La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 06

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lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma--«Su
amante hija, Marcelina Pardo.»
El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las
manos, y se reclinó en la cómoda, vencido por uno de esos terremotos del
corazón que modifican las actitudes y las elevan á la altura trágica sin
que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la
frente, con una firme resolución y una promesa.
La misma que repetía ahora á la majestuosa noche.


IX

Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su
huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate,
varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con
agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco
encontrar á don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador!
¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en
la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo
prefería.
Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar
trascendía á gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba
los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de
Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el
vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las
lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.
--Su señora de usted es una gran ama de casa--observó jovialmente don
Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate.--Nos trata
á cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y
qué bien sabe todo. Parece que se le quitan á uno diez años de encima.
Con efecto, fuese por obra del campo ó por otras causas, semejaba
remozado el huésped de Juncal.
--¿Usted quiere ir esta tarde á casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No
sería mejor descansar otro diita en mi choza?
--Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al
clero no quiere acompañarme...--murmuró don Gabriel risueño, limpiándose
los bigotes con encarnizamiento, á fuer de hombre pulcro.
--¿Quién? ¿yo? ¿á casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde!
Si todos fuesen como ese... me parece que acabaría por volverme beato.
--No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.
--Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba
dar ejemplo á los demás.
--El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora
en los primeros siglos del cristianismo--replicó con cierta malicia
discreta don Gabriel mirando á Juncal que echaba lumbres con un eslabón
para darle mecha encendida, pues á causa del viento y de las caminatas,
el médico había proscrito los fósforos.
--Ríase usted de cuentos... Bien gordos y repolludos andan los tales
parrocetáceos--refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del
_Motín_--á cuenta de nuestra bobería... Más tocino tiene el Arcipreste
encima de su alma, que siete puercos cebados.
--Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se
pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va á hacerse clérigo? Amigo,
seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida
regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo á quien le alcanza el
sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por
dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará
á donde llegue un labriego acomodado: á tener la despensa regularmente
abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene
por consecuencia necesidades que no tiene el labriego.... ya usted
ve.... Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera
me mantuvo alejado de Galicia.
--¿Es usted artillero, señor don Gabriel?
--Para servir á usted.
--Por muchísimos años. ¿Grado?
--Comandante efectivo. Hoy excedente, á petición mía. Convénzase usted:
al clero no le podemos exigir tantas cosas.
--Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado? ¿eh?
--Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.
--En otras partes, la ilustración, la moralidad...
--Moralidad... Sí... Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero
protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que
un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un
empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría
usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa
bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza?
Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces habrá usted echado
en cara á los frailes la afición á chocolatear! ¡Pues lo que es usted...
no se descuida!
Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico,
porque veía á éste colgado de su boca y oyéndole como á un oráculo, y no
quería poner cátedra. Sucedíale á veces avergonzarse del calor que
involuntariamente tenían sus palabras al discutir ó afirmar, y para
disimularlo recurría á la ironía y á la broma. Juncal se extasiaba
encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad
intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer
instante.
--Vamos--pensaba para su capote,--que aunque fuese mi hermano no estaría
más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé
disputar con él, ¡qué rábano!--Echóse el sombrero atrás con un
papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo
cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:--Mire
usted, así que conozca al cura de Ulloa y le compare con los demás... Se
quita la camisa por dársela á los pobres: no alza los ojos del suelo:
dicen que hasta trae cilicio... Apenas quiere cobrar á los feligreses ni
oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de
amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta á veces
hasta para arrimar el puchero á la lumbre.
--Bien, ese ya es un santo--repuso Gabriel.--¡Si abundase tal género,
qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted á exigirle, señor don
Máximo, á una clase tan mal retribuída? ¿Que instrucción, dice usted?
¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa,
porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos...
Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos
ó los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la
cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al
seminario sus hijos.... Los manda á las universidades, y de allí, si
puede, al Parlamento, caminito del Ministerio, ó al menos del destino
pingüe...... En las clases altas, por milagro aparece una vocación al
sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no
lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se
inclinan á la Iglesia, van á las órdenes, en particular á los jesuítas.
Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro á usted que
compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad... Y nuestro
clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y
cualidades que no son de despreciar.
--Es usted...--preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo--es
usted.... neocatólico, por lo visto.
--No, nada de eso--respondió apaciblemente Gabriel.--Soy, platónicamente
hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de
usted solamente... Pero ¡qué limoneros tan hermosos!
Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos
duros como la cuajada cera.
--Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más
poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de
Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he
visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo...
gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le
arrullan á uno en vez de hablarle.
--¿Mecha otra vez?
--Gracias, no fumo más. ¿Vamos á saludar á la señora? Aún no le hemos
dado los buenos días.
--Catalina apreciará tanto... Pero á estas horas.... _va en_ el molino,
de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse
con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas...
Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí,
vino revoloteando á posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel
tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas.
La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con
gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don
Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó
en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante.
Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la
cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón,
olvidado ya, á fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus
antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas,
conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado
casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y
el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco á poco. Además,
¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!
Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un
objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía
tiempo. El artillero se volvió de repente.
--Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente á varias
preguntas que tengo que hacerle?
--Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda
servir....
--Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que
usted me hace de él, temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos
seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan á uno de
dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal á la
gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más
enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando--por ahí--por ahí!)
Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal...
Ruborizóse éste como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta
por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:
--Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto
como el que más.
--Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto
de casarme...
Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.
--....Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.
--La señorita de Moscoso?--exclamó el médico apenas repuesto de la
sorpresa.--¿Qué me dice, don Gabriel? La señorita Manolita? No sabía ni
lo menos!
--Ya lo creo--repuso Gabriel soltando la risa.--Como que tampoco lo
sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la
primera persona á quien se lo cuento.
Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro
satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó
adelantándose á ellas.
--Diré á usted, para que comprenda mi propósito, que la persona á quien
más quise yo en el mundo fué mi pobre hermana Marcelina, la que casó con
don Pedro Moscoso; y si hay cielo--aquí le tembló un poco la voz á don
Gabriel--allí debe estar pidiendo por mí, porque fué una... már... una
santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre
falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos
ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una
familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío... no está
autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le
repugno á mi sobrina y quiere ser mi mujer... Estoy determinado á
casarme cuanto antes.
Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió
vagamente, cual si hablase consigo mismo:
--En efecto.... no hay duda que.... Realmente, ¿quién mejor? La verdad
es...
Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se
dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la
serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el
espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición
popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz
del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había
guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los
miopes cuando la claridad les deslumbra.
--Francamente, Juncal, no conozco á mi sobrina Manuela ni sé.... ¿Cómo
es?
--El retrato de su difunta madre, que esté en gloria--respondió muy
cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.
--¡De su madre!--repitió el artillero extasiado.
--Pero más buena moza, no despreciando á la pobre señorita... La madre
era... algo bisoja y delgada... Esta mira derecho, y tiene unos ojazos
como moras maduras.... Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar
al sol... buenas trenzas de pelo negro... y bien constituída. No
digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las
_perfecciones_ allá hechas á torno; pero puede campar en cualquier
parte... Vaya si puede.
--Si se parece á Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.
--Y á usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que
á usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.
--Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted
que aún no he empezado, como quien dice, á preguntar lo que quiero
saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?
--No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.
--Diga usted. Mi cuñado...


X

Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de
la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas
reflexiones:
--No todos sus defectos hay que imputárselos á él, sino (hablemos claro)
á la crianza empecatada que le dieron... Sería mejor que se educase él
solito ó con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan
animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... Y se
llamaba como usted, don Gabriel!
El comandante sonrió.
--Maldito lo que se parecen... Como iba diciendo, yo, hace años, muchos
años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas
elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro... porque lo primero
de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?
--Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está
seguro de su bondad--respondió el artillero.
--Tiene usted razón... á veces se calienta la cabeza, y hace uno
disparates... pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de
enfriar con los años, me exalto más.
--¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi
cuñado?
--Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el
difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido
la agilidad, de manera es que no puede salir á caza como antes.
--Y... acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa
mujer que tiene en casa?
--Mire usted, como yo no voy por allí... con repetirle lo que se
cuenta... y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré á
lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir á los Pazos.
Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor
cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero
mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por _plataforma_
trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso...
Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó
que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó
en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y á quien le
colgó, ¿usted se entera? el milagro del rapaz. Este paisano, que ahora
anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el _Gallo_ de
apodo, y nadie le conoce sino por el apodo ó por el _Gaitero de Naya_,
porque lo fué; y el remoquete de _Gallo_ se lo pusieron sin duda por lo
bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo presente. Un
poco antes mataron al padre de la muchacha...
--¿No le asesinaron por una cuestión electoral?
--Justo.... Según eso está usted en autos?
--Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...
--_¿Trampeta?_
--Pequeño, vivaracho, entrecano...
--El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo
despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido á
última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz
involuntariamente). Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras...
donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto
de Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país... Dicen que
ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fué una especie de
facineroso que anda siempre á salto de mata, de aquí á Portugal y de
Portugal aquí...
Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló
distraidamente los quevedos.
--Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre
todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el
constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua á su molino de
usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era
una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos
años... Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo
concerniente á la historia...
--Hoy en día, á Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata
de levantar la casa é irse á morir en paz á Orense... Porque va viejo, y
no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con
el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba... En
fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron
al padre, la muchacha se casó con su Gallo, y cuando se creía que el
marqués los iba á echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en
la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con
tal muñeco... Esto fué antes, muy poco antes de morir la señorita su
hermana...
Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.
--No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la
asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para
que...
--¿Usted asistió á mi hermana?--exclamó el artillero, cuyos ojos
destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que
es como el primer vaho de una lágrima antes de subir á empañar la
pupila.
--Entonces, sí señor; que después, como dije á usted, el marqués hizo
punto en no volverme á llamar... La pobre señora se quedó, según dicen,
como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta...
Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en
Juncal.
--Don Máximo, cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte
natural?--pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al
contestar:
--Sí señor... sí señor! sí señor! Puedo atestiguarlo con solo una vez
que la ví en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué,
allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije (puede usted
creerme como estamos aquí y Dios en el cielo):--No dura medio
año esta señorita.--(Pasóse Gabriel la mano por la frente). Don
Gabriel--prosiguió el médico,--¿qué le hemos de hacer? Su hermana era
delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas... De todas las
maneras, ella siempre fué poquita cosa... Volviendo á la niña, no
digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso... Él contaba
con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó
por aquella boca una ristra de barbaridades... Al que adora es al
chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta se ha empeñado en que
estudie, y lo manda á Orense al Instituto, y piensa enviarlo á Santiago
á concluir carrera... El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su
buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el
bastoncito ó el látigo cuando va á las ferias... y yegua para montar, y
dinero en el bolsillo...
Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y
arrimando la boca á su oído susurró:
--Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...
En vez de fruncir el ceño el artillero, despejóse su encapotada
fisonomía, y contestó en voz serena:
--Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es
cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea
al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan á los
autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien
están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente
me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina,
más fácilmente se avendrán á dármela, á mí que no he de exigir dote...
Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor
cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para
robarla... ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey
que rabió.
Miró Juncal la fisonomía del artillero, á ver si hablaba en broma ó en
veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por
obra grandes hazañas, á pesar de los blancos hilos sembrados por la
barba y el pelo que escaseaba en las sienes.
--Si ella no me quiere... y bien puede ser, que al fin soy viejo para
ella... (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)...
entonces... no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no
se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico
hijo del marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna
paterna.
--¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.
--¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy á defender, sin haberla
visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la
tierra.
--De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que
regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre...
Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.
--A arreglar todo eso venimos--contestó Gabriel levantándose, como
deseoso de echar á andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su
huésped le imitó.
--Entonces, ¿á qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral
de Ulloa?--preguntó muy solícito.
--He mudado de plan; ya no voy... Iré dentro de un par de días á
saludar al señor cura. Tengo por usted cuantos informes necesito, y
puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente
alguno.
--¿Le corre tanta prisa?
--¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...
Juncal se rió, y volvió á mirar á su interlocutor, gozándose en verle
tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el
emparrado empezaba á acortarse. Por la puerta del huerto asomó una
figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer,
Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de aechaduras de
trigo que arrojaba á puñados en torno suyo chillando agudamente:--Pitos,
pitos, pitos..., pipí, pipí, pipí... Seguíanla los pollos nuevos,
amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus
corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre
las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña,
grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A la
nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos,
gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo
bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que
las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el
sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy
interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo
le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de
ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde
y conocería á la que ya nombraba mentalmente _su novia_, la circulación
se le paralizó un momento, y sintió que se le enfriaban las manos, como
sucede en los instantes graves y decisivos.
--Fantasía, fantasía!--pensó.--Cuidadito... no empieces ya á hacer de
las tuyas!


XI

Antes de salir de Cebre á caballo, rigiendo una yegua y una mulita,
detuviéronse cortos momentos Juncal y don Gabriel en el _alpendre_ ó
cobertizo del patio del mesón donde remudaba tiro la diligencia. Yacían
allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda
entablillada, y no lejos, sobre paja esparcida, cubierto con una manta,
temblando aún de la bárbara cura que acababan de hacerle, el infeliz
delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera (llamémosle
así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el
algebrista de Boan. Máximo dió un codazo á don Gabriel, advirtiéndole
que reparase en la peregrina catadura del viejo, el cual no se turbó
poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación de
atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó á
chuparla, á vueltas de inauditos esfuerzos de su barba, determinada á
juntarse de una vez con la nariz.
Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza
entrapajada y una pierna tiesa del terrible aparato que acababan de
colocarle, y consistía en más de una docena de _talas_ ó astillas de
caña de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le
habían aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor
que les chorreaba por la frente, cansados de ayudar á la operación de la
compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota hasta hacer
estallar los huesos, á fin de _concertar_ las articulaciones, mientras
el paciente veía todos los planetas, incluso los telescópicos.
--Mire si tenía razón--murmuró Máximo.--Estoy ahí á la puerta, y han
preferido mandar llamar á éste de más de tres leguas... Es verdad que él
ha curado de una vez al muchacho y á la mula, cosa que yo no haría.
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de
género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el
pincel de Velázquez y Goya.
--Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan
tasado--indicó al médico.
--¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted á cada
paso por ahí... Raro es que pase un mes sin que dé una vuelta por los
Pazos: como hay mucho ganado...
Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos
cigarros, que tendió al atador. Tomólos éste con su flema y reposo
habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó el ala del
grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de
vino que le brindaba la mesonera.
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, á fin de no
cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde
de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar
incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco
venían á veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La
yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de
su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar
las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas,
gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se
permitía de rato en rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el
hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun
esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.
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