La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 17

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última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no ha de saber ni
esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?
--Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la
llevarán los demonios como á mí!
--No se entregue usted á la desesperación... La desgracia que aflige á
usted... ¡que nos aflige á todos! es enorme... pero todavía hay algo
que, bien mirado, le puede á usted servir de consuelo.
--¿Algo? ¿Qué algo?--preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo
ardiendo de la esperanza.
--Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación,
locura, desatino, ¡infamia no! Usted tiene el alma derecha; aquí lo que
está torcido son los acontecimientos... y la intención de ciertas
gentes... Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la
sangre moza... En fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la
mano; pero el montañés la retira con violencia.) Sí, comprendo que no le
soy á usted demasiado simpático; en cambio usted á mí me ha interesado
por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me
animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder
que deshaga lo que ya ha sucedido: á remediar en lo posible el daño...
A eso estamos y eso es lo único que importa... ¡Escuche, hombre! Usted
se tiene que marchar inmediatamente de esta casa... y no volver en mucho
tiempo, al menos mientras que Manuela no... no cambie de situación, ó...
¡En fin, mucho tiempo! A estudiar á Barcelona ó á Madrid... Yo le
proporcionaré á usted fondos... colocación... Todo cuanto le haga falta.
Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.
--Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay
que marcharse.
--¿No volveré ya en mi vida á ver á Manuela?--lloró el mozo, cayendo en
el sofá é hincándose las uñas en la cabeza.--Pues entonces, al Avieiro,
que es bien hondo... Así como así tendré mi merecido.
--Vamos... ¡que estoy apelando á su razón de usted! No me responda con
delirios... ¿No ha dicho usted allá cuando empezamos á reñir (Gabriel se
sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye? ¿Cree usted lo que dijo?
¿Lo cree?
--¿Soy algún perro para no creer en Dios?
--Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está
ofendiendo!
Perucho asió de una muñeca á Gabriel, y se la oprimió con toda su
fuerza, que no era poca; y acercándole mucho la cara, arrojó:
--Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es á Manola... soltar no la suelto!
Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar,
dominado, vencido. En la encarnizada batalla llevaba, desde el
principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral que
sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le
apegaba cada vez más al antes detestado bastardo de Ulloa.
Viendo callado á Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica
humilde, murmuró:
--Me iré, me iré... haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el
Seminario de Santiago y seré cura... cualquier cosa... pero respóndame,
señor, dígame la verdad... ¿Se va usted á casar con Manola cuando...
después que... falte yo?
Gabriel alzó la vista y le miró cara á cara. Tardó bastante, bastante en
responder: sus ojos brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión
elevada y generosa que era su única hermosura, y respondió serenamente:
--Yo no le he de salvar á usted mintiéndole... Hoy más que nunca estoy
dispuesto a casarme con mi sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no
se enfurezca, por todos los santos... oiga, oiga! Cuando ella, por su
voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño ó...
porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier
causa, se resuelva á casarse conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y
valgo, de ella es... Pero jamás ¡jamás! si ella no quiere... Y ella no
querrá--fíese usted en mí, que tengo experiencia--ni en mucho tiempo,
ni tal vez en su vida... Es aún más montañesa y más porfiada que
usted... Sobre todo, ¡como no le hemos de soltar el tiro de decirle lo
que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar... ¡con
resolución! ¡con heroísmo! que ella le olvide, que ella no piense en
usted... sino como se piensa en el compañero querido de la niñez...
¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al principio...
cariñosamente... pero... con cariño... fraternal... Luego escasean las
cartas... Luego cesan... Luego... tiene usted novia, ¡novia! y ella lo
averigua... Si es verdad que usted quiere á Manuela, usted hará todo
eso... ¡y mucho más!
El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los
rincones del aposento, repasando, probablemente sin verlas, las molduras
barrocas de la cama, las pinturas del biombo, los remates de época del
Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus
pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y
baja que dice clarísimamente:--Plazo... espera...--y se dirigió á la
puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso, estorbándole la salida.
--No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).
--Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y
sentiría cometer una barbaridad.
--En serio (con mucha energía), no le dejo á usted pasar sin que me diga
adónde. De evitarle la barbaridad se trata.
--Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal...
(gesto grosero). No me da la gana de creer, por su honrada palabra de
usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere á Manola... yo le
estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún
páparo... ¿eh? no me mete usted el dedo en la boca... Voy á la fuente
limpia... á saber la verdad, ¡la verdad!
--¿Cómo, cómo? ¿á quién se la va usted á preguntar? ¡Cuidado... á mi
sobrina nada!
--¡Eh!... ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con
Manola? Repuño, que ya me cargó á mí esto! La verdad se la voy á sacar
de las mismísimas entrañas á don Pedro Moscoso... y apartarse, y dejarme
de una vez!
Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó á dos
varas de distancia. Luego se precipitó hacia fuera.


XXIX

Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa á la científica tertulia de su
cocina, sobre todo en invierno, cuando los vastos salones estaban
convertidos en una nevera, y el _lar_ con su alegre chisporroteo
convidaba á acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo
de las discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas,
prefería don Pedro el corro al aire libre de los jornaleros y
jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos incidentes del
día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas
estaciones, podía asegurarse que el hidalgo, á las diez y media, estaba
retirado ya en su dormitorio.
No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo,
y aunque no de las mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por
lo grueso de las paredes. Parecía un nido de urraca, tal revoltillo de
cachibaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y á ese otro
tufillo llamado de _hombre_, siendo cosa segura que no lo despide ningún
hombre aseado, y sí el tabaco frío, la ropa mal cuidada y el sudor
rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de distintas
formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos
de pólvora, mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz,
conservadas por su tamaño, chaquetones de somonte, pantalones con
perneras de cuero, yacían amontonados por los rincones, cubiertos con
una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el
dedo, sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de
la habitación era la cama, de testero salomónico y fondo de red, y la
vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de Córdoba que
lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los
rojos y azules que suelen prevalecer en tan hermoso producto de la
industria nacional. En el centro, sobre un medallón de damasco carmesí
rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los
Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía
la mesa para toda clase de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba
cigarrillos; allí amontonaba su escasa correspondencia, haciendo oficio
de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía libros de
cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y
otras de acero comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por
las orillas ya, aunque su virginidad estuviese intacta; allí rodaba la
cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos habanos,
el rollo de bramante y la navaja mohosa; y cuando venía el tiempo de las
perdices y don Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí
se cargaban á mano los cartuchos y allí se limpiaban y atersaban á
fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.
Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia
próxima, el hidalgo, recogido ya á la suya, entreteníase en contar las
rayitas que durante la jornada había hecho en una caña con el
cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este
procedimiento sabía á punto fijo la cantidad de gavillas majadas.
Abierta estaba la ventana, á causa del mucho calor, y por ella entraban
las falenas enamoradas de la luz á girar dementes sobre el tubo del
quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando
torpemente, á caer sobre la mesa ó á batir contra un rincón del cuarto.
En el cielo asomaba ya la luna, triste é indiferente.
La puerta se abrió con fragor y estruendo; el hidalgo soltó su caña y
miró... Casi en el mismo instante se deslizaba en el corredor una
sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la plausible razón de
que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las
aldeas--con mayor perfección que en los palacios, ó con mayor descaro
por lo menos--es el espionaje, y difícilmente hará un señor que vive
rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben, siempre que
el atisbarla convenga á sus miras ó importe á su curiosidad. Este dato
se refiere sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto
soñoliento y las trazas cariñosas y humildes del aldeano gallego, se
esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables,
pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el
aire, si no tan aprisa, quizás con mayor destreza que el gitano más
ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la paciencia; y si tuviese
también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en
el mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea
mejor que el zorro rastrea el ave descarriada. Primero se dejaría
nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir á pegar el oído á
la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose á la
ignominia de la descalcez, rondó el cuarto del comandante; pero ¡oh
dolor! nada se oía: el salón era extenso, y Gabriel precavido en cerrar
y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del marqués
era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al
Gallo.
Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante á cogerle con las manos en
la masa? Se arrimó á la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y
abajo, con paso acelerado, indicio de agitación...--No sale! dedujo el
sultán: aguarda ahí por el otro!--Así era en efecto: Gabriel no quería
meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero
esperaba.--Mis atribuciones no llegan á tanto... decía para sí: allá se
las hayan padre é hijo... Que se desengañe, que se convenza... Ya
veremos después.
Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le
estorbaba una vieja mampara, que reforzando la puerta, apagaba el ruido
de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien distintas, y él
no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.
Acalorado, muy acalorado... Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba
explicaciones en tono brusco, á manera de persona que confirma una
verdad sabida y conocida hace tiempo... ¡Calle! aquí empieza el asombro
del Gallo... el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un
potro bravo... Un genio tan _maino_ como gasta siempre, y ahora ¡qué
_fantesía_! Dios nos libre! Está diciéndole trescientas al señor... Si
éste lo toma por malas, se va á armar la de _saquinte_... Le echa en
cara que no lo reconoció desde pequeñito... ¡Se insolenta! Hoy hay aquí
un terremoto... El señor... no se oye cuasimente... de indinado que
está, parece que le sale la voz de dentro de una olla... ¿Y el rapaz?
Ese berra bien... ¡ay lo que está diciendo...! Que se va y que se va y
que se va de esta casa arrenegada... Que se larga aunque tenga que pedir
limosna por el mundo adelante... Que más que se esté muriendo el señor y
lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino que lo amarren con
cordeles y lo traigan así codo con codo atado... Que se cisca en lo que
le deje por testamento, y que no quiere de él ni la hostia... ¡Ojo...
habla el señor... No se oye miga...! todo lo entrapalla con toser y con
la rabia que tiene... El rapaz!... Que bueno, que si le mandan la
Guardia civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá á la
fuerza pero que se ahorcará con la faja ó se tirará al Avieiro... Que de
lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que gastó con él, y que
después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer á su gusto... Ahora el
señor alborota... Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo
deshace... que le tira á la cabeza un demonio... Que maldito y condenado
sea... Arre!
Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo á punto
de ser aplastado segunda vez por la puerta, que el montañés empujó
furioso para salir, al mismo tiempo que voceaba, volviendo el rostro
hacia el interior del cuarto:
--Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la
eternidad, amén. ¡Que no esté yo solo en el infierno!
Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona
arrimada á la puerta. Corriendo se volvió á la habitación del
comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus investigaciones
el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó á sus oídos: si se hablaba
allí, debía ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las
gentes.


XXX

¡Bueno venía el _Motín_ aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de
las más chistosas; como que representaba á _don Antonio_ con una lira,
coronado de rosas y rodeado de angelitos; ¡y luego, en la sección de
sueltos picantes, cada hazaña de los _parroquidermos_ y _clericerontes_!
Aquello sí que era ponerles las peras á cuarto. ¡Habráse visto
sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos desbocados si no hubiese un
_Motín_ encargado de velar por la moral pública y delatar
inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con
_Motín_ y todo...!
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa ó pegando en la mesa puñetazos
de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto
en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado á sus pies cuando
ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona
y vertiendo satisfacción al preguntar á su marido:
--¿Que no ciertas quien tay viene?
El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la
cuenta al punto, y saltó en la silla dando al _Motín_ un papirotazo
solemne y exclamando:
--¿Don Gabriel Pardo?
--¡El mismo!
--Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo
también... ¡Qué mómara! ¡Menéate!
--Si todavía no llegó á casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de á
caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene á apagar un fuego!
Máximo, sin querer oir más, bajó á paso de carga la escalera, salió al
patio, y como la llave del portón acostumbraba hacerse de pencas para
girar, la emprendió á puñadas con la cerradura; á bien que la médica le
sacó del paso, que sino, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un
siglo. Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fué á
apearse el comandante, Juncal no se dió por contento sino recibiéndole
en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en los hombros,
carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de
entrar bajo techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de
manjares y bebidas, insistiendo en saber _qué tomaría_, hasta no dejarle
respirar. La respuesta de Pardo le llenó á la amable médica las medidas
del deseo:
--De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de
molestia... Ahora recuerdo que he salido de los Pazos en ayunas.
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico
que le miraba embelesado de gratitud y regocijo:
--No me agradezca usted la visita; vengo á reclamar sus servicios
profesionales.
--¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y
venidas... No, y está usted algo... desmejorado, vamos; el semblante...
y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo, ¡caramba!
--¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo menta ahora...
¡Hay en los Pazos gente enferma...?
--¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las
elecciones...
--Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.
--Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde
no me llaman...
--Pierda usted cuidado.
--¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?
--Y su hija.
--¿Los dos?
Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo,
acariciándose la barba. Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero
le quedaba el aire de viril resolución que tan simpático le hacía.
--Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí
algo que le pidiese? ¡No es cosa muy difícil!
--¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por
usted...! ¿Quiere... que organice un comité conservador en Cebre?
--¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada á
Catalina. Que sepa que va usted á los Pazos, bien; que va usted por la
enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de mi sobrina, ni esto.
¿Conformes?
--Hasta la pared de enfrente.
--Además... que nos marchemos cuanto antes.
--¿Y el chocolate?
--Pretexto para quitarnos de encima á la pobre Catalina. No haga usted
caso. Diga que es urgente echar á andar, y que en vez de chocolate, me
contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche, supongamos?
--Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el
chocolate listo.
--¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra,
dando al rapazuelo que curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A
los tres minutos volvía junto á Gabriel.
--Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de
mal es la que anda por los Pazos, y no sé qué he de llevar de
medicamentos, instrumentos...
--Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos...
Pero muy fuertes... Convulsiones, lloreras,... soponcios.... Desvaría un
poco... yo creo que hay delirio.
--¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por
suerte lo tengo recién preparadito. ¿Y el... _marqués_?
--Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre
arrebatada á la cabeza...
--¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para
un año... Le han acostumbrado desde muchacho á la sangría, y aunque yo
las proscribo severamente, uniendo mi humilde opinión á la de los más
ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso
particular, me declaro empírico. El hábito es...
--Por Dios.... Despachemos--exclamó Gabriel, que parecía también
necesitar bromuro, según la agitación, no por reprimida menos honda, que
se observaba en su rostro y movimientos. Conviene decir, en abono de la
excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías médicas
se preparó más brevemente que para aquella. Ni tampoco, desde que el
mundo es mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de
chocolate que la presentada por Catuxa á Pardo... y cuidado que venía
para abrir el apetito á un difunto, por lo espumosa y aromática.
--¡Tan siquiera un bizcochito, señor!--suplicaba Catuxa.--Mire que están
fresquitos de ahora, que cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay,
que el agua sola mata á un cristiano! Señor... ¿y las tostadas?
--Cállate la boca ya--gritó Juncal severamente;--cuando hay apuro, hay
apuro... El marqués de Ulloa se encuentra mal... y vamos allá á escape.
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel,
ladeándose en la silla, preguntó á Juncal:
--¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?
--Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña
Marcelina, _que en gloria esté_--masculló con gran compunción el impío
clerófobo--era nerviosísima y algo débil, y aunque la señorita Manuela
salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es
la cosa más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase
susto, que ese no es mal de cuidado.
Enmudeció el artillero, y por algunos minutos no se oyó más que el trote
de las dos yeguas sobre la carretera polvorosa. Gabriel callaba
reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de aquellas
reflexiones salió volverse á Juncal y decirle con tono suplicante y
persuasivo:
--Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me
pruebe que efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se
tropieza uno por el mundo adelante: un amigo verdadero, de corazón.
--¡Señor de Pardo!--exclamó el médico, á quien semejantes palabras
cogían por su lado flaco--¡Bien puede usted estar satisfecho--aunque la
cosa no lo merece--de que ni á mi padre le tuve más respeto, ni á mis
hermanos los quise más que á usted! Desde que le ví me entró una
simpatía de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos
lleven si la sé explicar yo mismo. A mi señora se lo tengo dicho: mira,
chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres
médico, que no sea el mismo día que me necesite don Gabriel... ¿Y luego,
qué pensaba? Pero si no me pide otra cosa de más importancia que darle
bromuro á la sobrina... para eso, maldito si...
--Las circunstancias--dijo Gabriel titubeando aún--son tales, que yo
necesito creer á pie juntillas lo que usted me asegura para no perder el
tino y desorientarme completamente. Voy á hablarle, á usted con
franqueza, como hablaría yo también á mi hermano...
--¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá--preguntó Juncal,
que oía con toda su alma.
--Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos
los dos.
--Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca
no saldría una palabra.
--Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz
sobrina está desde ayer tarde en un estado de exaltación alarmantísimo.
Yo creo que su razón se oscurece algunas veces. Y entonces grita, llora,
habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oir, ¿lo
entiende usted? ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que
repetirlas!
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:
--¡Entendido!
--Los accesos--prosiguió el artillero--le dan con bastante intervalo, y
del uno al otro se queda como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido
dos, uno á las cinco de la tarde y otro á las diez de la noche; dormitó
unas horas, y á las tres de la madrugada, el acceso más fuerte,
acompañado de una copiosa hemorragia por las narices; á las siete, se
repitió la función, sin hemorragia; y así que la dejé algo tranquila,
suponiendo que tendríamos al menos tres ó cuatro horas de plazo, me vine
reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré á
reventar, para llegar antes de que el acceso se produzca. ¿Qué opina
usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?
--Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé.
Según lo que usted me va contando, la neurosis de la señorita tiene
carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al desvarío... Bien, ya
puede hablar, que es como si se lo dijese á un agujero abierto en la
pared. Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan
repentino?
Enderezóse Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución
inevitable.
--Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted á los Pazos se
enterará de que allí han ocurrido ayer y anteayer sucesos gravísimos...
Basta para imponerle á usted el primero que encuentre, el mozo de cuadra
que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado
terrible con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...
--Bien, bien... Ya estamos al cabo--indicó Juncal guiñando el
ojo...--Pero ¡qué milagro enfadarse con él! Si lo quería por los
quereres.
--Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche?
Pues... á consecuencia de la escena espantosa que se armó entre los dos,
el muchacho, que es testarudo y resuelto, arregló ayer mañana su
maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta
la fecha no se ha vuelto á saber de él.
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de
Juncal. Aunque éste procuraba no dejar salir á él más pensamientos que
los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no podía ocultar la
luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa.
La prueba es que exclamó como involuntariamente:
--Ah... ya.
--Sí--añadió Pardo con resignación:--desde que Manuela supo la marcha de
su... amigo...
--¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo...
con todas las exageraciones?
--¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...
--Que es una vaca...
--Se fué á abrazar con ella, llorando á gritos...
--A berridos, que es como lloran semejantes bestias...
--Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido á
embarcarse para América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le
diese por tomar arsénico...
--_Séneca_, que le llaman así.
--En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?
--¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja!
Bueno, señor de Pardo; no añada más, no se moleste, sosiéguese; ya
estamos enterados de lo que conviene ahora. Tranquilizarle á la niña el
pensamiento... ¡todo lo posible...!
--Y en especial...
--¡Basta, basta! En especial, silencio... y que los curiosos se queden á
la puerta... La curiosidad, para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?
--Al galope, que es cuesta arriba.
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.


XXXI

El sol había salido, y también el cura de Ulloa á celebrar el santo
sacrificio de la misa. Goros, medio en cuclillas ante la piedra del
hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el cuerpo
inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo
embudo, soplaba el fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y á decir
verdad, no se necesitaba tanto aparato para que ardiesen cuatro ramas
bien secas.
Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que
indica que el vigilante conoce muy bien á la persona que llega, y ladra
por llenar una fórmula. En efecto, cansado estaba el _Fiel_ de contar en
el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que, siendo
aquel todavía cachorro, éste se había encargado de la cruenta operación
de cercenarle la punta del rabo y la extremidad de las orejas.
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