La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 10

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--Del tiempo de los moros--exclamó al fin muy formal.
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:
--¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo á contar nada. ¡Cuidado ahí!
Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!
Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un
riachuelo que después se tendía encharcándose, antes de llegar al
molino, invisible aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos,
en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie
de la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen
lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una continuación
del prado: Manuela avisó al artillero, cogiéndole del brazo, para que no
metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la charca se
arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo:
daba grima pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo.
Espadañas, gladiolos y juncos elevaban sus lanzas airosas al borde del
agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel, al
posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase,
misterioso y grave, el ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de
pronto.
--¿Sabe pescar?--dijo á su tío.
--¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...
--¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos
una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para
que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la
presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que
remangarse...
--Vea usted--pensaba para sí el artillero.--¿De qué me sirven aquí
filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar á esta
criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un sér inútil.
Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual
emergían los escobones de las poas y las flores rosas de la salvia: el
agua se precipitaba espumante, pero Manuela vió con sorpresa paradas las
paletas del molino.
--Hoy no muele--dijo meneando la cabeza.--Ya me figuro por qué será;
pero venga, que preguntamos.
Desandó lo andado, y volviendo á meterse por entre los olmos, torció á
la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la
de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje,
atado á una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y
arrojándose á morder; pero á la puerta de una casuca asomó una mujer
anciana, y amansó al fiel vigilante con un--¡Quieto, can!--que en sus
labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una
visita.
--Entren, entren, mi ama y la compañía--suplicaba obsequiosamente la
vieja, riéndose con desdentada boca. Gabriel miró á la mujer y la
encontró típica. Representaba unos sesenta años: el sol había curtido su
piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y
la lisura de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos
grises, incoloros, hacían un guiño entre malicioso y humilde; su
pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color y la
sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado
á la usanza campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos
cruzadas encima de la frente, á modo de orejas de liebre. Llevaba
pendientes de prehistórica forma, parecidos á los que tal vez se
encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su
pecho dejaba adivinar senos flojos de hembra cansada de criar numerosa
prole. Remangadas las mangas de la camisa, se ostentaba su brazo--un
poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al
escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol,
eran gruesos troncos negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve
sobre la carne terrosa, parecida á barro groseramente cocido.--El
semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba á
los visitadores hacia su casa como si les fuese á hacer los honores de
un palacio.
A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven
jugar ante todas las casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo
casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae hasta la nariz,
barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que
respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan
fascinados de terror en el que llega, el índice metido en la boca, y
suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con cinta
negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo á
Manolita y Gabriel, le dió un pequeño lapo para que se apartase, y en
dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces y con las mismas
palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que á éste y á su
hermana los había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con
sosiego, que hacía más de dos horas que pedían _bola_, aun antes de
estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le bastaba
haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.
--Son los chiquillos del molinero--dijo Manolita alzando al muñeco
panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo
peor que le cubría nariz y boca.--¿Y... por qué no está hoy su hijo en
el molino, señora Andrea?--preguntó á la vieja.
--¡Ay mi ama... palomiña querida!--exclamó lastimosamente ésta,
levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna
gran iniquidad.--¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega...
de la maja... no sabe cómo andan, paloma?
Al entrar en la casa, lo primero que vió Gabriel fueron las cabezas de
dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi á flor de suelo,
saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado y otro, haces de
hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores
habitaciones de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde
treparon todos, y tras ellos, á gatas, el chicuelo. Arriba encontraron á
su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita de
facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondióles
la vieja con afable sonrisa:
--De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...
Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella
criaturita poco más alta que un abanico cerrado, aquel sér lindo y
frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda gruesa, áspera,
enrollada á aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible
fantasía le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar á la niña; todo
paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se
había dejado en los Pazos el portamonedas, y sólo encontró el pañuelo.
Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular
blanco, y las iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello á
la chiquilla, que bajaba los ojos asombrada y dudosa entre reir ó
llorar.
--¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague--gritó la abuela con
mucha severidad; por lo cual la niña, volviendo la cabeza, optó por
hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el
_leito_ ó cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja
fresca sobre una tarima desde que se le había muerto su _difuntiño_, no
podía dormir sino allí, porque tenía miedo en el antiguo _leito_. Los
chiquillos dormirían... sabe Dios dónde: abajo, al calor del establo de
los bueyes, ó tal vez en el horno. Dos ó tres gatos cachorros
correteaban por allí, magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en
el país les curan radicalmente cercenándoles de un hachazo la punta del
rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió á recibir á la gente que
bajaba del sobrado: era de los que llaman _malteses_, fondo blanco,
manchas anaranjadas y negras distribuídas con la graciosa disimetría que
embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo
rubio descender solito por la escalera sin balaústre: la abuela se
encogió de hombros: ¡bah! á los chiquillos los guarda el diablo: ¿pues
no se había quedado un día colgado del primer escalón, sosteniéndose con
las uñas y berreando hasta que lo fueron á coger? Esa clase de hierba
nunca muere... Que pasasen, que verían su bolla... Entraron en la
cocina, que cogía á la derecha tanto trecho como los establos y el
sobrado: recibía luz por la puerta de la división de tablas, que
comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el
techado á tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de
brasa de unos _tallos_ ó troncos menudos que ardían en el hogar.
Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente un magnífico pan,
una soberbia torta de _brona_, color de castaña madura, bien redonda,
bien cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando
un enrejado romboidal. Alumbró después con su fósforo las profundidades
del horno, cuya boca guarnecían ascuas inflamadas, y allá en el fondo se
vieron tres ó cuatro torterones enormes, que acababan de cocerse. En el
hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto
misterioso, que sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio.
La vieja partió la torta, y alargó un pedazo á Gabriel y otro á
Manolita, rogándoles que _no la despreciasen_, que probasen _su
pobreza_. Hincaron el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el
cortezón, descubría una masa amarilla, caliente y sabrosa, que Manuela
alabó mucho.
--Pero, señora Andrea, ¿qué le echa á la brona? Por fuerza esta mujer es
_meiga_, y tiene algún secreto... Si parece bizcocho de Vilamorta.
--¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera _mistura_ llevó, que se nos acabó el
centeno y está el nuevo por majar aún... Cuando lo haya, entonces me ha
de venir á probar mi _bola_...
--Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta,
tío Gabriel?
--Riquísima..... La mejor prueba es que he despachado la mía ya..... ¿Me
das de la tuya?
--Tome, tome, señor--murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al
ver, á la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina
implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y
la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y
no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de
Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.
--Señor--dijo en tono quejumbroso--¿y no le ha de decir al señor marqués
ó al señor Angel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa,
señor, sin defensa para el invierno... ¿Si entra gente mala y nos roban
nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama ¿no lo ha de decir en casa, por
el alma de quien la parió, paloma?
--Calle, calle--respondía Manuela;--que si les hiciesen caso, estaría
siempre el carpintero amañándoles algo.
--Pero mire, santa, mire...--Y la vieja arrancaba con los dedos astillas
del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los
chiquillos, domesticados ya, venían á enredarse entre las piernas:
Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y
repartirlas á aquella tropa.
--Os he de traer una cosa...--les dijo besándolos con tanta resolución
como su sobrina. El rapaz continuaba con su _pucho_ encasquetado; la
abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:
--¿No se dice _besustélamano_? ¿Ó cómo se dice?--Y arrancando la
cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró á Gabriel metiendo los
cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que
era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero
al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? pues con la hoz
de segar la yerba, lo había segado, perdonando ustedes... y así estaba
ahora, que parecía un Antruejo (_Antroido_). Con esto, la buena de la
vieja acompañó á las visitas hasta el límite de su era, á fin de
librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy
dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.
--Vaya, ¿se divirtió?--preguntó Manuela muy risueña al salir.
--No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas
distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me
divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo. ¿No te parece á ti
que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres
gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren,
de lo que piensan...?
--¡Ay! son tantas cosas las que necesitan... Á mí y á Perucho nos
rompen siempre los oídos pidiendo... Que una _chaminé_ porque los mata
el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fué mala; que perdón
de la renta de castañas porque no se cogieron... El diablo y su madre.
Si uno pudiera... Pero mi padre y Angel no hacen caso maldito... Son muy
pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo... dar... les doy lo que
tengo: toda mi ropa vieja... pero es poquita.
Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas,
sintió al oir estas frases, que dijo Manolita con acento alegre é
indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal
manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego
que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de
la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en
tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era,
áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar é
íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de
cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de
aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por
palabras ó movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y
Gabriel presentía enagenado los deliciosos relieves que un hombre como
él sabría imprimirle. Resolvió no espantar á la cierva, no insinuarse
más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas,
haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y
aguardar un momento favorable.
Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la
faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:
--Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?
--Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.


XVIII

La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más
apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los
aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua
florida venían á traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y
los pollos--en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los
labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.
El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden
compararse con los asistentes de militares, porque además de una
lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reunen todas las
buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía
servir de modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo,
á quien Goros--que así se llamaba el sirviente--había cuidado y asistido
hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel, con tanto
esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar á Goros, el cura de
Ulloa resolvió el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida
práctica sin admitir en casa mujeres. Goros tenía cuidado de levantarse
por la mañana muy temprano, y de despertar á su amo, pues según decía él
en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica,
_el clérigo y el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo_; y cuando
el párroco volvía de misar, le aguardaba ya un chocolate hecho al modo
conventual, con una onza de cacao mitad caracas y mitad guayaquil, macho
y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía ó
asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba á
guisar la comida, no sin haber entregado á medio día la llave de la
iglesia al sacristán, para que tocase á las Ave-Marías. A la una,
contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la
hora que estaba _al caer_, llamaba á su amo y le servía con diligencia
la apetitosa aunque frugal refacción: la taza de caldo de patatas ó
verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y
garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el
queso en invierno, el vinillo clarete, con olor á silvestre viola. El
cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros notaba sus
inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba
jamás de acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de
dorarle la sopa de pan, porque sabía que le gustaba así. Por la tarde,
cuando el cura dormía su breve siesta ó recorría el huerto con las
manos á la espalda embelesándose en notar lo que había crecido desde el
año pasado un arbusto, ó se iba á visitar á algún feligrés enfermo ó á
cuidar del ornato de la iglesia y el cementerio, lidiaba el bueno de
Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles, enviaba al
pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego
bajaba al río, y con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda
la ropa blanca, que lo hacía primorosamente, así como aplancharla y
estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas, en forma de
corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas
las únicas habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las
noches, á la luz de una candileja de petróleo, provisto de un dedal
perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras, bizcando
del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una
aguja, apretando entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes
había retorcido y humedecido para aguzarlo; y cumplida la ardua faena de
enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse á pegar
botones á los calzoncillos, echar remiendos á las camisas, poner
bolsillos nuevos á los pantalones y aun zurcir las punteras de los
calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero sí muy firme,
como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de
invierno, junto á la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado
en el banco, Goros, con sus manos cansadas de labrar la tierra todo el
día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la palma y los
pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y á eso se debían
las buenas medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el
señor cura.
Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por
los lazos de la sangre ó para la propagación y conservación de la
especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en gracia de Dios y
con cierta afectuosa comunicación de intereses y servicios, el cura de
Ulloa había reconstruído con Goros el hogar que perdiera al fallecer su
madre. Y en cierto modo, hasta donde puede aplicarse la frase á dos
individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El criado era para
el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela
del zapato, quien le impedía desmayarse de necesidad ó perecer transido
de frío en invierno. Por Goros tenía tejas en el tejado, leña que quemar
en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el
desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por
Goros le quedaban unos reales para traer de Cebre candela, lienzo,
aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba nada en aquella
rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y
abastecida de lo indispensable.
Cuando Goros entró á servir al cura, hacía dos años que éste había
perdido á su madre y despabilado las economías de la difunta entre
caridades, préstamos sin interés á feligreses pobres, ropa para la
iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el
gobierno de la casa se habían sucedido dos viejas brujas, á cual más
holgazana, ávida é impudente, porque el cura de Ulloa, al tomarlas, no
les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas unas
láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era
intransigente, y sentía que no bastaba ser bueno, que era preciso
también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las mejores
intenciones se da á veces pasto á la calumnia. Las dos Parcas dejaron la
rectoral desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al
principio de su misión restauradora. El cura casi no le daba un ochavo
para sus gobiernos, y el fámulo no sabía á qué santo encomendarse. Poco
á poco fué tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto
imperio sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, á las
dádivas impremeditadas, á los feligreses morosos en el pago de derechos,
á los préstamos sin interés, al chorrear continuo de limosnitas pequeñas
que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el
presbiterio con qué arrimar el puchero á la lumbre. Y sin que el cura lo
notase, ni pudiese evitarlo, Goros empezó á luchar por la existencia,
defendiendo al pastor contra las ovejas que amenazaban tragárselo, como
la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de Ulloa.
Goros se hizo recaudador, y á veces, con el instinto de rapacidad que
caracteriza al aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas
cantidades prestadas, é introdujo severo orden en los gastos
equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por
no pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda,
diciéndole:--Mira si hay cuartos... dime si tenemos para esto ó para lo
otro.--Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho intendente ya,
equilibró el presupuesto, realizando varias combinaciones que traía
entre ceja y ceja desde su llegada á casa del cura. El primer dinero que
pudo ahorrar, lo empleó en ganado, que dió á parcería; fué en persona á
las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo á la casa del cura un
bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las
potestades, dándose á Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del
César; el cura era el espíritu, Goros vino á hacer el oficio del cuerpo,
de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá
abajo; y para que la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban
siempre pleiteando, queriéndose llevar cada uno la mejor parte, pues el
cura no hacía sino sonsacarle á su criado metálico y especies para
satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar á todo Dios que llegaba
por la puerta, y Goros por su parte no recelaba mentirle al cura y á
ocultarle dinero á fin de que no lo derrochase sin ton ni son.
Cuando no estaba su amo presente, Goros soltaba la rienda á dos
inclinaciones invencibles suyas: decir irreverencias, y murmurar de los
curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas ó sátiras desolladoras ha
creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos
contra las compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas
saladas, coplas verdes, chascarrillos que levantan ampolla, y
dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos,
_fiadas_ y deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que
posee el instinto de la sátira obscena y del contraste humorístico entre
las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de la
naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con
gentes de su misma laya, bien en el atrio de una iglesia, á la salida de
misa, bien á la mesa de una taberna, en las ferias donde chalaneaba y
negociaba sus ganados, bien á lo largo de las _corredoiras_, cuando
regresan juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos á
alumbrarse un garrotazo como á reirse mutuamente las gracias, vaciaba el
saco y daba gusto á la lengua, y soltaba todo su repertorio de
irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama,
saliendo de aquella boca sapos y culebras, como de la de los energúmenos
al alzarse la hostia.
¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello
chispa de la santa indignación que inflamó á tantos Padres de la Iglesia
contra las mujeres que hacen prevaricar á los ordenados y contra el sexo
femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos
verbales, era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano
viejo, rancio, con aquella piedad desahogada y sólida, que ya no se
encuentra á dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo;
confesábase dos ó tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no
fumaba, no bebía, no comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de
propenso á la codicia y á la tacañería; pero hombre de bien á carta
cabal é incapaz de robar una hilacha á su amo. Y en cuanto á su
continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que
no hacía, se daba á suponerlo en los demás, siempre echando la culpa á
las hembras; y no sólo las huía por cuenta propia, sino que no serviría
por todos los tesoros del mundo á un cura mujeriego. El exterior de
Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de
carácter; recordaba el de un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo
cabello, la barba recia, descañonada á un dedo de la piel, pues Goros
andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían á
la semejanza.
En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los
hubiese purificado el ascua encendida del profeta; bien se guardaría de
repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas. Y no influía en este
modo de proceder el miedo á ser reprendido ó despedido, sino un respeto
misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le
cortaba--decía él--la palabra en la boca. Era un rostro mortificado, de
esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido y la
carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los
ojos, al parecer, en busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata
en dos líneas severas, jamás modificadas por la sonrisa. Goros abrigaba
la convicción de que su amo era un santo y á ratos un simple. Algunos
hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era
supersticioso, y á pesar de sus irreverentes bravatas, tenía miedo
cerval á los muertos y á los aparecidos. ¿Qué manía la del señor abad,
de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos
más hundidos y la boca más contraída que nunca?
Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos
por el estilo del siguiente:
--Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate?--preguntaba Goros
partiendo astillas de leña menuda contra el hueso de la tibia
derecha--(es de advertir que el fámulo tenía carne de perro). ¿Parará
mucho en el Camposanto hoy?
Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura,
que contestaba haciéndose el distraído:
--Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito á
la lumbre...
--Se echará de _pierda_--contestaba Goros que solía tratar con notable
desenfado á la lengua castellana.
--No, hombre... siempre está bueno á cualquier hora.
No se atrevía el criado á porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le
imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su
chocolate con resignación y aguardaba.
También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el
dichoso cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de
recelar que le sucediese algo; no sabía explicar qué, pues ningún riesgo
concreto había en el breve camino de la iglesia á la rectoral. La
inquietud le obligaba á situarse de centinela junto á la puerta del
huerto por donde solía entrar su amo. Allí se lo encontraron las dos
visitas inesperadas que fueron á turbar el sosiego de la vida ascética
del abad de Ulloa.
La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el
sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió
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