Agua de Nieve (Novela) - 11

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--No, señor.
--¡Ah!... Ya no me acordaba de que todo lo veo amarillo... perdona.
Y sonriente, simple, continúa la incierta marcha á la luz enfermiza de
sus anteojos. Va diciendo, maniático:--Pues, sí, sí; _¡se llama
Reina!..._
En su profunda estupefacción, Carlos halla un solo impulso: llegar al
muelle. Su mirada recorre la bahía con fulgores de relámpago. Allí está
la verdad, irónica, implacable, meciéndose en la niebla bajo el señuelo
vistoso del gallardete azul, como brote cruel de un largo temor, de un
oculto presentimiento...
Con giros de beodo, atormentado por muchedumbre de angustias, cuajadas
en una sola, el joven torna maquinalmente al yerto camino del robledal.
Sube y sube, afianzando los pies en la pradera marchita, con esfuerzo
terrible, como si escalase una montaña de abrojos. Ya en la línea
siniestra del boscaje alza la frente y mira á su alrededor con novedad,
igual que si nunca hubiese visto sus robles en deshoja, con el tétrico
aparato del otoño.
Loca y triste, la quejumbre del viento mueve ruido de penas en las
hojas caídas, y ante la desnudez crispada de los árboles, imagínase
Carlos que todo el bosque se retuerce con pasión hacia los cielos.
Va á sonar la hora en que Regina sube por aquel camino muchas tardes.
Con el corazón estrangulado, se detiene el mozo en la linde sagrada para
sus amores: quisiera padecer muy de prisa, devorar su dolor en un
hartazgo mortal; porque le amedrenta el porvenir extendido delante de su
juventud, como una llanura sin límites; la vida de aquellos últimos
meses, entre ilusiones y espantos, le arde en el pensamiento con ascuas
que amapolan su rostro y le salpican de sudor.
Puesto que la burla de su felicidad sirve de mortaja á la felicidad de
Ana María, Carlos tiene la certeza de que ya en el mundo todo le será
hostil y aborrecible. Pero su amarga desesperación no fulmina una sola
censura para la mujer traidora; y al sentirse incapaz de condenarla ni
siquiera en mudo reproche, alza los hombros con desdén de sí mismo: ¡la
ama dolorosamente, en desenfreno estúpido, que ni aun sabe maldecir! Y
quédase clavado á la tierra, lo mismo que un brote débil del trágico
robledal, desnudo de esperanzas como éste de hojas, cuando la vocecilla
infantil de un pastor ó un vagabundo lanza al viento, desde oculta
vereda, un canto montañés, triste y pausado:
«Que no la aguardes,
porque no viene;
que se ha quedado dormida
debajo de los laureles...
Ya no la llames,
que no te quiere...»
Toda la hombría de Carlos Ramírez se derrumba al tenue contacto de aquel
cantar. Siente en el corazón el vacío del hundimiento y en la carne un
cansancio miedoso, igual que la noche en que una mano blanca le dijera
en el hondo camino de la costa: ¡Adiós!... ¡Adiós!...
Rueda en el aire, arrastrándose con languidez el estribillo:
«Ya no la llames,
que no te quiere...»
Y el mozo huye y llora, en humilde impotencia, sin rumbo y sin consuelo.
Cuando más abismada lleva la frente y más errante el paso, una voz
oralina le sacude, y la sombra clara de una mujer se cruza en su camino.
--¿Adónde vas?--le preguntan.
--A ninguna parte--responde trémulo, mirando á su hermana con terror. La
ve serena, y suponiendo: ¡No sabe nada!, añade difícilmente:--¿Y adónde
ibas tú?
--En busca tuya, para decirte... «eso» que ya te han dicho...
--¿Que el balandro de Adolfo...?
--Se llama _Reina_--concluye Ana María con emoción de lástima, pero con
mucha paz en el semblante y en el acento.
Aunque la muchacha es valiente, Carlos la observa con inquietud, y, por
decir algo, mordiendo los sollozos, pregunta:
--¿Estabas sola?... _¿Él tampoco_ ha venido?
--¡Claro que no!
En el triste declinar de una sonrisa, la mirada indulgente y leal de la
mujer va á hundirse en los ojos del niño, hinchados de lágrimas.
--Yo lo siento por ti--dice piadosa.
--¿Pero no le quieres mucho?
--No; no le quiero--explica ella con ingenuidad--, porque... ¡nunca he
podido llorar por él!... Es menester--continúa--que no me hagas llorar
tú... ¡Por ti sí que puedo llorar!
Y en aquel doloroso ambiente de ausencia le ofrece sus dos manos de
niña, tan firmes y suaves, que el mozo se deja conducir con la gratitud
del peregrino que, en la cerrada noche del desierto, hallase, por
ventura, las alas de un querube para hurtarse á la sombra y al
cansancio...


LIBRO TERCERO
EL DESHIELO


I
REVELACIONES DE UNA HORA SENTIMENTAL.

POR qué lloras, Ana María?
Al son de esta pregunta, hecha con varonil y cariñoso acento, se
estremece la joven y trata de esconder su pesadumbre; pero Manuel
Velasco, sorprendido de hallar á la niña de Ramírez tan afligida y
llorosa, en la gran sala del laboratorio, se acerca dulcemente con una
noble expresión de ternura.
Es muy temprano. La cobarde claridad de una mañana inverniza penetra por
los altos ventanales del salón y desciende hasta el suelo, como la
lumbre perezosa de un crepúsculo. Bajo esta luz tan desmayada y triste,
tiene el laboratorio un rígido semblante de aula desierta, de museo
abandonado: las recias paredes; el techo de obscuros artesones; las
puertas de hojas macizas; los estantes y anaqueles llenos de volúmenes,
de aparatos científicos é instrumentos de labor; la fauna y la flora,
disecadas y expuestas en aparadores y vitrinas, los metales, pedruscos,
fósiles, monstruos submarinos, reliquias de la prehistoria; todo parece
viejo, exangüe, descolorido, muerto, como si la naturaleza, agotada y
marchita, yaciese en libros apolillados, en aguas turbias y en cárceles
de cristal.
Una fuerte atracción guía con frecuencia los pasos de Ana María hacia
este recinto de soledad y de tristeza, donde las voces retumban solemnes
como en un templo. Si Manuel trabaja, la niña no le interrumpe: llega
hasta el dintel, clava allí la penumbra de sus ojos, escucha, sonríe, y
se aleja despacito, con la pena de no atreverse á entrar. Sólo algunas
veces llama para balbucir:
--Mi padre padece demasiado... Tengo miedo... Acude, por Dios...
En ocasiones, abriendo la puerta de repente, el discípulo ve una sombra
fugitiva que en el obscuro corredor deja rastros misteriosos, como el
perfume de un secreto...
Aquella mañana, cuando Manuel sorprende á la madrugadora embebida en sus
pesares tan temprano, se revela el más profundo cariño en la voz, que
pregunta:
--¿Por qué lloras, Ana María?
Y entre el desorden de los cabellos graciosos, ella levanta el semblante
apasionado y dulce para responder muy firme:
--No lloro por _él_... Te lo juro.
Lo mismo que Carlos una noche en el robledal, Manuel interroga con
sorpresa:
--¿No le querías?
--Sin duda, no. Sus traiciones sólo me inspiran lástima. Lloro porque mi
hermano sufre de un modo cruel y me siento incapaz de consolarle.
--Yo te ayudaré. No llores... le salvaremos.
Es tan enérgica y piadosa la expresión del amigo, que Ana María le
contempla mudamente, con aquella mirada suya rebosante de revelaciones,
que á Manuel le hace temblar.
--Buscaremos--dice él huyendo de tales miradas, breves y agudas como
gritos--una eficaz medicina para Carlos.
--¿Sólo para Carlos?--pregunta la moza, ingenua y anhelante.
--Pero ¡si á ti no te hacen falta! En cuanto él se cure serás tú
feliz... ¿No es cierto?
--¡Feliz... feliz...!--balbuce ella.
Y viéndola desfallecer con blancuras de lirio, Manuel la sostiene en sus
brazos al borde de la mesa donde se apoya, entre vasijas con líquidos de
colores, pinzas y bisturíes.
--Entonces... ¿le querías?--inquiere Velasco lleno de incertidumbre y de
piedad.
--No... no...
--Pues si vamos á curar á Carlitos, ¿por qué lloras?
Una cabeza muda y pálida rueda sobre el hombro del caballero, y todo el
busto de la muchacha, inerte y exánime, queda entre los brazos
acogedores. Guarda Velasco, junto á sí, un momento, la reliquia de
aquella frente pura y humilde, como trémula corola de una flor; levanta
después el dulce peso de la joven desvanecida, la tiende en un diván, y
angustiado, presuroso, rocía las heladas sienes, frota los pulsos
irregulares y acerca á la afilada naricilla un frasquito de sal. De
hinojos en el suelo, á los pies de la niña inmóvil, avizora en sus
labios el soplo de la blanda respiración; y hay en la arrogante figura
del discípulo, en su actitud devota y recogida una ternura paternal, un
resplandor de fuertes y contenidos amores.
Va creciendo la mañana, lluviosa y triste; en los sonoros ámbitos del
aula reina un silencio imponente. ¡Con que terrible melancolía se
dibujan allí los tesoros y los misterios del mar, las algas, las conchas
y las flores, las piedras y los moluscos, los pólipos gigantescos, las
osamentas prehistóricas; jirones arrancados á las entrañas de la vida,
yertos despojos de la ciencia militante! A la indecisa luz que vierte el
cielo en el ancho salón, se ven confusamente aletas enormes y
monstruosos tentáculos; arrecifes coralinos en miniatura; animales vivos
en redomas de cristal; frascos panzudos donde el alcohol sostiene cien
formas de vidas muertas...
Pero todo aparece sin el debido concierto ni la pulcritud que fuera
menester. Añorante de las próvidas manos de Carlota, esta gran cátedra
en que un solo discípulo estudia y vigila, tiene á la sazón un aspecto
de pesadumbre y de abandono. Aquí donde tuvieron sus gérmenes las
íntimas tormentas familiares, pasó antaño una ráfaga de heroísmo que dió
al laboratorio cierto rumbo y compostura. Cuando Carlota posaba sus
manos lindas y veloces en todo este arsenal languideciente; cuando ella
ponía su gracia y su entendimiento al servicio de la ciencia, entre el
sabio iracundo y el discípulo fervoroso, diríase que hasta en las vidas
inferiores y petrificadas del museo se encendía una promesa de
resurrección, un soplo invisible de inmortalidad. Y ahora que no
estallan las voces furibundas en el derrotado salón, ahora que la
heroína no ennoblece con sus lágrimas el semblante frío de esta ciencia
ruinosa, todo aquí tiene un tinte de fracaso, un perfume acre y mortal.
El biólogo, al recluirse mudo y hostil en su gabinete, ha dejado en
irreparable revolución las colecciones, y ha puesto en fuga al breve
personal que en su parte profana asistía á todos los menesteres del
instituto. Sólo un misterioso encanto, de muy hondas raíces y muy
fuertes ligaduras, abre todavía aquella puerta para que el discípulo de
don Juan trabaje, sueñe ó llore... Más bien parece que sueña ó que
llora, á juzgar por el desaliño de su mesa de labor y por el trágico
matiz del aula. Y aunque va y viene por ella el «hada del Robledo»,
algún otro hechizo, como el que Manuel sufre, la incapacita para
prevenir y atender aquellas minucias donde puso sus manos incansables la
_Bella durmiente del bosque_...
A esta luz grísea, en este marco singular, adquiere ternura conmovedora
el grupo de la niña aletargada con el caballero de hinojos á sus pies.
Ya éste se impacienta, aguardando un síntoma de reacción en aquel ser
angelizado y noble, en cuya frente el dolor finge un sueño. Tiene la
muchacha inclinada la cabeza hacia Manuel, y toda su figura grácil yace
desvanecida, con trazas de profundo cansancio, como si hubiese caído en
el sofá después de un peregrinaje azaroso y terrible. La dulce faz
dormida denuncia una temprana pena, y á la pálida boca parecen acudir,
en amargo pliegue, implacables tristezas de amores imposibles.
Aquel gesto delator pone tal semejanza entre la niña y su madre, que
Velasco, absorto y dolorido murmura:
--¡Carlota!... ¡Carlota!...
Como si este nombre la despertara, anhela el pecho de la joven, tiembla
un suspiro en sus labios y abre los ojos con angustioso esfuerzo, muy
turbada, muy sorprendida.
De repente se alumbra su memoria: ya sabe por qué está allí sin fuerzas
y sin voz; por qué Manuel le dice cariñoso y aturdido:
--Esto no vale nada... Ya pasó; no te asustes.
Pero ¿qué? El está de rodillas acariciando las manos yertas de la
muchacha: ¿cómo puede suceder semejante cosa?
--¡Dios del cielo!--prorrumpe Ana María, levantándose con vehemente
impulso de esperanza y emoción.
Y Velasco, que también se levanta, la mira ahora hasta el fondo de los
pensamientos, hasta hacerle bajar los melados ojos. Pero no está
conforme todavía; ha llegado el instante decisivo en que él debe conocer
todo el grave secreto que vislumbra. Toma familiarmente la barbilla de
la muchacha y alza aquel lindo rostro, entre nubes de rubor, diciendo:
--Mírame bien.
Ella obedece, trémula y roja. Una niebla de llanto se deshace sobre la
luz humilde, como albor de lámpara, que la pasión enciende en aquellos
ojos.
--Ya te miro--musita.
El discípulo de don Juan es un gran sabio, sin duda, en más de una
ciencia humana, porque no se deja engañar por el velo que en aquellas
pupilas obscurece á la delatora lumbre.
Ya leyó, de corrido, en el precioso corazón de la mujer que le oye
suspirar y le oye decir:
--¡Pobre ángel!
Y al comprobar sus temores, pálido y serio, sólo se le ocurre á Velasco
esta pregunta, tácita y honda:
--¿Por qué «entonces», te ibas á casar con otro?
--¡Oh, Dios mío!--gime la turbada niña, que sólo sabe mentar á Dios en
aquel apuro tan tremendo. Se ve descubierta. Comprende que ha mostrado
el tesoro de su alma, precisamente al hombre á quien más quería
ocultarle.
--Pero yo nada te he dicho--balbuce con timidez y asombro, sin
comprender que alude al oculto reproche del caballero, ratificando así
la inconsciente confesión de sonrojos y lágrimas en aquella hora
sentimental.
Manuel la contempla, ausente de sí mismo, envolviendo en una mirada
piadosa y limpia la juvenil hermosura que se le ofrece con tan ingenua
sencillez.
Alta, mimbreña, con el cabello tenebroso, la boca dulcísima, los ojos
enamorados y obscuros, la tez de una blancura mate y doliente, Ana María
Ramírez es el vivo retrato de su madre. Aquel ademán gentil para alzar
los cabellos sobre la frente, aquel hechizo de melancolía, la voz triste
y suave como una romanza, todo es en ambas semejante y original...
Meditando en ello, Manuel Velasco sueña y adora, mientras la niña,
confusa y atormentada, está á punto de echar á correr. El adivina su
movimiento de fuga y la detiene.
--Todo el mal que mi hermano os hace--dice con solemne tono--, yo juro
repararlo.
--¿Por lástima?
--Por amor.
--¡Ah!
Duda la niña, tremante y absorta, al borde de un abismo de felicidad,
que mide su corazón por primera vez. Y Velasco, viendo disiparse la
niebla de lágrimas en los radiantes ojos, sonríe y promete todavía:
--Por amor, te haré muy feliz...
No miente. Por un profundo y noble amor, lleno de caridad y devociones,
ha jurado hace tiempo ser la providencia de Carlos y Ana María. Cumplirá
su promesa por encima de todos los renunciamientos y de todos los
sacrificios. Y como la muchacha, sacudida por violenta emoción, está
pendiente de los labios que la sonríen, él acude á desvanecer los
temores y las sombras que adivina en su actitud interrogante.
Tiende los brazos, acogiendo á la niña como cuando era pequeña, y la
infeliz goza tan consolada ternura sobre aquel corazón amigo, que sus
dolores se deshacen en alegría inexplicable y muda, en tanto que Manuel
le dice:
--Antes que de nosotros, nos ocuparemos de tu hermano, ¿quieres?
--¡Sí, sí!... ¡Pobre hermano mío!
--Vamos á darle una carta que le alegre mucho... ¿De quién dirás?
--¿De quién?
--¡Si fuera de tu madre!
--¡Una carta de mi madre!--pronuncia Ana María con asombro rayano en
terror.--¡De mi madre!--repite. Y luego interroga fuera de sí:
--Entonces... ¿la escribes tú? ¿Sabes dónde está?
Tiene extraña prisa por separarse de Velasco; pero él, reteniéndola,
dícele de nuevo:
--Mírame á los ojos.
--Ya te miro--torna á responder seria y amarga.
--Me ves el corazón..., ¿no es verdad?... Escucha: tu madre escribe á la
mía, porque desde lejos vela por vosotros. ¿Supones que podría vivir sin
saber de sus hijos?
Ha puesto el mozo en estas frases calor de honradez y bálsamo de
oración, con tal eficacia, que la niña, un tiempo recelosa de la
asiduidad de Manuel en aquella casa, ya nada sospecha ni teme.
--¡Oh, mamá, mamá!--llora con infinita dulzura, sintiendo cómo las
caricias de su madre llegan, providentes y milagrosas, á curar su
infortunio.
Pasado el primer estremecimiento de la consoladora novedad, hablan largo
y tendido Ana María y Manuel. Buscan horizontes de esperanza bajo la
cerrazón de las nubes decembrinas, precisamente en el instante en que
unos novios vuelven de la parroquia, con más trazas de duelo que de
nupcias.
Al final del palique en que se engolfan la niña y el caballero, sabe
ella cómo su madre se esconde en un rinconcillo francés, entre Pau y
Lourdes, acechando la abrupta ribera española, donde por antojos de la
suerte se llegó á convertir en selva de corazones tristes cierto bravo
robledal. Y Manuel sabe, en confesión muy difícil y tímida, que una
mujer encantadora, con alma de ángel, amó en Velasquín un sueño, un
apellido... tal vez la semejanza con otro hombre que era el realmente
amado y que á la moza le parecía un imposible...


II
HISTORIAS RETROSPECTIVAS.--LA INFANCIA DE LA «BELLA DURMIENTE».--LA
ATRACCIÓN DEL ABISMO.--EL FAUNO.--LA MUJER Y LA MADRE.--UN IDILIO Y UN
JURAMENTO.--AROMAS DE CARIDAD.

MANUEL Velasco y su amiguita Carlota de Heredia crecieron casi á la par
en Madrid, al amor de dos hogares vecinos y felices, donde se unían los
privilegios de la opulencia y del blasón. Fué la niñez de ambos rapaces
una dulcísima historia de ternuras y ensueños románticos; los dos
mostraban igual aptitud y agudeza; los dos pertenecían á esa casta
infantil soñadora y precoz que pone los ojos llenos de curiosidad en
todas las secretas interrogaciones del mundo y otea el porvenir en las
noches azules pobladas de prodigios.
La vecindad y continuo trato; la similitud de gustos y caracteres; la
noble intimidad de sus familias, fueron parte á encender una suavísima
afición en aquellos corazones afectuosos: mayor ella, tres años, y más
viva de genio que el rapaz; madrileña, pero de origen andaluz, ponía su
gracia impetuosa, como un rayo de sol, en la arrogancia taciturna del
niño montañés, mientras el diminuto hidalgo, con el calzón á la rodilla
y el aire severo, se engreía al recibir los favores de Carlota.
Muchas veces sus padres, al verlos juntos y escuchar palabras de
aquiescencia en juegos y charlas, al sorprender sus actitudes inclinadas
siempre hacia la misma curiosidad, siempre vueltas á un anhelo
semejante, decían con fruición:
--Han nacido el uno para el otro...
Y un prematuro plan de boda consagraba estos cariños infantiles en la
vieja amistad de Heredias y Velascos, sin suponer por cuán diversas
rutas les había de encaminar el destino.
Espigaba en preciosa mujer la señorita de Heredia, cuando el hijo de
doña Mercedes, la señora de Velasco, empeñado ya en serios estudios,
fuese á trabajar en París cerca de un sabio naturalista español, oriundo
de la Montaña. Al partir Manuel, puso, con sutiles afanes, cierto anillo
familiar en un dedo muy mono de Carlota, para que prevaleciese en la
ausencia aquella mutua afición, esperanza de sagrados vínculos, y las
madres de los jóvenes aludieron al posible matrimonio siempre que
miraban al porvenir en sus horas de intimidad.
Un suceso imprevisto y venturoso fué en casa de los señores de Velasco
origen de emoción y de sorpresa: á Manuel le nació un hermanito cuando
nadie lo presentía. El nene, á quien llamaron Adolfo, aparecióse en el
mundo con traza muy alegre y gentil, como si quisiera ofrecer
compensaciones y ternuras en el hogar del ausente primogénito.
Para Carlota, amada lo mismo que una hija por los sorprendidos papás,
fué aquel infante un hallazgo feliz, los diez y seis años prometedores
de la muchacha se iniciaron en maternales sentimientos al sedoso roce de
la criatura. Como la de Heredia no tuvo hermanos ni vió en trato íntimo
seres tan frágiles y puros, prontos á recibir sus caricias, toda la
pujanza de un fino corazón de mujer se reveló en el pecho juvenil al
tocar la feble existencia de aquel niño de color de rosa que apretaba
sus puños chiquitines, en inconsciente ademán de rebeldía, como si ya
pudiera defenderse de las iniquidades del mundo.
Una infinita sensación de lástima y de cariño prendió en las entrañas de
Carlota: era el germen espiritual de futuros amores abnegados, amores de
madre que duermen en el seno de todas las mujeres buenas, esperando que
un grito de la vida les dé carne entre lágrimas. Meció la niña al recién
nacido con dulces cantos y le cuidó con desvelos y coqueterías de mamá
joven, mientras doña Mercedes, gozosa al lado del hijo chiquitín y de la
precoz madrecita, sintió reflorecer su apacible otoño...
En aquel ambiente de esperanzas y ternuras alzóse de pronto la silueta
arrogante de don Juan Ramírez, caballero maduro y altivo, aureolado con
dones de sabiduría y proceridad. Regresaba á Madrid después de una
fecunda excursión científica por los más afamados institutos biológicos
de Europa; y durante su permanencia en la capital de Francia había dado
muchas lecciones y consejos al devoto estudiante Manuel Velasco.
Los padres del discípulo se esforzaban en obsequiar al profesor insigne,
y como adorno de algunas fiestas íntimas que le ofrecieron,
presentáronle á Carlota con orgullo, ignorantes de que preparaban así la
desventura de su amiga. Desde el primer encuentro, don Juan Ramírez
depuso los prestigios de su ciencia y la corona de su notoriedad á los
pies de la joven; quedó prendado de ella con ese antojo súbito y potente
que á menudo se desarrolla en los hombres austeros llegados á la
plenitud de la vida en castas nupcias con el trabajo. Y la misma
vehemencia de su deseo por aquella mujer en capullo, tan delicada y
espiritual, vino á ejercer sobre ella una especie de sugestión.
El renombre de don Juan, su arrogante figura, la autoridad y la fuerza
que emanaban de toda su persona cegaron á la niña de tal suerte, que,
sin saber cómo, rindióse al nuevo hechizo, diciendo siempre que sí con
aire de sonámbula.
Cuento de brujas les pareció á los padres y á los amigos de la moza este
cautiverio amoroso. Lucharon para libertarla con prudentes razones: don
Juan la llevaba muchos años; contábanse de su vida íntima grandes
extravagancias y de su genio y costumbres se decían cosas alarmantes.
Pero Carlota, sin resistir de frente consejos y advertencias, mostró una
actitud apasionada y firme, basta comprometerse en promesa formal de
matrimonio.
Algo de la magia que el sabio ejerció sobre la niña fuese comunicando á
los señores de Heredia, los cuales, pasado el primer movimiento de
inquietud, padecieron también la sugestión de aquellos ojos, de aquella
invencible majestad. Pronto la influencia del temperamento dominador
extendióse como un contagio en los hogares amigos; hasta doña Mercedes
llegó á predecir que la risueña juventud de la muchacha hallaría un
gran destino ornando la gloriosa madurez de don Juan. Y ante la triunfal
conquista del maestro, ¿qué podía valer la remota ilusión del discípulo
ausente?
No eran egoístas los de Velasco: al suponer conveniencias y ventajas en
el matrimonio de Carlota, abandonaron sus propias ambiciones,
irrealizables quizá. Pensaban que á menudo los vientos de la vida
tuercen un destino sazonado, y que el de Manuel aún estaba en flor...
* * * * *
¡Cuán rápidamente se desvanecieron las esperanzas de la pobre niña! ¡Con
qué horrible desengaño expió la propia ligereza! Apenas celebróse el
matrimonio cayó el disfraz galante del maestro naturalista, inútil en la
ciencia sublime de cultivar cariños: enamorado de Carlota como un fauno
y celoso de cuanto ella amaba, la escondió en el _Robledo_, solar
montañés de la familia de Ramírez, y comenzó á tejer allí una existencia
obscura y salaz entre conatos de labores científicas y violencias de
animal en celo.
Fué un tránsito tan brusco el de la pobre criatura, desde la luz y la
felicidad hasta la sombra y el dolor, que en torno á su hundimiento se
alzaron espesas nubes, igual que cuando se derrumba una torre muy alta
herida por el rayo. Murieron los padres de Carlota pocos años después,
como atacados de un mal de penas ante la terrible equivocación de la
boda, en que la joven se abismó lo mismo que en una sima, y quedó la
triste á merced de su enemigo.
El logro y disfrute del amor fueron para el brutal esposo como un
cáustico que le alzase ampollas en muchos malos instintos, y la débil
mujer que sirvió de cebo á tales cobardías no las hubiera soportado sin
el milagroso caudal de ternuras que vino al fin á calmar la ardiente sed
de amores en su alma. Ni en los caminos más huraños del mundo apaga Dios
por largo tiempo toda luz á los pobres caminantes. Sólo quien cierra los
ojos con obstinación se sumerge en sombra inaccesible. Carlota la abría;
miraba alto, muy alto; avizoraba el horizonte con infinito afán, y en el
obscuro cielo descubrió una estrella. La historia del hallazgo celeste
cabe en pocas sílabas de profunda sencillez. Carlota fué madre...
Rodaban los años encima de esta ventura, más fuerte que los fortísimos
dolores de la maternidad, más grande que el infortunio de la mujer
sometida al esposo con indignación y repugnancia. Sentía Carlota la
vergüenza de la esclavitud y el terror del hundimiento; pero era madre,
y esta solemne realidad descendía á su alma con divina estupefacción, á
modo de anestesia contra todas las humanas tribulaciones. Estoica y dura
para sufrir, llevaba en los labios esa inextingible sonrisa de los
mártires, que luchan y mueren por un ideal sin que se nuble su gesto
heroico ni aun con los velos lívidos de la agonía.
Derivó así la existencia de Carlota á merced de los tormentos más
absurdos, sufridos con mansedumbre angelical; pero de pronto, en un
instante de revelación, vió la triste con espanto que no sólo el amor de
sus hijos le daba fuerzas para vivir: un astro nuevo se encendía en los
cerrados horizontes de la mujer y de la madre. Examinó ella entonces,
valerosamente, su corazón, y hallóle contrito y confeso, mas replicando
á las acusaciones de la conciencia con absoluta sinceridad; había
delinquido en amor de gratitud hacia un hombre; estaba picado de mal de
rebeldía...
Y mientras la mujer hacía estas confesiones, lloraba la madre con
supremo dolor.
* * * * *
Era Manuel Velasco un mozo cabal en la triste ocasión de fallecer su
padre: bizarro porte, don de gentes y vasta cultura, daban al
primogénito de la familia ilustre una singular virtud entre las mozas
casaderas de la aristocracia y de la burguesía. Andaba él por el mundo
con un desdén muy triste, que le hacía más interesante; sus treinta años
varoniles proyectaban una sombra de vicisitud, una huella implacable de
amargura. Con la barba crecida, y el aire serio, audaz y tímido á la
vez, Velasco supo inspirar vehementes pasiones, y no pocas mujeres
descollantes cayeron por él en fiebre de tristeza; mas no curaba de
semejantes angustias quien dentro del corazón tenía una añeja cicatriz
sangrando siempre, dulcemente enconada por la condolencia y el recuerdo.
Es ley de caridad en almas generosas embalsamar los dolores con el
perfume de los amores. Y el duelo de Carlota Heredia repercutía en el
alma de Manuel, despertando al amor continuamente; de las raíces de un
afecto infantil, delicado y fino, brotó la pasión, la pujante pasión de
la mocedad, ese impulso irresistible de una vida hacia otra, que en los
temperamentos contenidos y equilibrados suele persistir hasta la muerte.
Aquella marea de nobles afanes que no hallaba camino feliz hacia la
amada mujer, embatía en el pecho del mozo con sones de tempestad; y
aunque el respeto y las conveniencias refrenaban con exquisita
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