La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 19

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confesar...!--pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y
ahora es el mismo, y aquí no hay más que una solución: tranquilizar,
calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los medios;
pero á mí no me oye ni me atiende, mientras que á usted le llama... Su
sagrado prestigio de usted lo puede todo en esta ocasión.
--Cuanto de mí dependa...
--Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted
comprender que nada ha perdido, que no está ni infamada ni maldita, una
vez que su tío, persona decente por los cuatro costados, la pide por
mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto á ser para ella
cuanto le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano,
protector, esposo amantísimo... que con todos estos cariños diferentes
la sabré querer yo.
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión
tranquila; reflexionaba. Por último, interrogó:
--¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?
--Sin reparar en lo sucedido.
--Y nunca...
--Y nunca se lo había de traer á la memoria.
--Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?
--No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero;
y además pago una deuda.
--No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel... _Alguien_ le
estará á usted dando las gracias y pidiendo por usted desde el cielo.
--No--respondió Gabriel levantándose--si aquí quien ha de hacer el
milagro es usted... Mi destino y el de Manuela están en sus manos.
--En las de Dios--respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto,
se levantó, volvió la vista hacia una detestable litografía del Corazón
de Jesús, que tenía colgada á la cabecera de la cama, y movió los
labios aprisa; aquello sí era rezar.


XXXIV

A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos
salones tan poblados para él de memorias y de diabólicas insidias y
asechanzas contra su reposo, Juncal salía del cuarto de la enferma. A la
pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dió respuesta sumamente
satisfactoria:
--Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda
entera... Se bebió un vaso de tostado...
--¿Por su voluntad?
--No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba
sin repugnancia. A esa edad, la naturaleza ayuda... Señor abad;
¡felices!
--Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en
entrar junto á ella?
--Al contrario... tiene afán por verle á usted.
--Pues señores... hasta luego.
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó
el brazo derecho en el del comandante, y le llevó hacia el claustro,
diciendo afectuosamente:
--Véngase, véngase á tomar un poco el aire... usted va á salir de esta
batalla con una enfermedad. Duerme y come tan poco como la enferma, y
eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la excitación nerviosa;
usted está en diferente caso.
--Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo
cuando me ve... ¡La manía de que yo he venido á traer la desgracia á
esta casa!
--Mire, seguir no le sigue peor; mañana ó pasado se levantará, y
parecerá muy fuerte; pero... confieso que me ha dado un chasco.
Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha hecho la cosa
más eco que á la muchacha... Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que
no se acostumbra á que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del
monte quieren á sus cachorros; esto lo prueba.
--Bonita está esta casa. Dígole á usted, Máximo, que arde en un candil.
No hablemos de Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de
abajo, que me arman cada gazapera y cada red... Porque ahora sus
baterías se dirigen á que don Pedro reconozca... Piensan que va á
liárselas, y... á lo que estamos, tuerta.
--Bueno es que usted se impuso desde el primer instante..... Sinó,
¿quién pararía aquí?
--Me impuse; no quiero que molesten á un enfermo; pero lo del
reconocimiento lo considero muy justo. Si ese cernícalo me quisiese
oir, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños se hubieran evitado, con hacerlo
al tiempo debido!
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos
siguieron paseando por el claustro, ó mejor dicho por la solana,
sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso, que formaba
el cuerpo superior del claustro. El liquen, á la luz del sol, estriaba
de oro la piedra; y bajo los aleros del tejado se oía el pitío
alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la popular creencia de
que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían
en sus nidos, con vuelo airoso.
--Don Gabriel, usted está alterado--exclamó el médico notando la
irregularidad del andar y los movimientos del comandante. Todo el cuerpo
de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de vapor á tensión muy
alta.--No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su
sobrina?
--No es eso, no es eso...--exclamó con vehemencia el comandante,
soltando el brazo de su amigo y reclinándose en una de las
pilastras.--Es... que ahora, en este mismo instante, se decide el
destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo
mío...
--¡Mi madre querida!--exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con
las manos la cabeza.--¡Ha puesto usted su destino en manos de un
clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de aquí va á salir una
_falcatrúa_... Verá, verá, verá.
--¡Hombre!--repuso Gabriel sin poder evitar la risa.--Yo pensé que hacía
usted una excepción honrosísima en favor del cura de Ulloa.
--Entendámonos, entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo
siempre es clérigo! Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de
Judas. ¿Usted piensa que á mí me hizo gracia el que la chica llamase por
él y quisiera verlo á toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo á
sanarla, y el clérigo... ¡ya lo verá usted! á enfermar la otra vez, y
de más cuidado que la primera. Mucho será que hoy no tengamos la
convulsión y la llorerita... ¡Mecachis en los que vienen ahí á alborotar
á la gente!
--Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted
pudiese, al cura de Ulloa me lo metía en el buque con los demás, y con
los demás me lo enviaba á tierra de salvajes?
--¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir á los
infieles? Pues así habría un apóstol entre muchos pillos... Y nos
quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya estamos
convertidos hace rato.
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era facil
atajarle; y como Gabriel se reía á veces de sus extravagantes dichos, el
médico sacaba todo su repertorio. Mientras el comandante apuraba el
cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del
contorno, más ó menos recargada de arabescos y viñetas.
--El de Boan... á ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron
veinte facinerosos en su casa, y les probó que servía mejor que ellos
para el oficio: si se descuidan me los escabecha á todos... Mire qué
mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da á mí con su carita
complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y
gaudeamus... Si le estuviesen dando la consagración de obispo y oyese
que al lado se iban á disparar unos cohetes y á hinchar un globo, tira
con la mitra y echa mano al tizón... El arcipreste de Loiro... dice que
se come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia
por el queso abajo, hasta el ombligo.... ¡Pues no digo nada del nuevo
que nos han mandado á Cebre! Más bruto no lo hace Dios aunque se
empeñe... y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le
dieron una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el
sermón del Encuentro, al aire libre, y por la tarde el de la Agonía:
total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de él los
estudiantes. Y lo más célebre fué que en el sermón del Encuentro llevaba
una pelliz, eso sí, muy planchada y muy rizadita; y cuando para
enternecer al público hizo ademán de abrazar á la Virgen para consolarla
de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así
que se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase
más... Aquí cuando echa la plática aturde la iglesia... Según dicen; que
yo, ya imaginará usted que no asisto á semejante iniquidad... Usted está
distraído, vamos; no le cuento á usted más cuentos de esa gente.
--No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable.
Porque sepa usted que á mí lo único que me saca de quicio y me desata
los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para las desgracias
verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta
resistencia; y eso que no la doy de estoico.
Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la
conversación iba languideciendo mucho. Gabriel, de cuando en cuando,
entraba en el salón, recorría dos ó tres habitaciones, y salía siempre
diciendo:--¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!
--Ya verá usted--respondía Juncal--cómo el bueno del cura le mete
escrúpulos en la cabeza á la señorita.


XXXV

--Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana,
Dios mediante, recibirá al Señor--respondió el cura de Ulloa, fijando
los ojos en un nudo de la madera del piso, pues aquella habitación de
Gabriel Pardo era _la misma_, la de su hermana, y tender la vista
alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.
--Y...
--Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera
posible y apoyándolo con cuantas razones me sugirió mi pobre
inteligencia. Le he dicho que usted le dispensaba una honra y le daba
una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya,
después de que...
--¡Ay Dios mío!--exclamó Gabriel tristemente.--Si se lo ha presentado
usted como un favor, de fijo que se ha resentido su orgullo... y por
altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...
--No señor, no...
--¿Ha dicho que sí? ¿ha dicho que sí?--preguntó Gabriel afanosamente.
--Se ha negado...
--¡Ya!
--Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.
--¿Otras causas?
--Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el
golpe que ha recibido le han abierto mucho los ojos del alma. No desea
más que expiar y llorar su culpa...
--¡Su culpa!--exclamó Gabriel, con acento de protesta.--¡Su culpa,
pobre criatura abandonada, sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don
Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno á mí mismo por mi
detestable propensión á la indulgencia; porque creo que se me han roto
todos los resortes morales; pero ahora... ¡quisiera tener en esta mano
todo el perdón y todo el amor del mundo... para derramarlo sobre la
cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente... otros, otros somos los
culpables!
--Otros--replicó con mansa firmeza el cura--son acaso más culpables que
ella; pero ella tampoco es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y
lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga bueno, retirarse á un
convento de Santiago.
--¡Monja!--exclamó Pardo.--Monja... ¡Quiere ser monja!
--Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le
daría el consejo de que desconfiase de una vocación repentina, dictada
por sinsabores ó desengaños del mundo. Lo que Manuela quiere es retiro
y descanso que le cure las heridas y sitio en qué hacer penitencia de su
pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha
respondido celda y llanto. En mí no estaba desviarla de ese propósito,
desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio á aquella
cabecera.
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,
--Sí, padre--exclamó;--sí, sí, usted es el único que podía apartarla de
ese triste cautiverio en que va á caer voluntariamente... Entrará allí
ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el mundo y que ha
delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo
que le pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá
á salir, y se creerá en el compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y
sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá desesperada... Don Julián,
¡usted que tanto ha querido á su madre...!
Pardo sintió temblar en la suya la mano del cura de Ulloa, y creyó que
el argumento había hecho fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como
si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre entornados y los paseó
por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con
expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y
tranquila que tenía siempre, gritó:
--¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama
á la hija... Que vaya! Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela,
sostenla, quítala del mundo!
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel
hombre que poseía á sus ojos la aureola y el prestigio del santo,
ó--para emplear con más exactitud el lenguaje interno de Gabriel--del
hombre honrado que ajusta á sus convicciones su vida, y no tiene para
sus semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó
rudamente:
--Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme
desacierto! Manuela puede ser en el mundo feliz, buena y honrada... y es
un horror que vaya á sacrificarse, á enterrarse y á consumirse entre
cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... por qué?
Por una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo
alcance ella no ha podido comprender, y cuya raíz y origen están, al fin
y al cabo, en lo más sagrado y respetable que existe... en la
naturaleza!
--Señor de Pardo--respondió el cura, que ya había recobrado su
apacibilidad de costumbre--lo que la naturaleza yerra, lo enmienda la
gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su sangre preciosa
fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros
padres y sanar á la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada,
sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta... Para
eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él. Dejemos esto; yo
desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influído
directamente en el ánimo de la señorita. Vaya usted junto á ella,
pregúntele, ínstele... haga usted su oficio, que la Virgen Santísima no
ha de descuidarse en hacer el suyo... Yo me vuelvo á mi casa, si no
tiene usted nada que mandar á este humilde servidor y capellán.
--Voy junto á mi sobrina ahora mismo--respondió Gabriel retando al cura
con su decisión y con su cólera.


XXXVI

Entró medio á tientas, porque el cuarto estaba casi á oscuras, á causa
de que la jaqueca de la niña no le consentía ver luz. No tardaron sin
embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse á aquella penumbra lo
bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las
sábanas y la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al
acercarse el comandante, levantóse Juncal y se retiró discretamente. La
montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y de la cama se alzaba
ese olor especial que los enfermeros llaman _olor á calentura_, y que se
nota por más ligera que sea la fiebre.
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había
dejado; pero Gabriel la separó, é hincando una rodilla en tierra, puso
la mano derecha sobre el embozo de la sábana.
--Manuela--cuchicheó.
La enferma abrió los ojos, sin responder.
--¿Qué tal te encuentras?
--Muy bien.... algo cansada.
--¿Te incomodo?
--No señor.... Siéntese, por Dios.
--Quiero estar así. ¿Me das la mano?
Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la
pedían. Gabriel la tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña
hizo un movimiento para retirarla. Gabriel silabeó en tono suplicante:
--No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oir hablar?
--Bajito, no.
--¿Y podrás responderme?
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.
--Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?
--Ya sé los favores que le merezco--articuló la montañesa.
--Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura
estoy. Pues figúrate que en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como
favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo; no tengo á nadie, á
nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de
eso. De otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo
niegues. ¿Verdad que no? Si es facilísimo; si no te cuesta trabajo
ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué poco, y qué
sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si
estás triste, te acompaño; si enferma, te cuido; verás como discurrimos
maneras de distraerte. Y de aquello que te pedí primero, no se habla
nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿á que así me
crees?
Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida
y porfiada, daba el _no_ más redondo del mundo.
--¿No quieres? Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y
traerte á buenas? Terquita de mi alma... ¡pobrecita! respóndeme con la
boca, dime... qué hago, cómo te conquisto? Pídeme tú algo... muy
grande... muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto...
Te me has vuelto muy mala.
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el
oscuro cerco que los rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de
su tío, y dejó salir con afán:
--¿De veras me hará lo que yo le pida?
--Oro molido que fuese, monina... Dí, dí.
--¿Me da palabra?
--De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.
--Que se vaya por Dios, que se vaya á Madrid corriendo... antes que
aquel que está allí solito... y desesperado! se desespere de vez, y...
y...--No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le nublaron las
pupilas y le trabaron la voz en la garganta.
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió
el golpe como honrado y valiente, presentando el pecho y con animoso
espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, se alzó
una voz que gritaba:
--Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos
vence á los dos, es... el rey... No, el tirano del mundo!
--Así se hará, hija mía--dijo en alta voz.--¿Quieres que me marche hoy
mismo?
--Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche...--silabeó
acercando tanto su boca al oído de Gabriel, que éste sentía en la
mejilla un aliento enfermizo y volcánico.--Haga usted para que no se
desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él
vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.
--Adiós--respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo,
se inclinó sobre la montañesa y le dió un besó á bulto, hacia la sien.
* * * * *
Quiso ir á pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en
acompañarle. En lo alto de la cuesta, donde se domina á vista de pájaro
el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho con los brazos
cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el
estanque del huerto que destellaba fuego á los últimos rayos del sol, en
los lejanos picos y azuladas crestas que servían de corona al valle.
Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un
suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo
que había venido á buscar allí diez días antes, pensó, con humorística
tristeza:
--Otro caballo muerto.
Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse
ya, y eran preludio y esperanza de frescura y acaso de agua las nubes
redondas y los finos _rabos de gallo_ que salpicaban caprichosamente el
cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de
humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros
cargados de mies, y las ranas y los grillos empezaban á elevar su
sinfonía vespertina, saludando á la lluvia y al viento antes de que
hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo
era vida, vida indiferente, rítmica y serena.
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la
mirada en el valle, con una extraña mezcla de atracción y rencor,
mientras pensaba:
--Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.

FIN DEL TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO
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