La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 04

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--Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen
aquí, escupida... Con que es usted...
--Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree
usted que ahora convendría...
--Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan á Cebre, y allí
se curarán los heridos, y los asustados tomarán un trago y un bocado
para tranquilizarse... Al mayoral y al zagal les mandaremos gente que
ayude á enderezar el coche, y á llevar los caballos á la cuadra, que
falta les hace también... A bien que en Cebre ya de todas las maneras
tenían que mudar tiro... Hay herrero que empalme la lanza rota, y
carpintero que eche un remiendo á la caja... El coche no ha sufrido
grandes desperfectos... Fue más el ruido que las nueces... El que tenga
que curar algo, á mi casa enseguidita... ¿Usted ha salido ileso, señor
de Pardo?
--Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.
--Veremos... Usted no se va á la posada, que se viene á mi choza...
Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.
--Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más
aprisa de lo que pensé.
Sonrióse al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La
caravana se puso en marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno
tenía un chichón en la frente, iban locuaces y jaraneros, metiendo á
barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al
fin había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro,
que se abría á puros llantos, sin que la madre le diese más consuelo que
decirle--calla que se lo hemos de contar á papá... á papaíto,--Trampeta
con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la
curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del
marqués de Ulloa; el notario de Cebre, tan arrimadito á la moza chata,
como la moza á sus quesos; y el Arcipreste, cogido del brazo de Juncal,
flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y
resoplando.


VII

Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus
molidos cuerpos en el mesón que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste
fué á pedir hospitalidad á su correligionario el cacique Barbacana; y al
viajero de los guantes, ó sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el
médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo,
porque desde el primer instante le había _entrado_ el cuñado del
marqués,--y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las personas el
bueno de Juncal.
Agasajó á su huésped lo mejor que pudo y supo, diciéndole á cada rato
que su _señora_ estaba ausente, pero volvería dentro de un ratito, y
entonces se sentarían á _hacer penitencia_. A pesar de las ideas
avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún
más en sentido anticlerical y biliosamente demagógico, guardóse bien de
informar á don Gabriel de que la susodicha _señora_ (nombre con que se
llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas del pueblo de
Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias,
rollizos mofletes y alegres y _churrusqueiros_ ojos que tenía el país.
Por sus muchos pecados, tropezó Juncal en aquel dulce escollo desde su
llegada á Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de
enharinamiento ilícito, un día se fué, como el resto de los mortales, á
pedir al párroco la sanción de lo comenzado sin su venia. Y justo es
añadir que á su mujer, tan jovial y sencilla ahora como antes, se le
daba un ardite de la posición social, y solía decir á menudo:--Cuando
yo llevaba el pan á casa de don Fulano, ó de don Zutano...--Hasta por un
resto de afición á las cosas del oficio, había persuadido á su esposo á
que adquiriese y explotase un molino, poco distante del prado en que el
médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía ó
descansaba, la buena de _Catuxa_, que así llamaba todo Cebre á la señora
de don Máximo, era dichosa ayudando al molinero á cobrar las maquilas,
midiendo el grano, regateando la molienda á sus antiguas colegas,
charlando con ellas á pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en
la atmósfera de fino polvillo vegetal á que sus poros estaban hechos.
Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la
esperaban Máximo y Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris
como si se lo hubiesen recorrido con la borla impregnada, de polvos de
arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín
de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y
don Gabriel por su parte empezó á tratarla con tan reverente cortesía
como á la más encopetada ricahembra; pero en breve comprendió que la
complacería mudando de tono, y hablóle con llaneza festiva, sin
renunciar por eso á mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó
Juncal, que no tenía pelo de tonto, y creció su inclinación hacia el
viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.
Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo
las maderas de las ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta
de luz, y ofreció á cada convidado una rama de nogal con mucho follaje,
para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas. No
hizo ascos á la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos
platos muy gustosos, los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las
sutiles mantequillas trabajadas en figura de espantable culebrón, con
ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en
el escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron á don Gabriel
que la señora de Juncal trataba bien á su marido y le hacía grata la
vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por humillante que
parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las
mantequillas suaves de Catuxa influían á partes iguales en sosegar la
bilis del médico.
Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance
del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando
á las empresas, éstas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y
piernas rotas. Informóse don Gabriel de los antecedentes de su curioso
compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas
hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en
Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su
huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.
--¿Usted no se encuentra bien?
--No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un
poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos
levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, á ver qué ha
sido.
Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía
la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una
maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una
botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fué, como
suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don
Gabriel no se negó á gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le
hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad.
Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la
boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero, desde que
se unió en santo vínculo á Catuxa, la ignorante panadera le obligó á
practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y
dándoselo por alquitara, ó en ocasiones muy singulares, como la
presente.
Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del
primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza
desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que
representaba el _sistema venoso_, estuches y carteras de lancetas y
bisturíes, y no pocos números del _Motín_ y _Las Dominicales_ rodando
por sillas, pupitre y suelo. Despojóse don Gabriel de su americana de
paño gris á cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para
mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó
concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en
qué punto residía la lesión. Dos ó tres veces notó en el semblante del
viajero indicios de que reprimía un _¡Ay!_ Con seriedad é interés le
dijo:
--No repare usted en quejarse... Estamos á saber qué le duele, y cuánto
y cómo.
--Si he de ser franco--respondió sonriendo don Gabriel--me escuece unas
miajas. Se conoce que al tratar de mover á aquel buen señor de
Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este
brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una
dislocación del hueso.
--No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado,
aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado
siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un
labriego...
--¿Qué sucedería?
--Se lo voy á decir á usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy
hablando con una persona que me parece altamente ilustrada....
--Por Dios...
--No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen
en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan
arando, sería llamar á un _atador_ ó _algebrista_, de los infinitos que
hay por aquí....
--Curanderos?
--Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador.
Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en
contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué
lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden
reducir una fractura sin dejar cojo ó manco al paciente; después me fuí
convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del
hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas.... Con cuatro
emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa
raya en admirable...
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y
vendaba el brazo de don Gabriel.
--Creo--respondió el paciente--que usted habla así por lo mismo que
domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán
como usted en ese punto...
--Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que
persiguen de muerte á los algebristas. Los más encarnizados aún no son
los médicos, sino los veterinarios,--porque los atadores curan
indistintamente á hombres y animales, no reconociendo esta división
artificial creada por nuestro orgullo. Eh?
El médico miró á don Gabriel como reclamando su aquiescencia á este
rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la
cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.
--Y decir--murmuraba el médico ayudándole á pasar un brazo por una
manga--que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse á redentor de
un hipopótamo de cura,..... de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con
usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero
á espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto
de discutir; pero se llevó chasco, pues don Gabriel no se dió por
aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía
significar:--Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.
--Ahora--ordenó Máximo--procure usted no hacer con ese brazo movimiento
alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más
quietud.
--¡Qué diablura!--exclamó don Gabriel incorporándose.--El caso es que
para montar á caballo, tendré sin remedio que usar de él... Porque es el
izquierdo.
--Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con
la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da
la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y
bailan el walse, y otros excesos.... ¿A dónde quería usted ir? Si no es
indiscreción.
--De ninguna manera. Tengo que ir á la rectoral de Ulloa, y después á
los Pazos, á casa de... mi cuñado.
En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de
_sobrar_ ó _faltar_ que tanto acucia á los que llevan mucho tiempo de
vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al fin se
determinó, y dijo con cordialidad suma:
--Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le ví me ha
inspirado simpatía... vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no
me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy con usted ya
como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco,
y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir á
donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en
las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la
dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia, no le han
de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi
yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea,
y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ó hasta el cabo del mundo,
si se precisa!
No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos
cumplimientos á una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico,
la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:
--Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado
el percance.
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la
emoción, echó á correr hacia la puerta, gritando:
--Catalina.... Catalina!... Esposa.... Catalina!
Presentóse la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus
buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su
bermeja y apetecible boca.
--Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos
hace el favor de se quedar esta noche.
La sonrisa del ama de casa fué al oirlo más alegre todavía; sus ojos
chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las
muchachas de Cebre:
--De hoy en un año vuelva á quedarse, señor, y que sea con salú.
--_Tray_ un pañuelo de seda, mujer...--murmuró su esposo.--Hay que
hacerle un sostén para el brazo malo.
Con prontitud y no sin gracia se quitó _Catuxa_ el que llevaba á la
garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello
del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:
--¿Queda así á _gustiño_, señor?
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que
había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron
el efecto de una caricia del país natal, á donde volvía por vez primera
después de una ausencia muy prolongada.


VIII

El cuarto que dió Juncal á su huésped era en la planta baja, cerca del
comedor, y tenía puertecilla de salida á una especie de patio ó corral,
donde por el día escarbaba media docena de gallinas á la sombra de un
emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos
regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la
noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral.
Sentóse en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un
papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día,
empezó á mirar á la oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin
que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo,
en que le parece á uno más infinito el espacio, más alto é inaccesible
el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias
sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y
desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación
soñadora.
En aquellas remotas y negras profundidades nada vió al pronto don
Gabriel, pero al poco rato, fuese merced á los generosos espíritus del
añejo ron de Juncal, ó á que era para don Gabriel uno de esos momentos
en que hace crisis la vida del hombre, y éste se da cuenta exacta de que
entra en un camino nuevo y el porvenir va á ser muy diferente del
pasado, comenzó á alzarse del oscuro telón de fondo una especie de
niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y
en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas
de su existencia.
Primero se vió niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en
brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en
los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía
los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero,
sana ó enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le
llamaba _mamita_, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un
recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida,
vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que
le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el
menor pretexto. Un día--podría tener entonces Gabriel cinco años,--se le
había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la
cual poseía un canario domesticado que cantaba á maravilla y á quien
llamaban _el músico_. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre
con imitar á Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle
azúcar, y que se pusiese á redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso
cuando meneaba la cabecita á derecha é izquierda, cuando se sacudía
erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión
de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento
decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la
jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de
lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla
central, descendía al comedero á triturar un grano de alpiste, y vuelta
á la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle?
Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su
hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más ó menos trabajosamente,
trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se
hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada no conservó el
equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor! cuando ya tenía en sus
manos el deseado _músico_, pataplín! se fué de cabeza al suelo, jaula
en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y
quedóse breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró
con que tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: pero el
músico? Gabriel miró hacia todas partes, y al pronto nada vió, ó por
mejor decir, vió algo que le paralizó de terror: en una esquina, el
gatazo de la casa, tendido en postura de esfinje que acecha, contemplaba
inmóvil un punto de la estancia... Gabriel siguió la dirección de
aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún
del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje
que cubría la vidriera.... El niño perdió completamente la sangre fría,
y loco de miedo, púsose á hacer lo más conveniente para el gato: sacudir
la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un
momento, dió contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime,
vino á caer sobre la almohada de la cama de Rita.... Horror!.... el
gato en acecho pega un brinco de tigre.... ¡Adiós, musica!
Gabriel, como Caín después de matar á su hermano, había corrido á
esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y
trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y
encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas,
espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho...--Pícaro,
infame! te he de desollar vivo, muñeco del demonio! te he de estirar las
orejas hasta que sangren!--Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger
el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios
y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego
pasaban á los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después
bajaban á parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor
mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no
quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya
hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en seguida, sin
darle al culpable tiempo ni á gritar, le asieron de las muñecas, le
llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al
punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos
la brega de dos cuerpos... Giró la llave otra vez, y la _mamita_ pálida,
la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió
en brazos á su niño, lo arrebató á su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo
comió á besos y á caricias....
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel á la hermana mayor!
¡Cómo se acostumbró á envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que
fué adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con
el cual, á los diez ó doce años podía más él solo que lo que llamaba
despreciativamente el gallinero de sus hermanas!
Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose
por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día
siguiente, y merced á la fuerza y precisión con que se nos presentan
ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como
en el cristal de un claro espejo, al estudiantino inclinado sobre el
libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano á los mechones de pelo
que le caían sobre la frente, ó pintando soldados con fusil al hombro y
barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas,
mientras torturaba la memoria para incrustar en ella por ejemplo, los
_pretéritos_ y _supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere,
monui, mónitum, avisar_... que los compañeros de clase se apuntaban unos
á otros de esta manera: _mono, mona, monitos, monitas, micos_... Al
recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas
veces recordaba haberse levantado y llamado á su hermana!
--Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.
Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el
colegio de artillería de Segovia, los días terribles de la _novatada_,
la sujeción al _galonista_, el llanto de furor reconcentrado que le
abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y
embetunarle las botas... Y siempre el recuerdo de su hermana, para la
cual, más bien que para su padre, se hizo fotografiar apenas vistió,
radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual
hablaba á sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y
exageración, que alguno de ellos, sin conocerla, se puso á escribirle
cartitas amorosas que leía á Gabriel... Luego, la confusión abrumadora
de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta
abstrusidad como tenían que meterse en la divina chola para los
exámenes... Ahora que Gabriel reflexionaba acerca de tales estudios y
mentalmente pasaba lista á sus compañeros de academia, maravillábase
pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta
trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio,
no había salido ningún portentoso geómetra, ningún autor de obras
profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico consumado, y al
contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al
terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, ó rebasase del
nivel de las inteligencias medianas... Mucho caviló sobre el caso don
Gabriel, y vino á dar en que la balumba algebraica, el cálculo, las
geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y
carretilla, á fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los
exámenes; que los alumnos salían á la pizarra como sale el
prestidigitador al tablado, á hacer un juego de cubiletes en que no toma
parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin
el desarrollo armonioso y correlativo de la razón, antes que provechosa
era funesta, matando en germen las facultades naturales y apabullando la
masa encefálica que venía á quedarse como un higo paso. Todo esto se le
había ocurrido á _posteriori_. En el colegio estaba lleno su corazón de
esa buena fe absoluta de los primeros años de la vida, y ni soñaba en
discutir las opiniones admitidas y las fórmulas consagradas: creía
cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que
ciertos profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo
bastante, por encontrarse un tantico _guillados_ del abuso de las
matemáticas... Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago á
repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó á aprender todas aquellas
diabluras del programa, y como su inteligencia era sensible y fresca su
retentiva, adelantó, adelantó... Recordaba, no sin cierta lástima de sí
mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los
profesores, despertósele la emulación, no perdió curso...
Sólo hubo una temporada, poco antes de salir á teniente, en que atrasó
bastante, poniéndose á dos dedos de ser _perdigón_. Fué al recibir la
noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha... Se la escribió su
padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes,
pues el hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel
recordaba que en el primer momento sólo había sentido un asombro muy
grande al ver que semejante desgracia no le producía más efecto. Con la
carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista á todos
los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las
camas. Hasta recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la
levita de uniforme, faena interrumpida cuando llegó la carta fatal.
Luego, de repente, daba dos ó tres pasos vacilantes, sepultaba el rostro
en la almohada de su lecho, y empezaba á llorar á gotitas menudas,
rápidas, que se le metían entre el naciente bigote y de allí se le
colaban á los labios, con un sabor tan amargo!
¡Su pobre _mamita_! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con
qué orgullo había comprado, de sus economías, una sortija de oro para
regalársela en su boda! ¡Qué admiración gozosa, unida á unos asomos de
infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una
chiquilla... ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora... fría,
callada, apagados aquellos dulces y vagos ojos, metida en un ataúd,
muerta, muerta, muerta!
Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días, ¡Cómo
le mortificaban los consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien
intencionados, eso sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón,
como suelen ser los afectos en la zonza é ingrata edad de la
adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, ó á ver
una compañía de zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico.
A los ocho días se le declaraba una fiebre nerviosa, en la cual le
contaron que había delirado con su _mamita_, diciendo que quería irse
junto á ella, al cielo ó al infierno, donde estuviese... Pronto
convaleció, y quedó más fuerte y más hombre, como si aquella fiebre
hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía, acaso
retrasada por estudios prematuros... Salió á teniente, y recordaba el
orgullo de los galones y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado,
que se propuso no afeitar nunca.
Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los
colegios de carreras especiales, y señaladamente el de artillería:
segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden, andando el tiempo,
los que poseen gran espontaneidad ó cierto instinto crítico, y que
sobrevive aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de
la carrera y manifiestan que les causa hondo hastío el uniforme...
Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel muchacho que
salió del colegio tan artillero, tan imbuído de ciertas altaneras
niñerías que se llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa
superioridad del arma de artillería sobre todas las demás del ejército
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