
su madre con el mejor partido de Torremar? Sintióse loba, y escribió á
Velasquín una apremiante misiva, exigiéndole públicas manifestaciones de
amor.
A la mañana siguiente el balandro nuevo, recién venido de Santander,
lanzaba á la ribera un nombre de inconfundible, alusión: _¡Reina!_,
clamó á gritos, cuando todos esperaban que cantase: _¡Ana María!_


VIII
LA VINDICTA PÚBLICA.--LA ERUDICIÓN DE LA ALCALDESA.--EL AGUIJÓN DE UNA
COPLA.--VANSE LOS AMORES Y QUEDAN LOS DOLORES.

EN el Casino de Torremar, sitio adecuado para toda clase de intrigas y
conjuras, reuniéronse una tarde, la tarde gris de emocionante memoria,
los caballeros de la llamada _Junta de defensa_.
Formaron al frente Alonso y Fabricio; éste, feroz; aquél, melodramático.
Hacían la retaguardia Ordóñez, muy risueño, y el notario, muy triste.
Al cabo de una hora, desfogados los espíritus, agotadas las frases duras
y los epítetos gordos, quedó la reunión reducida á un vago murmullo de
colmena, un runrún, perezoso y mordaz, rodando entre claras notas de las
fichas del dominó y densas nubes del humo de tabaco. Tres convicciones
profundas expandieron en la pesadez del viciado ambiente: Regina era una
loca; Adolfo un majadero; Carlos y su hermana dos ángeles del paraíso. Y
los conferenciantes acordaron: dejar á la de Alcántara «por imposible»,
no hacer caso á Velasquín y rendir tributo de adhesión y desagravio á
los de Ramírez. Tácitamente convinieron en que era Carlitos el único
mozo burlado por Regina en la gran broma descubierta. Debían todos
contribuir á distraerle, á consolarle, sin hacer ninguna mortificante
alusión á su fracaso. Cuanto á la de Ramírez, era preciso indemnizarla
con creces del ruin abandono que sufría y ofrecer en el altar de su
belleza sacrificios de amor y de respeto.
En el fondo, ninguno de estos hombres piensa cumplir semejantes
propósitos: del trato singular de Regina todos aguardan sorpresas raras,
atractivos y alicientes á los que no renuncian; Velasquín es demasiado
señor en el pueblo para que el desdén público se atreva á molestarle; y
la piedad declamatoria de la fracasada _Junta_ no se impondrá, de
seguro, el trabajo de consolar á Carlitos ni de hacer la corte á Ana
María...
Las damas, en sus conciliábulos interminables, denostan á Regina
acerbamente y la auguran un «mal paradero»; compadecen en términos
empalagosos «á los pobres» de Ramírez:--¡Sin madre! ¡Tan
desgraciados!...--Y juzgan á Velasquín con mucha lenidad:
--Esa pícara le habrá dado algún bebedizo, pero no se casará con él;
Dios no lo puede permitir... La culpa de todo esto la tienen los
aduladores que se complacen en santificar diablos... ¡Lucidos están!
La alcaldesa, aprovechando el auge que disfruta Adolfo, coloca con gran
éxito uno de sus «estudios feministas», como llama con pedantismo á las
confusiones históricas que suele referir: «El ilustre doncel es
descendiente de una dama famosa por su estirpe y caudales, doña
Velasquita, oriunda de un cántabro solar que dió á España varones
insignes como Lain Calvo y Nuño de Rasura...» Piérdese la bachillera en
la noche de los tiempos, buscando el origen de Velasquín en la remota
península de Escandinavia; y luego discurre sobre la etimología del
apellido, «á que dieron honra Condestables castellanos, y títulos
rivales en grandeza con los propios reyes...»
Lanzada la historiadora en un caos de erudición y verbosidad, á vuelta
de comentos más confusos que verídicos, viene á decir, con énfasis, el
pomposo mote de doña Velasquita, que en la cántabra ribera del Asón,
orló su escudo con el soberbio alarde:
_Cuanto ves de río á río, todo es mío..._
Un aroma de abolengo y popularidad unge el nombre de Velasco en el
auditorio femenino de la alcaldesa. Avidas de emociones y de asombros,
las señoras atribuyen un poder casi regio al descendiente de doña
Velasquita, y aplicándole una síntesis del heráldico aviso, murmuran con
unción: _¡Todo es suyo!..._
* * * * *
Sin llegar al Casino sabe Carlos la gran noticia. Se la dice Estraduca
en el recodo del muelle:
--¿Vas á ver el balandro de Velasquín? Se llama _Reina_.
El viejo oye todo el día como un sonsonete aquella frase, sin advertir
su importancia. Comprende que es cosa oportuna, de interés y valor,
porque la siente rodar con metálicas vibraciones, como una moneda de
oro, en los tristes silencios de la ciudad. Llevó aquellas palabras en
los oídos al salir de su casa: _el balandro de Velasquín se llama
Reina..._ Y como un eco, el pobre señoruco, se las repite al primer
amigo que le saluda. Después, aguarda los comentarios de rigor: --¿Es
posible?... ¿Qué me cuenta usted?...--¡Pues está eso gracioso!...
Pero Carlitos no dice «esta boca es mía». ¡Qué pálido y qué mustio le
parece el buen mozo á don Victoriano!
--¿Te sientes mal, hombre?
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