Agua de Nieve (Novela) - 06

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malogrado Daniel, gimieron:
--¡Por el alma del señorito!
Regina, tratando de sonreir, dió algunas limosnas y gratificó con
esplendidez á la camarera, que andaba rondando:
--¿Quedas contenta?--le preguntó.
Y ella, roja de confusión ante la buena dádiva, repuso:
--Quedo.
Ya en el bote, aún Regina avanzó su busto elegante sobre la borda para
besar á los niños del doctor. El, entonces, la ofreció una magnífica
rosa encarnada... Y se alejó el bote suavemente, al blando son de los
remos.
Los colores y las formas se apagan ya en el misterio de la noche, como
si el paisaje cayera en un sueño profundo. La isla de San Simón se
hunde en el mar, y aparece en el cielo la blanca estrella que persigue á
la luna.
Hace Regina un brusco movimiento para tornarse cara á la tierra. La flor
que lleva en la mano se le deshace en lluvia de sangrientas hojas sobre
las aguas azules y huye con la marejada, mientras la moza, escudriñando
el horizonte perdido y confuso, se agarra á la vida con un corazón
desierto que tiembla y clama:
--¡Ah, de la ribera!... ¿Vísteis por acaso la felicidad que persigo?


LIBRO SEGUNDO
HUMOS DE REINA


I
TORREMAR, CINCO MINUTOS.--MEMORIAS Y MUDANZAS.--LOS OJOS ENTORNADOS.

NUBLADA estuvo aquella última noche de viaje.
Hostigaba Regina las tinieblas, ansiosa de comprobar sus recuerdos desde
que penetró en la tierra de Cantabria, pero sólo pudo advertir manchas
de sombras, tendidas en un llano, enhiestas hacia el cielo, ó asomadas
con fugacidad en el camino.--Son pueblos; son mieses; son montes--iba
pensando, cuando oyó en una estación el anhelado aviso: «Torremar, cinco
minutos de parada», y toda su impaciencia se cuajó en un asombro
inmóvil, que Eugenia tuvo que sacudir activamente, lo mismo que en la
llegada á San Simón.
--¡Que estamos en Torremar, Regina!
--¡Ah! ¿sí? ¿es cierto?
Conturbada, absorta, como si no esperase nunca haber llegado, saltó al
andén, donde aguardaban unos parientes de Eugenia, encargados de cuidar
la casita de Alcántara, en el largo abandono de sus dueños.
Tres personas componen la breve comitiva de recepción: Dolores Barquín,
y sus hijos Marta y Pablo. Inicia el mozo unos cumplidos difíciles,
llamando con mucha finura «doña Eugenia» á su tía, mientras las dos
mujeres se comen á besos á las recién llegadas, lloriqueando, pesarosas,
á guisa de saludo y de pésame:
--¡Pobre don Jaime, que en gloria esté! ¡Pobre Danielín!
No adivinaban ellas cuándo ni cómo Daniel se hubiese malogrado, porque
en la ciudad se supo la desgracia del padre, únicamente. Eugenia les
decía en su carta de aviso: «Llegamos solas; hay que divertir mucho á la
niña, y no mentarle _los muertos._»
Pero á las buenas provincianas les parece cosa inevitable «acompañar en
el sentimiento» á la señorita, siquiera en el primer abrazo. La
encuentran muy alta, muy hermosa.
--¡Válgame Dios, qué aire se da al difunto señorito! Se asemejan como
dos gotas de agua, mismamente... Y tú, Genia--continúa Dolores--,
vendrás hecha una madama franchuta; una extranjis del todo... ¡Tantos
años por esos mundos!...
Sonríe Eugenia, desmintiendo con su expresión sencilla las
probabilidades de aquel supuesto cambio.
Aunque le sientan bien las ropas señoriles, que modas y circunstancias
le han obligado á usar, su semblante es siempre franco y modesto. Bajo
los hábitos elegantes, que ya en la estación de su pueblo le dan el
título de «doña», hace su entrada en Torremar con poca gallardía. Lleva
el sombrero torcido y tiene una actitud de cansancio y pesadumbre, que
le hace parecer casi una anciana. Emprende allí mismo con su prima una
relación de penas, en voz sigilosa, mientras el mozo se hace cargo de
los equipajes, y Regina reconoce en el agraciado rostro de Marta á la
niña que compartió con ella, por vericuetos y riscos, las correrías
salvajes, sirviéndola á modo de escudero en arriesgadas aventuras que ya
en la niñez inició con vocación resuelta.
El camino hasta la casa es base de averiguaciones entre las dos
muchachas, que van delante, á lento paso. Pero Regina sabe preguntar más
de lo que responde, y se entera de muchas cosas sin haberle contado á
Marta casi ninguna.
La sobrinuca de Eugenia, convertida en recia mujer, bien portada al uso
de la clase popular del puerto cántabro, siente crecido y ferviente su
respeto por la señorita que ya en la infancia le había inspirado
admiración y docilidad. Va respondiendo á todas las consultas de la
viajera, que se detiene á cada momento en un recodo, en un cruce,
delante de un edificio, bajo la luz escasa y débil del alumbrado
público:
--Este es el Ayuntamiento... ¿Le han levantado un piso?
--Sí, señora. Le han puesto encima unas cuantas sociedades: la de
_Socorros mutuos_, la de _Propietarios_ y no sé cuáles otras...
--Aquí está la iglesia parroquial. Pero la torre... ¿No tenía torre?
--La partió un rayo y hubo que tirarla. ¡Ya hace mucho tiempo!...
Tenemos una parroquia nueva, muy preciosa, con dos torres altísimas, y
ya de ésta no hace caso nadie.
--Es más largo el muelle, ¿verdad?
--Mucho más largo. Y el mar queda más lejos; rellenaron un trozo
grandísimo y han hecho jardines donde entraban antes las olas...
--Por aquel lado se sale á la Plaza Mayor.
--Sí, señorita. Esa está lo mismo que cuando se marchó usted, sólo que
en medio han puesto la estatua de uno... ¡No me acuerdo el oficio que
tiene!...
--¿Poeta?
--Otra cosa.
--¿Novelista?
--Tampoco.
--¿Marino?... ¿Soldado?
--¡Menos!... Es uno de los que mandan en Madrid.
--¿Ministro?
--¡Justamente! Un ministro republicano... Por la noche da miedo pasar
cerca de él; como es todo blanco parece un fantasma.
--Y dime, ¿todavía pasea la gente en los portalones?
--Todavía. Y hay música los jueves y los domingos, como «antes».
--Habrá muchas casas nuevas...
En el barrio de San Martín hay algunas; pero en el nuestro nada más que
el hotel de los señores de Velasco.
--¿Viven en Torremar?
--Casi siempre. Desde que se murió el padre no aselan en Madrid, porque
á la señora le pinta mucho esto.
--¿Qué fué de los hijos?
--El mayor estudia para sabio y parece que nunca acaba la carrera; lo
mismo que el chiflado de don Juan Ramírez. Están siempre juntos entre
libros, papelotes y animalejos... El otro es un cortejante de primera
¡y está muy guapo!
--¿Y esos de Ramírez? ¡Eramos tan amigos!
--¿Pero no sabe usted lo que les sucedió?
--Nada, hija.
--Una cosa tremenda...
--¿Triste?
--Muy triste.
--Entonces, no me lo cuentes. Oye: el Casino, ¿está donde estaba?
--¡Quia!... Tiene un edificio para él solo; dan bailes y conciertos.
Además, «tenemos» _Filarmónica_ y «estamos» haciendo un teatro...
--¡Cuántas novedades!... Pero, cualquiera diría que toda la población
está durmiendo. Apenas hemos encontrado gente. Unas cuantas siluetas
misteriosas, y pare usted de contar.
--Es que ya son las once, lo menos--dijo Marta bajando la voz, como si
recordase de pronto que á tales horas era menester hablar bajito.
También siente Regina el imperioso mandato del «escucho». Y muy quedo,
continúa la charla curiosa:
--¿Saben en el pueblo que yo llegaba?
--¡Vaya si lo saben! Todo el señorío está revuelto. Yo conté la noticia
en la botica «de abajo», y como hay tertulia «se corrió» á escape. No
hacen otra cosa que hablar de usted... Que si venía usted casada... que
si viuda...
--¿Viuda?
--Que si se había usted quedado pobre...
--Pues date prisa á decir que vengo rica y soltera.
--Ya lo creo que lo diré... ¡Mire, mire! ¿Ve usted cómo tiembla aquella
cortina?
--No veo nada.
--Sí; en ese antepecho del primer piso... Es el gabinete de labor de las
señoritas de Bernaldo.
--¿Pero no se han muerto?
--¿Morirse?... ¡Si la más pequeña todavía piensa en casarse!... Ya
suponía yo que estarían de atalaya para vernos pasar... ¡Ah! ¿Sabe quién
se acuerda de usted muchísimo? _Timonel;_ aquel pescador que la enseñó á
nadar y la llevaba siempre en su bote.
--¡Pobre _Timonel_!... Ya estará viejo.
--Algo viejuco está, pero sigue «haciendo todas las mareas».
Un balcón se abre con sigilo encima de las muchachas, y unas cabezas se
perfilan, estiradas y fisgonas, hacia la calle.
--¿Oye?--susurra Marta, oprimiendo el brazo que Regina apoya en el
suyo.--Son las de Estrada, que la quieren ver.
--Buenas noches--dice pronta la voz de la señorita, lanzada al silencio
con musicales trinos. Vibra el saludo en la obscuridad, mientras Marta
acelera el paso y advierte á su compañera:
--No las diga nada... ¡Si es que la quieren ver á escondidas, sin que
usted lo note!
Las cabezas acechantes se esfuman en la sombra, detrás del ruido sordo
de una puerta.
--¡Ah, vamos!--dice Regina únicamente. Y se le figura que su pueblo
dormido está soñando con ella; que los temblores del cortinaje y los
mudos perfiles de las cabezas, son movimientos de pesadilla en aquel
profundo sopor. En vano por sorprender los horizontes familiares del
puerto, medio borrados en la memoria, quiso cruzar las calles á pie,
desde la estación hasta el viejo arrabal donde se yergue la casa nativa
al socaire del monte, dominando la playa. Todo lo encuentra confuso y
extraño al través de la ciudad obscura y silente. Apenas si en la sombra
se dibujan los contornos del caserío, en manchas densas, con bruscos
tajos de vías angostas sobre un hostil pavimento y bajo la llama lívida
de los escasos faroles. Por las embocaduras del muelle llega el aura del
mar, salobre y tónica, entre los murmullos del puerto y de la bahía. Se
oyen de tarde en tarde algunos pasos y se esquician en la penumbra
formas inciertas y movibles...
Antes de doblar la última esquina del barrio de San Martín, llamada
también «el de abajo», el más urbano y populoso, las dos muchachas
aguardan á Dolores y á Eugenia, que con Pablo vienen detrás. Enciende el
mozo su farol de aceite, necesario á los trasnochadores en el arrabal
marinero, cuando falta la luna, y el grupo caminante encuentra á pocos
pasos, otro grupo quieto y silencioso, recatándose de la luz que Pablo
lleva.
Vuelve Marta á estrechar el brazo de Regina y le dice, muy bajo:
--Son señoritos que están en acecho de la llegada de usted...
Ya el resuello del mar, libre en la playa, sube al camino empujado por
una brisa acre y sutil, que en los huertos cercanos ha recogido esencias
de flores primaverales.
Aquel aliento puro del mar y de la costa besa con ímpetu la cara
sonriente de la viajera, cuyo flotante velo de crespón va dejando una
estela de curiosidad y de atisbos, al través del pueblo que la mira con
los ojos entornados...


II
LA CAJITA BLANCA.--LUMBRES DE HOGAR.--REMOS Y FLORES.

LA lluvia amaneciente moja el paisaje con una triste dulzura, como de
llanto infantil. Sube la niebla entocando los montes, y sus flecos
deshilachados permiten ver á Regina un rebaño que ondula lento por la
alta vereda. Los sordos gruñidos del mar extienden en la costa abrupta
su amenaza resonante y quejosa.
Recordando las galernas terribles de aquel fiero Cantábrico, tan voluble
como soberanamente hermoso, Regina escucha y mira en honda expectación.
Una campana vocinglera lanza al viento su toque de rebato, que rueda por
el valle marinero con agudo estridor, mezcla de sollozo y de
_aleluya_... ¿Es que llora?... ¿es que canta?
--¡Canta y llora!--piensa Regina, inclinando el busto sobre el trémulo
barandaje de su balcón. De pronto mira al camino rústico que por encima
de la playa cruza el arrabal hacia la sierra: extraño grupo bulle y se
retuerce en el sendero, bajo la fina gasa de la lluvia; madrugadora
procesión en cuyo centro blanco los ojos miopes de la muchacha
descubren, al cabo de no pocas dudas, el féretro de un niño... Sí; eso
es: una cajita que conducen cuatro chicuelas vestidas de albos ropajes,
lacios y humildes; trepando van con rumbo al cementerio, que se asoma á
los cantiles desde la silvestre llanura.
Sube la pobre comitiva en afanosa demanda de la tierra clemente; suben
las nieblas á las cumbres montaraces, y el rebaño á las floridas brañas;
suben las olas á la playa rubia, y las voces de la campana á los
nublados cielos... También sube, azaroso, un suspiro temblón y
zozobrante de Regina de Alcántara, aunque los labios que le dieron
licencia tratan de sonreir, comentando:
--¿Un niño infeliz que logra descansar?... ¿Un ángel que ha volado á la
gloria? _¡Aleluya... Aleluya...!_
Por hay una ansiedad tan triste en aquel paisaje lluvioso; en aquellas
neblinas desgarradas; en aquellos retumbos del mar y del bronce; en
aquel entierro blanco y humilde que se agarra á las ondulaciones del
camino, sube que te sube, arañando la tierra en el esfuerzo de la
pendiente, que Regina abandona su observatorio, y dentro de la estancia
se sienta en un sillón á forjar otros planes, perspectivas más luminosas
que las que le ofrece aquella hora matinal de un Mayo norteño.
Pero allí anda Eugenia, limpiando viejos muebles y acomodando ropas de
la señorita, que ha elegido aquel aposento y quiere aderezarle con las
mejores prendas del modesto ajuar. Es la pieza un saloncito cuadrado,
con las paredes tendidas de florido papel y el techo de cal, decorado
por un friso y un rosetón de tosca factura. En un extremo se colocará la
cama, con el recato de un gran biombo, y queda espacio libre para el
diván y los sillones de sedosa tapicería, un poco pálida; el tocador y
el armario; un bufetillo; una Venus de escayola, sobre su artística
columna; una mesa de centro; cuadros antiguos, fotografías, flores; y el
balcón abierto á la sierra y al mar, sin cortinajes ni estorbos...
--Tendré un cuarto confortable y alegre, á estilo de aldea--dícese
Regina--. Luego modificaré un poco todo el mobiliario, y cuando me case
haré un _chalet_ moderno con mucho lujo y muchas cosas buenas.
Estos discursos silenciosos la inmovilizan toda la mañana, y reacciona
de aquella postración y aquel mutismo con una repentina actividad
nerviosa y apremiante, que la empuja por las habitaciones en voz de
mando, disponiendo mil novedades y trajines, estorbando las faenas de la
servidumbre, y fatigándose inútilmente, sin haber hecho nada. De la
impaciencia que la mueve por todas partes, con estéril inquietud tienen
mucha culpa sus deseos contenidos de verle al pueblo la cara, de
reconocerle y pasearle, y aprender la historia de sus años de ausencia.
Aquel rincón del mundo tan absolutamente olvidado por la «viajera rubia»
durante largo tiempo, despierta de improviso en ella sumo interés, como
si sus límites le cerrasen todos los caminos de la tierra y allí
estuviese esperándola su porvenir entero. Nada quiso saber de Torremar
ni de sus habitantes, desde que, niña y ambiciosa, partió de la ciudad
norteña; y ahora se le figura que tiene allí escondidas muchas
esperanzas y emociones, muchos cariños y proyectos.
--No salgas--le ha dicho Eugenia viéndola pronta á lanzarse á la
calle--; vendrán visitas...; estás de luto riguroso.
Y la muchacha se detiene, á su pesar, ante la evidencia de estos graves
motivos de reclusión; pero á cada momento se asoma á los balcones, baja
al portal, hace preguntas referentes á cosas y familias de su pueblo, y
se ríe sola, sin saber por qué, con los ojos rasos de lágrimas, sean
tristes ó alegres las respuestas que recibe, y que apenas escucha, con
la prisa de hacer otras.
* * * * *
La víspera, al llegar, á instancia generosa y urgente de Regina, quedó
convenido que Dolores, Marta y Pablo, se instalasen en la casa de
Alcántara con la doble calidad de familiares y servidores, para que
Eugenia estuviese descansada, gustando la compañía y ayuda de los suyos.
Fué Dolores casada de muy moza con un honrado marinero, y á los pocos
años quedó viuda en una horrible galerna, de que aún se guardaba
temeroso recuerdo en Torremar. Todo el espanto que la pobre mujer cobró
al oficio rudo del esposo no pudo evitar que Pablo fuera grumete en
cuanto el chico halló manera de cruzar sobre su elástica de punto un
tirante ufano para sostén de los calzones. En continuas zozobras vió la
madre espigar al marinero, y siempre encontró amargo como el agua salina
el pan difícil que se gozaba el hijo en ofrecerla. Marta, más joven que
su hermano, se hizo moza ayudando á su madre á coser toscas prendas de
la gente de mar, á zurcir redes y aparejos, ó á la ordinaria confección
de sacos para la vecina fábrica de yute, una de las más importantes
industrias de la ciudad. Más tarde la muchacha, poco satisfecha de tan
vulgares labores y de su escaso rendimiento, aprendió el oficio de
planchadora, y merced á su aplicación logró aumentar los ingresos de la
familia y ofrecer á su madre algún descanso.
En la actualidad Marta sabía presentarse con finura y vestirse con
pulcritud, dentro de la modestia de su clase; era inteligente y
graciosa, y Regina pensó, desde luego, convertirla en gentil camarera y
adueñarse de su voluntad con cariños y mercedes. No necesitó muchos
esfuerzos para conquistarla; pronto la moza se rindió, murmurando:
--Disponga lo que guste... ¡Tiene «un ángel» la señorita!...
Por su parte Dolores dijo que sí con efusión á cuanto Regina le propuso:
vivir en una casa de señores, trabajar poco y gozar de buen trato y de
buenas ganancias, le parecieron cosas admirables. El marinero estuvo más
reacio á capitular en tierra firme. Se daba una fuerte rasquina de
cabeza, no imaginando cómo á la señorita le parecía tan fácil que él
dejara su puesto en la tripulación de _Mariposa_ para cuidar un
jardín:--¡Ave María Purísima! ¿Cómo va á ser eso?--se interrogaba á sí
mismo.
Pero Regina mostrábase obstinada:--Os quedáis los tres--decía--. ¡Vamos,
hombre, no pongas esa cara de susto! Te das de baja en el gremio de
pescadores, pero no en el Cabildo de marineros. Compraré un balandro; tú
me darás lecciones de náutica y yo á ti de jardinería... «Lo cortés no
quita á lo valiente»: habrá en esta casa remos y flores. ¿Qué dices?
Las tres mujeres, que escuchaban con embeleso tan dulces ofertas,
instaron á porfía para que Pablo aceptase. Y él, por fin, pronunció
confuso:
--Digo... que bueno... si lo del balandro es de veras.
Afirmando que sí, Regina, muy alegre, tendió con llaneza las manos al
pescador, el cual, no sabiendo qué hacer entre las suyas con aquel
regalo tan fino, se puso muy colorado, y aflojó los dedos temblones y
cobardes.


III
¡UN ALMA NUEVA!--HISTORIA DE LA «BELLA DURMIENTE».--EL PALADÍN DE
REGINA.

LAS antiguas amistades de la familia de Alcántara muy correctas y
rigurosas en cuestiones de etiqueta, aguardan, sin duda, que descanse la
niña enlutada y que arregle su nido. Y ella, que ya logró reposo para su
cuerpo y aliño para su casa, tiene en tortura la curiosidad, esperando
visitas que no llegan.
Ha salido el sol; ha sacudido Mayo con arrogancia sus bancales de
flores, y todo es dulzura y aromas en el ambiente, luz y belleza en el
horizonte.
Punzada en sus pesares por la alegría exterior, Regina, desde el fondo
de su cuarto, contempla el mar y el cielo acerbamente, y sospecha con
pesadumbre: ¿Nadie se acordará de mí?
--Don Carlitos Ramírez--anuncia con ufanía la fresca voz de Marta.
Y entra en el aposento un mozo elegante y gentil, de pocos años, á
juzgar por la cara imberbe y la ingenua expresión de niño: es alto,
moreno; toda la gracia de su persona viste un aire de nobleza y de
bondad que subyuga; tiene doradas las pupilas, en las que se derrama un
corazón amoroso, á la sombra negra y doble de unas pestañas admirables;
lleva sobre los labios la pincelada obscura de un futuro bigote, y le
baña el rostro cordial sonrisa, que alumbra sus palabras y actitudes con
luz melancólica y ardiente.
La señorita y el doncel se miran un segundo, y ella rompe el silencio
investigador de aquella mirada, abriendo los brazos al visitante:
--¡Abrázame, chiquillo!
Es muda y tierna la caricia; ambos amigos, abrazados, sonríen para
disimular su emoción. Él quiere preguntar alguna cosa, y tímidamente
balbuce:
--¿Daniel?...
Regina se pone un dedo tembloroso en los labios.
--Quiero olvidar; ¿sabes? Quiero creer que soy otra; que ni la tierra
sepultó á mi padre, allá en país extranjero, ni soy yo la misma que vió
á Daniel, tu camarada, morir en un barco en medio de los mares, y
después... No, no; ¡qué recuerdos tan horribles!... Soy otra, Carlos;
soy una criatura rara que nació sin familia; que de su pasado nada sabe;
que no habla nunca de su vida de ayer... Al cabo--añadió, con temblor de
cobardía en el acento--¿qué importa lo que ya pasó?
--Sí; haces bien, lo mejor es olvidar. Solamente--replica el mozo con
grave tristeza--que algunas desgracias están siempre activas sobre
nuestro corazón, y no llega la hora en que podamos decir: «ya
pasaron»...
Recuerda Regina entonces que, según noticias de su doncella, á los de
Ramírez les había sucedido una cosa «muy triste», y pregunta con
interés:
--¿Tus padres?... ¿Ana María?...
--Mi hermana deseando verte. Mi padre está bueno.
--¿Tu madre, quizá?...
--¿No sabes nada?--dice él, sin levantar los ojos de la alfombra.
--Que algo adverso os ocurre; pero no he querido que me lo cuenten.
--Luego, ¿sospechas?...
--Nada. El enorme egoísmo que estoy cultivando me hace huir de mis penas
y de las extrañas; sobre todo, si las padecen personas á quienes aprecio
tanto como á vosotros... Temo que se relacione con tu madre lo que os
aflige... ¿Acierto?
--Si huyes de penas, ¿qué te voy á contar? Esta es amarga como la hiel.
Sonaba la voz dulce del muchacho tan sorda y contenida, que la de
Alcántara se apresuró á indagar con sincera inquietud:
--¿Está enferma tu madre?
--No lo sé.
--¿Cómo?
--Mi madre... huyó de Torremar hace tres años.
--¿Ella? ¿Carlota?... Huyó, dices... pero ¿por qué?
Callaba el mozo, trémulo, transido, luego de revelar con agudo esfuerzo
la cruel noticia, pálido el semblante, henchidos de lágrimas los ojos.
Regina entonces, conforme sentía crecer la curiosidad en torno al drama,
tuvo compasión, tuvo misericordia, un instante, de aquella pesadumbre
tan dura que abatía la frente del muchacho.
Sentados como estaban los dos amigos en el pequeño sofá del gabinete,
inclinábase ella, dulce y solícita, para buscar la turbia mirada de
Carlos puesta en el suelo con angustiosa obstinación.
--Vas á contarme esa desventura--le encarece Regina.--Vas á decirme
todas tus penas con grande confianza, como si fuésemos hermanos... No
siempre creas en mi egoísmo; ya ves cómo tus palabras me conmueven.
Y, en efecto, la dama curiosa ha perdido la serenidad. No por la blanda
emoción--vulgarísima y corriente á su parecer--del íntimo saludo ni del
tierno coloquio, sino por la traza peregrina, por el aire singular con
que el mancebo, heraldo de una tragedia, tal vez interesante, se
manifiesta de súbito. La mujer zahorí, sabia leyente de corazones,
piensa con avidez:
--No es un hombre cualquiera, ni un niño como hay muchos... Será preciso
estudiarle...
Este afán, este loco deseo, se alza ahora en el corazón femenino
dominando los impulsos de sus fugaces misericordias.
Con la rubia luz de los ojos y el treno apasionado de la voz, desata
Carlos Ramírez en un segundo la dañosa afición que Regina siente hacia
sorpresas y novedades.
Así que el amigo de la niñez habla, mira y sonríe, ella, la mariposa
voraz sobre jardines raros, descubre la exótica flor, se estremece y
murmura:
--¡Un alma «nueva»!...
Y giran las alas del insecto goloso en derredor del alma virgen, llena
de luceros: espíritu infantil por su ingenuidad, santo y fuerte por su
linaje.
Esconde Carlos como sagrada reliquia aquel pesar profundo que Regina
quiere compartir; y á las exploraciones insinuantes de la dama se
resiste con pudor y quebranto.
--Lo has de saber--asegura--aunque no lo pretendas. Las torremarinas se
proponen que «ese asunto» no pase de moda... Ya te lo contarán «por
ahí», aumentado y corregido...
--En cambio tú me dirías lo justo y lo cierto...
--Sí; pero entonces resultaría la historia larga y triste por
demás...--Un aire de secreto infortunio cela aquellos reparos y los
ofrece con tales atractivos de extrañeza y de sombra, que Regina,
exaltada delante del misterio, no acertaría á decir si sufre compasión ó
se embriaga de gozo cuando en las redes de sus artificios y razones
siente al muchacho vacilar y le ve, al fin, entregarse á las dulzuras de
una íntima confidencia.
Carlos Ramírez, que es un niño grande, con arrestos varoniles y ribetes
de romántico, ha profesado siempre acendrada admiración á la niña
viajera, rubia y pálida, de quien oyó contar pasmosas aventuras y
atractivos deslumbradores. Ahora que la tiene delante, transformada en
mujer bonita y lagotera, vestida de luto para mayor encanto, siente el
mozo, mirándola, una dulce desgarradura en el pecho. Es que la flor de
sus emociones se abre incauta á los ojos de Regina, como el capullo de
rosa besado por el sol. La viajera de antaño puede libar á su placer las
primicias sentimentales de un alma «nueva», porque ya Carlos ofrece,
generoso, el divino licor de la suya.
En el inconsciente sacrificio, la víctima se ofrenda seductora: tiene
oro en la mirada, miel en los labios y una tragedia obscura, sangrando
en el abierto corazón... ¿Qué más pide Regina para considerarse feliz
aquella tarde? Ya oprime el sazonado fruto del pecho herido y beberá el
néctar hasta sentirse sacia. Tanto quiere saber del misterio de Carlota
como del dolor de Carlos... ¡Aquellos ojos donde el sol se oculta en la
nube de penas, aquella noble sonrisa resignada!... ¡Oh, el dolor!...--El
dolor ajeno como espectáculo artístico--, piensa la escéptica
observadora--, es curioso y notable. Hay en la más equilibrada
naturaleza una dosis de crueldad que se gloria delante del drama humano
y le busca y hasta le persigue...--Yo soy cruel--añade con un remoto
espanto--, soy fría como la nieve. Estos sacudimientos que me estremecen
ahora son morbosas impaciencias de morder las amargas revelaciones que
he buscado, que he perseguido... Me voy á recrear en el drama de este
mozo, mi camarada de la niñez, el ídolo pequeño de mi pobre hermano...
¡Y qué! Yo no tengo la culpa de que Carlos Ramírez, el rapaz que conocí,
lindo como un juguete, venga hoy á visitarme en traza de hermoso
caballero, con una historia tétrica en el bolsillo... Ni es cosa de
hacer examen de conciencia porque _El Dolor_, usando el porte más
garboso del mundo, me brinde un placer estético de alta categoría...
Aunque así razona la de Alcántara en rápida meditación, por el fondo de
su curiosidad helada y cruel, sin pías veredas, igual que un monte
nevado, corre un hilo de ternura, tan suave y oculto, que el mismo
corazón por donde pasa no le siente. Mansa y sin voces la linfa del amor
fluye y fluye, constante en las entrañas de Regina, como la excelsa
gracia del bautismo que en los senos más duros prende y enflora; divino
sol de piedad en lucha con la nieve de humanas impiedades...
* * * * *
También Carlos se sume en reflexiones aceleradas. Ha encontrado, sin
duda, un corazón grande y amigo donde puede romper el broche pudoroso de
su dolor: toma carne y espíritu la sombra fugitiva que se borró en la
ausencia lo mismo que un ensueño, cuando el mozo de hoy era un nene que
ya sabía soñar. Aquel rastro de ilusión infantil encendióse en luz de
juveniles ansiedades, pero fué luz remota y ausente, como de estrella,
resplandor inquieto de una felicidad imposible. Y de pronto, la errante
lucecilla que Carlos avizoró por ilusos caminos, arde en negras miradas,
calienta con acentos dulces, se yergue en la forma de una mujer
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