La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 16

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--Bien, ya estamos en eso--contestaba muy serio el gañán, entre la
algazara y regocijo del ateneo de Ulloa.
Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es
de saber que en tiempo de verano, y más si el calor arreciaba, y con
doble motivo si era en días de maja y siega, el ateneo trasladaba el
local de sus sesiones de la cocina, á la parte del huerto lindante con
la era: colocábanse allí bancos, _tallos_, cestas volcadas panza
arriba, y sin derrochar más candela que la que los astros ó la luna
ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio
y el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban
yescas para el cigarro, y la conversación giraba sobre temas de
actualidad, agrícolas y rurales.
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí
Gabriel Pardo, que regresaba de su tremendo viaje á través del valle de
Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan viva y refulgente, no
bastaba á descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien
se podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el
primer ateneísta que le salió al paso:
--Dónde está Perucho?
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más
selecta que pudo encontrar, respondió lo que sigue:
--Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú... Quizásmente que
aún no tendrá voltado, _en atención_ á que no se ha visto por aquí su
comparecencia...
--¡Falso! Es usted un embustero--gritó brutalmente el comandante, ciego
de dolor y necesitado, con necesidad física, de desahogar en
alguien y de hacer daño... de pegar fuego á los Pazos, si
pudiese.--¡Ea!--añadió--á decirme dónde está su hijo de usted ó lo que
sea... ¡Aquí no vale encubrir!
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar
la cresta, estirar el cuello, y exhalar este sonoro quiquiriquí:
--Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas
son palabras muy mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir,
no me premiten...
--Eh... ¿quién le cuenta á usted nada? ¿Qué se me importa por
usted?--vociferó Gabriel nuevamente.--A quien necesito es á Perucho...
Llámenle ustedes, pero en seguida.
--Ha de estar en la era--indicó tímidamente el pastor.
Gabriel no quiso oir más, y desapareció como un rehilete en dirección
de la era. Encontróla brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y
mozos bailaba el _contrapás_, al són de la pandereta y la flauta; la
tañedora de pandero cantaba esta copla:
_A lua vay encuberta..._
_a min pouco se me dá:_
_a lua que a min m’alumbra_
_dentro do meu peito está._
Oíala como en sueños el comandante, detenido á la entrada y presa
entonces de un paroxismo de ira que le hacía temblar como la vara verde:
Calma... sosiego... voy á echarlo todo á perder... decía consigo mismo;
y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y
presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera
llamarse la _insurgente_, le tenía entre sus uñas de fierecilla
desencadenada, y le soplaba al oído:--Qué gusto coger un palo... entrar
en la era... deslomar á estacazos á todo el mundo... arrimar un fósforo
á las medas... armar el revólver, y en un santiamén... pun, pun... á
éste quiero, á éste no quiero...
A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres
del vecindario: y delante, en pie, algo ensimismado, á Perucho en
persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la mano en el hombro; y al
_tenemos que hablar_ del comandante, estremecióse el montañés, pero
respondió con súbita firmeza:
--Cuando usted guste.
--Ahora mismo.
--Bueno, ya voy.
Echó delante el mozo, y siguióle Pardo, sin añadir palabra. Alejándose
de la gente, atravesaron el huerto, entraron en el corredor, llegaron á
la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con cuchara de
palo, algo que olía á fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse,
tomó una candileja de petróleo encendida, y guió á las habitaciones de
la familia del Gallo, entre las cuales se contaba cierta salita, orgullo
y prez del mayordomo, porque en seis leguas á la redonda, sin exceptuar
las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme á
las exigencias del gusto moderno, sin que le faltase siquiera--¡lujo
inaudito, refinamiento increíble!--un _entredós_ en vez de consola; un
entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de un metal
que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente á este mueble, en
que el Gallo tenía puesto su corazón, un soberbio diván de _repis_
amarillo canario convidaba al reposo, y Perucho, dejando la candileja
sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si
gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza
erguida, resuelto el ademán, algo pálidas, contra lo acostumbrado, las
mejillas, y pronunciando en tono que á Gabriel le sonó provocativo:
--Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?
El comandante midió de alto á bajo al bastardo, frunciendo la boca, con
el gesto de desprecio más claro y más enérgico que pudo; acercóse luego
á la puerta, y dió vuelta á la llave, que halló puesta por dentro; y
volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:
--¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy á
darte tu merecido, canalla! ¡A ti y á la perra que te parió! ¡Mamarracho
indecente!
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra
persona; y allá en el fondo de su sér, las comentaba una voz,
susurrando:--Es demasiado, ese hombre habla como un loco.--Y no podía,
no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética.--Por
lo que hace á Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó
lo mismo que si le hincasen en la carne un alfiler candente; desvió y
echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como para
arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba
á sus facciones correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un
rostro de Apolo flechero.
--No... no me tutee usted--balbuceó reprimiéndose todavía--no me tutee
ni me insulte... porque tan cierto como que Dios está en el cielo y nos
oye...
--¿Qué harás, bergante?
--Lo va usted á saber ahora mismo--gritó el montañés, cuyos ojos eran
dos llamas oscuras en una máscara trágica de alabastro. Un segundo duró
para Gabriel la visión de aquel rostro admirable, porque
instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes
se le adaptaban al cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la
respiración. Intentó defenderse lo mejor posible, tenía los brazos en
alto y libres y podía herir á su contrario en el rostro, arañarle,
tirarle del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo
femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña cosa! al verse cogido en la
formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo á quien venía
á confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal é
instintivo de su sangre se calmaron como por obra de un conjuro, y hasta
le pareció que experimentaba simpatía por el brioso mozo. Todo fué como
un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el
montañés tenía á su rival á dos dedos del suelo, aprestándose á ponerle
en el pecho la rodilla. Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y
librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera pasado su enemigo, á
no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba
acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que
hacía la felicidad del Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de
seis leguas en contorno acertaba á sentarse en ella sino después de
reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de
los dos combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el
grupo vino á tierra, haciendo la dichosa mecedora el oficio de Beltrán
Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que estaba encima, se
halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio que el de su propio peso y
corpulencia, con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de
conservación, le sujetó y contuvo, teniéndole cogidas las muñecas é
hincándole la rodilla en el estómago.
--¡Máteme, ya que puede!--tartamudeaba el montañés.--Máteme ó suélteme,
para que yo... le... ahog...
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando
sobre su pecho, le impedía respirar: Terminó la frase con un ¡z! ¡z! ¡z!
cada vez más fatigoso... Vió en el espacio unas lucecitas amarillentas y
moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que
decía:
--Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.
Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dió dos ó tres pasos
sin objeto; se pasó la diestra por los ojos, y miró al artillero
fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy distinta de la
furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los puños, y
bajando la cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó. Gabriel
adelantó las manos para parar el golpe, con calma desdeñosa; entonces,
el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dió media vuelta, y
encogiéndose de hombros, exclamó:
--Yo no pego á quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos
jugando, ó qué?
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción,
dueño de sí y capaz de regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me
he comportado como un bruto; he hablado como un demente. A bien que en
mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como me da, yo me
dejaría atrás á todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo...
Pero ahora se me figura que ya lo tengo de sobra.
--Oiga usted...--dijo á Perucho, tosiendo, para afianzar la voz.--Le he
maltratado á usted hace un instante; hice mal, y lo reconozco. Es
decir: no me faltan motivos de hablarle á usted con toda la dureza
posible; pero con razones, no con injurias... Debí empezar por ahí.
--Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.
--Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le
tuteo, ni le ofendo en lo más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente
y ajustar cuentas, de las cuales no he de perdonarle á usted un céntimo
si sale alcanzado... Vuelvo á rogarle que se siente.
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco ademán, arreglándose
maquinalmente el cuello y la corbata, que ya no tenía muy en orden antes
y que con la refriega se habían insubordinado por completo. Ocupó
Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó á mecerse con movimiento
automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fué un trabucazo.
--¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).

--¿Y á qué viene eso?--contestó el mozo.
--¿No está usted cansado de conocer á mis padres? Déjeme usted en paz.
--¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se
ha atrevido usted... á poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha
atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba de enojo aún) á
levantarse hasta dónde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil
(acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza
ajena para... apoderarse de... una señorita... y... abusar de ella,
cuando come el pan de su casa!
Perucho contenía los bramidos que se le venían á la laringe, y oía
royéndose la uña del pulgar con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre.
Al fin pudo formar voz humana en la garganta.
--Quien... quien abusa es usted, señor de Pardo... Sí, señor, abusa
usted de mi posición, de verme un infeliz, un hijo de pobres, un
desdichado que no se puede reponer contra usted como corresponde... Pero
me repondré, caramba si me repondré... que tampoco no es uno ningún
sapo, para dejarse patear sin volverse á quien lo patea... Y nos veremos
las caras donde usted guste, que aunque me ve sin pelo en ella, soy
hombre para cualquier hombre, y á mí no me espantan palabras ni obras...
Y si á obras vamos... si se trata de romperse el alma por Manuela,
porque usted la quiere para sí y ha venido á hacerle los cocos...
¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en paz... También le puedo contar
algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo otra
vez... Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y
que tumba y que dale... De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho;
porque, según le oí á mi madre, más dinero le debía á mi abuelo la casa
de los Pazos que mi abuelo á ella... De ser Manola mi señorita... cierto
que ella es hija de un señor... pero maldito si se conoció nunca que lo
fuese... Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni
de señoríos; y nadie nos recordó nuestra condición desigual, hasta que
cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de la Lage...
Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la
quisiese más que yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se
acordase de ella, no señor, ni su padre, usted lo oye? ni su padre...
Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé á
andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando
llovía, le dí las sopas, le guardé el sueño, y le discurrí los juguetes
y las diversiones... Yo le enseñé lo poco que sabe de leer y escribir,
que sino, ahora estaría firmando con una cruz... Yo la defendí una vez
de un perro de rabia... ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No,
que en los pueblos eso no se ve nunca! Pues al perro, con aquellos ojos
encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no de lejos, sino
desde cerquita, así, echándome á él, machacándole la cabeza con una
piedra grande, mientras la chiquilla lloraba muerta de miedo... ¡Si no
estoy yo allí, á tales horas Manola es ánima del purgatorio! En el brazo
y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era fuerte, y
allí se quedó la baba... Otra vez la cogí á la orillita de un barranco,
que si me descuido, al Avieiro se me larga... Yo me quemé la mano en el
horno por sacarle una bolla caliente, que se le había antojado... ¿ve
usted...? aquí anda todavía la señal... Y yo por ella me echaría de
cabeza al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo... Ni ella
tiene sino á mí, ni yo sino á ella. ¿Que es usted su tío? ¿Y qué?, ¿Se
ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba usted
por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella
siempre... hasta morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como
usted... ni el mismo Dios del cielo que bajase con toda la corte
celestial! me la quitan. Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que
verla casada con usted!
El montañés hablaba con presteza, accionando mucho, como escupiendo
palabras y pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su
gallarda persona y su acción fogosa y expresiva parecían no caber en la
ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra espacio en un
escenario estrecho; y á cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en
inminente peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de
perritos y gatitos de loza, las figuras de yeso teñidas con purpurina
imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus
excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la
ciencia suntuaria de nuestra época, que hasta cultivaba el _bibelot_.
Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo y meditabundo; á
veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan
juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve
la escena de un drama magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo
mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en proporciones y
rayase en horrenda é invencible catástrofe... Viendo callado al
artillero, Perucho se persuadió de que lo convencía, y continuó con más
calor aún:
--Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro
y me refutro en ellas... Que el padrino gaste su dinero en lo que se le
antoje; que lo gaste en cohetes, ó lo dé á los pobres de la parroquia.
Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera ó
sin ella... yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la
hija de un labriego; no necesita lujos ni sedas; yo menos todavía. Mi
madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me dará... Y
si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá
en el monte, frente á las Poldras, vivimos como unos reyes, sin
acordarnos del mundo y sus engañifas... Casualmente lo único para que
sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano nací
y paisano he de morir, con la tierra pegada á las manos... Una casita y
una heredad y una pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan
infelices que eso nos falte,... y en teniendo eso, que se ría el mundo
de mí, que yo me reiré del mundo... y estaré como en el cielo, y Manola
también... mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le
quiere, no le quiere y no le quiere.
Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo
definitivamente vencido y arrastrado por la corriente de simpatía que
empezaba á ablandarle desde que había jadeado entre los brazos fuertes
del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo á impulso irresistible,
tendió la mano para darle una palmada en el hombro; hízose atrás
Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que no era sino halago.
--¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué!--exclamó el
artillero, cuya noble fisonomía respiraba ya concordia y bondad al par
que dolor y pena.--Tan no hay de qué, que se va usted á pasmar... Déme
usted esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí... He
procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted
supiese cómo me estaba doliendo el alma, y cómo me duele aún... No
conserve usted nada contra mí: déme la mano...
Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.
--Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con
esos desprecios de antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza
es de todo el mundo.
--Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago
día... Motivo me ha sobrado para ello. ¡Oigame usted, por lo que más
quiera! Por... por mi sobrina. Déme usted su palabra de que hará lo que
voy á rogarle.
--No señor, no; yo no prometo nada tocante á Manola. ¿Y á qué viene
mentir? Mejor es desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo
prometa. Ahora prometería, pongo por caso, no arrimarme á ella en
jamás, y de contado me volvería á pegar á sus faldas. Imposibles no se
han de pedir á nadie.
--No es eso... ¡Si usted no me oye...!
--¿No es nada de dejar á Manoliña?
--No... Es que me prometa usted que de lo que vamos á hablar no dirá
usted palabra á nadie... ¡á nadie de este mundo!
--Corriente. Si no es más que eso...
--No más.
--Pues venga.
--No--replicó Gabriel bajando la voz...--Aquí no... Acompáñeme usted á
mi cuarto... Tengo excelente oído... y juraría que anda gente en el
corredor.


XXVIII

Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la
puerta, estuvieron á punto de aplastar entre hoja y pared la nariz del
Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al impensado portazo,
lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé
qué fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba á mostrarse
atento con las personas que visitaban su domicilio. Pero Gabriel y
Perucho cruzaron por delante de él como sombras chinescas, y no le
hicieron maldito el caso. Lo cual, unido á otros singulares incidentes,
la ira de Gabriel, su afán por encontrar á Perucho, lo extraño de la
entrevista, la encerrona, le puso en alarma y despertó su aguda
suspicacia labriega. Rascóse primero detrás de la oreja, luego al través
de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente á deliberar
y á dar desde luego no muy lejos del hito.
Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de éste, se encontraron á
oscuras: el montañés rascó un fósforo contra el pantalón, y encendió la
bujía; el artillero acudió á echar la llave, prevención contra
importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercóse á la ventana,
bastante desviada de la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse.
Recostado en la pared, con la izquierda metida en el seno, al modo de
los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído á lo largo del
muslo, una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta
del pie, Perucho aguardaba, animoso y resuelto, como el que no ha de
transigir ni renunciar por más que hagan y digan. Con las manos en los
bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola
un poco de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente,
Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres pasitos arriba, tres abajo. Al
fin hizo un movimiento de hombros como diciendo--pecho al agua--y,
súbitamente, se enderezó, encaróse con el montañés y articuló lo que
sigue:
--Vamos claros... ¿Usted sabe ó no sabe que es hermano de Manuela?
Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le
salió el cálculo fallido. El montañés abrió los brazos, la boca, los
ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y el espanto;
enarcó las cejas, ensanchó la nariz... fué, por breves momentos, una
estatua clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo,
que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar la exclamación que ya se
asomaba á los labios, poco á poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó
los ojos, y se vió claramente en su fisonomía el paso del tropel de
ideas que se agolpan de improviso á un cerebro, la asociación de
reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz, extirpan una
ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación,
la que el enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la
virtud de la adorada hija, se resisten, se niegan á recibir, hasta que
les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un mazazo en el
cráneo.
--¡No!--balbuceó en ronca voz.--No, Jesús, Señor, no, no puede ser...
usted... vamos á ver... ¿ha venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues
diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear... ¡No se divierta
conmigo! Jesús... ¡ay Dios!
Llevóse ambas manos á los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con
uno de esos ademanes primitivos que suele tener la mujer del pueblo á
vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo tiempo quebrantaba un
gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose á poco, se
cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.
--Mire usted, á mi no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado
aquí traído por el diablo, para engañarme y engañar á todo el mundo...
Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo jure el Espíritu Santo...
Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque...
porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser...
¡Madre mía del Corpiño! No puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de
quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me mate, confiéseme
que mintió... para quitarme á Manola...!
Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el
hombro; después le miró de hito en hito, poniendo en los ojos y en la
expresión de la cara el alma desnuda.
--La mitad de mi vida daría yo--dijo con inmensa nobleza--por tener la
seguridad de que en sus venas de usted no corre una gota de la sangre
de Moscoso. Créame... ¿No me cree? Sí, lo estoy viendo; me cree usted...
Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos... yo,
Gabriel Pardo de la Lage, que soy... ¡qué diablos! ¡un hombre de
bien...! me comprometía á casarlo á usted con mi sobrina. Porque he
visto lo que usted la quiere... y porque... porque sería lo mejor para
todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?
Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de
aquiescencia. Gabriel prosiguió:
--No solamente mi cuñado le tiene á usted por hijo suyo, sino que le
quiere entrañablemente, todo cuanto él es capaz de querer... más que á
Manuela, ¡cien veces más! y hoy, si se descuida, delante de todos los
majadores le llama á usted... lo que usted es. Su propósito es
reconocerle, y después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que
pueda... Su padrastro de usted lo sabe; su madre... ¡figúrese usted!
y... ¡es inconcebible que no haya llegado á conocimiento de usted jamás!

--Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho las mujeres en la feria y los
estudiantes en Orense... Pero pensé que era guasa, por reirse de mí, y
porque el... padrino... me daba carrera... Estuve ciego, ciego! Ay Dios
mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! Lo que me sucede... lo que
me sucede! Pobre, infeliz Manola!
Gimió esto cubriendo y abofeteando á la vez el rostro con las palmas; y
á pasos inciertos, como los que se dan en el primer período de la
embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor, sobre la cama de
Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel
acudió y le obligó á levantarse, luchando á brazo partido con aquella
desesperación juvenil que no quería consuelo.
--Vamos, serénese usted... Qué hace usted, qué remedia con ponerse así?
Serenidad... un poco de reflexión... Venga usted, criatura, venga á
sentarse en el sofá... Calma... calma! Con esos extremos lo echa usted
más á perder... Venga usted... Respire un poco!
En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió á dejar caer
la cabeza sobre los brazos, y á esconder la cara, con el mismo
movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira á agonizar sola y
oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera
nerviosa, que ya les tiene incapaces de ver, de oir, ni de atender á las
caricias que les hacen.
--Sosiéguese usted--repetía el artillero.--¿Quiere usted un sorbo de
agua? Ea, ánimo, qué vergüenza! Sea usted hombre.
Se volvió rugiendo.
--Soy hombre, aunque parezco chiquillo... Hombre para cualquiera,
repuño! Pero soy el hombre más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa
del cielo... y un infame... sí, un infame, el infame de los infames...
Hoy mismo, hoy--y se retorcía las manos--he perdido á... á una santa de
Dios, á Manola, _malpocado_... Debían quemarme como la Inquisición á
las brujas... Que no quemase á la condenada que nos echó, esta mañana la
paulina... y nos hizo mal de ojo, por fuerza! Maldito de mí, maldito...
Pero qué más casti...
Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al
empuje del dolor, se recostó en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo
camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras penas graves de la
vida--lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo
su cauce, van á caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de
infinita piedad, Gabriel instintivamente le alisó los bucles de crespa
seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la última cena de Jesús;
y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor
encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.
--Que llore, que llore... Le conviene.
Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés
temblor nervioso, y un ¡ay! entrecortado y plañidero, del todo
infantil, infundía á Gabriel tentaciones de estrecharle y acariciarle
como á un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los
puños en los ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo
con ancha aspiración de aire. Pardo le cogió, le sujetó, temeroso de
algún acceso de rabia.
--No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También
es fuerte cosa! ¡Le matan á uno, y luego ni le dejan menearse!
--¿Es que quiere usted matar... por su parte... á Manuela? ¿Eh? ¿Se
trata de eso? Le leo á usted en la cara... y le sujeto para que no dé la
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