La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 05

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español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado á esa
cosa particular que en el cuerpo llaman _la peña_, tendencia mixta de
orgulloso retraimiento y de feroz insociabilidad, que en él llegaba al
extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle de Segovia,
atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras á quienes
su padre le ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en
la portería.
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos
del noble cuerpo! Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la
revolución, la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado
y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba á la setembrina
maldecida, era el haberle echado á perder su España, la España histórica
condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica
y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos, cuyos
bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar. Gabriel se tenía
por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de
tizona. Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma
de los tiempos modernos. ¡Qué de ilusiones y de fermentaciones locas
producía en Gabriel el solo nombre de batalla! Á la idea de barrer a
cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el
pecho, y un frío sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba
por la espina dorsal. En esta disposición de ánimo le incorporaban á una
batería montada y le enviaban á la guerra contra los carlistas en el
Norte....
Quince días á lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No
eran aquellas las marciales funciones que había soñado. Si en las rudas
montañas de Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar,
los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media
pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el
suelo, la ropa hecha girones, cuanto constituye el poético aparato de
la campaña, en cambio no veía Gabriel el elemento moral que vigoriza la
fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la
patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que
entraba vencedor, eran españolas; aquellas gentes á quienes combatía,
españolas también. Se llamaban carlistas, y él amadeísta: única
diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni
furor; en los intervalos en que no se disparaban tiros, los
destacamentos enemigos, divididos sólo por el ancho de una trinchera, se
insultaban festivamente, llamándose _carcas_ y _guiris_; también se
prestaban pequeños servicios, pasándose _El Cuartel Real_ y _El
Imparcial_ de campo á campo; y en los frecuentes ratos de tregua,
bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente de
artillería _guiri_ fraternizaba muy gustoso con los oficiales _carcas_,
tan buenos mozos y tan elegantes y marciales con sus guerreras orladas
de astracán, á cuyo lado izquierdo lucía el rojo corazón del _detente_,
y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le
sucedía á Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá ó
del lado allá de la trinchera. A pesar de las burlas con que sus
compañeros acogían los _pepinillos_ carlistas, en el campamento se
contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos,
organizada en un decir Jesús, por un par de oficiales que habían
ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa que
inducía á Gabriel á pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de
colegio para santiguar al enemigo á cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con
su obligación; pero sin calor ni fe. Batirse, corriente, para eso vestía
el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de metralla
saltaba los sesos á su asistente, aragonés más cabal que el oro, á quien
Gabriel profesaba entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión
de haber presenciado un aleve asesinato, más bien que un episodio
bélico.
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía á la reminiscencia de
un recelo que le apretó mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en
medio de las escaramuzas, al conocer que le hastiaba la guerrilla y la
tienda, recordó que se había interrogado á sí mismo con un miedo
atroz... de tener miedo.
--¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por
su _serenidad_, comprendió que lo que padecía era atrofia del
entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo de artillería por
decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme.
Y sin embargo, todavía el _espíritu de cuerpo_ le dominaba. Le cruzó por
las mientes irse al campo carlista, y no lo hizo, porque los compañeros
habían determinado «aguardar, estar á ver venir.» Se fué á Madrid,
hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de
su madre.
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de
estrellas y constelaciones, de centelleos misteriosos.... Gabriel sentía
una impresión, frecuente en las personas á quienes la viveza de la
fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una existencia
relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas.
Admirábase del cambio producido en él por aquellos meses de residencia
en Madrid, y al mismo tiempo, se sorprendía _ahora_ de lo que se había
realizado en él _entonces_, y no creía ser la misma persona, sino evocar
la historia de otro hombre. Él no fué ni pudo jamás el brillante y
frívolo mancebo á quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida
dispensaron las damas de alto copete, que le obsequiaban por oficial del
cuerpo hostil á la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de vieja
cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le
habían sido disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el
guiño semi-altanero y semi-picaresco de algunos flecheros ojos de rica
hembra, á propósito de su afición á _la peña_, entonces erigida en
sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se
sentía muy _peñasco_, igual que antes, y abominaba de saraos y visitas
de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito en el ojal, de
saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es
que iba, iba, iba, seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya
piel suave le causaba mareos deliciosos..... Era una viuda, hermana de
la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y
tantos, dotada de ingenio, oro y blasones... Gabriel no había tenido
sino aventuras de alojamiento ó de días de salida en Segovia. Volvióse
loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló de bodas, para
asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual... Se le rieron
blandamente, y como insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso.
¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se admiraba de su
juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de
menos era no dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y
jugar para aturdirse.... ¿Pues no se le ocurrió cierta mañana mirar con
ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?... Aquello sí que
tuvo gracia! discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las
fogosidades del teniente...
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que
nunca. Por entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y
vanidades, sin que le quedase más rastro que los buenos modales
adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del
tenientillo recién salido de la academia derrama el trato con damas y el
ingreso familiar en círculos selectos--baño permanente cuando se recibe
en la primera juventud--empezaron para Gabriel estudios libres que se
impuso á sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin
emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa,
dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el _fatal tapete
verde_ no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas mucho, le
eran casi indiferentes, se dió á la lectura por recurso, y en ella
encontró la deseada distracción, y la convalecencia de aquella herida al
parecer tan profunda, y que en realidad no pasaba de la epidermis.
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de
filosofía alemana, unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro
castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento de
doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, á
la médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado
para las peliagudas ascensiones de la metafísica y las generosas
quintesencias de la ética. Eran sus actuales estudios lo que el riego á
la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y
removido ya. La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos
enrevesados y diabólicos, y lisonjeaba su orgullo el que los demás
afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus nuevas aficiones le
pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces
flamante y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano á
puño cerrado, pero sin aplicar el método critico del maestro, como
entonces se decía, más que á las cosas de _la ciencia_; para las de _la
vida_ se agarró con dientes y uñas á la ética de Krause. No sólo renegó
de las aventuras, los naipes y el absintio, sino que empezó á aquilatar
con más que monjiles escrúpulos la trascendencia y móvil de sus menores
actos, á tener por grave delito el asistir á una corrida de toros ó á un
baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus
labios ni siquiera una mentira oficiosa, en no defraudar á nadie, en
vivir de tal manera que sus acciones fuesen claras como el agua,
honradas y serias... ¡La seriedad sobre todo!... Por las noches hacía
examen de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el
pensamiento á Dios--al Dios impersonal y sin entrañas! Reprimidos los
impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre filosófica que le
abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, á donde asistía
con frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de
llorar, y entonces se creía _íntimo con el sér_...
¿Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la
demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas
medran, pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones;
Castelar llama á los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la
perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales
y una carta de su padre le deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus
antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin duda la
_Analítica_, la _Crítica del juicio_, la _Crítica de la razón pura_, la
_Teoría de lo infinito_; pero á la primer marcha forzada, á la primer
bocanada de aire montañés, al primer encuentro, á la primer tertulia en
la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su
entendimiento se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma
se derrumba, sin saber cómo, un edificio vasto. Y con el bienestar
físico que producen el ejercicio y la actividad después de una vida
contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los
temperamentos nerviosos y los caracteres impresionables, á los pocos
días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los _Mandamientos
de la humanidad_, y muy á gusto se deja arrastrar á las distracciones
del compañerismo, á los lances de la campaña y los episodios de
alojamiento. La guerra se hace ya con más empuje, en vista del
desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre con
fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras
entrañas de los cañones de su batería; fraterniza con bandidos
contra-guerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de
acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado á salvar
á España... España le había dado en cambio la efectividad de capitán.
Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la proclamación de don Alfonso,
que tanto alegraron á todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del
espíritu á Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces
vuelto tarumba por un orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón.
Al otro día de recibir el grado de comandante, viendo la guerra próxima
á su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para pelear, recordaba
haber tomado el camino de la corte.
¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros
á causa de sus opiniones políticas; sin trato con sus antiguas
relaciones; sin ánimos para volver á sepultarse en los libros de
metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando
ya voló la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí
mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y
cansancio. Quién ó qué le había demostrado la inanidad de sus
filosofías? Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar
que hay argucia que eche abajo un sentimiento. La fe es como el
amor--bien lo advertía Gabriel.
¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme?--discurrió
entonces. Casualmente empezaban las corrientes positivistas: hablábase
de realidades científicas, de doctrinas basadas en hechos de
experimentalismo. El comandante se propuso estudiar á fondo alguna
ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir
la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex-profesor de geología en la
Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se puso bajo su
dirección, y consagró seis horas diarias á trabajos de pormenor. Hacía
unos cortes en las piedras y luego se desojaba mirándolos al
microscopio. Se cansó á cosa de medio año. La certeza consabida, por las
nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes
impuestas á la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia
y conexión en los fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se
disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad de _incognoscible_ era la
misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse á la
severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron
disminuyendo sus visitas al laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra
razón?.... Pues, á decir verdad....
Muy aficionado á la música, Gabriel estaba abonado á una butaca del
Real--tercer turno. Resplandecía el regio coliseo con la animación que
le prestaba la buena sociedad ya completa y la restaurada monarquía: y,
más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de
Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven
esposa, deidad murciana, de árabes ojos, que á cada acorde de la música,
ó á cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante,
deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador
empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando á su esposa
bajo la salvaguardia del subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y
cómo lo hizo Dios de confiado! Á lo mejor el brigadier fué destinado á
Filipinas, y partió llevándose á su cara mitad. Gabriel, medio loco,
según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado... la
hermosa brigadiera se negó, afirmando que su marido ya tenía sospechas,
que el viaje era celosa precaución, y que si se encontraba con el
comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y
el enamorado la vió partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo
la humedad más leve... No, lo que es de esta vez, el comandante no hacía
memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó en misantropía amarga,
rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de
padre y muy señor mío. Destinado á Barcelona... ¡qué temporada la que
pasó en la ciudad condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con
vida? A enfrascarse otra vez en los libros: no de filosofía ya, sino de
ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias
explosivas que nuestro siglo refina y concentra á cada paso, lo mismo
que si el objeto supremo de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una
conflagración universal. A leerse cuanto encontró sobre el asunto en
revistas alemanas é inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo
dos ó tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad,
publicados en los periódicos y que le valieron ser citado como una
gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fué cuando se le chamuscó
la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la
mejilla. Ocurrióle la idea de gestionar que le diesen una comisión para
el extranjero; la consiguió, viajó por Francia, Alemania, Inglaterra,
países que él creía cifra y compendio de la civilización posible. Al
pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas,
Alemania un vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de
hipócritas noños. Pero al regresar á España, al notar el dulce temblor
que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de hollar
otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos
el oxigenado aire francés, y le pareció entrar en una casa venida á
menos, en una comarca semi-salvaje, donde era postiza y exótica y
prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno,
donde el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí
tufo de grosería y miseria... Al acercarse á Madrid y atravesar los
páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al ver las
calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al
oir el canturrear de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó
encontrarse en uno de esos prehistóricos poblachones de Castilla,
fosilizados desde el tiempo de los moros... Madrid! Ese era Madrid...
esa era España... la España santa de sus ensueños de adolescente!
Empezó á hablar, mejor dicho, á perorar donde quiera que encontraba
auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de
todos los elementos intelectuales del país, á fin de civilizarlo é
impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el
pie... Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel
sorprendió un diálogo de sofá á butaca.
--¿Y el comandante Pardo?--preguntaba el sofá.--¿Le ha visto usted desde
que ha llegado de su excursión por tierras de extrangis?
--Ayer me le encontré en la Carrera...--respondía la butaca.
--¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?
--¿Entusiasmado? Decidido á que crucen por doquier caminos y canales.
Siempre dije yo que se guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo.
Chifladísimo.
--De remate--confirmó el sofá.
No hizo falta más para que el gran reformador entrase á cuentas consigo
mismo.--¿Será cierto, Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que
se mete á arreglar lo que no entiende, que todo lo intenta y de todo se
cansa, y que se acerca ya á la madurez sin encontrar ancla donde amarrar
el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado
ya? Pero, ¿es culpa tuya si esos caballos no los montas frescos, sino
rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas gollerías? Verbigracia: ¿qué
le pediste al amor? Sinceridad y firmeza: qué diantre! tú ibas derecho
al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse á
intereses mezquinos... Y á la filosofía, á la ciencia? Certidumbre: una
regla moral para seguirla, un Dios en quien creer, á quien elevar el
alma. Y al uniforme que vistes, y á la patria á quien sirves, y á las
convicciones políticas que profesas? Un ideal á quien sacrificar todas
las energías, todo el calor que te sobraba... ¡Vive Dios! Que á cada
cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener, y nada más.
¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre
pomposo que disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política
farsa más triste y vil que toda?
Al llegar á esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la
vista al cielo, como buscando huellas del poder augusto que rige nuestro
destino terrestre. Y eso que él sabía que aquel gran espacio oscuro que
le envolvía por todas partes no era más que el firmamento astronómico,
con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y
grandes...
¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por
ahí?--pensaba, al acordarse de la muerte de su padre. Por cierto que no
la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana, porque
Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban:
pertenecían á dos generaciones muy diversas, y en realidad no se
entendían; con todo, vino el dolor natural y justo, pues siempre hace
su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel á Santiago... Y
apenas hubo puesto el pie en el caserón solariego--ya suyo,--de los
envejecidos muebles, de los cuadros cuyo asunto tenía clavado en la
memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares,
se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la
imagen, no de su padre, sino de su hermana Marcelina, la _mamita_, la
única mujer que con desinteresado amor le había querido; y aquellas
lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora
más que á los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico
rocío. Recorrió toda la casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un
fantasma--el del tiempo pasado! El caserón estaba solitario, triste, sin
otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así
como el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba
con el alto silencio de los salones y corredores vacíos. Ninguna de las
tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido allí para
acompañarle: todas estaban casadas, la menor mal, con un estudiante de
medicina, hoy médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la
montaña; la mayor con un ingeniero andaluz, con quien residía en una
provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones, tocaba
con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por
allí andaban diseminados. En el que fué cuarto de su _mamita_ encontró
detrás del tocador horquillas, una caja de polvos, un alfiler grueso: lo
manoseó todo: probablemente sería _de ella_. Sobre la cabecera del
difunto don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo
negro, encerrado en un marco de madera oscura: abajo decía en letrita
cursiva y muy regarabateada: _Nucha á su querido papá_. Gabriel pegó los
labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia. Después
se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del
enorme peso de don Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron
un giro inusitado.
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias
fortuitas le arrojaron al hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea
tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible que se pase un
hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y
probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el
cumplimiento de la ley natural? La esposa, el hijo, la familia; arca
santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se regenera y
purifica el alma.
Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su
imaginación viva, ardorosa y plástica, á construir, con la vista de un
objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero, un sistema, una
teoría vasta y universal, llegando siempre á las últimas y extremas
consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos
desengaños sufridos y aquello que llamaba él _caérsele muertos los
caballos_. Le sucedía también que la experiencia no le enseñaba á
cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y
derroche de ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante
la cama de dorado copete donde tal vez había venido al mundo, comenzó á
edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y lamentando
no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo
individuo sano é inteligente, con mediano caudal, buena carrera é
hidalgo nombre, está muy obligado á _crear una familia_, ayudando á
preparar así la nueva generación que ha de sustituir á ésta tan
exhausta, tan sin conciencia ni generosos propósitos.
--Yo no soy un chiflado--pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo
por la herida.--Yo soy víctima de mi época y del estado de mi nación, ni
más ni menos. Y nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos
hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas esperanzas
quiméricas nos han agitado. ¿Fué estéril todo? ¿Hemos perdido malamente
el tiempo? ¿Sentenciados vivimos á no producir ni fundar cosa alguna?
Cansados, sí, porque el cansancio sigue á la lucha; pero ¿no hemos
aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos, ¿soy el mismo que
cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde
qué frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me
curó y preservó de ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me
dieron la certeza, ¿por ventura no me cultivaron y ensancharon el
entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más reflexivo?
Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando
menos, para probarme á mí mismo que aspiro á algo superior, que me
intereso por mi raza y por mi patria, que siento y que vivo? No,
Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y á no ser por
tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa,
para contribuir en la medida de tus fuerzas á la regeneración de la
sociedad y á la depuración de las costumbres... para formar á tus
hijos... ¡si Dios...!
Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu
del comandante, iba el crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo
difuminando los objetos y haciendo más melancólica la soledad del vacío
dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba de
ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente á la
decrépita servidora, y en tono festivo, en voz casi humilde, pidióle que
trajese luz.
Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse
los ojos de Gabriel en el antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se
construyen. La cubierta hacía declive, y recordaba Gabriel que al
abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete con
columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raras herrajes, que
ocultaban _secretos_. ¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía
curiosidad rabiosa y una especie de terror... ¡Secretos! Sonrióse, sacó
del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas.... Una servía.... Cayó
la cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron á escudriñar
los famosos _secretos_ de la cómoda, cual si en ellos se encerrase algún
escondido tesoro... Los buenos de los secretos no tenían mucho de tales,
y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer
girar sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el
hueco que existía detrás. Calle... pues había algo allí. Rollos de
dinero.... Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y
cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de
la refundición... Y allá, en el fondo, muy en el fondo, un papel
amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita negra...
Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de
oro con perlas menudas, y vió Gabriel, cuyo corazón literalmente
brincaba contra la carne del pecho, que el papel era una carta, escrita
con tinta ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por
un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada:--«Querido papá, felicito
á usted los días; sabe Dios quien vivirá el año que viene; hágame el
favor, si me empeoro, de darle á mi hermano Gabriel la sortijita
adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego á
faltar, ahí queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella:
moriré tranquila confiando en eso...»--Una lágrima, una verdadera
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