Agua de Nieve (Novela) - 04

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entre los ajenos reposos. Aspada y rendida se deja caer al suelo la
viajera. Unas gotas de líquido frescor le resbalan por la frente y le
salpican el rostro. No sabe si son la sangre de su herida ó las lágrimas
de sus pesares... Tal vez la bienhechora lluvia que el dios tolteca
manda á los sembrados, ó el agua sedativa con que Eugenia humedece las
sienes calenturientas de una joven que yace en desmayo conmovedor...
Encalmada un instante la paciente, se incorpora de pronto al escuchar
cien distintos rumores que en la selva dormían al resistero de la hora
meridiana. Erguida en su lecho, despierta y demente, trata de alcanzar
los racimos de frutas comestibles que cuelgan de una palmera de los
Llanos, y al levantar los ojos, distingue una legión de mariposas
negras, encarnadas y azules, aleteando entre anacardos, musgos y
líquenes, orquídeas y helechos trepadores. Todas estas parasitarias
hacen nidos y palios á los loros y á las cotorras que se cortejan y
charlan con agudas voces. En una red de encajes formados por vainillas
de carnosas guirnaldas, un martín pescador está en acecho, y sobre el
regio dosel del oquedal, pasan volando en raudas parejas los guacamayos
de colores rútilos. A la par de una admirable pasionaria roja, coquetea
un matrimonio de tangaras, y una espesa nube de libélulas cobalto, pinta
un trozo de cielo tropical bajo la fronda... Toda la selvática
hermosura del paraje se ha despertado de la siesta, en brava sacudida.
La enferma, á pesar de sus penalidades, sonríe con embeleso al sublime
espectáculo de aquel paraíso natural, remecido por soberana brisa de
amores bárbaros. Y, á tal tiempo, entre espigas de flores y parásitas
cabelleras ondulantes, asoma enroscada y dañina una serpiente coral, de
venenosa mordedura. Regina que la distingue, abre los ojos desmesurados,
fijos con pavor en un ángulo de su gabinete. Quiere huir, y le corta el
paso un río soberbio. ¿Acaso el Magdalena? No lo sabe. Todos los grandes
ríos que han remontado con varoniles audacias, los confunde ahora; todos
en su recuerdo son azarosos mares sin orillas... Buscando la salvación
con impaciencia furiosa, halla la fugitiva un milagroso puente
bamboleante, formado por dos troncos, cubiertos de fajinas y tierra.
Perseguida muy cerca por la serpiente, trata de ganar de un salto la
frágil esperanza, y una muchedumbre de siemprevivas pálidas forma un
lazo traidor en torno suyo, mientras la sombra huraña de un ciprés la
oculta el puentecillo y la detiene... A sus propios gritos desemejados y
punzantes, recobra Regina la razón en medio del aposento, con la camisa
arpada y la melena en vellones, jadeante y convulsa entre los brazos de
Eugenia, que en el colmo de su aflicción no sabe contener aquel acceso
de la extraña enfermedad.
Lúcida y humilde se esconde la muchacha bajo las ropas de su lecho, con
triste cobardía, dudando y creyendo, entre el espanto del delirio y la
luz de la cordura; trépidos los pulsos, palpitantes los nervios,
desmayado el espíritu en confusiones temerosas.
Cuando supone Eugenia que ha remitido aquel grave recargo, aún la pobre
Regina es un alma que tiembla acosada por un monstruo, delante de un
abismo, agitando las alas con infinito anhelo hacia una sutilísima
ilusión en forma de puente bamboleante...
La solícita enfermera se esperanza advirtiendo la actitud apacible de la
joven, mientras ella, en su cuerpo cansado de correr por desiertos y
montañas, siente las ligaduras de las lívidas flores que la persiguen
como un augurio mortal. Pero tiende hacia su amiga una mirada
complaciente y dulce, y Eugenia sonríe tranquila, sin notar que hay en
aquellos ojos un bosque de secretos donde perdura y se agita la trágica
sombra de un medroso ciprés... ¡Ya para siempre aquella sombra tiembla
con recónditas ondulaciones de misterio en la mirada obscura de Regina!
Así, entre sueños y pócimas, entre los cuidados maternales de Eugenia y
las caricias mudas y devotas de Daniel, padeció Regina, y con denuedo
luchó cara á la muerte. En las breves remitencias de su mal, se daba
cuenta de su estado y hacía inauditos esfuerzos por dominarle, acudiendo
á todas las energías de su ánimo viril en apoyo de la naturaleza
lastimada.
Lentamente iban siendo más largos los sosiegos y más breves las
agitaciones de la enferma. Sus delirios tomaban una forma clemente, en
sucesión de escenas mágicas y disparates confusos, sin graves notas de
terror ni fatídicas advertencias de exterminio. Ya en las vírgenes
espesuras donde ambulaba el espíritu errátil de Regina, no asomaban las
serpientes su aguijón venenoso, ni á los diosecillos indígenas les
acaecían lamentables naufragios al conducir en sus piraguas veloces á
las vagantes doncellas.
Ya la doliente imaginadora no gira, perseguida y desnuda, por los
paraísos americanos, ni lleva en la frente vendajes opresores. Ahora su
cabeza es un casco ligerísimo y hueco, que apenas sirve más que para
sostener los pelitos dorados que le cubren. Bajo aquella peluca liviana
y graciosa, ruedan en el vacío, con ecos musicales y tenues, las
palabras de la enferma, y suceden aventuras de raro prodigio y
placentera traza... Ahora, entunicada á la griega, en traje vaporoso de
ninfa, la niña rubia hace unas plácidas excursiones de ensueño por los
más varios y admirables caminos del planeta... Cruza bosques perfumados
por los aromas de la gran datura blanca, cubiertos de espigas rosas y
azules y enmarañados de enredaderas floridas, y por senderitos abiertos
en las taquitas de las montañas, sube á los Andes ecuatorianos desde el
hondo valle del Chota, ardiente y feraz, el más profundo de la tierra,
hasta el altísimo volcán del Corazón, cubierto de nieve perdurable.
Aunque los parajes que atraviesa deben llenar su alma de espanto y
admiración, ella camina con frívolo placer, sin extrañeza ni afán.
Va pisando suavemente las alfombras de miosótides blancos y las radiadas
de flores de color de azufre, que en las vertientes de la cordillera se
agrupan y sonríen con humildad á las plantas de la peregrina, mientras
el alto paisaje parece tiritar de frío. La muchacha, indemne á todas las
inclemencias de la temperatura, avanza con lentitud caprichosa,
envolviéndose en cendales de tul; pero ya en la cima del páramo, siente
un instante de incertidumbre, no sabiendo qué rumbo tomará por el
sudario de armiño, sin rutas ni límites. Entonces un cóndor altanero y
magnífico desciende hasta sus pies, en rendición de súbdito, y le ofrece
el vasallaje de sus alas, reinas del espacio, deponiendo con estupenda
gracia sus agresivas tendencias.
Sin dudar ni temer, se sume Regina con regalo en las regias plumas del
ave, y se lanza á la inmensidad de los cielos, arrebatada y dominadora,
en un espasmo indescriptible de voluptuosos deleites.
En aquel vuelo felicísimo, la sutil cabecita de la joven va afinando su
ligereza á medida que sube y que flota, triunfante y mayestática. Y se
va convirtiendo en una hoja de papel, en un pétalo de flor, en una
burbuja... hasta quedar confundida con el éter; perdida en el azul;
borrada entre las nubes...
Poco después, Regina, sin cabeza humana, con una especie de globo
atmosférico encima de los hombros, sin dolores ni placeres, igual que
una sombra ó que una estatua, se pasea vagarosa entre las mil quinientas
hijas del sol que en el Imperio lejano de los Incas habitaron el
_Recinto de oro_... Los jardines que rodean al famoso templo están
formados de frutas, plantas y flores artificiales, de plata y oro, y el
insigne inca Garcilaso de la Vega compone sus _Comentarios reales_ en
ronda solemne al través de las joyas del huerto y del vestalato juvenil.
Sin sorpresa ni admiraciones, la rodante muchacha abandona el jardín
peruano que tal vez espera á muchos rimadores dueños de «la flor
natural», y se detiene en la linde de unas ruinas donde un pastorcillo
griego labra en su cayado una artística figura.
Del cercano bosque de laureles rosa llega hasta el camino un penetrante
perfume que embriaga, y Regina comienza á observar que todo su ser,
impasible y etéreo, se enciende en vida cálida y nerviosa, dócil á las
impresiones de los sentidos. Mientras el aroma del bosque la deleita,
tórnase la niebla de sus dedos en carne obediente, y encima de la estofa
de su túnica halla la joven con asombro las sartas de diamantes
transvalinos que le mostró un joyero en un bazar de Marrakkes... Son las
mismas, rutilantes y pródigas, opulento milagro del _desierto aullador_,
patria de héroes...
Conmovida la viajera por el hallazgo portentoso, con un vivaz
sacudimiento de emoción se despierta en la cama y nota en la frente
serenidad benigna y en las ideas calma saludable. Al recordar lo que ha
soñado, con regocijo infantil evoca el sugestivo nombre de una comedia
que antaño aplaudió en Torremar: _Sueños de oro_... El sol, como una
bella realidad de aquella fábula, entra en el cuarto y se posa á los
pies de Regina en dorada columna, viva y ardiente, y un ramo de flores
que el astro besa, embalsama el aire con perfumes de laureles y rosas...
Daniel contempla á su hermanita con silencioso afán, y Eugenia, que ha
envejecido un poco, la besa las manos tiernamente.


VI
ENSENADA.--TRISTES ANATOMÍAS.--JACINTO IBARROLA.--PLACERES DEL GRAN
MUNDO.--LOS AMORÍOS DE REGINA.--LA CAÑA Y EL HENO.

ENSENADA es un puerto chiquito y risueño, sobre El Plata, donde Regina
convalece entre lágrimas y desmayos.
Su juventud y su voluntad le ayudan á vencer la dolencia. No se resigna
á morir; siente una repugnancia insuperable hacia el tenebroso agujero
del sepulcro; tiene un miedo cerval á la Intrusa y se azora, con temor
de precita, ante la idea de borrarse en el mundo sin dejar de su paso un
recuerdo, siquiera fugitivo; una estela como la nave en las aguas; un
aroma como la flor en el ambiente...
A pesar de su escepticismo práctico, le acosa el vivo deseo de
permanecer asida á las cosas firmes y perdurables. Abrazada la tierra,
por un temor extraño de mirar al cielo, pretende hallar en todo lo que
ven sus ojos raíces y promesas de vida y eternidad. Con delirante avidez
quisiera á veces convertirse en campo, rosal ó piedra, para brotar, para
florecer, para resistir... Quisiera ser un libro, un monte, un
torrente, para tener siempre voz, siempre entrañas, siempre fuerza y
poderío... En cuanto recobra algunos vigores se lanza de la cama con un
impulso de terror y de altivez, recelosa y arrogante. Con las manos
pálidas y temblonas se acaricia la frente, asegurándose de que todo está
en su sitio allá dentro. Pero suspira adivinando que siempre habrá un
eco de tormenta debajo de sus cabellos rubios; que siempre encima de sus
ojos, cansados de aprender, habrá marejadas bravías de memorias y
confuso ventar de pensamientos. Y que en aquella oculta borrasca de su
existencia flotará siempre, zozobrante y sin norte, el ansia de la vida
y el dolor de la muerte; dudas del cielo y odios á la sepultura de la
tierra...
Aprendió Regina á rezar y á creer vagamente en el regazo de su madre,
cuitada y niña. De aquella débil alborada de sus fervores infantiles, al
través de los años y de la ciencia, le queda una sombra de crepúsculo. Y
como la sombra es cosa espantadiza y pávida, la joven, al sentirla caer
sobre su espíritu, reza algunas veces, con la tembladora ansiedad del
«por si acaso», unas frías oraciones desamoradas que la atrición
construye á flor de tierra.
Estériles los pasos de Regina por el mundo, no han levantado ni un leve
soplo de inmortalidad que le haya penetrado el corazón. Todo lo vió y lo
tocó su inteligencia. Ninguna maravilla le llegó á la medula del
sentimiento.
Cuanto aprendiera en libros sabedores, lo comprobaron sus ojos;
convirtiéronse en realidades las fantasías, pero su alma no sació
ninguno de sus ocultos anhelos, y ninguna esperanza infinita encendió
en el camino de la viajera la devota lámpara de promesas eternales.
Creyéndose poseedora de raros secretos de la materia, quiso aplicar
aquella sabiduría á los espíritus, empezando por hacer un despiadado
análisis del suyo. Hundía con crueldad el escalpelo en la entraña viva
de sus emociones, y autopsiando sentires y analizando instintos, venía á
deducir que todo en ella era caduco y vano, todo miseria, automatismo y
fatalidad.
Lo que tomó por dolor puro y amoroso en la muerte de su padre, era ahora
lamentación miedosa y egoísta, sensación de abandono y de sorpresa. No
le amaba, puesto que sin él podía vivir y gozar, puesto que no quería
seguirle más allá de la tumba. No le amaba, puesto que al recobrar la
salud, sus primeras ideas de sensatez fueron para pensar que el muerto
había dejado su fortuna líquida y abundante, legada á sus hijos con
todas las formalidades de la ley. También había pensado con descanso y
fruición que era mayor de edad, tutora de Daniel, y apta para manejar
los intereses de ambos. Había sentido crecer la importancia de su
persona, con todas estas dignidades y méritos, y se había engreído con
ufania pueril al borde mismo de la fosa de aquel poeta y amigo, que puso
en la hija ingrata todas sus ilusiones...
Era, pues, evidente que la naturaleza humana se resistía á los duraderos
cariños abnegados, de esos que tal vez no florecen más que en los
discursos poéticos en los credos optimistas; ficciones inventadas por
locos ó soñadas por ilusos, inverosímiles comedias de la vanidad
mundana... Acaso Jaime la quiso á ella por antojo ó diversión, sin esa
entrañable ternura del espíritu, llena de caridad y de heroísmo, que de
los padres cuentan... ¿No la olvidó, como á Daniel, cuando eran
pequeños? ¿No abandonó su infancia largos años en el viejo rincón de
Torremar?
¡Oh! El sagrado calor de los hogares; los benditos lazos de la
familia:--murmuraba Regina acerbamente ¡leyenda de corazones orgullosos,
quimérica invención de almas que quieren emanciparse de la tierra, donde
todo amor es costumbre, interés ó deleite!... Daniel y yo--seguía
escudriñando la joven--queremos á Eugenia, porque nos convienen sus
servicios honrados, y ella nos sigue y nos atiende por hábito y rutina,
tal vez porque no sabe romper una cadena que el destino forjó.
¿Y aquel cariño delicado y profundo; aquella dulcísima terneza que su
hermano la inspira? Regina está confusa unos instantes mientras clava en
este fraternal amor su bisturí anatómico. Mas luego, levanta sobre
aquella duda fugaz una de sus escépticas negaciones, y encogiéndose de
hombros, con desdén de sí misma, declara:--Esto es lástima, es pena de
ese niño infeliz que dan por muerto los sabios; que tiembla y gime á
cada hora; es un alarde que hace mi robustez á su flaqueza. Y á esta
virtud estética que embellece la vida, á este placer físico que produce
el remediar el mal ajeno... porque es ajeno precisamente, le llaman los
sentimentales sacrificio, caridad...
En tal fase del secreto estudio patológico, la doctora piensa con mucha
curiosidad en el amor de los sexos, en el grande y eterno amor, clave de
la vida. Y sonríe meciendo la cabeza con incrédulo signo, porque está
segura que en los «choques pasionales», entre hombre y mujer, no hay más
que instinto, conveniencias y goces.
--Es menester--musita, sagaz y perversa--enterarse de todas estas cosas.
Me casaré; pero quiero un novio de mis gustos, un hombre excepcional y
valioso... Suspira, y añade:--Jacinto Ibarrola tal vez...
No le conoce. Ha visto en los periódicos su retrato y en ellos ha leído
sus aventuras sensacionales, aureoladas con altísimas ponderaciones.
Es Ibarrola un caballero vascongado, valiente y buen mozo, con una
brillante historia de heroísmo. De ilustre familia española, ha luchado
por su patria voluntariamente, con arrojo que decoró su pecho de heridas
y galardones. Aventurero de noble estirpe, se arriesga ahora en una
exploración peligrosísima por el interior del Gran Chaco, proponiéndose
remontar el Pilcomayo hasta sus fuentes originarias; intento en que ya
dejaron la vida ó los propósitos varias huestes de expedicionarios.
Cuatro fecundas castas de habitantes independientes y enemigos entre sí,
celan con salvaje vigilancia aquel bravo territorio, y á sus primeras
tentativas de avance entre las feroces tribus, Ibarrola se queda solo en
la incógnita ruta. Retroceden sus camaradas, enfermos ó arrepentidos, y
él prosigue impávido su temeraria empresa.
Los periódicos del Uruguay y la Argentina consagran diariamente á
Jacinto Ibarrola arrogantes columnas de laureles, y describen
imaginarios derroteros por donde le suponen señor del Pilcomayo, en
regreso feliz. Y Regina, que ha seguido los pasos del héroe con
enamoradas admiraciones, al recobrar los bríos juveniles, después de la
tempestad de sus pesares y dolencias, vuelve hacia el peregrino del
Chaco las miradas curiosas, y anhelante le busca su imaginación cual si
entre ambos existiese el tácito acuerdo de una cita en tal valle, en tal
cumbre, en el suave declive de esta montaña, en el pliegue feroz de
aquella selva, ó en las embosquecidas márgenes de esotro río... Perdida
en una niebla de ilusiones llegó la joven á pensar: Sí; donde nos vimos
la otra vez...--Y recordaba confusamente una entrevista suya con
Ibarrola en el fondo sombrío de una hoz...
Corrieron á poco rumores alarmantes sobre la suerte del viajero. Los
quinientos hombres que en socorro suyo envió el Gobierno argentino al
mando de un coronel, retroceden á las veinte leguas de indagaciones por
el Chaco Austral, sin haber hallado la pista que buscaban. Y según
confidencias de los indios pilagas, sus adversarios en las frecuentes
luchas intestinas de la comarca, los sanguinarios tobas habían dado
cruel muerte al solitario español prisionero en sus tolderías. La
trágica sospecha se extendió con rapidez emocionante por aquellas
repúblicas, interesadas de cerca en la intrépida excursión de Ibarrola,
y agitóse Regina con profundos temores de novia en duelo, igual que si
su denodado compatricio hubiese hecho votos de llevarla al altar cuando
rindiera vencedor aquel famoso viaje...
* * * * *
Nota Regina que su dignidad de jefe de la familia la oprime ligeramente
el corazón, y aunque antes lo fuese de hecho tanto como ahora, recuerda
á cada instante con desaliento las confidencias amistosas y plácidas,
que preparando el porvenir tejía con el galante cumplidor de sus
antojos, el infatigable compañero de sus jornadas inquietas. Mira en
torno, y las figuras insignificantes de Eugenia y Daniel la sonríen con
pálida indecisión, con melancólica simplicidad de criaturas tímidas y
obedientes, almas que sólo ofrecen aquiescencia pasiva y humilde.
Si no fuera por el recuerdo de Ibarrola que la encadena allí, por la
inquietud con que aguarda su aparición, Regina escaparía con presteza en
busca de caminos nuevos y de nuevos cansancios. Pero crece con tal
ímpetu aquel interés por el esforzado caballero, que la joven se detiene
uno y otro día, lanzando desde el escondite de la breve playa sus
agitados deseos en pesquisas veloces detrás del peregrino. Pasmados
están Eugenia y Daniel de contar tantas horas en un mismo paraje,
mientras la bella convaleciente escucha con muda ansiedad los rumores
que levanta por dondequiera el misterioso paradero del explorador, de
quien ella se juzga enamorada. ¿Enamorada?
Sí; Regina empieza á creer, ó al menos á dudar en el amor; y ya no se
atreve á analizarle con frías razones. Se ha vuelto de improviso
respetuosa con aquel raro sentimiento que en forma de amor la acompaña y
la abriga y la sostiene en medio del páramo de su mocedad, atenta al eco
de unos pasos desconocidos, pronta á partir no sabe adónde, cuando la
realidad de aquel ensueño llegue. Su actitud es la de una desolada
viajera que en estación de tránsito aguardase un tren de recreo detenido
por lastimoso azar...
Harto sabe la joven de galanteos y de coqueterías, que no en vano es
moza y agraciada. Su belleza, rubia y original, ha despertado admiración
y deseos en muchos pechos varoniles, y entre sus curiosidades de
coleccionista guarda epístolas amatorias escritas en todos los idiomas
universales. Los nerviosos pies, conocedores de las más altas cumbres y
de los valles más hondos, portentos de la Naturaleza, saben, también,
deslizarse por los salones mundanos con un señoril donaire, de mucha
gracia y atractivo.
Jaime de Alcántara, bien relacionado desde París con las legaciones
españolas en los países que ha visitado, pudo presentar á su hija en la
más encumbrada sociedad mundial. Galán y artista, hombre de estrados,
diestro en cortesanías, hizo el papá valer en todas partes la beldad
extraña de aquella niña que le servía de adorno como una flor exótica de
feliz cultivo, linda mujer que cruzaba los salones elegantes con firme
paso de alpinista y gracioso desembarazo de cortesana. Iba ella posando
en torno suyo el grave misterio de unos ojos que parecían pensar siempre
en otra cosa, mientras yacía olvidada una sonrisa noble en la púrpura
regia de sus labios. Su ingenio natural y su nativa distinción la daban
un aplomo que suplía á su inexperiencia en aquellos lances, y detrás de
su gentil persona rondaban siempre en traza de pleitesía rumores de
curiosidad y admiración.
Así gozó Regina sonados triunfos mundanos en salas ilustres y en
espléndidas fiestas. Y no desmintió su carácter femenino mostrándose
insensible á los halagos del éxito y la lisonja, sino que reveló unas
grandes aptitudes para la coquetería de buen tono, y supo acreditarse
ducha en el flirteo más exquisito sin previa novatada.
Pero ningún doncel de los que la pidieron un vals ó un rigodón, en su
galante odisea de excursionista universal, mereció de la niña española
devociones extraordinarias. Cuando los homenajes de que era objeto
tomaban proporciones de pasión, ella deponía sus travesuras femeninas
con grave continente, y si la severa actitud no desanimaba á sus
amadores, se encogía de hombros con indiferencia, para seguir agitando
por la vida su vuelo de mariposa errante y libre.
En Tánger se prendó Regina de un moro rico y gallardo, hospedado en el
mismo hotel que la familia de Alcántara. El hijo de Mahoma parecía haber
inflamado con sus candentes ojos el corazón indómito de la viajera, y
cuando acaso ella vislumbra una romántica aventura de apostasía y
matrimonio, cae sobre la cándida chilaba del africano la funesta sombra
de una tremenda acusación política, y desaparece el buen mozo prisionero
y celado sabe Alah en qué mazmorras inclementes... El espacio de una
quincena había durado aquel idilio singular; pero no fué menester tan
largo tiempo para que la imagen del moro pasase á un rincón de la
memoria de la niña, como pasa una prenda de ropa en desuso á la percha
olvidada de un armario.
Y entre los recuerdos amorosos de Regina, quedó colgado un jaique, junto
al gabán de pieles de un polaco guapísimo á quien ella creyó amar, en
Varsovia, lo menos ocho días... Allí en la extensa galería de tales
membranzas, se esquiciaban en turbio desfile rostros sonrosados y
jocundos de ingleses y alemanes, pálidos fantasmas italianos, perfiles
franceses, siluetas suizas, ropajes turcos... todo un relicario con
vestigios varoniles de la vieja Europa.
Las Américas dieron á esta colección de apuntes íntimos un gran
contingente de nombres y figuras; un cubano impetuoso se suicidó
desesperado por los desdenes de Regina; un yanqui la siguió desde
California, por toda la América Central, inútilmente decidido á
congraciarla; dos bolivianos rivales se desafiaron en disputa celosa: el
duelo era formal, y uno de los combatientes quedó con la cara partida
por el sable enemigo. Como la señorita había coqueteado un poco aquella
vez, sintió el cordial impulso de corresponder á la víctima, á manera de
indemnización. Mas halló tan feo al incauto con las vendas y el
descaecimiento del percance, que, sin esperar á que cicatrizara la
herida de aquel rostro compungido, tramontó, ligera y conquistadora, sin
remordimiento alguno...
Pero todas aquellas recordaciones de sus triunfos juveniles, las ponía
la viajera, como un tributo, debajo de la imagen de Ibarrola, imagen
brava y esquiva, reina de sus pensamientos.
--Esto es amor... Debe de ser amor--murmura la muchacha, deliciosamente
sorprendida--; esto lo tengo aquí, clavado y doliente, hace ya mucho
tiempo.
Y como Regina siente en la cabeza todas sus emociones, al decir _aquí_,
apoya las dos manos sobre sus crenchas doradas. «Mucho tiempo» son tres
meses para aquella novicia de amor, para aquella ilustre confinada que,
desde su rincón porteño, avizora los horizontes donde ha de amanecer su
felicidad en forma de aventurero caminante.
Y un día cercano estalla, al chispazo inquisitivo de los ojos negros,
confirmada y rotunda dentro de un periódico, la tremenda noticia:
¡Ibarrola ha muerto! Los bárbaros tobas han destrozado á su heroico
prisionero en suplicio salvaje.
Una misión que los españoles enviaron en socorro del compatriota, halla
los restos mutilados del mártir, los identifica y los salva del abandono
con veneración piadosa.
Toda la culta América se estremece de espanto al conocer este nuevo
drama en que el altruismo y el valor de un extranjero caen en traición
brutal bajo las mazas primitivas de los indios rebeldes á la redentora
influencia de los conquistadores...
El general boliviano que fracasara en esta misma expedición capitaneando
una lucida hueste; los alemanes Storn y Fielberg, que gastaron tan
inútiles esfuerzos en idéntica empresa, se obscurecieron en el olvido
cuando el francés Crevaux fué asesinado al tratar de internarse en el
territorio independiente. A la sazón, sobre todos los intentos de
exploraciones en el Pilcomayo, quedará el prestigio de la nueva
tragedia, porque la sangre hispana de Ibarrola, sembrando abnegación y
valentía en el vergel indiano, sobre el campo verde, bajo el cielo azul,
es hazaña de sagrado linaje escrita en rojo surco de flores españolas
que trascienden á bravura de raza, á fortaleza de un pueblo inmortal.
El cruento sacrificio se lamenta en todo el Continente con oraciones
cordiales y admirativas, que proclaman á Jacinto Ibarrola mártir insigne
del Gran Chaco, espejo y orgullo de andantes caballeros. Y un
legendario aroma de bizarría castellana unge los despojos del
explorador, á la vez que los cubre la gloriosa bandera, madre de veinte
naciones...
Cuando los restos del noble sacrificado llegan á la costa del Plata
entre cirios y reverencias, buscando amorosa repatriación, ya Regina de
Alcántara atraviesa los Andes en desalada fuga, arrastrando á Eugenia y
á Daniel, que, en pánico desconsuelo, la suponen definitivamente loca.
Ella no se cuida de tranquilizarles. Les mira sin verlos; oye sus
palabras y no las escucha. Huye del amor y de la muerte; huye
velocísima; y estoica padece la puna de las altas mesetas, mientras gime
una sentencia que no sabe dónde la aprendió: «No confíes ni te apoyes en
la débil caña; porque toda carne es heno, y toda su gloria caerá como la
flor del prado...»


VII
NUESTRAS VIDAS SON LOS RÍOS.--LA CRUZ DE LOS ANDES.--EL LOCO DE
AMOR.--REGRESO Á LA PATRIA.--LA COSTA DE LA MUERTE.

AQUELLAS graves palabras de meditación no serenaron el alma tormentosa
de Regina, antes bien la oprimieron con nuevas pesadumbres y tristezas.
--La carne es heno--repetía y nunca duerme la Segadora...
Como todos sus sentimientos volteaban fugaces en torno á las cosas
aprendidas en los libros y almacenadas, sin orden ni luz, en el desván
de la memoria, recordó luego Regina otras frases henchidas de
incertidumbre y de lágrimas: «todo se desliza; todo resbala; nada se
detiene»...
Su mismo fuyente caminar al través de tierras y mares; la fiebre de
emociones renovada en caminos y en lecturas; el desencanto precoz de la
existencia, exagerado por los estímulos de «la loca de la casa» aquel ir
y venir sin término, por ásperas rutas, bajo cielos extraños, eran
otras tantas voces, sordas y tristes, que respondían como un eco de
ultratumba:
--Sí, es cierto; «nada se detiene; todo se desliza; todo se evapora»...
«Nuestras vidas son los ríos
que van á dar en el mar,
que es el morir...»
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