La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 11

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Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas á la
presencia de Gabriel, pues á Manolita no era novedad verla por allí de
tarde en tarde, y se la recibía como niña á quien el cura había tenido
mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante
impusieron respeto al tosco fámulo.
--De contadito llega el señor _abade_...--murmuraba éste.--Entren,
pasen, siéntense.... ¿Ven? ya viene por allá...
Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y
sobrina moverse y aproximarse una figura negra, y conforme se
aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos angulosos, acusados por la
raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos
agujeros de sombra las concavidades de los ojos.
--¡Don Julián, don Julián!--gritó Manuela.
El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el
carácter de su fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante á esas
caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las
paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de
párpado delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en
el pliegue de la boca, semejante á un candado que cerrase las puertas
del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él la
anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada
de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al
abad, repentino frío en la espalda, y el recuerdo de su hermana muerta
cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del sentenciado.
Adelantóse no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y
aplicó á ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra
Julián; pero á sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre... y
balbuceó, clavando los ojos en tierra:
--Señor... señor...
--Para servir á usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de
Marcelina...
La ola de sangre subió á la frente del cura, bajó á las orejas, al
cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero
no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás,
desprendió la mano, y la llevó á la frente, al mismo tiempo que se
apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para
sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico,
al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:
--Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido...
Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.
--¿Yo no soy nadie, don Julián?--preguntó Manuela ofendida de que el
cura no hubiese contestado á su saludo.
--¿Qué tal, Manolita?--exclamó Julián, y alzando los ojos, miró á la
niña con indulgencia, aunque sin calor. Pero fué obra de un minuto. La
cortina de los párpados volvió á caer, y el cura echó á andar, señalando
á sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse
en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente á unas coles.
La conversación languidecía. El cura preguntaba acerca del viaje y del
vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un minuto de
silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta
el sonido de su voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese
recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los
movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos
cuando visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo--pensaba
Gabriel--puede interesar á este santo: estamos en dos mundos diferentes:
á él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y lo que es yo,
tampoco le entiendo á él. ¡Un creyente á puño cerrado!--Y miraba con
atención el rostro ascético y los ojos bajos.--Un hombre que tiene fe...
¿Qué le importa lo que á mí me preocupa? ¿Cómo haré para marcharme
pronto, sin que parezca descortesía?
Su sobrina le dió el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos
para la cena. Y se despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y
forzada por parte del abad, y el mismo inexplicable recelo por la de
Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que algo
les pesaba sobre el corazón. Al acercarse á los Pazos, oyeron el alegre
vocerío de segadores y segadoras, y Gabriel, divisando á su cuñado que
presidía la faena, tomó hacia el campo donde segaban. Sobre el fondo
oscuro de la tierra vió blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y
los pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral
descansaba un jarro de barro, y la cuadrilla, entonando su inevitable
¡ay... lé lé! se daba prisa á atar los haces, sirviéndose de las
rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos
cortados embalsamaba el aire, y el artillero sintió una ráfaga de
alegría y contempló embelesado el cuadro.
Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el
senderito que conducía á la linde del bosque. Parecía, por su frecuente
volver la cabeza hacia todos lados, como si buscase ó aguardase
impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida
por el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de
oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al salir de la espesura, un
hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que acudía á
la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo á
Perucho; mas la risa se apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus
ojos que despedían fuego, su actitud de dolor sombrío, nueva en él.
Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente
algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña
sintió en el corazón dolor agudo.
--¡Pedro!--gritó. Muy rara vez le había llamado así.
Él se alejaba despacio. De repente dió la vuelta, y corriendo, tomó en
sus brazos á la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y
la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las costillas é
interceptándole la respiración. Y pegando la boca á su oreja,
tartamudeó:
--Mañana sales conmigo, conmigo nada más.
La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en
el hueco de su oído, le parecía sorda y atronadora como el ruido del
Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría por sus venas, y
una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo _que
sí_.
--¿Conmigo? ¿todo el día? ¿me das palabra?
--Sí--balbució ella, incapaz de articular otra frase.
--Pues á las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!
Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y
luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos á tiempo que
Perucho corría ya en dirección de los Pazos.

FIN DEL TOMO PRIMERO
BIBLIOTECA DE NOVELISTAS ESPAÑOLES

TOMOS PUBLICADOS
Emilia Pardo Bazán: =Los Pazos de Ulloa= (Dos tomos.)
José Ortega Munilla: =Idilio lúgubre=.
Antonio de Trueba: =Leyendas genealógicas de España= (Dos tomos.)
Carlos Frontaura: =Miedo al hombre=.
Enrique Gaspar: =Castigo de Dios=.
Emilia Pardo Bazán: =La Madre Naturaleza= (Tomo I).

EN PRENSA:
Emilia Pardo Bazán: =La Madre Naturaleza= (Tomo II).

* * * * *


LA MADRE NATURALEZA ES PROPIEDAD


NOVELISTAS ESPAÑOLES CONTEMPORÁNEOS
LA
MADRE NATURALEZA
(2.ᴬ PARTE DE LOS PAZOS DE ULLOA)
POR
EMILIA BARDO BAZÁN

TOMO II

BARCELONA
Daniel Cortezo y C.ᴬ--Editores
CALLE DE PALLARS (Salón de S. Juan)
1887
Establecimiento tipográfico-editorial de Daniel Cortezo y C.ª


XIX

Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla á
cuadros blancos y negros; y apenas había tenido tiempo más que para
frotarse apresuradamente el rostro con la tohalla y atusarse el pelo
ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando,
oyendo dar las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto
andando de puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en
aquel momento solitaria. Deslizóse por el corredor de las bodegas, que
conducía á las elegantes habitaciones de la familia del _Gallo_; y
apenas dió tres pasos por él, una mano musculosa aunque rehenchida y
juvenil asió la suya, y se sintió arrastrada en medio de la oscuridad,
hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y, con deleite inexplicable,
bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.
Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del
cielo, al parecer lavado y reavivado por el copioso _orvallo_ nocturno,
la faz casi borrada de la luna, semejante á la huella que sobre una
superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.
Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar
ajustado y rápido, siguieron la linde de los trigos segados ya,
humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de manzanillas
todas empapadas de helado rocío, próximo á convertirse en escarcha. Cosa
de un cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte,
donde empezaban á escalonarse los paredones para el cultivo de las
vides; y Perucho, en vez de aflojar el paso, lo apretaba más. A pesar de
su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un
instante.
--Anda, mujer, anda--dijo él imperiosamente.
--Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de
ir como locos?
--Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen
menos, y te envíen á buscar.
--¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos
señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.
--Bien, bien.... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más
que podamos, y ya descansaremos después.
Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el
paisaje á hacerse melancólico y abrupto. Abajo quedaban los maizales,
los centenos y trigales á medio segar, los Pazos con su gran huerto, su
vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero,
escabroso, interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre
viñedos colgados; por decirlo así, en el declive de la montaña. En otras
ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se entretenía de mil
modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la
vid, por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el
pomposo follaje el racimo de agraz en el cual empieza á asomar el ligero
tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya bombardeando á
pedradas los matorrales para espantar á los estorninos; ya rebuscando
unas fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas
y son conocidas en el país por _amores_. Hoy, con la prisa que llevaba
Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por la recia
cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho
una brasa (pues el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo
á Manuela por la cintura, ó, mejor dicho, empujándola para que anduviese
más veloz. Al llegar á lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la niña
se detuvo.
--¿Qué te pasa?
--No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!
--¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.
--Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico Medelo? ¿A los
Castros?
--Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.
--Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de
casa en ayunas...
--Bueno, pues á ver si la señora María nos da una _cunca_ de leche. Pero
despáchala luego, ¿estás? No te entretengas en conversación.
Ligera otra vez como una corza, á la idea de beber y refrescarse, cruzó
Manuela bajo el emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la
Sabia. La horrible vieja ya había dejado su camastro; pero sin duda por
acabar de levantarse, ó á causa del calor, estaba sin pañuelo ni
justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de
rojo: los copos de sus greñas aborrascadas le cubrían en parte el negro
pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera.--¡Leche! Dios la
dé,--contestó la sibila mirando de reojo á los dos muchachos. Todas las
vacas enfermas; una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto
así de yerba con qué mantenerlas; la fuente sequita y el prado que daba
ganas de llorar... ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata
fina; pero leche... Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de
la bruja, iba á conformarse con un poco de agua y suero, que la
hechicera aseguraba ser regalo de un yerno suyo. Pero Perucho le arrancó
de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.
--Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos á ver ahora mismo si la hay
ó no la hay.
Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo
medio atropellando á la vieja que se le atravesaba delante. ¡No haber
leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo Suárez, para
el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo
gordo y enriqueciendo á aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta
piezas de loza estaba viendo en el vasar que conocía porque en algún
tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos... ¡Tenía gracia, hombre, no
haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera
que nos inflama cuando llegamos á la edad adulta contra las personas que
hemos tenido que soportar, siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez.
Determinado iba, si las vacas no tenían leche, á sangrarlas. Encendió un
fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que
tropezaron sus ojos, fué con unas ubres turgentes, unos pezones
sonrosados, lubrificados por la linfa que rezumaba de la odre demasiado
repleta. Arrimó el cuenco, echó mano,... calentó con dos ó tres
fricciones y golpecitos... ¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado,
mantecoso! ¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué
calientes gotas salpicaban los párpados y labios de Perucho al ordeñar!
¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco, rebosando
en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de
randas sobre el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello
de la vaca, salió con su tazón lleno, y se lo metió á Manuela en la
boca.
--¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios?--gritó.--¿Que
no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles!
¡Como vuelva á mentir! ¡Por embustera le ha de dar el enemigo muchos
tizonazos allá en sus calderas!
Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella
sangre blanca, que traía en su temperatura la vida del animal, el calor
orgánico á ningún otro comparable... Perucho la miraba beber con orgullo
y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja, dejándose caer
sobre el _tallo_, fijaba en la niña una mirada siniestra al través de
sus cejas hirsutas: beberle la leche de su vaca era como chuparle á ella
por la sangría el propio licor de sus venas.
--Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?
--Que les aproveche bien--murmuró entre dientes la sibila, con el mismo
tono con que diría:--rejalgar se te vuelva.
--Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón,
aguarde, aguarde.--Y Perucho, llegándose al armario misterioso de la
bruja, abriólo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de estraza,
frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima
más de su peso de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en
el establo, y salió á poco rato con el tanque colmado de leche. Manuela
podía beberse otra cunca, y á él también era justo que, por el trabajo
de ordeñar, le tocase algo. Fué un golpe mortal para la hechicera. Al
pronto se arrimó á la puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y
rogando al señorito que por Dios, _por quien tenía en el otro mundo_, no
le secase la _vaquiña_, que de esta hecha se le moría, y el _cucho_
también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se
contó perdida ya, y se dejó caer en su asiento favorito, hecho de un
fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda por no ver
desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos ó tres
remilgos antes de reincidir; pero así que llegó el cuenco á los labios,
con indecible y goloso deleite lo apuró enterito, y aun se relamió al
verle el fondo. Perucho dió fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco y
medio; y acercándose á la bruja, le descargó una palmada en el hombro.
--Vaya, señora María, abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse...
Más que le bebimos ahora de leche tiene usted bebido de vino en la
cocinita de los Pazos... ¿Ya se le fué de la memoria? Y si me llevo
este pedazo de brona--y enseñaba un zoquete que había sacado de la
artesa--bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá á cuenta del
padrino... ¡Conservarse!...
Salieron rápidamente, sin oir algo amenazador que rezongaba entre
dientes la infernal bruja, ocupada sin duda en echarles cuantas
maldiciones, plagas, conjuros y _paulinas_ contenía su repertorio. A
pocos pasos de la casa rompieron á reir mirándose.
--¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?
--Sabía á poco.
--¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual
de la vieja tiene dos paridas, con leche así, que les revienta por la
teta, y nos quería dejar rabiar de sed.
--No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos
maldice todo el santo día. ¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen
mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que maldicen á la gente y la
gente se muere pronto?
--¡Mal de ojo! ¡Morirse!--y el estudiante se rió.--No, tontiña... Esas
son mamarrachadas; bueno que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito á
tal cosa?
--Pues á mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De
seguro que esta noche sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio!
¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?
--Dice que de beber el agua que corre á la sombra del nogal ó de la
higuera.
--¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.
Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones,
jilgueros, pardillos y demás aves, no muy pintadas pero asaz parleras,
que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas á la radiante
mañana. La leche bebida parecía habérseles subido á la cabeza, según
iban de alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela,
competía en agilidad con el robusto y bien modelado de Perucho. Echaban
paso largo por las veredas anchas y practicables; y por las trochas
difíciles, subían corriendo, disputándose la prez de llegar más pronto á
la meta señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando
en cuando se volvía Perucho y miraba hacia atrás.
--Ya no se ven los Pazos--exclamaba con satisfacción, como si perder de
vista la casa solariega fuese el objeto único de carrera tan desatinada.
¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que
Perucho no había tomado el camino del crucero, aquel camino para él de
recordación tan trágica, sino echado por la parte opuesta, hacia sitios
mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba á la sazón en
los montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante
y mugidor, el río Avieiro. Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan
seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo, de tierno tojo
inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama
amarguísima, las orquídeas finas, con olor á almendra, toda la seca y
enjuta y balsámica flora montés, que convida al cuerpo á tenderse y le
brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso, regalado,
incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra,
ambiente resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento....
Manuela sintió que le pesaban los párpados, y el cuerpo se le
enlanguidecía. ¡La maldita leche!
--¡Qué calor!--balbució.--De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese
pino.
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción,
pero no quisiese expresarla, respondió:
--Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.
La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que
ella andaba aún á gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba á su
gusto, la llevaba aquí y acullá, era el encargado de saber dónde se
encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía
dirigir el merodeo. Rara vez intentó sublevarse Manuela y apropiarse la
dirección del grupo, y las contadas tentativas de independencia no
produjeron más resultado que demostrar la indiscutible superioridad y
maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en
Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía
á manejarse solita, y se encontraba de improviso profesora en
topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y andurriales del
valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la
montañesa olvidaba su ciencia y volvía á descansar en su compañero,
pasiva y gozosa.
Seguían caminando, apartándose gran trecho ya de los Pazos y
descendiendo la corriente del río Avieiro por vereditas incultas, aquí
encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras, más
adelante un roble, ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y
siempre matorrales de madroño y retama, por entre los cuales no el pie
del hombre, sino la naturaleza misma, había abierto senderos, análogos á
tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al
zénit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba
color de ágata á las simientes de la retama; hacía transparentes como
farolillos de papel de seda carmesí las flores del brezo; convertía en
follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba
con matices de venturina las hojas del pino; prestaba á la bellota verde
el pulimento del jade; y en las alas vibrátiles de las mariposas
monteses--esas mariposas tan distintas de las que se ven en terreno
cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca,--y
en los carapachos de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de
las _vacas louras_, encendía tintas vivas, reflejos metálicos, esmaltes
de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor
arrancaba á los pinos todos sus olores de resina, á las plantas sus
balsámicas exhalaciones; y entre el sol que le requemaba la sangre y el
vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la leche que le
aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el
estado inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no
es en realidad sino sopor; el estado en que las manos resbalan sobre el
objeto que quieren asir, en que los movimientos del cuerpo no obedecen á
la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos
levantamos y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de
la gravedad se ha amortiguado mucho; y nuestras percepciones son vagas y
turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia de los medios, la
densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los
objetos en derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y
más que nada nuestro pensamiento.
No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que
produce se revelaba en el rostro de Manuela: sus ojos brillaban y su
boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba ya cosa alguna á su
compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra
de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose á su cuerpo con
instintiva ternura. Allá en la pequeña ladera del monte divisó la
espadaña del campanario de Naya, que conocía, y le ocurrió pensar en el
cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta á la sombra de
la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era éste el
propósito de Perucho, pues tomó otra dirección, volviendo la espalda al
campanario y hundiéndose en una trocha que serpeaba entre pinos, y á
cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima,
jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento;
respiró; sus potencias se despejaron un poco, al benéfico influjo de la
temperatura menos ardorosa: miró en derredor, para saber dónde estaba.
El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.
Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi
insensible, el declive de las montañas, y el río, en vez de rodar
encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva, se
extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y
gala soberana de los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo
rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de agua serena que los
refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere
más mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca
ahumado; la _frieira_, la gran cueva á la sombra del enorme peñasco, en
que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no escandecida por
el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino,
la presa, toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce
hondo, de país húmedo, que recuerda las ideas gentílicas, las urnas, las
náyades, concepción clásica y encantadora del río como divinidad.
La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación,
despabilaron más y más á la niña.
--Ya sé á dónde vamos--exclamó--á las Poldras. ¿Y después de pasado el
Avieiro, adónde? Me lo dices, ó está de Dios que no lo he de saber?
--Calla... Ya verás.
--Yo pensé que íbamos á Naya.
--¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza
á comer consigo?
--Pero.... es que.... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y
ya debe de ser tarde, tarde.... No puedo tal día como hoy faltar de la
mesa....
--A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la
rama del pino! Yo iré delante... La mano... ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el
terreno estuviese untado de jabón.


XX

Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron
hasta un grupo de salces inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el
murmurio musical del agua, y el ambiente, tan abrasador arriba, allí era
casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida
de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del
río, que allí era mucha, cortándola á modo de irregular calzada las
pasaderas ó _poldras_.
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas
como piedras de chispa por la incesante y envolvedora caricia de la
corriente, el río se destrenzaba en madejas de verdoso cristal, se
aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían
brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada á
tales aventuras, no dejaba de ofrecer peligro el paso de las _poldras_.
Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no eran menos
resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un
baño involuntario.
--¿Hemos de pasarlas?--preguntó la montañesa, con una sonrisa que
significaba--á ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.
--Las pasamos--ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había
adoptado desde por la mañana.
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